domingo, 26 de febrero de 2023

Reseña: «Los Buddenbrook», de Thomas Mann

Hoy hablaremos de la primera novela de Thomas Mann publicada en 1901.

Como siempre, lo haremos no contando la historia (para no malograrles la diversión a los que todavía no la leen), sino fijándonos en aquello a lo que, como escritores, conviene que prestemos atención para utilizar en nuestras obras.

Publicada en 1901, Los Buddenbrook relata la decadencia de una familia a lo largo de cuatro generaciones.

—Lo primero que como escritores vemos aquí de aprovechable es que, si se desea narrar una historia que dure alrededor de cien años, conviene crear una familia y narrar la historia de varias generaciones. ¿Por qué? Porque toda historia gira en torno a personajes, y difícilmente un solo personaje vivirá cien años. No por nada García Márquez creo a la familia Buendía para a través de sus sucesivas generaciones narrarnos cien años en la historia de Macondo.

—Lo segundo que como escritores podemos aprender de esta novela es que si queremos hablar de la sociedad, debemos encarnar sus males y virtudes en personajes concretos. Así, por ejemplo, Mann plantea la idea que la burguesía comerciante alemana surgida en el siglo XIX decaerá y será remplazada por la burguesía industrial y financiera del siglo XX. Según Mann esto es debido a que sus miembros, que venían de familias pobres, luego que mueren los fundadores de las fortunas, las siguientes generaciones (que nunca conocieron estrecheces económicas) empiezan a dedicar menos tiempo a incrementar sus ingresos y más tiempo a la búsqueda de la felicidad. ¿Cómo se ve reflejado esto en la novela que nos ocupa? Las dos primeras generaciones de la rica familia Buddenbrook están dirigidas por serios hombres de negocios desinteresados de todo lo que no esté directamente relacionado con el incremento de la fortuna. En las dos últimas generaciones de la familia Buddenbrook, en cambio, mientras la fortuna familiar va decayendo paulatinamente, unos se interesan en la música, otros en la lectura, y alguno simplemente intenta vivir la vida alejado de ataduras laborales. La suma de esto llevará a unos a la depresión, a otro a la locura y a toda la familia a la ruina económica.

—El tercer y último elemento sobre lo que queremos llamar la atención en esta novela es el uso del leitmotiv. Esta es una técnica literaria que consiste en introducir un tema recurrente que servirá como hilo conductor de la novela, estructurándola, impregnándola de sentido y ayudando a despertar y mantener el interés del lector. En el caso de Los Buddenbrook el leitmotiv son las constantes referencias veladas, a lo largo de toda la obra, a los sentimientos de la protagonista, Antonie (Tony) Buddenbrook, por Morten, a quién conoció durante unas breves vacaciones de verano en un balneario al que acudió intentado alejarse del hombre con el que sus padres la querían casar.

viernes, 24 de febrero de 2023

Sobre misas negras

Roberto Murcia


No puedo prescindir de mi inveterada costumbre de visitar cuanta librería encuentro en la ciudad donde resido y en aquellas a las que viajo. Como escribió Ovidio: Nada hay más fuerte que el hábito. Mientras otros van a la playa o acuden a bares, yo visito librerías. No me da pena admitirlo, prefiero los anaqueles repletos de tomos al entretenimiento mundano. Me gustan mucho las tiendas de segunda mano, pues nunca sabe uno lo que se va a descubrir allí.

En lugares inesperados puede encontrarse una gema. Para el caso, Tischendorf afirmó haber encontrado el Codex Sinaiticus (la Biblia de mayor antigüedad que se conoce, considerada un tesoro escrito invaluable de la humanidad) en un basurero cuyo contenido iba a ser incinerado en el horno de un monasterio. Aunque no he tenido tanta fortuna como él, en mis andanzas he hallado hermosas joyas, raros ejemplares de obras agotadas a las que de otra manera no tendría acceso, las cuales engalanan con sus lomos multicolores las repisas de mi vivienda a falta de otros ornamentos. Mis más preciados hallazgos son una copia de la primera edición de Ulysses (1922) de James Joyce que encontré en un lote de libros antiguos y un ejemplar de la Biblia del oso, traducción de Casiodoro de Reina (1569) que compré por un precio módico.

Existe la opción de buscar en internet, y si bien es un recurso útil que empleo con frecuencia, nada sustituye la experiencia de indagar in situ. Hay algo seductor en la búsqueda en los estantes polvorientos en los que opúsculos de autores desconocidos o de poco renombre se sitúan al par de gigantes literarios —no hay lugar más democrático que las estanterías de libros usados—. Además, la sorpresa representa un rol considerable en el gozo lúdico de la pesquisa. Incontables publicaciones en extremo bellas no siempre son adecuadamente ponderadas en la actual época del mass market. Me gusta contemplar su encuadernado que de por sí puede considerarse una obra de arte, el aroma de sus páginas, tipo de papel utilizado, tipografía, la historia que sugieren sus accidentes, fecha y sitio de publicación. He encontrado apreciables bellezas en medio de las históricas avenidas de París, Roma, Ciudad de México, Madrid o cualquier otra a la que mi afición bibliófila me ha llevado.

Existen librerías exóticas alrededor del mundo, más allá de lo que la fantasía pudiera prever. Una se encuentra ubicada en una iglesia gótica restaurada para tal fin, Boekhandel Selexyz Dominicanen en Maastricht (Países Bajos). Allí la iluminación natural que penetra por los vitrales crea un ambiente místico que permite apreciar su magnífica bóveda cruzada por hermosos arcos, donde se hallan representadas escenas sacras. Todo este despliegue visual sirve de marco a los libros que coexisten con las pinturas y una decoración impresionante.

Acqua Alta, en Venecia, cuenta con canoas situadas en el interior del inmueble que sirven para alojar las obras, a la vez que se echa una mirada por las ventanas a los famosos canales. Como si la lectura no fuera de por sí un viaje a lo ignoto. Otras, cual es el caso de la librería Bardón, en Madrid, se especializan en primeras ediciones y cuentan con incunables (impresos antes de 1500, es decir, en los albores de la imprenta). Pero no se debe menospreciar las más modestas localizadas en una esquina, un pequeño espacio sin utilizar, un nicho e incluso sobre las mismas calles en las cuales los vendedores tienden su preciada mercancía a merced de los elementos. Lo que todas tienen en común es su amor por la literatura. Si bien toda aventura tiene su potencial galardón, también es posible afrontar riesgos aun cuando se haga con las mejores intenciones.

Fue en una librería olvidada por el tiempo en la que ocurrió el suceso que voy a narrar. El comercio en cuestión está localizado en un sótano a orilla de la calle al que llegué por azares del destino, ya que nunca me había aventurado por ese barrio anodino enclavado en el maremágnum urbano como una pequeña pasa en un pastel colosal. Puesto que todavía era temprano y vi un rótulo que decía: El Jardín Secreto: Libros poco comunes, ingresé al local. Tenían una buena colección de impresos raros, primeras ediciones, autografiados y esotéricos, sobre todo de estos últimos. Allí estaban las obras de Eliphas Lévi, Blabatski, Saint Germain, el Necronomicón el cual, aunque Lovecraft jurara, era producto de su imaginación, los amantes de lo oculto se han negado en aceptar y varios se han dado a la tarea de recrear siguiendo sus propios instintos e intereses; la Clavícula Salomonis, grimorio pseudoepígrafo de data renacentista, falazmente atribuido al tercer y último rey del reino unificado de Israel. Al fin y al cabo, los personajes históricos no pueden demandar por usurpación de identidad.

Dado que no tengo interés en el ocultismo más que como anécdota de sobremesa, había ya desistido de seguir buscando, pues se me hacía tarde, cuando reparé en un hombrecillo que tomó de un estante un misal para ritos satánicos. Me sorprendió su apariencia. Era un hombre entrado en años, de mediana estatura, cubierto por una túnica negra con capucha, delgado en demasía, prácticamente cadavérico, mejillas hundidas en las que casi se podían distinguir los dientes, y expresión lúgubre e inexpugnable. Un collar con la cruz en posición invertida que colgaba de su cuello era su único adorno. En resumen, digno representante de la santa muerte.

No fue inusual encontrar literatura sobre ese tema, la había visto con anterioridad, pero jamás presencié que una persona comprara una guía para verificar un rito satánico. El hecho de adquirirlo sugería la intención de realizarlo, pues que otro fin podría tener, máxime tomando en cuenta la presencia física del comprador. Si vemos que se adquiere una novela o un libro de no ficción, es lo más normal. No obstante, un ritual de satanismo se sale de lo común. Es como si alguien pidiera una guía para torturar, con el provocativo título: «Manual ilustrado del perfecto asesino». Sabía que si se pretende efectuar una misa negra de manera tradicional —una parodia de la liturgia católica— se requiere un sacerdote apóstata que presida la ceremonia, así que dejé volar mi imaginación, consideré que bien pudiera tratarse de un exsacerdote impío, y lo visualicé oficiando el sacrilegio con la hostia consagrada frente a una audiencia maligna, mientras una mujer desnuda servía de altar.

