Joe Monroy Oyola
Un ruido en medio
de la oscuridad despertó a Stephanie. Jaló entre sus manos las dobleces de la
sábana. Frente a su cama había una sombra altísima que llegaba casi hasta el
cielo raso...
Veintiséis años
antes, cierta mañana de setiembre José estaba sentado en su sillita individual,
una de aquellas que tenían el armazón metálico forrado con tiras plásticas
multicolores. Miraba en la televisión en blanco y negro su programa favorito: Los
Picapiedra, cuando tocaron a la puerta. El niño y su mamá cruzaron las
miradas:
—Hijo, ¿adivina
quién está viniendo a saludarte por tu cumpleaños?
—¡¿Mi tío Homero?!
—dijo haciendo puños debajo de su mentón, el cual parecía sostener sobre sí una
inmensa sonrisa—. ¿Es él?
—Ja, ja, ja. Pues
si no abres, entonces, nunca lo sabremos —contestó la mamá riéndose—. Me avisó
que llegaba a tomar desayuno con nosotros. Él es mi hermano mayor, pero no le
digas tío, ni padrino Homero, sino papá Homero, tal vez así te regale una buena
propina. Corre y ábrele.
José corrió hasta
la puerta, al jalar la perilla metálica de bronce se encontró con un muñeco
plástico del personaje de caricaturas: Pedro Picapiedra. Era inmenso, su misma
vestimenta, esa especie de túnica moteada, con el gracioso corbatín, hasta
mostraba el sombrero ceremonial de su fraternidad: «Los búfalos mojados» con
cachos y todo; que era sostenido por dos manos morenas. José ni miró quién
venía trayendo el obsequio, jamás dijo tío, papá o padrino:
—¡Pedro
Picapiedra! —gritó arranchando el
juguete y corrió a enseñárselo a su madre—. ¡Mira mami!
Hubiese sido el
desperdicio más imperdonable de la historia, el dotar al muñeco de algún
mecanismo sonoro que emitiera el famoso grito de júbilo: «¡Dabadabadú!», si esa
expresión estaba ya en el corazón de cada niño alrededor del orbe.
Lidia invitaba a
pasar a su hermano, quien soltaba la risa viendo saltar a José. Aunque ella
trató de disculpar a su hijo, el gozo del niño llenaba el hogar.
—Qué bonita guayabera, hermanito: blanca y con
detalles marrones; me parece que tu pantalón azul no hace juego con tus zapatos
color guinda, igual, te ves elegante. Pero ya estamos en otoño, deberías
abrigarte un poco más. Aunque los gorditos no tiene ese problema. Ni pareces
tener cuarenta y cinco años.
—Hermanita, no
empieces, estoy fornido, eso es todo. En cuanto a mi edad, no olvides que tú
eres solo seis años menor que yo. Te cuento que anoche me gané un buen dinero
jugando al póker con unos chinos. Ni cuenta se dieron de que mis cartas estaban
marcadas ja, ja, ja.
Homero le dijo que
llevaría a José al hipódromo, pues quería que se entretenga viendo correr a los
caballos, además, él me traerá suerte. Estaremos de vuelta por la tarde. Si
gano un buen dinero lo compartiré con ustedes, una parte, claro está. Lidia le
puso una taza de loza blanca con un café cargado humeando.
—Caliente, así
como me gusta hermanita. En Olmos toda la familia lo toma hirviendo.
—Sí, claro, lo
recuerdo. ¡Uy!, José, hijito, anda compra un litro de kerosene en el chino de
la esquina, lleva la botella verde. Acá tu papá Homero te va a dar unas
monedas.
—Caray, me salió
caro el cafecito.
—Mamá, por favor,
faltan cinco minutos para que termine Los Picapiedra.
—¿¡Quieres un
coscorrón de regalo!? Anda que se me está apagando la hornilla. Recuerda que tú
eres el único hombre de la casa.
