viernes, 15 de abril de 2022

Lucrecia, la loca

Amanda Castillo


El día que Lucrecia nació hacía un sol resplandeciente. Su madre sudaba a chorros no solo por el dolor de parir, sino también por el intenso calor de aquella tarde del mes de mayo. No se sentía la típica brisa originada por las mareas del océano Pacífico. El sopor era insoportable. Las palmeras permanecían inmóviles, y la casa, aunque de madera, parecía un horno a causa de la alta temperatura.

Después de dos días de trabajo de parto, por fin una hermosa niña salió a la luz. Doña Juana, la partera, se asustó mucho al ver el color morado de la cara de la recién nacida y que esta no lloraba. Enseguida procedió a frotar el pequeño cuerpo con una intensidad que preocupó a la madre. Doña Tomasa permanecía inmóvil, expectante y rogando a Dios porque su hija estuviera bien.

Después de casi diez minutos de masajes, sacudidas, invocaciones y plegarias, la niña emitió unos pequeños sonidos parecidos al llanto. Su madre sintió un gran alivio y cuando por fin la pusieron en sus brazos, no pudo contener las lágrimas por la emoción. Parecía mentira, que, a sus cuarenta y dos años de edad, hubiera podido dar a luz de nuevo. Esta hija representaba una nueva esperanza para su vida. Si bien ya era madre de tres hijos hombres, su mayor sueño era tener una hija. Con su primer esposo lo intentaron, pero solo logró procrear varones. Después que este murió, decidió darse una nueva oportunidad, esta vez con Ramón, un amigo de la infancia, lamentablemente él se fue cuando se enteró que ella estaba embarazada.

Lucrecia tenía seis meses cuando Tomasa se dio cuenta de que la niña era diferente a otros niños de su misma edad. Muy poco lloraba, sus movimientos eran limitados y en ocasiones se quedaba rígida, con la mirada perdida. La llevó a una cita médica, pero el doctor que la atendió le indicó que no se preocupara, que no todos los niños eran iguales.

Al cumplir el primer año de vida, la llevó nuevamente a ver a un médico especialista, y esta vez el diagnóstico la dejó desolada: la niña padecía retardo en el desarrollo, pero era necesario esperar a que siguiera creciendo para poder dar un diagnóstico exacto. El doctor explicó con detenimiento lo que significaba y las consecuencias que tendría en el desarrollo de Lucrecia. Desde ese momento, Tomasa se dedicó a ayudar a su hija para que su vida fuera lo menos complicada posible.

Sin embargo, el progreso de la niña era limitado, le costaba ponerse de pie, pronunciaba algunas palabras con dificultad, no tenía control de esfínteres y presentaba limitaciones para asimilar la información que se le daba.  Lucrecia fue creciendo con la dedicación y el amor incondicional de su madre, pero al mismo tiempo soportando los celos de sus hermanos mayores, quienes veían en ella a una intrusa y una carga adicional para cuidar, dado que la madre debía trabajar todo el día como jefe de cocina en una base militar.

A los cinco años de edad, Lucrecia tuvo el primer episodio de epilepsia, y en adelante esto se volvió recurrente, ocasionando grave deterioro cognitivo y físico. Sin embargo, su madre no se dio por vencida, y con ayuda de algunas personas, logró que su hija fuera ingresada en un centro de rehabilitación para niños con necesidades especiales. Lucrecia asistió a aquel lugar durante cinco años y al salir sus progresos eran notorios: comprendía cuando le hablaban y se hacía entender para expresar sus necesidades. 

A pesar de ello, una vez le dio una crisis epiléptica justo en el momento que atravesaba la calle y fue atropellada por un vehículo. Sufrió fracturas en sus extremidades inferiores. Logró recuperarse, pero lastimosamente perdió movilidad en una de sus piernas y quedó con una leve cojera.

Lucrecia creció entre el amor y cuidado de su madre, y el maltrato físico y verbal de sus hermanos. Ya era adolescente, pero su edad mental era la de una niña pequeña incapaz de tomar decisiones. Fue víctima de vejámenes y burlas de parte de sus hermanos mayores, y de otras personas del vecindario. Esto a su vez causó que ella se volviera agresiva y en muchas ocasiones lanzaba piedras a sus agresores. 

Lucrecia   se convirtió en una espigada y bien formada muchacha. Era alta, delgada, ojos color miel y el tono de su piel, según decían los vecinos, era exactamente igual al de la canela. A pesar de su condición, su atractivo físico no pasaba desapercibido para nadie.

¡Lucrecia, la loca bonita! le gritaban los muchachos del vecindario.

¡¡¡Yo no soy locaaa!!!

Cuando esto sucedía, ella se enojaba muchísimo y lanzaba piedras a diestra y siniestra, rompiendo los vidrios de las casas vecinas y en ocasiones alcanzando a alguno de los desprevenidos muchachos.

Entonces Tomasa enfermó a causa de la diabetes y debió recluirse por varias semanas en un hospital. Lucrecia quedó bajo el cuidado de los hermanos, quienes aprovecharon para continuar con todo tipo de maltratos. Los vecinos sintieron compasión por ella, y cada día alguien le ofrecía comida y ropa, ya que sus hermanos le cerraban a puerta para que ella no ingresara a dormir, según ellos porque olía mal.