Se marchó tan pronto pagó. Puesto que su extravagante presencia imbuía mi alma en la sonrisa, lo seguí, lo reconozco, por pura curiosidad. No esperaba verlo ingresar en un templo satánico o unirse a un aquelarre, pero su aspecto me intrigó lo suficiente y deseé indagar más. Caminó por varias cuadras por la avenida principal. Luego continuó en dirección a una callejuela poco transitada hasta que se detuvo ante el umbral de un edificio. En ese momento yo era el único aparte de él en la acera. Se dio vuelta hacia mí y me miró con fijeza. Me pareció reconocer que una mueca malvada se dibujaba en su semblante. Sentí que su mirada me traspasaba como una espada. Concluí que durante todo el tiempo estuvo consciente de que yo lo seguía sin demostrarlo.

Al verme descubierto, mi rostro se encendió. No pude disimular mi aturdimiento, me detuve y regresé por el camino que había recorrido, caminando rápido primero, corriendo después. Voltee un par de veces a fin de asegurarme de que no era vigilado. Al llegar a mi apartamento cerré la puerta con doble llave y el pasador. Encendí las luces para verificar si no había nada extraño y miré por la ventana hacia afuera, sin notar algo anormal. Por la noche tuve sueños perturbadores.

A la mañana siguiente me levantó el despertador y me incorporé con la pesadez de un buey viejo, pues no había dormido bien con los sobresaltos de la víspera. Luego de ir al baño, tomé un recipiente con leche de la nevera, lo vertí sobre un vaso y lo ingerí. Me duché y vestí para ir al trabajo. Sabía que tras la tempestad llega la calma. Con el encanto de la claridad matinal que ilumina el espíritu, todo se mira con mayor serenidad. Pronto me olvidé casi por completo de lo sucedido y me introduje de lleno en las labores cotidianas. Al regresar a casa por la tarde, degusté una cena frugal, como corresponde a mi edad y condición física, ya que el almuerzo había sido copioso y cenas fuertes son presagio de mal dormir. Cuando me disponía a ir a la cama, recibí una llamada telefónica de un número desconocido. «Aló… ¿Quién habla?», contesté. Nadie respondió, pero me di cuenta de que había alguien al otro lado, pues pude escuchar su respiración. Eso me hizo recordar la situación del día anterior.

En los días siguientes recibí varias más. Al contestar, nadie respondía. El viernes por la noche el timbre de mi teléfono interrumpió mi cena. «Aló…», silencio. Minutos después otra. Perdí la paciencia y grité:

—¡Aló, diga que quiere de una vez! —No hubo respuesta—. ¡Deje de joder! ¡No tiene nada mejor que hacer! —Luego de un instante, una voz femenina que conocía muy bien contestó:

—¿Qué sucede hijo? ¿Pasa algo malo? —Era mi madre.

—No sucede nada malo, mamá… Es que he estado recibiendo llamadas anónimas que no responden cuando contesto. Lo siento —acerté a musitar. Se me caía la cara de vergüenza al contestarle así a la autora de mis días.

—Te noto un tanto alterado.

—No te preocupes, es solo el estrés del trabajo —expliqué, excusándome por la malacrianza.

Para empeorar las cosas, las luces de mi apartamento se encendían y apagaban espontáneamente. Reporté el problema con la administración, pero me dijeron que como era fin de semana enviarían un electricista hasta el lunes.

Por la mañana, reflexioné que no debía aguardar más. La circunstancia en que me hallaba estaba afectando mi psiquis. Si algo tenía que hacerse lo haría pronto. Así que decidí confrontar al sujeto que me había causado tal desasosiego. A veces es necesario tomar al toro por los cuernos y no esperar a que nos embista. Recién anochecía. Me subí al bus con la determinación de un cruzado que viaja a liberar Tierra Santa. Por el camino medité en lo que haría. Investigaría en el lugar donde lo vi con anterioridad a fin de localizarlo, de ser así, intentaría hablar con él y aclarar la situación. De no encontrarlo, nada se perdería.

No tuve inconveniente para localizar la librería. Parecía que se especializaba en lectores que preferían la vida nocturna, pues observé más clientes por la noche que la primera vez que la visité de día. De ahí tomé el camino seguido por el misterioso sujeto hasta llegar a la ubicación en que ingresó. Contemplé el inmueble con detenimiento, ya que en la oportunidad previa no tuve tiempo para observarlo. Era un antiguo edificio de apartamentos venido a menos en el que se adivinaba un pasado distinguido, pero al que la huella inclemente de los años había marcado —con seguridad databa de antes del siglo XX—. Pensé que sería difícil dar con el que buscaba entre tantos inquilinos, dado que contaba con varios pisos y múltiples domicilios.

Por poco me regreso sin haber cumplido mi cometido. Se me ocurrió husmear en la entrada, allí encontré un panel que consignaba los apellidos de los arrendatarios junto a sus respectivos timbres. Sin embargo, ¿sería capaz de encontrar el apartamento de un individuo cuyo nombre desconocía? Parece que en esta ocasión la suerte me acompañaba: en la lista se encontraba un tal señor Gastrell, a la par del cual se hallaba adosada una etiqueta con el apelativo «Mefistófeles». No me cupo la menor duda de que se trataba de él. ¿Quién más escogería un seudónimo tan sugestivo? No quise tocar el timbre correspondiente por temor a que se negara a recibirme. Esperé hasta que alguien salió, una dama mayor. Entonces aproveché que el portal aún estaba abierto cuando la mujer se alejó e ingresé sin dificultad.

Intenté usar el ascensor que de no ser por lo maltratado tendría valor histórico. Contaba con una puerta metálica oxidada tras la cual había una malla retráctil de metal que se corría para permitir el ingreso al mismo, pero al introducirme en aquel ámbito claustrofóbico comprobé que no funcionaban las teclas ni la iluminación, lo que me recordó las pesadillas catalépticas de Edgar Allan Poe. Subí por unas escaleras de viejos ladrillos manchados por décadas de abuso, cuyo pasamanos de madera semejaba una enorme culebra muerta digna de una epopeya homérica que se entornaba bordeando el interior mientras ascendía hacia los pisos superiores.

Al llegar al cuarto piso, apartamento 403, tal como indicaba la información consignada a la entrada, me detuve. La vieja puerta de madera al igual que el edificio había sufrido las inclemencias del tiempo. Era muy alta y estaba coronada por un tragaluz cuyo vidrio parcialmente roto había sido cubierto por un tablero contrachapado sin pintar que desentonaba con la antigüedad del resto. Toqué el timbre que resonó cual lata desbaratada. Después de unos segundos apareció en el umbral el peculiar habitante con su lúgubre apariencia de hechicero ancestral. Pude apreciar su extrema delgadez, rostro emaciado y pronunciadas ojeras.  Esta vez vestía de manera casual, un pantalón y camisa negros. Por su gesto de sorpresa comprendí que no esperaba visitas. Sus glaciales ojos grises me observaron como preguntando, ¿qué diablos quiere? Antes de que profiriera palabra alguna, me adelanté.

—Disculpe, sé que no me conoce, pero necesito hablarle.

—¿Sobre qué quiere hablar?

—Sobre algo que ha estado pasando en mi vida desde que lo vi a usted mientras compraba en una librería.

—No comprendo, ¿qué tengo yo que ver con eso?

—Probablemente nada, sin embargo, existe la posibilidad de que esté relacionado.

—Lo siento, en realidad no estoy interesado en lo que quiere decirme.

Antes de que cerrara la puerta, interpuse mi pie de manera que no la pudiera acerrojarla. El hombre expresó:

—Le repito que no estoy interesado.

—No le quitaré más que unos minutos, lo prometo. No soy ningún ladrón ni vendedor. Le puedo mostrar mis credenciales de profesor universitario si me lo permite —dije, entretanto le enseñaba mi carnet de identificación de la universidad en que trabajo.

Me miró de pies a cabeza y luego abrió el umbral para dejarme pasar. Supongo que más por curiosidad que por otra razón.

—Está bien, pero que sean solo unos minutos.

Pasamos a la sala que contaba con un sofá y dos sillas que lucían descuidadas. Las paredes estaban repletas de libros, algunos colocados en varios estantes, otros apilados. Las ventanas cubiertas por gruesas cortinas oscuras no permitían la entrada de luz exterior. Una lámpara de pie iluminaba la estancia a través de su pantalla de color blanco hueso. Había objetos extraños, máscaras africanas, claveras y una muñeca de trapo de antaño con cabeza de cerámica; distribuidos por el lugar. El lóbrego resplandor amarillento de varias velas rojas se reflejaba en un espejo. Para completar la fantasmagórica escena se escuchaban las solemnes notas de tocata y fuga en re menor de Johann Sebastian Bach. Al entrar, se dirigió al equipo de sonido y bajó el volumen de la música. Me indicó que tomara asiento al tiempo que él lo hacía.