—Ya sé mamá. Pero,
verás que un día mi papá va a regresar —dijo mientras sus ojos se enrojecían y
secaba una mucosidad que asomaba indiscreta por la nariz—. ¿Por qué te sonríes
tío?
—Está bien sobrino. Sí, pronto va a regresar.
—Que vayas te he
dicho.
Después del
desayuno, padrino y ahijado salían hacia el hipódromo.
En la ventanilla
Homero entrega la cartilla llenada con dos billetes de cinco soles cada uno,
los que había ganado la noche anterior. El cajero del hipódromo se los tiró de
regreso gritándole que eran billetes falsos. Chinos desgraciados, resultaron
más vivos de lo que pensé. Rellenó otra cartilla y pagó con monedas el total de
un sol.
Pasaron las horas
y casi anocheciendo llegaron de regreso José con su tío. Al abrir la puerta
Lidia se quedó con los brazos extendidos, su hijo pasó refunfuñando hacia el
único cuarto de la vivienda, sin mirar el pastel cubierto con crema blanca y
salpicada con caramelos multicolores en miniatura, y en el medio una vela con
el número once:
—Hijo, hola, ¿qué
te pasó?
—Nada, nada pasó.
Ni siquiera me invitó una bebida.
—Hermanita, es que
tuvimos mala suerte, nada ganamos. Me dieron pésimos datos.
José salió del
cuarto y le dijo a su mamá que el tío Homero le pidió el sol que ella le había
dado de propina, para apostarlo. Lidia le recordó que pronto se irían de
vacaciones a Olmos, Lambayeque, para visitar a la familia, que allá tomaría todas
las raspadillas de tamarindo que quisiera.
—Lidita linda,
hermanita de mi corazón, este... —empezó diciendo mientras sacaba del bolsillo
derecho de su guayabera un pañuelo húmedo —, cuando viajen al norte avísame con
tiempo para darles una propina, quiero que se coman algo en mi nombre, allá en
nuestra tierra.
—Ajá, «sal quiere
el huevo».
—¡Hermana, respeto
eh! —contestó Homero tirando sobre la mesa el pañuelo blanco—. Así me hablaba
nuestro padre cuando sabía que yo le iba a pedir propina. Uno preocupándose, y
tú, pensando mal.
—¿Cuál huevo mami?
—Después te
explico hijo.
Homero sugirió que
compraran entre los dos un billete de la lotería y si ganaban compartirían el
premio. Lidia se negó: ja, ja, ja, ya ves hermano, algo querías, te conozco. Al
despedirse el padrino le prometió a José devolverle pronto su sol. No olvides:
todo en la vida es como un juego, si no arriesgas, no ganas. Mientras Homero se
iba, ya estaban llegando algunos niños.
Las semanas
pasaron volando, luego los meses. Llegó el verano. José debía preparar la ropa
que llevaría para el viaje a la ciudad de Olmos. Él cavilaba respecto a si
debería ir en esas vacaciones al norte. No soy un bebé, tengo once años, justo
cuando acabo de conocer a la nueva vecinita: Gianella, al menos así decía el
collarcito que usaba. Es bonita, morenita, tiene los ojos negros. Ya me
enamoré; voy a preguntarle a mi amigo Pepe cómo hago para declararme a una
chica. Seguro nos casaremos cuando seamos adultos. Sí, hablaré con mi mamá, además,
los niños tenemos derechos, muchos, un montón. No dejaré que mi mami nos
separe.
A José se le
rompía el corazón de solo imaginarse ver llorar a su madre, pero era su decisión,
así que su mamá tendría que viajar sola; ella sí nació en Olmos, en cambio, él
era limeño. Deberá comprender que, si bien nuestras vidas tenían las mismas
raíces, recordaba esa parte de una serie en televisión sobre los orígenes y las
familias de los esclavos en Estados Unidos, cada uno debe tomar por su lado.