Una de esas noches fue abusada por varios hombres y producto de ello quedó embarazada. Cuando su madre salió del hospital y se enteró de lo sucedido, hizo todo lo necesario para que Lucrecia abortara. Sin embargo, ella no contaba con la reacción de su hija frente a lo ocurrido:

—Mi mamá me quitó a mi hijo, ella me lo hizo sacar de la barriga.

No diga bobadas, mija le decía la madre. Ese fue un sueño.

La salud de Tomasa cada vez se deterioraba más, entonces ella, presintiendo su desenlace, hizo los trámites para que su pensión fuera entregada a su hija menor, como única beneficiaria, dada su condición de vulnerabilidad. Sin embargo, los hijos mayores no estaban de acuerdo con esta decisión, y una vez más arremetieron contra la indefensa hermana.

Mientras tanto, Lucrecia había conocido a Manolo, un chico con síndrome de Down. Nadie comprendía cómo hacían los dos para entenderse, pero se llevaban muy bien. Decían ser novios y siempre andaban tomados de la mano o abrazados. Se los veía sentados en el parque, charlando animadamente, riéndose a carcajadas y en muchas ocasiones bailando sin ritmo con la música que ponían en los diferentes negocios ubicados enfrente. Ahora los chicos del barrio no solo molestaban a Lucrecia, sino también a Manolo, pero él, a diferencia de ella, nunca se enojaba, por el contrario, se reía ante las burlas. 

Después de una larga y penosa lucha contra su enfermedad, la señora Tomasa murió. Lucrecia lloraba inconsolablemente por la partida de su madre, su llanto era desgarrador y conmovía a todos los vecinos:

¡Ay mamacita, no me deje sola! ¿Qué será de mí sin usted?

Después del funeral de la madre, los hermanos decidieron que era necesario viajar hasta la capital para solucionar el tema de la pensión. Según ellos, debían llevar a Lucrecia para demostrar su discapacidad cognoscitiva y de esta manera lograr que le entregaran la pensión. A pesar de que su madre la había dejado a ella como única heredera.

Fue así como organizaron el viaje, los tres hermanos y Lucrecia. Después de veinticuatro horas por carretera llegaron a la ciudad de Bogotá.  Al tercer día decidieron caminar un poco para recorrer la ciudad, siempre iban los tres adelante y Lucrecia detrás, ellos se avergonzaban de ella y evitaban que los relacionaran como familiares. De repente, uno de los hermanos se detiene, y les dice a los otros:

Se nos quedó un documento por firmar, voy a traerlo y regreso.

Ah bueno dijo Pablo. Apúrate.

Te acompaño indicó el hermano de nombre Santiago.

Hacía mucho frío y Lucrecia estaba un poco aturdida por el intenso bullicio de la ciudad. Miró a su hermano Pablo y se le acercó. Él se alejó de inmediato y sin mirarla a la cara le dijo:

Quédate ahí. Ya vengo, voy a comprar algo. No te muevas de aquí.

¿A dónde va usted?

Que ya vengo, te dije.

Lucrecia se quedó en la acera, temblando de frío, asustada y sin saber qué hacer. Pasaron largos y tediosos minutos que se convirtieron en horas. Nadie volvió.

¿Usted sabe dónde está Pablo? preguntaba una y otra vez a los desprevenidos transeúntes.

La gente la miraba y seguía su camino sin pronunciar palabra.  Todo el mundo pensaba que se trataba de alguna loca o drogadicta.  A pesar del paso del tiempo, Lucrecia seguía firme en el sitio donde le habían dicho que se quedara. Esperaba que ellos volvieran. La oscuridad de la noche cubría la ciudad. Tenía hambre, frío y mucho miedo.

Sentía un nudo en la garganta y su corazón latía aceleradamente. Se creyó perdida, desolada y abandonada.  Empezó a llover y quiso refugiarse en algún lugar. Miró abrumada hacia todos lados, pero no había a donde ir. Dio el primer paso y se detuvo en seco, pero enseguida volvió a caminar. Sin rumbo, sin esperanzas, resignada a su destino en las solitarias y frías calles de la inmensa Bogotá.

Sus hermanos se habían encargado de que ella no tuviera ningún dato ni contacto a quien acudir. Días después ellos regresaron a su pueblo natal con la noticia que Lucrecia había salido a media noche de la habitación del hotel mientras ellos dormían. Que la habían buscado, pero, dado las ocupaciones de cada uno de ellos, no podían quedarse más tiempo.

En el pueblo todos intuyeron lo que había sucedido. Lucrecia había sido abandonada por sus hermanos, para quedarse ellos con la pensión. Pero no podían hacer nada y en realidad a nadie le importaba la suerte de la desdichada mujer.

Solo una persona lloraba su ausencia: su fiel Manolo, quien cada día iba a sentarse al parque con la esperanza de encontrarla de nuevo. Estaba triste, ya no reía con nadie. Tampoco volvió a bailar. Sin pronunciar palabras, levantaba la mirada cada vez que alguien se le acercaba, con la esperanza de que fuera ella. Un día no regresó. Poco después los vecinos se enteraron que Manolo había muerto a causa de un infarto.

Nadie volvió a saber de Lucrecia. Todos dicen que se perdió en Bogotá...

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