—Y bien: ¿qué es lo que quiere decirme? ¿Qué hace un profesor universitario visitando mi humilde morada?

No sabía por dónde comenzar.

—La tarde del martes de la semana pasada yo estaba en la librería El jardín oculto cuando usted llegó. Lo vi comprar un misal de misa negra. Lo seguí, lo admito —por curiosidad— y en el momento en que se volteó me largué corriendo. Le garantizo que mi acción constituyó un error inexcusable, mas sin ninguna mala intención.

Él me había estado escuchando con atención. Su semblante se iluminó como si hubiera descubierto de repente el secreto de la inmortalidad.

—Un momento… era usted.

—Sí, fui yo, y le repito que únicamente lo seguí por el asombro que su apariencia despertó en mí. Me llamó la atención su singular indumentaria y me dejé llevar por las circunstancias. Lo siento mucho, comprendo que no debí hacerlo.

—Yo pensé que se trataba de un ladrón, pero no pude distinguir bien su rostro, pues el fulgor del sol del ocaso me cegó.

—Desde entonces están pasando situaciones inusuales e inexplicables. Quisiera saber si están relacionadas con su persona.

—¿A qué se refiere?

—A si el acto de seguirlo ha precipitado de alguna manera los acontecimientos insólitos que me han ocurrido. He recibido llamadas anónimas que cuelgan cuando respondo, las luces se encienden y apagan en mi apartamento sin intervención humana, escucho ruidos… en fin, he experimentado eventos a los cuales no encuentro explicación natural.

—¿De modo que cree que lo que le sucede podría estar relacionado con el hecho de que yo haya comprado un misal de magia negra? ¿Cómo una maldición o algo así? —expresó con sorpresa.

—Exactamente. Sé que debe parecer una locura, pero esas cosas en realidad están pasando.

Entonces sonrió por primera vez mostrando su dentadura blanca y simétrica que con toda seguridad era una prótesis dental.

—Le puedo asegurar que nada de lo que piensa tiene base alguna. En primer lugar, yo adquirí el libro, no con la finalidad de realizar un ritual diabólico, sino para una representación teatral. Soy dramaturgo y actor de profesión y estoy trabajando en una obra de teatro. Lo compré para poder ejecutar una interpretación realista de las ceremonias satánicas. El atuendo que lucía, lo uso para introducirme dentro de la caracterización. Soy seguidor del método de actuación y quiero crear una apariencia lo más verosímil posible, por lo que visto y actúo como mi personaje. Los vecinos conocen mi manía y no se alarman por mis metamorfosis creativas. Para mi actual representación he bajado más de veinte libras —sin contar con el hecho de que soy delgado por naturaleza—, permanezco despierto por la noche y duermo durante el día, visito el cementerio local después del ocaso, intento recrear una atmósfera macabra en el entorno en que vivo; todo en pos del realismo escénico.

Había leído con respecto al método de actuación propuesto por Stanislavski y Strasberg, que ha contado con practicantes de la talla de Marlon Brando, Gary Oldman, Tom Hanks, Dustin Hoffman, Jack Nicholson, entre otros. En este se intenta experimentar las emociones correspondientes al papel —en contraste con varios sistemas que solo pretenden la representación—. Según el enfoque de Strasberg, el actor busca incidentes acaecidos en su propia vida que han tenido un impacto emocional significativo —la memoria afectiva— a fin de acercarse a las vivencias del personaje.

Sé que algunos seguidores del método escogen permanecer en su rol aun cuando se encuentran fuera del escenario, llegando a extremos como el de Robert de Niro, quien aumentó sesenta y dos libras de peso para su rol en El toro salvaje y aprendió a boxear de manera profesional, ganando dos de tres peleas en las que participó; o Daniel Day-Lewis que pasó todo el periodo de filmación de Mi pie izquierdo en una silla de ruedas con la intención de emular a Christy Brown, el cual sufría de parálisis cerebral. Day-Lewis, quien contrajo neumonía mientras rodaba Pandillas de Nueva York, se negó a tomar antibióticos porque en la época en que se realizaba la acción no existían.

Tranquilizado por su aclaración, contesté:

—No me diga. Yo también soy escritor, me encanta el teatro, pero nunca he escrito para ese medio.

—¡Conque escritor! —manifestó con creciente interés—. Se puede saber, ¿qué tipo de literatura escribe?

—Cuentos y novelas. Me gusta el realismo, así como el género fantástico.

—Interesante. Por lo visto tenemos más en común de lo que podría suponerse.

—A decir verdad, me llamó la atención el nombre Mefistófeles colocado al par de su apellido en el portal de ingreso al edificio.

—Bueno, así es como me conocen en el medio artístico, pues uno de mis papeles más célebres y aclamados por la crítica es el homónimo en el drama de Goethe. Lo coloqué allí para que pudieran encontrarme con mayor facilidad los actores nuevos del reparto.

—Ahora comprendo.

—Disculpe la precariedad del entorno en que vivo. Solo puedo jactarme de los libros que poseo —mis compañeros de infortunio—. Pienso que el único libro que en realidad se posee es aquel que se lee. Considero superfluo el decorado y mis muebles como puede observar son los más básicos y absolutamente necesarios. Usted comprenderá que la situación económica de los actores en estos tiempos es difícil. Con la proliferación del cine barato y la accesibilidad que el internet brinda, casi nadie visita los teatros. Salvo aquellos amantes del género y no de las representaciones vulgares o las hollywoodenses actuales con efectos especiales, explosiones y toda la parafernalia efectista de espectáculo circense que se atreven a llamar arte dramático. Por desgracia, muy a mi pesar, me veo obligado a afirmar que el cine con verdadero valor artístico ha muerto. Algunos jurásicos empecinados en mantener la visión de épocas pasadas, nos hemos negado a abandonar el barco, pero, de manera lamentable, cada vez somos menos.

—Comparto su malestar por el derrotero —quizá sería más preciso decir despeñadero— que sigue el arte popular en la actualidad. Desafortunadamente, las nuevas generaciones solo se exponen, en su mayoría, a expresiones pseudoartísticas de ínfima calidad. Con independencia del campo en cuestión, ya sea música, literatura o representaciones dramáticas; la generalidad de los espectadores actuales carece de discernimiento para apreciar las obras meritorias, prefiriendo el entretenimiento de escaso valor con el propósito de satisfacer el consumo masivo.

A partir de ese día nos hicimos buenos amigos. Aunque no he escrito para el teatro, he leído mucho y he presenciado sublimes interpretaciones. Pasamos exquisitas horas charlando sobre la obra de autores de la talla de Shakespeare, Tennesse Williams, Ibsen, Samuel Becket; directores de cine como Kubric, Fellini, Bergman, Kurosawa, Buñuel; películas de altos kilates: El ciudadano Kane, 2001: una odisea espacial, Los siete samuráis, M el vampiro de Dusseldorf, Vértigo, El tercer hombre, L’astrada, 8 ½, Los olvidados; y otros muchos temas de conversación acompañados por música jazz y una copa de vino. En el calor de la plática, mi interlocutor recitaba de memoria, con espléndido talento e inmejorable dicción, parlamentos de inmortales piezas clásicas y modernas.

Debo admitir que mi compañero de apreciaciones artísticas contaba con un conocimiento enciclopédico de la historia del arte dramático, lo que hacía su discurso particularmente cautivador. Abordamos también temas literarios y filosóficos. De lo que nunca hablamos fue de lo cotidiano, del suceso, aquello que es novedoso un día y se olvida al siguiente. Me invitó a sus representaciones teatrales, las cuales disfruté y constituyeron una experiencia catártica para mi persona —en el sentido del efecto purificador de la tragedia griega, no de la concepción psicoanalítica—. Además, esas visitas me permitieron conocer entre telones a los actores y otros amantes del divino pasatiempo.