Además, a pesar de que el tío Homero era tan cambiante en sus actos, había
calado hondo en José que la vida era como una gran apuesta: si no arriesgas, no
ganas. Decidió jugar a ganador.
Ya daban las siete
en punto de la noche, Lidia había dejado sobre el mueble grande en la sala,
ropa que debía acomodar su hijo. Él quería que su mamá terminase de ver la
novela que le encantaba; no deseaba ser duro, cruel, tan solo firme, ya no era
más un niño; luego la consolaría. Escuchó la melodía de la canción romántica
que indicaba el final del episodio; tocó la puerta del cuarto:
—Mamá, ¿puedo
pasar? —preguntó con la frente posada sobre la madera— Quiero conversar
contigo.
—Claro hijito,
pasa.
Había sobre su
cómoda un vaso con limonada y hielo. El aroma cítrico parecía darle una fresca
bienvenida para iniciar su disertación. La amorosa sonrisa de la madre le hacía
difícil, a José, encontrar las palabras más suaves, pero a la vez firmes sobre
su decisión impostergable, insoslayable de quedarse, aunque sea en la casa del
tío Homero.
La sustentación
sobre los derechos constitucionales de los hijos duró casi cuatro minutos.
Lidia solo asentía con leves movimientos de cabeza, la mirada fija en su vástago.
A José le pareció que ella ni respiraba. Al terminar buscó con la mirada dónde
estaba la caja de pañuelos desechables, la que usaba su madre para enjugarse
las lágrimas cuando lloraba, o para secarse el rostro si sudaba, se la puso
junto a su bebida; él quería asistirla cuando estallara en llanto. Después de
contestarle gritando a su hijo que de todas maneras irían, ella terminó con la
última orden:
—¡Anda termina de
arreglar tu maleta! —A la vez que tiraba de un manotazo la caja de pañuelitos
que su hijo le había alcanzado—. ¡Y avísame cuando termines para ir a
revisarla!
—Pero, mamá...
El intento de
insistencia hizo que ella volteara el rostro a observarlo; a él se le vino a la
mente aquel comercial en televisión de la película El exorcista, donde
la niña protagonista volteaba el cuello como periscopio de submarino. No dijo
una palabra más y salió corriendo hacia el pequeño desván donde guardaban
maletas, juguetes antiguos, ropa que no era de la estación.
A las ocho en
punto de esa noche ya estaban madre e hijo en el terminal de ómnibus Roggero.
Una hora después partía el vehículo de transporte. José iba al lado de la
ventana, miraba las piruetas que hacía el chofer manejando para salir del área
de abordaje y poder acceder a la avenida principal. Sabía que había cumplido
con su deber cuando «decidió» cambiar de parecer respecto a la posición de no
viajar a Olmos, asimiló que no hubiese sido caballeresco dejar a su mamá viajar
sola. Igual, su amada Gianella lo esperaría. Un mes pasa rápido, la llama del amor
jamás se extinguiría.
No fue necesario hablarle a la niña acerca de
su partida al norte peruano, a veces «el silencio vale más que mil palabras»,
esto lo aprendió investigando y hurgando entre recursos literarios, cuando en
el Mercado Modelo de Jesús María rentaba las revistas de Superman, Archie,
y aquel «curso de narrativa romántica»: la revista Susy. José ya le
había explicado al dueño de ese puesto donde leía sentado sobre ese cajón de
frutas vacío, después de pagar veinticinco centavos de alquiler por cada
revista, que él iba a ser un famoso escritor.
Llegaron a la
ciudad de Chiclayo casi a las once de la mañana. De inmediato tomaron un
colectivo, un auto antiguo, que los llevó hasta Olmos a las doce con minutos.
Para José fue un gran alivio bajarse del auto y dejar de escuchar esas cumbias
y guarachas antiguas. Haberse quedado dormido con su cara en el vidrio de la
ventana le hizo sentir adormecido el lado izquierdo del rostro, le parecía
haber dejado olvidada en algún lugar la oreja, ni que hablar de su trasero,
podría haber presentado un reclamo en la oficina de la agencia como: objeto extraviado.