Los fenómenos que atribuí a poderes paranormales tuvieron explicaciones más bien pedestres. Resulta que las llamadas telefónicas incógnitas provenían de un número equivocado perteneciente a un joven afligido por cuitas de amor que deseaba contactar al objeto de su desdicha, pero sentía aprensión de hablar porque asumía que yo era el padre de la chica. Las luces oscilantes se debieron a un desperfecto del sistema eléctrico que se solucionó con la intervención de un electricista. Los ruidos fueron ocasionados por la incursión de una rata en mi apartamento que pereció sin pena ni gloria a manos de la administración del edificio. A veces el universo conspira para jugarnos una mala pasada, no obstante, aun de lo malo es conveniente extraer algo positivo. Continúo visitando librerías como quien va a la playa, sin embargo, ahora tengo cuidado de no dejarme llevar por las apariencias.

lunes, 20 de febrero de 2023

Inmaculada concepción

Rosario Sánchez Infantas


Por error tomé esa vía del poblado andino. Ya salía de ella cuando me atrajo Inmigrant song de Led Zeppelin en un volumen muy alto. Un par de parlantes estaban colocados delante de la puerta abierta de una casita anodina. La mayoría de los pobladores aprovechaba las primeras horas del día festivo para dormir un poco más de lo habitual, por lo cual no esperaba encontrarme con tan ruidosa manifestación. Venimos de la tierra del hielo y la nieve, del sol de medianoche, donde fluyen las fuentes termales, decía Robert Plant. Era, en esa zona residencial, la única vivienda con la puerta abierta. Los diversos objetos exhibidos en ella o colgados del marco de madera, así como la música altísima, sugerían que se intentaba llamar la atención hacia algún negocio.

Veo carillones de cerámica y de aluminio, una escultura con grandes discos de bronce y una inscripción en chino, todos con la pátina del tiempo. Se trata de una pequeña venta de antigüedades. Me acerco y observo diferentes piezas colocadas desde el piso hasta el techo. Me sedujeron unas pantallas de vidrio colorido y dos pequeñas esculturas de Buda. Siempre he gustado de ese tipo de tiendas, pero una creencia adquirida en la infancia me dice que no debería gastar dinero en cosas suntuarias. Ya en el interior de una habitación pequeña y oscura encuentro adosados a las paredes algunos cuadros de diferentes tamaños, motivos y estilos. Ocupando mesitas de diversos tamaños, miniaturas de porcelana, juguetes antiguos, floreros de cristal, cubiertos y fuentes de plaqué. Desde la penumbra me saluda un hombre gentil, de unos sesenta años, de tez blanca con el tono rojizo que ocasiona el clima seco y frío de los Andes. La ropa casual y la barba entrecana le dan un aire bonachón.

Va mencionando y señalando el tipo de objetos que tiene en el pequeño recinto: tallas de madera (algunas toscas y otras exquisitas), mesas de noche de cedro y percheros de madera de haya. Se aleja para encender un foco atrayendo mi atención hacia ese lado de la abarrotada habitación. Por una pequeña ventana, cerca al techo, ingresa luz solar la que al ser interrumpida por los barrotes forma varios haces oblicuos. Fluyen grácilmente muchísimas partículas de polvo en las vías de luz.

Fiel a mi costumbre de ser empática con el vendedor, pienso que debo comprar algo, y observo tratando de hallar algún objeto que valga la pena hacer el gasto imprevisto y que no cueste mucho. Me gusta un aplique ornamental de bronce proveniente de un marco de madera y pregunto el precio y procedencia, pues deseo alejar la atención de ambos de algunas piezas que me producen un sentimiento de vergüenza ajena: pequeños cofres de plástico junto con los de opalina o vidrio, flautas y clarinetes del siglo XIX de fabricante reconocido y flautas plásticas de uso escolar en un mismo recipiente, sencillas réplicas contemporáneas de la torre Eiffel junto con perfumeros de plata inglesa y cristal tallado a mano. Compro el aplique, señalo que regresaré al pueblo el próximo feriado largo de febrero y que, entonces, visitaré la tienda. Sin embargo, algo me lleva al día siguiente a la pequeña estancia de antigüedades.

El anticuario y yo conversamos con más familiaridad, así me entero de que conoce a algunos de mis familiares que viven en la localidad. Compro una pequeña talla que me gustó en mi visita previa. Me cuenta que coloca carteles en los poblados aledaños y con cierta regularidad le traen objetos antiguos que proceden, por lo general, de antiguas haciendas ganaderas ubicadas en los pastizales altoandinos. Decido comprar una hermosa, y barata, acuarela de un paisaje rural. El vendedor se apura en mostrarme otros cuadros, en especial una réplica del siglo XVII de La inmaculada concepción, de Murillo.

No me interesa, pero pensando en ayudarlo, considero que podría comprar el cuadro y me pregunto dónde colocaría ese lienzo o a quién se lo regalaría. El hombre me pide que me acerque a la pintura y anuncia que me revelará dos datos curiosos de ella:

–¡Observe, la virgen es virolita! –afirma.

–¡La modelo era virolita! –digo yo, sonriendo.

Sonríe. Me pregunto dónde he visto antes esa sonrisa.

–Otro dato curioso es lo que encontré insertado entre el marco y el lienzo.

Se dirige a un pequeño escritorio y saca, de entre varios papeles, una fotografía tamaño carnet y me la alcanza. Por cortesía se la recibo pues pienso que no es de mi interés. Está algo ajada y con los bordes dañados. En blanco y sepia veo un rostro de un hombre de mediana edad que me resulta familiar. A fin de mirarla mejor le pido observarla a la luz del sol que entra por la puerta. Tengo un sentimiento de irrealidad, como si se tratase de un sueño. Es el rostro de mi padre a sus cuarenta años. ¿Qué hace aquí? Él no era católico ferviente y nunca vi ese cuadro en casa. Aunque mi madre nació en este pueblo, mis padres, mis hermanos y yo vivimos en otra provincia, ¿cómo llegó esta fotografía a las manos del anticuario?

Tengo la desagradable sensación de que mi familia está expuesta a la curiosidad de cualquiera.

El vendedor se disculpa porque el lienzo no tiene autor reconocido ni tampoco puede darme un certificado de su anterior propietario, por lo cual ofrece hacer un descuento en el precio. Pienso que si compro la pintura puedo indagar más sobre su origen que me extraña sobremanera. Me cuenta que, hace una semana, un joven agricultor le trajo un par de cajas con objetos diversos con los cuales una vecina le terminó de saldar una deuda. La joven mujer, sus padres y sus abuelos habían servido en una hacienda ubicada en las inmediaciones de esta provincia. Muertos los dueños de la propiedad, sus herederos la lotizaron y vendieron tras llevarse lo que consideraban valioso. Dispusieron que lo demás lo tomaran sus antiguos trabajadores. Lo único que el anticuario había sacado a exhibir de dichas cajas era el cuadro y un par de espejos de marco dorado, aún sin clasificar, que me señaló en una de las paredes.

Como no le he pedido rebaja por La Inmaculada Concepción, imagino que el vendedor supone que tengo el dinero o el interés suficientes acerca de la sagrada imagen. Menciona que en el lote que le trajeron hay tallas coloniales, en madera polícroma, del niño Jesús y del arcángel San Gabriel, las cuales me las puede mostrar al día siguiente. Lo que me inquieta es cómo llegó la fotografía de mi padre a esa casa y a ese cuadro. Hago cálculos temerarios y le pregunto:

–¿Cuánto por las dos cajas?

Me mira muy sorprendido. Permanece en silencio; al parecer hace cuentas. Supongo que no debe vender mucho en este poblado pequeño.

–Quinientos soles, pero sin reclamos –afirma con un tono dubitativo–. ¿Le parece bien?

Acepto, pago y decido prolongar una semana mi estadía en el pueblo mientras buscaré respuestas en esas cajas.

A pesar que el pueblo ha ido perdiendo mucho de su campiña, la amplia y silenciosa casa de los abuelos mantiene sus hortensias, trinitarias, geranios, madreselvas y árboles frutales gracias a la pareja que cuida la vivienda. El viento trae el aroma del eucalipto, los cantos de las avecitas y el mugido de algún becerro despistado. El espíritu se sosiega como en las vacaciones escolares, tan lejanas ya. Tras rociar abundante insecticida a las cajas y provista de una mascarilla me instalo en el amplio balcón interno que da hacia el jardín. Escuchando álbumes de Led Zeppelin, que creo serán auspiciosos, empiezo mi búsqueda. En sobres viejos y empolvados encuentro discos de vinilo y de carbón de diferentes dimensiones. Hay música clásica, marchas militares, tangos, valses criollos y la fusión llamada fox incaico, que se permitían los hacendados al final de sus fiestas, cuando la ebriedad inhibía su rechazo a lo nativo. Recuerdo haber escuchado algunos de estos temas en mi casa.

Atadas en paquetes hay revistas desde los años cincuenta en adelante: religiosas, de política nacional y de cine (con la fotografía de Elvis Presley, Kim Novak, Natalie Wood, Víctor Mature, entre muchos otros, en las portadas). También encuentro ejemplares de la revista Life en español, solo les echo una mirada. Cuando niña disfrutaba mucho las hermosas imágenes de esta publicación. Hay muchísimas revistas Selecciones y Mecánica Popular y diversos cursos enviados por correspondencia desde Estados Unidos. Un tesoro aparte son los comics. Me fuerzo a no detenerme en ellos. Es triste verlos sucios y ajados, es como ver la propia infancia con una pátina de suciedad y desencanto. ¿Mi padre sería novio de la dueña de esta casa? ¿Habría trabajado para el dueño? ¿Sería su amigo?

En cajas de diversos tamaños encuentro tarjetas navideñas, capillos con dijes dorados, partes matrimoniales y postales diversas, las más antiguas en blanco y negro. Dado el poco tiempo que tengo y la magnitud de la tarea, me limito a leer los nombres que aparecen en ellos. Rellenando espacios vacíos de las cajas encuentro pequeños objetos frágiles protegidos con envolturas de papel, cartón o tela: medallitas, crucifijos, fotografías enmarcadas, rosarios, misales, insignias de colegios e imágenes de santos y vírgenes. Ya oscurece cuando decido postergar mi labor hasta el día siguiente. El sabor a ilusión que me embargaba cuando veía las hermosas imágenes en mi infancia se ve opacada con la inquietud. ¿Cómo llegó el retrato de mi padre a esa casa? A veces llevaba pasajeros a distintos lugares en su automóvil. ¿En algún viaje perdió la fotografía?

La mañana siguiente, navego en un mar de papeles y voy reconstruyendo la estructura e historia de esta familia. El padre fue un hacendado que proveía madera de eucalipto a la empresa Cerro de Pasco Corporation, además de criar ganado vacuno. La esposa, un ama de casa que mantenía abundante comunicación escrita con sus familiares de distintos lugares del país. Recibos de servicios básicos de varias décadas, escrituras públicas, actas de nacimiento, bautizo y defunción, libretas escolares y diplomas de un hijo y una hija que estudiaron en la capital del país. Pude seguir sus huellas laborales: el hijo que era ingeniero agrónomo trabajó en Instituto Nacional de Innovación Agraria y la hija, pedagoga, fue funcionaria en el Ministerio de educación peruano. Termino la jornada muy agotada, pues para sacar esto en limpio he debido revisar muchos documentos mezclados con fotografías, casetes, discos compactos y álbumes de figuritas. Y, ¡no hay nada que se relacione con mi padre!

Después de un abundante almuerzo, prolongada siesta y café amargo reinicio la tarea. Arremeto una caja con paquetes de postales, cartas y telegramas de épocas diversas y atados mediante cintas, la mayoría. Algunos se han desperdigado y mezclado su contenido con folletos religiosos, libros y material de escritorio echado a perder. Soy una persona curiosa, pero pese a encontrar datos interesantes, expresiones líricas e información histórica, me abate tanta lectura. El rasgo obsesivo de mi personalidad me impide saltarme papel alguno. Me entristece la forma en la cual la última generación de esta familia se deshizo de cosas que en su momento fueron valiosas para otros miembros de su estirpe. Literalmente continúo leyendo con náuseas. De pronto un telegrama atrapa mi atención:

«Envío doscientos. Partera y liquidar la Paulina. Llego lunes mediodía. Envía acémilas».

Recordé a la Paulina nuestra. Tendríamos mi hermana cinco y yo seis años. No sé de qué manera llegó a trabajar como empleada doméstica una adolescente de unos catorce o quince años, analfabeta y que provenía de la puna, región inhóspita y carente de servicios básicos. Imagino que la pobreza extrema de sus padres la había llevado a abandonar su hogar. Debió ser duro el proceso de adaptación a las condiciones de vida de una ciudad cosmopolita como aquella en la que vivíamos. Nunca supe con precisión cuánto tiempo se quedó a trabajar con nosotros la Paulina, ni por qué se fue. Con cierta frecuencia se renovaban las empleadas domésticas de casa. Alguna información subrepticia y confusa nos llegaba a las hijas de las discusiones de nuestros padres. En ocasiones se trataba de pequeños robos, incompetencia, acusaciones de que mi padre había molestado a la empleada y hoy, después de sesenta años, recuerdo que alguna de ellas se fue porque estaba gestando.

Siento como si me hubiera impactado algo contundente en la cabeza. Recién ahora pienso que nuestra Paulina pudo haber sido despedida por estar gestando y no habiendo más hombres en casa, ¡su criaturita sería un hermano mío! ¡Qué infausto trance el de la pequeña! ¡Tener que trabajar a los catorce años, ser violentada y echada tras quedar embarazada!

Me parece muy injusto lo ocurrido en mi hogar como en el de esta familia.

Mi racionalidad me lleva a pensar que es poco probable que la Paulina de esta familia sea la misma persona. Pero los hechos son contundentes. La fecha del telegrama es cercana a la época en que ella estuvo en mi casa. Y, hasta ahora una Paulina es lo único en común que tienen esa familia y la mía. Quizás buscaba trabajo en este pueblo, cuando contactó con mi madre quien la contrató como doméstica en nuestro hogar, fue abusada y al detectarse su embarazo echada sin más.

Posiblemente la desdichada niña regresó a buscar emplearse en este poblado, el de mis ancestros. A lo mejor le permitieron laborar en dicha hacienda hasta que dio a luz, luego la despidieron con unos soles y un bebé en brazos. ¡Pobre criatura! Y si fuera así, ¿con qué intención guardaría la fotografía de mi padre? ¡Y en un lugar sagrado como el cuadro de la Inmaculada Concepción! Imagino la pintura en un cuartucho donde ella y otros empleados dormían. Quizás quería enfatizar lo inmaculada que fue su concepción poniendo como testigo a la madre de Dios. Conmovida pido perdón en nombre de estos dos hogares católicos.

Mi escepticismo reaparece. A lo mejor un novio embarazó a nuestra empleada. El nombre Paulina era frecuente en el ande, donde se solía bautizar a los niños según el santoral católico y existe una santa Paulina. Se trataría de dos jóvenes diferentes. El anticuario podría saber más o darme información del muchacho que le vendió estas cajas. Lo visitaré al día siguiente. Tomo un diazepam e intento dormir. Led Zeppelin martillea en mi cabeza: Así que ahora, es mejor que te detengas/ y reconstruyas todas tus ruinas, / para que la paz y la confianza puedan ganar la batalla, / a pesar de todas tus pérdidas.

A la mañana siguiente, encuentro cerrada la tiendita de antigüedades. En un pedazo de cartulina, adherido con chinchetas a la puerta de madera, se lee:

«Nos vemos en febrero, tendremos novedades».

Los vecinos lo conocen muy poco pues alquila la pequeña vivienda hace un par de meses, siempre se lo vio solo y se rumorea que es escritor. Averigüé también que lleva mi apellido paterno, el cual es el más popular en mi país, por cierto.

Serán veinte muy largos días de espera.

martes, 14 de febrero de 2023

No todos los besos son por amor

Manuel Quezada


Un día antes de navidad renuncié a mi empleo. Decidí tomar vacaciones dos días después y salimos hacia Alemania con mi esposa y de paso, visitar a nuestro hijo que se encontraba en ese país. Nuestra primera escala fue en Managua, la segunda en Miami y luego a Frankfurt, llegando a las siete de la mañana del 26 de diciembre de 2022, con un clima de siete grados Celsius. Al salir del aeropuerto y acercarnos a la primera parada de buses, una pequeña pantalla electrónica elevada a tres metros del arriate indicaba la hora de llegada de la unidad de transporte. Puntual como lo indicaba, a los tres minutos estaba frente a nosotros. Una vez dentro iniciamos el recorrido. El cielo gris no cedía a pesar de la claridad del amanecer, perpetuando una atmósfera sombría. Las casas mostraban monótonas paredes blancas decoradas por repetitivas líneas café simulando cuadrados. Todas tenían áticos.

A las nueve de la mañana llegamos a nuestro destino final: Darmstadt, un pueblo sobrio que combina edificaciones modernas en auge con arquitectura antigua. Aquí sería la base de nuestras operaciones para planear los siguientes destinos; siendo uno de ellos, la ciudad de Berlín. El viaje a la capital alemana se hizo en tren, al día siguiente, muy temprano, para aprovechar precios bajos a horarios de poca demanda. Salimos de la estación local para conectar con otro tren en Frankfurt, una terminal cóncava y tejado de cristal que permite ver el cielo gris. Al dejar la ciudad, después de dos horas, el sol comenzó a salir, mostrando ante nosotros el esplendor de extensiones de pastos verdes y bosques cuyos árboles mantenían hojas con tonalidad café. El viaje tenía como propósito reunirnos los tres después de meses de no vernos, mi esposa, mi hijo y yo, aprovechando las vacaciones de fin de año.

—Debería de estar nevando por estos días, pero por el cambio climático, únicamente hace frío —dijo mi hijo.

A los pocos minutos apareció un parque eólico. Pueblos enteros pasaban con rapidez ante nuestros ojos con la misma arquitectura y tonalidades reconocidas el día anterior: fachadas blancas y líneas cafés dibujando marcos. Áticos de tonos pardos.

Cuatro horas después, estábamos en la capital, instalados en el hotel Meininger a la par de la estación de trenes de la ciudad. A nuestra llegada, cerca del mediodía, decidimos descansar.