Estaba esperándolos el anciano tío Irineo Cortez.
El abrazo de
reencuentro entre sobrina y tío fue emotivo y largo, José trataba de decidir si
él debía de llamarlo tío abuelo Irineo, o solo tío, aunque más parecía ser el
abuelo.
—Tío Irineo, este
es mi hijo José, pero dile Pepito.
—¡Caray que
grandote está para tener nueve años! —dijo, remeciendo a José por los hombros—.
Eres guapo, igualito a tu mami; hum..., aunque esos dos dientes de adelante te han
salido chuecos.
—Hola tío Irineo,
sí, gracias. Pero tengo once años.
Vino a la memoria
de José los gritos en la escuela: «pitufo», «pigmeo». Al recoger las maletas
del colectivo, José insistió en que él las llevaría; ningún esfuerzo costaría
moverlas hasta el auto del pariente. A pesar de las rueditas del equipaje, le
resultó difícil al sobrino descubrir que en Olmos la gente acostumbraba a
caminar casi todo el tiempo. Es más: el pariente no había traído carro alguno.
Pero lo peor fue aprender que el «acasito nomás» variaba entre una a doce
cuadras. La soñada entrada triunfal a Olmos, como un muchacho limeño, no
empezaba muy bien.
—Luvinda, mujer, ya llegamos —exclamó el
anciano.
—Lidita, hijita,
bienvenida —exclamó emocionada la tía, mientras tiraba al aire una servilleta
de tocuyo blanco—. Eres igualita a tu papi, el vivo retrato de Julio César.
—Tía Luvinda, qué
alegría —contestó dándole un gran abrazo—. José, hijito, saluda a mi tía.
El niño cruzó
desde el umbral hasta la gigantesca cocina, al llegar frente a la honorable
anciana él extendió la mano; lo recibieron unos brazos abiertos de par en par,
qué cojudeces de darme la mano, tú eres mi sangre. José trato de zafarse, al
parecer doña Luvinda sintió esos movimientos como correspondencia de cariño. El
infante decidió aflojar y recibir esos apapachos. Luego les mostraron cuál
sería la habitación que ocuparían. Lidia regresó con sus parientes, José no
despertó hasta el siguiente día.
Al levantarse, por
la mañana encontró las puertas del cuarto abiertas de par en par, la luz del
día iluminaba hasta la mitad del dormitorio, su mamá no estaba en la
habitación. Se oían conversaciones, risas y música; al salir vio bien el área:
había un jardín lleno de flores y árboles frutales colindando con el espacio familiar.
Esta área verde pasaba al lado de dos habitaciones que eran para las visitas, y
limitaba con la rústica puerta que daba entrada a los corrales. Los pollitos y
patitos estaban separados de las aves adultas, y corrían libres alrededor del
jardín. Desde la rústica cocina a leña provenía un aroma a pan horneado; la
inmensa mesa del diario lucía cubierta con un mantel plástico blanco donde
resaltaban dibujos de flores. Por asientos dos largas bancas de madera. Había
otras mujeres cerca de las hornillas que cantaban y bailaban entre sí. Todas
tenían un vaso con cerveza en la mano. Lidia alzó la vista:
—¡Primas, primas,
este es mi hijito José! —gritó Lidia abrazando al niño— ¿Verdad que está guapo?
Cada una se presentó
dando su propio nombre, todas besaban y pellizcaban las mejillas del sobrino.
Él solo pudo entender dos cosas: todas eran sus tías, y, además, estaban bien mareadas.
La anciana Luvinda comentó la alta estatura para nueve años. Lidia nunca pensó
en aclarar lo de la edad; José intuyó también que ya habría un mejor momento. El
recuerdo de Gianella llenaba su mente; total serían unas cuantas semanas, ella
lo esperaría...
Por la tarde vino
a saludar a José el hijo de una de las primas que había venido a ver a su mamá.
Era delgado y risueño. Le dijo que lo llamara Tikila, así lo conocían todos.
Vamos a la plaza de armas, hoy hay retreta.
En el camino
Tikila le explicó que era un concierto con banda de música, baile para los
adultos que quisieran, tiros con dardos, se podía obtener algunas pelotitas o
trompos aparte había apuestas con los cuyes. Ya en la plaza conoció al primo
Nando y otros catorce o quince que nunca pudo recordar los nombres. Pero Nando
y Tikila, sí eran su familia por seguro.
En el juego del
cuy le fue bien, pues apostó un sol en una de las cajitas numeradas, y el
asustado animalito que era colocado en medio de un cerco de cajitas con un
orificio de entrada corrió a esconderse en la de su número cinco. En el tiro de
dardos le apuntó a un globito que tenía amarrado un trompo, su ojo izquierdo
cerrado y la punta de la lengua asomándose al mismo lado…, le pinchó al otro
globo que daba dos canicas en una bolsita. Para el resto él tenía una gran
puntería y mucha suerte. Le venía a la mente aquello que el tío Homero decía
sobre que la vida era como un juego, quien no arriesga no gana. Cada día que
Tikila o Nando lo buscaban para ir a la plaza alquilaban una bicicleta
por cincuenta centavos, eso daba derecho al uso por toda una hora. José sintió
que el caluroso pueblo de Olmos se iba convirtiendo en un lugar con mucha
diversión.
José aceptaba
apostar con las canicas, aunque no era bueno con ellas. Pero, en las carreras
con bicicletas se desquitaba. Él se aseguraba la mejor, aquella que alquilaban
por dos soles la hora; era la única con frenos, y permitía dar las curvas a
velocidad sin estrellarse. Apostaba con esa ventaja. Cada día ganaba alguna
carrera y la antipatía de los muchachos del pueblo.
Cierta mañana
estaba en la plaza una veintena de los chicos mostrando inmensas sonrisas, lo
miraban llegar a José:
—Hola. ¿Hacemos
una carrerita en bicicleta con apuesta? —preguntó haciendo sonar las monedas
que tenía en su mano derecha— ¿Hay algún valiente?
—Sí, José,
aceptamos— contestó Nando, que estaba sentado en una banca—. Pero primo, hoy
hacemos la carrera hasta el río Cascajal, cincuenta centavos cada uno. El
primero en llegar se lleva todo.
Nando agregó que
habría otra apuesta posterior a la carrera. El pariente capitalino aun
ignorando los detalles aceptó.
Tras llegar
victorioso, José recibió cincuenta centavos por cada participante. Alguien
gritó: ¡Ahora todos al agua! A José le pareció un grave error no haber pensado
en vestir una ropa de baño. Miró perplejo como cada uno de los chicos se
quitaba la ropa y se tiraban al agua calatos. Por primera vez en su vida corría
desnudo hacia un río. Ya en el pueblo devolvieron todas las bicicletas.
Esta vez Tikila
habló: tenemos entre todos once soles. Primo te apostamos que aquí en Olmos
tenemos un «santo karateca» hasta con imagen bendecida. El desafío sonó del
todo ridículo, inaudito. Los chicos olmanos mostraron la cantidad ofrecida, ya
estaban preparados. José tuvo que ir a pedirle las propinas guardadas a su madre,
quien a regañadientes aceptó.
Llegaron a la
iglesia que estaba al lado de la plaza. Detrás de él ya no eran solo los
primos, además había chicas y adultos. Entendió José que en adelante su vida
estaría llena de admiradores, la victoria sería parte normal en su existencia,
tal vez lo nombrarían visitante ilustre de Olmos. Nando dijo que el «santo
karateca» estaba aquí dentro. El rostro de José mostraba una sonrisa oblicua
que descendía desde el lado derecho hacia el izquierdo, al estilo de su ídolo:
John Wayne en las películas del oeste listo a disparar en algún duelo a muerte.