Por la noche (en estos días oscurece a las cinco de la tarde), salimos a ver el muro de Berlín; abordando un tren y luego un bus, para estar una hora después frente a los restos de la histórica estructura de concreto y hierro de tres punto seis metros de altura, y que cobró la vida de ciento cuarenta personas entre 1961 y 1989, por tratar de cruzar el muro hacia la parte occidental.

Han pasado treinta y tres años. De noche, todavía se percibe la diferencia entre los dos sectores: en la parte oeste, las luces estaban en todo su fulgor; en el sector este, dominaba la oscuridad, con luces en pocos apartamentos. La empresa Mercedes-Benz, restaurantes asiáticos atiborrados, y centros comerciales dominaban el ambiente del lado que fue conocido como República Federal Alemana (capitalista) y del otro lado, la República Democrática Alemana (comunista), no se percibía más que sobriedad,

Hicimos el recorrido a pie por un sector del muro, conocido como East Side Gallery, tramo de uno punto tres kilómetros de longitud, y varios murales habían sobrevivido al paso de los años. Había pinturas de palomas blancas, símbolo universal de anhelo de paz, una pintura de un hombre gigantesco de rostro preocupado, pasando el muro con un solo paso desde el este; pero el centro de la atracción, donde todos se detenían para tomar una fotografía, era el mural del artista ruso Dmitri Vrúbel: retrató a dos presidentes comunistas, Erick Honecker y Leonid Brezhnev, saludándose bajo un acalorado beso tornillo, para celebrar el treinta aniversario de fundación de la República Democrática Alemana. La imagen me recordó los años ochenta. El entusiasmo personal por un sistema socialista que no tenía una base racional, una doctrina, o una lectura crítica que me diera caminos de análisis de la realidad del país o al menos una comprensión de aquellos años.

Era tan acrítico el sentimiento que lo trasladé al fútbol. Fanático de los equipos de Alemania comunista, y del surgimiento de algunos jugadores como Matthias Sammer, líbero del Dínamo Dresde.

Volví a la pintura que tenía enfrente y pensé si sería la expresión de amor de un sistema superior al que conocía por aquellos años de un incipiente capitalismo neoliberal. Karl Marx y Friedrich Engels argumentaron que cada estadio o sistema de organización de hombres y mujeres o modos de producción de la economía, irían dando paso de forma natural a otro y sería algo irreversible; pasaríamos del feudalismo a la era industrial, luego al capitalismo, finalmente llegaríamos al comunismo. Pensaba si ese beso era un reflejo de este último. Pero el humor me invadió cuando mi hijo me dijo que Madonna y Britney Spears hicieron algo igual en un concierto.

Dmitri Vrúbel vuelve a repintar el beso de tornillo del mural en el año de 2009, con material más perdurable, el cual permite que esta obra este intacta hasta esta noche de 2022.

Volví a recordar mis simpatías socialistas de los años ochenta, desconociendo lo que sucedía en Europa y en concreto en esta zona. La única explicación posible era la propagación de ideas comunistas en el ambiente universitario y las antipatías que nos inspiraban los gobiernos de corte militar. Al llegar la noticia del beso de los presidentes comunistas nos reíamos y nos desconcertábamos, porque en una ocasión Brezhnev expresó luego de saludar a un político, que era mal estadista pero que besaba muy bien. No todos los besos son por amor.

Mientras reviso de nuevo el mural y regreso de la época estudiantil, llegan más parejas para tomarse fotos, emulando el beso, cerca de los frondosos labios de ambos dirigentes. Todos sonríen al posar.

En noviembre de 1989 la población alemana derribó el muro de Berlín sin derramar una gota de sangre. Honecker inicia un periplo que finaliza en Chile como asilado político en 1993 y muere en 1994, víctima de un cáncer de hígado. Brezhnev había muerto en 1982 por un fulminante infarto al miocardio.

La mayoría de quienes recorremos el muro la nochevieja somos extranjeros; los alemanes se han desplazado a la puerta de Brandeburgo para celebrar el último día del año, escuchando al grupo de hard rock Scorpions, quienes tocaron Wind of changes, para una velada de muchos besos atornillados, y algunos serán por amor.

miércoles, 8 de febrero de 2023

Como jugando...

Joe Monroy Oyola


Un ruido en medio de la oscuridad despertó a Stephanie. Jaló entre sus manos las dobleces de la sábana. Frente a su cama había una sombra altísima que llegaba casi hasta el cielo raso... 

Veintiséis años antes, cierta mañana de setiembre José estaba sentado en su sillita individual, una de aquellas que tenían el armazón metálico forrado con tiras plásticas multicolores. Miraba en la televisión en blanco y negro su programa favorito: Los Picapiedra, cuando tocaron a la puerta. El niño y su mamá cruzaron las miradas:

—Hijo, ¿adivina quién está viniendo a saludarte por tu cumpleaños?

—¡¿Mi tío Homero?! —dijo haciendo puños debajo de su mentón, el cual parecía sostener sobre sí una inmensa sonrisa—. ¿Es él?

—Ja, ja, ja. Pues si no abres, entonces, nunca lo sabremos —contestó la mamá riéndose—. Me avisó que llegaba a tomar desayuno con nosotros. Él es mi hermano mayor, pero no le digas tío, ni padrino Homero, sino papá Homero, tal vez así te regale una buena propina. Corre y ábrele.

José corrió hasta la puerta, al jalar la perilla metálica de bronce se encontró con un muñeco plástico del personaje de caricaturas: Pedro Picapiedra. Era inmenso, su misma vestimenta, esa especie de túnica moteada, con el gracioso corbatín, hasta mostraba el sombrero ceremonial de su fraternidad: «Los búfalos mojados» con cachos y todo; que era sostenido por dos manos morenas. José ni miró quién venía trayendo el obsequio, jamás dijo tío, papá o padrino:

—¡Pedro Picapiedra! —gritó arranchando el juguete y corrió a enseñárselo a su madre—. ¡Mira mami!

Hubiese sido el desperdicio más imperdonable de la historia, el dotar al muñeco de algún mecanismo sonoro que emitiera el famoso grito de júbilo: «¡Dabadabadú!», si esa expresión estaba ya en el corazón de cada niño alrededor del orbe.

Lidia invitaba a pasar a su hermano, quien soltaba la risa viendo saltar a José. Aunque ella trató de disculpar a su hijo, el gozo del niño llenaba el hogar.

—Qué bonita guayabera, hermanito: blanca y con detalles marrones; me parece que tu pantalón azul no hace juego con tus zapatos color guinda, igual, te ves elegante. Pero ya estamos en otoño, deberías abrigarte un poco más. Aunque los gorditos no tiene ese problema. Ni pareces tener cuarenta y cinco años.

—Hermanita, no empieces, estoy fornido, eso es todo. En cuanto a mi edad, no olvides que tú eres solo seis años menor que yo. Te cuento que anoche me gané un buen dinero jugando al póker con unos chinos. Ni cuenta se dieron de que mis cartas estaban marcadas ja, ja, ja.

Homero le dijo que llevaría a José al hipódromo, pues quería que se entretenga viendo correr a los caballos, además, él me traerá suerte. Estaremos de vuelta por la tarde. Si gano un buen dinero lo compartiré con ustedes, una parte, claro está. Lidia le puso una taza de loza blanca con un café cargado humeando.

—Caliente, así como me gusta hermanita. En Olmos toda la familia lo toma hirviendo.

—Sí, claro, lo recuerdo. ¡Uy!, José, hijito, anda compra un litro de kerosene en el chino de la esquina, lleva la botella verde. Acá tu papá Homero te va a dar unas monedas.

—Caray, me salió caro el cafecito.

—Mamá, por favor, faltan cinco minutos para que termine Los Picapiedra.

—¿¡Quieres un coscorrón de regalo!? Anda que se me está apagando la hornilla. Recuerda que tú eres el único hombre de la casa.

—Ya sé mamá. Pero, verás que un día mi papá va a regresar —dijo mientras sus ojos se enrojecían y secaba una mucosidad que asomaba indiscreta por la nariz—. ¿Por qué te sonríes tío?

—Está bien sobrino. Sí, pronto va a regresar.

—Que vayas te he dicho.

Después del desayuno, padrino y ahijado salían hacia el hipódromo.

En la ventanilla Homero entrega la cartilla llenada con dos billetes de cinco soles cada uno, los que había ganado la noche anterior. El cajero del hipódromo se los tiró de regreso gritándole que eran billetes falsos. Chinos desgraciados, resultaron más vivos de lo que pensé. Rellenó otra cartilla y pagó con monedas el total de un sol.