Todos siguieron a Nando hacia el lado derecho de la iglesia. Las bancas se
miraban vacías, solo en una de ellas dos ancianitas rezaban con un tul blanco
cubriendo sus cabezas y con un rosario entre sus manos.
Pasaron junto a
imágenes de santos, se detuvieron en la bóveda más cercana al altar mayor.
Trataba José de contener una risa impúdica, cachacienta, explosiva cual ataque
de tos convulsiva. Nando prendió el interruptor de la luz. El muchacho
capitalino sintió cómo su cara se le helaba, los ojos parecían querer escaparse
de sus órbitas; contempló con horror la imagen del «santo karateca», le recordó
la foto de Bruce Lee en el poster de la película Operación dragón. Las
carcajadas llenaron el santo lugar. José sintió una inusual humedad en la parte
trasera de su pantalón, «ese negocio olía mal». El camino hacia la casa de los
tíos se hizo más largo esta vez. Saludó de lejos a su mamá y a los familiares
que miraban en la televisión la misma novela que le encantaba a Lidia. Pasó a
ducharse.
El tío sintió un
olor extraño, se revisó la suela de sus zapatos pues recordó haber ido al
corral para alimentar a los chanchos. José tendría que explicar a su mamá los
riesgos de todo negocio. Cubierto con una bata y un pantalón corto, después de
lavar tanto el pantalón como la ropa interior, se sentó en la cocina. A las
siete en punto empezó esa canción de la novela, había terminado el capítulo.
Llamó a su mamá al cuarto. La conversación duró solo tres minutos hasta que
Lidia exclamó: ¡¡¡Te lo dije, carajo!!!
Durante la cena el
tío Irineo reía solo. Empezó a contarles que al día siguiente vendría su amigo
Carlos Poncio al que no veía desde hacía treinta años, quien no le creyó acerca
del «santo karateca» en Olmos; lo hospedarían dos días. Habían apostado unas
fuentes de ceviche y cuatro cajas de cerveza. Lidia le preguntó al tío Irineo
por esa imagen. Él explicó que era un santo representado pisando unas nubes y
sostenía una cruz de madera con incrustaciones de oro, pero unos facinerosos
robaron aquel madero dejando sus manos en posición similar a la de un luchador
de artes marciales. Era común que los pobladores tomaran el pelo a quien podían
con esa apuesta hecha solo para estúpidos.
Al día siguiente
por la mañana Lidia y su hijo estaban embarcándose hacia Lima. Ya en camino la
madre le advirtió:
—No quiero saber
de apuestas nunca más en tu vida —dijo, mientras que lo miraba muy de cerca—,
pero lo más importante, es que este hecho tan vergonzoso jamás saldrá de
nuestra boca: ¡Entendido!
—No, mamá, nunca.
La vida
transcurrió y José jamás recordó siquiera el nombre de aquella niña que lo
embelesó. Mientras estuvo viva su madre cumplió con nunca contar lo ocurrido
acerca del «santo karateca», además ya nadie lo recordaría. En cambio, jamás
dejó los juegos de azahar: carrera de caballos, pollas de fútbol, póker,
máquinas tragamonedas... En la vida el que no arriesga no gana. Era su dogma,
legado recibido del también fallecido tío Homero.
José trabajaba
como representante de ventas para una distribuidora de productos farmacéuticos;
vivía con su esposa Magda, y Stephanie la hija de nueve años que tenían en
común.
Un ruido en medio
de la oscuridad despertó a Stephanie. Jaló entre sus manos las dobleces de la
sábana. Frente a su cama había una sombra altísima que llegaba casi hasta el
cielo raso. Iba a gritar cuando esa aparición emitió un sonido como el de una
tetera que empieza a hervir. Algún auto giraba en la esquina del hogar proyectando
un haz de luz el cual se filtró entre el delgado espacio de la pared con la
cortina de tul crema que llegaba hasta el suelo. Se incorporó y al sentarse
posó contra el pecho su muñeca de tela. El cuerpecito parecía experimentar
movimientos involuntarios; una pierna fue sobre la otra, la planta zurda sobre
el empeine derecho cual lucha fratricida contra aquella incontinencia urinaria
infantil, pretexto causante de aquellas muescas talladas con correa más el
desquicio materno, bajo las nalgas.
Afloró aquella mueca
extraña que precede al grito. Se formó en su delgado rostro una sonrisa
desprolija con toda su boca abierta. Conforme la aparición perdía altura, al
bajar de una silla, ella pudo distinguir un sonido similar al de una tetera
hirviendo proveniente de unos labios, cual beso al aire, cruzados por un dedo
índice. ¡No te asustes!
—¿Papá? —preguntó
con tono suave?, al mismo tiempo estiraba su delgado cuello—. ¿Qué hacías sobre
mi silla?
—Hijita, no quise
asustarte —dijo con tono silencioso, mientras se volvía a poner el índice
derecho sobre sus labios—. No hables fuerte, por favor.
José sostenía con
su otra mano la alcancía rosada en forma de chanchito, aquella que él mismo le
había obsequiado tres años atrás. La súplica junto con un olor a licor se
extendía por la habitación.
—Hijita, por
favor, préstame tus propinas. Te las devolveré mañana. Tuve una emergencia.
—Este..., sí,
papi, está bien.
—A tu mami, no
hay que decirle nada, es nuestro «secretito».
—No, no diré nada
—dijo la niña mientras se frotaba los ojos y bostezaba.
El padre beso la
frente de Stephanie. Se oía el ronquido de Magda desde el cuarto contiguo. Él
guardaba las monedas provenientes de la alcancía en su maletín de ventas junto
a las cobranzas de aquel día. Acostado cavilaba, cuál era su suerte mayor: si
la bondad de su niña, o el profundo sueño de su esposa. Aparte de la hija, el
ronquido de los cónyuges era lo único que tenían en común.
La alarma del
celular sonó a las seis de la mañana y José fue hacia el baño. «¿¿¿Quién
diantres me mandó hacerles caso a los muchachos??? Teníamos todas las cobranzas
y se les ocurre ir a ese casino de San Borja. Ya le había prometido a mi mujer
no jugar más a las cartas. Bueno, en realidad no jugué al póker, nadie habló de
las máquinas tragamonedas».
Por la mañana en
el microbús de camino a su centro de trabajo, estaba sentado junto a una
ventana del ala derecha. Contemplaba la urbanización Mayorazgo, aquellas
personas en los paraderos; pensaba en los altos alquileres alrededor de la
zona, de modo repentino le vino un recuerdo: «Jamás regresé a Olmos, claro que
no fue por esa apuesta. Era linda esa pequeña ciudad. La sencillez de la gente,
aquel fresco humor. Tenían gran apego a las tradiciones. El cariño desde el
niño hasta el anciano por sus familias. Cuánto me divertí con los primos
bañándonos calatos en el río Cascajal. Creo que ya los he comenzado a perdonar.
Cómo vuela el tiempo, han pasado veintiséis años».
De pronto sonó un
timbre en su celular, lo sacó del bolsillo derecho del pantalón. Era una invitación
de amistad en Facebook de un tal Pocho Yarlequén Onofre, quien decía ser
su primo de Olmos. «Pero, quién es este, ni lo recuerdo, ese rostro no se
parece a mí, ni hablar, no tiene ninguno de mis apellidos». José dudaba,
aunque, sí, aceptó la invitación. Entonces Pocho Yarlequén Onofre le preguntó
por texto si seguía siendo devoto del «santo karateca». José lo bloqueó de
inmediato.