Pasaron las horas y casi anocheciendo llegaron de regreso José con su tío. Al abrir la puerta Lidia se quedó con los brazos extendidos, su hijo pasó refunfuñando hacia el único cuarto de la vivienda, sin mirar el pastel cubierto con crema blanca y salpicada con caramelos multicolores en miniatura, y en el medio una vela con el número once:

—Hijo, hola, ¿qué te pasó?

—Nada, nada pasó. Ni siquiera me invitó una bebida.

—Hermanita, es que tuvimos mala suerte, nada ganamos. Me dieron pésimos datos.

José salió del cuarto y le dijo a su mamá que el tío Homero le pidió el sol que ella le había dado de propina, para apostarlo. Lidia le recordó que pronto se irían de vacaciones a Olmos, Lambayeque, para visitar a la familia, que allá tomaría todas las raspadillas de tamarindo que quisiera.

—Lidita linda, hermanita de mi corazón, este... —empezó diciendo mientras sacaba del bolsillo derecho de su guayabera un pañuelo húmedo —, cuando viajen al norte avísame con tiempo para darles una propina, quiero que se coman algo en mi nombre, allá en nuestra tierra. 

—Ajá, «sal quiere el huevo».

—¡Hermana, respeto eh! —contestó Homero tirando sobre la mesa el pañuelo blanco—. Así me hablaba nuestro padre cuando sabía que yo le iba a pedir propina. Uno preocupándose, y tú, pensando mal.

—¿Cuál huevo mami?

—Después te explico hijo.

Homero sugirió que compraran entre los dos un billete de la lotería y si ganaban compartirían el premio. Lidia se negó: ja, ja, ja, ya ves hermano, algo querías, te conozco. Al despedirse el padrino le prometió a José devolverle pronto su sol. No olvides: todo en la vida es como un juego, si no arriesgas, no ganas. Mientras Homero se iba, ya estaban llegando algunos niños.

Las semanas pasaron volando, luego los meses. Llegó el verano. José debía preparar la ropa que llevaría para el viaje a la ciudad de Olmos. Él cavilaba respecto a si debería ir en esas vacaciones al norte. No soy un bebé, tengo once años, justo cuando acabo de conocer a la nueva vecinita: Gianella, al menos así decía el collarcito que usaba. Es bonita, morenita, tiene los ojos negros. Ya me enamoré; voy a preguntarle a mi amigo Pepe cómo hago para declararme a una chica. Seguro nos casaremos cuando seamos adultos. Sí, hablaré con mi mamá, además, los niños tenemos derechos, muchos, un montón. No dejaré que mi mami nos separe.

A José se le rompía el corazón de solo imaginarse ver llorar a su madre, pero era su decisión, así que su mamá tendría que viajar sola; ella sí nació en Olmos, en cambio, él era limeño. Deberá comprender que, si bien nuestras vidas tenían las mismas raíces, recordaba esa parte de una serie en televisión sobre los orígenes y las familias de los esclavos en Estados Unidos, cada uno debe tomar por su lado. Además, a pesar de que el tío Homero era tan cambiante en sus actos, había calado hondo en José que la vida era como una gran apuesta: si no arriesgas, no ganas. Decidió jugar a ganador.

Ya daban las siete en punto de la noche, Lidia había dejado sobre el mueble grande en la sala, ropa que debía acomodar su hijo. Él quería que su mamá terminase de ver la novela que le encantaba; no deseaba ser duro, cruel, tan solo firme, ya no era más un niño; luego la consolaría. Escuchó la melodía de la canción romántica que indicaba el final del episodio; tocó la puerta del cuarto:

—Mamá, ¿puedo pasar? —preguntó con la frente posada sobre la madera— Quiero conversar contigo.

—Claro hijito, pasa.

Había sobre su cómoda un vaso con limonada y hielo. El aroma cítrico parecía darle una fresca bienvenida para iniciar su disertación. La amorosa sonrisa de la madre le hacía difícil, a José, encontrar las palabras más suaves, pero a la vez firmes sobre su decisión impostergable, insoslayable de quedarse, aunque sea en la casa del tío Homero.

La sustentación sobre los derechos constitucionales de los hijos duró casi cuatro minutos. Lidia solo asentía con leves movimientos de cabeza, la mirada fija en su vástago. A José le pareció que ella ni respiraba. Al terminar buscó con la mirada dónde estaba la caja de pañuelos desechables, la que usaba su madre para enjugarse las lágrimas cuando lloraba, o para secarse el rostro si sudaba, se la puso junto a su bebida; él quería asistirla cuando estallara en llanto. Después de contestarle gritando a su hijo que de todas maneras irían, ella terminó con la última orden: 

—¡Anda termina de arreglar tu maleta! —A la vez que tiraba de un manotazo la caja de pañuelitos que su hijo le había alcanzado—. ¡Y avísame cuando termines para ir a revisarla!

—Pero, mamá...

El intento de insistencia hizo que ella volteara el rostro a observarlo; a él se le vino a la mente aquel comercial en televisión de la película El exorcista, donde la niña protagonista volteaba el cuello como periscopio de submarino. No dijo una palabra más y salió corriendo hacia el pequeño desván donde guardaban maletas, juguetes antiguos, ropa que no era de la estación. 

A las ocho en punto de esa noche ya estaban madre e hijo en el terminal de ómnibus Roggero. Una hora después partía el vehículo de transporte. José iba al lado de la ventana, miraba las piruetas que hacía el chofer manejando para salir del área de abordaje y poder acceder a la avenida principal. Sabía que había cumplido con su deber cuando «decidió» cambiar de parecer respecto a la posición de no viajar a Olmos, asimiló que no hubiese sido caballeresco dejar a su mamá viajar sola. Igual, su amada Gianella lo esperaría. Un mes pasa rápido, la llama del amor jamás se extinguiría.

No fue necesario hablarle a la niña acerca de su partida al norte peruano, a veces «el silencio vale más que mil palabras», esto lo aprendió investigando y hurgando entre recursos literarios, cuando en el Mercado Modelo de Jesús María rentaba las revistas de Superman, Archie, y aquel «curso de narrativa romántica»: la revista Susy. José ya le había explicado al dueño de ese puesto donde leía sentado sobre ese cajón de frutas vacío, después de pagar veinticinco centavos de alquiler por cada revista, que él iba a ser un famoso escritor.

Llegaron a la ciudad de Chiclayo casi a las once de la mañana. De inmediato tomaron un colectivo, un auto antiguo, que los llevó hasta Olmos a las doce con minutos. Para José fue un gran alivio bajarse del auto y dejar de escuchar esas cumbias y guarachas antiguas. Haberse quedado dormido con su cara en el vidrio de la ventana le hizo sentir adormecido el lado izquierdo del rostro, le parecía haber dejado olvidada en algún lugar la oreja, ni que hablar de su trasero, podría haber presentado un reclamo en la oficina de la agencia como: objeto extraviado. Estaba esperándolos el anciano tío Irineo Cortez.

El abrazo de reencuentro entre sobrina y tío fue emotivo y largo, José trataba de decidir si él debía de llamarlo tío abuelo Irineo, o solo tío, aunque más parecía ser el abuelo.

—Tío Irineo, este es mi hijo José, pero dile Pepito.

—¡Caray que grandote está para tener nueve años! —dijo, remeciendo a José por los hombros—. Eres guapo, igualito a tu mami; hum..., aunque esos dos dientes de adelante te han salido chuecos.

—Hola tío Irineo, sí, gracias. Pero tengo once años.

Vino a la memoria de José los gritos en la escuela: «pitufo», «pigmeo». Al recoger las maletas del colectivo, José insistió en que él las llevaría; ningún esfuerzo costaría moverlas hasta el auto del pariente. A pesar de las rueditas del equipaje, le resultó difícil al sobrino descubrir que en Olmos la gente acostumbraba a caminar casi todo el tiempo. Es más: el pariente no había traído carro alguno. Pero lo peor fue aprender que el «acasito nomás» variaba entre una a doce cuadras. La soñada entrada triunfal a Olmos, como un muchacho limeño, no empezaba muy bien.

 —Luvinda, mujer, ya llegamos —exclamó el anciano.

—Lidita, hijita, bienvenida —exclamó emocionada la tía, mientras tiraba al aire una servilleta de tocuyo blanco—. Eres igualita a tu papi, el vivo retrato de Julio César.

—Tía Luvinda, qué alegría —contestó dándole un gran abrazo—. José, hijito, saluda a mi tía.

El niño cruzó desde el umbral hasta la gigantesca cocina, al llegar frente a la honorable anciana él extendió la mano; lo recibieron unos brazos abiertos de par en par, qué cojudeces de darme la mano, tú eres mi sangre. José trato de zafarse, al parecer doña Luvinda sintió esos movimientos como correspondencia de cariño. El infante decidió aflojar y recibir esos apapachos. Luego les mostraron cuál sería la habitación que ocuparían. Lidia regresó con sus parientes, José no despertó hasta el siguiente día.

Al levantarse, por la mañana encontró las puertas del cuarto abiertas de par en par, la luz del día iluminaba hasta la mitad del dormitorio, su mamá no estaba en la habitación. Se oían conversaciones, risas y música; al salir vio bien el área: había un jardín lleno de flores y árboles frutales colindando con el espacio familiar. Esta área verde pasaba al lado de dos habitaciones que eran para las visitas, y limitaba con la rústica puerta que daba entrada a los corrales. Los pollitos y patitos estaban separados de las aves adultas, y corrían libres alrededor del jardín. Desde la rústica cocina a leña provenía un aroma a pan horneado; la inmensa mesa del diario lucía cubierta con un mantel plástico blanco donde resaltaban dibujos de flores. Por asientos dos largas bancas de madera. Había otras mujeres cerca de las hornillas que cantaban y bailaban entre sí. Todas tenían un vaso con cerveza en la mano. Lidia alzó la vista:

—¡Primas, primas, este es mi hijito José! —gritó Lidia abrazando al niño— ¿Verdad que está guapo?

Cada una se presentó dando su propio nombre, todas besaban y pellizcaban las mejillas del sobrino. Él solo pudo entender dos cosas: todas eran sus tías, y, además, estaban bien mareadas. La anciana Luvinda comentó la alta estatura para nueve años. Lidia nunca pensó en aclarar lo de la edad; José intuyó también que ya habría un mejor momento. El recuerdo de Gianella llenaba su mente; total serían unas cuantas semanas, ella lo esperaría...

Por la tarde vino a saludar a José el hijo de una de las primas que había venido a ver a su mamá. Era delgado y risueño. Le dijo que lo llamara Tikila, así lo conocían todos. Vamos a la plaza de armas, hoy hay retreta.

En el camino Tikila le explicó que era un concierto con banda de música, baile para los adultos que quisieran, tiros con dardos, se podía obtener algunas pelotitas o trompos aparte había apuestas con los cuyes. Ya en la plaza conoció al primo Nando y otros catorce o quince que nunca pudo recordar los nombres. Pero Nando y Tikila, sí eran su familia por seguro.

En el juego del cuy le fue bien, pues apostó un sol en una de las cajitas numeradas, y el asustado animalito que era colocado en medio de un cerco de cajitas con un orificio de entrada corrió a esconderse en la de su número cinco. En el tiro de dardos le apuntó a un globito que tenía amarrado un trompo, su ojo izquierdo cerrado y la punta de la lengua asomándose al mismo lado…, le pinchó al otro globo que daba dos canicas en una bolsita. Para el resto él tenía una gran puntería y mucha suerte. Le venía a la mente aquello que el tío Homero decía sobre que la vida era como un juego, quien no arriesga no gana. Cada día que Tikila o Nando lo buscaban para ir a la plaza alquilaban una bicicleta por cincuenta centavos, eso daba derecho al uso por toda una hora. José sintió que el caluroso pueblo de Olmos se iba convirtiendo en un lugar con mucha diversión.

José aceptaba apostar con las canicas, aunque no era bueno con ellas. Pero, en las carreras con bicicletas se desquitaba. Él se aseguraba la mejor, aquella que alquilaban por dos soles la hora; era la única con frenos, y permitía dar las curvas a velocidad sin estrellarse. Apostaba con esa ventaja. Cada día ganaba alguna carrera y la antipatía de los muchachos del pueblo.

Cierta mañana estaba en la plaza una veintena de los chicos mostrando inmensas sonrisas, lo miraban llegar a José:

—Hola. ¿Hacemos una carrerita en bicicleta con apuesta? —preguntó haciendo sonar las monedas que tenía en su mano derecha— ¿Hay algún valiente?

—Sí, José, aceptamos— contestó Nando, que estaba sentado en una banca—. Pero primo, hoy hacemos la carrera hasta el río Cascajal, cincuenta centavos cada uno. El primero en llegar se lleva todo.

Nando agregó que habría otra apuesta posterior a la carrera. El pariente capitalino aun ignorando los detalles aceptó.

Tras llegar victorioso, José recibió cincuenta centavos por cada participante. Alguien gritó: ¡Ahora todos al agua! A José le pareció un grave error no haber pensado en vestir una ropa de baño. Miró perplejo como cada uno de los chicos se quitaba la ropa y se tiraban al agua calatos. Por primera vez en su vida corría desnudo hacia un río. Ya en el pueblo devolvieron todas las bicicletas.

Esta vez Tikila habló: tenemos entre todos once soles. Primo te apostamos que aquí en Olmos tenemos un «santo karateca» hasta con imagen bendecida. El desafío sonó del todo ridículo, inaudito. Los chicos olmanos mostraron la cantidad ofrecida, ya estaban preparados. José tuvo que ir a pedirle las propinas guardadas a su madre, quien a regañadientes aceptó. 

Llegaron a la iglesia que estaba al lado de la plaza. Detrás de él ya no eran solo los primos, además había chicas y adultos. Entendió José que en adelante su vida estaría llena de admiradores, la victoria sería parte normal en su existencia, tal vez lo nombrarían visitante ilustre de Olmos. Nando dijo que el «santo karateca» estaba aquí dentro. El rostro de José mostraba una sonrisa oblicua que descendía desde el lado derecho hacia el izquierdo, al estilo de su ídolo: John Wayne en las películas del oeste listo a disparar en algún duelo a muerte. Todos siguieron a Nando hacia el lado derecho de la iglesia. Las bancas se miraban vacías, solo en una de ellas dos ancianitas rezaban con un tul blanco cubriendo sus cabezas y con un rosario entre sus manos.

Pasaron junto a imágenes de santos, se detuvieron en la bóveda más cercana al altar mayor. Trataba José de contener una risa impúdica, cachacienta, explosiva cual ataque de tos convulsiva. Nando prendió el interruptor de la luz. El muchacho capitalino sintió cómo su cara se le helaba, los ojos parecían querer escaparse de sus órbitas; contempló con horror la imagen del «santo karateca», le recordó la foto de Bruce Lee en el poster de la película Operación dragón. Las carcajadas llenaron el santo lugar. José sintió una inusual humedad en la parte trasera de su pantalón, «ese negocio olía mal». El camino hacia la casa de los tíos se hizo más largo esta vez. Saludó de lejos a su mamá y a los familiares que miraban en la televisión la misma novela que le encantaba a Lidia. Pasó a ducharse.

El tío sintió un olor extraño, se revisó la suela de sus zapatos pues recordó haber ido al corral para alimentar a los chanchos. José tendría que explicar a su mamá los riesgos de todo negocio. Cubierto con una bata y un pantalón corto, después de lavar tanto el pantalón como la ropa interior, se sentó en la cocina. A las siete en punto empezó esa canción de la novela, había terminado el capítulo. Llamó a su mamá al cuarto. La conversación duró solo tres minutos hasta que Lidia exclamó: ¡¡¡Te lo dije, carajo!!!

Durante la cena el tío Irineo reía solo. Empezó a contarles que al día siguiente vendría su amigo Carlos Poncio al que no veía desde hacía treinta años, quien no le creyó acerca del «santo karateca» en Olmos; lo hospedarían dos días. Habían apostado unas fuentes de ceviche y cuatro cajas de cerveza. Lidia le preguntó al tío Irineo por esa imagen. Él explicó que era un santo representado pisando unas nubes y sostenía una cruz de madera con incrustaciones de oro, pero unos facinerosos robaron aquel madero dejando sus manos en posición similar a la de un luchador de artes marciales. Era común que los pobladores tomaran el pelo a quien podían con esa apuesta hecha solo para estúpidos.

Al día siguiente por la mañana Lidia y su hijo estaban embarcándose hacia Lima. Ya en camino la madre le advirtió:

—No quiero saber de apuestas nunca más en tu vida —dijo, mientras que lo miraba muy de cerca—, pero lo más importante, es que este hecho tan vergonzoso jamás saldrá de nuestra boca: ¡Entendido!

—No, mamá, nunca.

La vida transcurrió y José jamás recordó siquiera el nombre de aquella niña que lo embelesó. Mientras estuvo viva su madre cumplió con nunca contar lo ocurrido acerca del «santo karateca», además ya nadie lo recordaría. En cambio, jamás dejó los juegos de azahar: carrera de caballos, pollas de fútbol, póker, máquinas tragamonedas... En la vida el que no arriesga no gana. Era su dogma, legado recibido del también fallecido tío Homero.

José trabajaba como representante de ventas para una distribuidora de productos farmacéuticos; vivía con su esposa Magda, y Stephanie la hija de nueve años que tenían en común.

 

Un ruido en medio de la oscuridad despertó a Stephanie. Jaló entre sus manos las dobleces de la sábana. Frente a su cama había una sombra altísima que llegaba casi hasta el cielo raso. Iba a gritar cuando esa aparición emitió un sonido como el de una tetera que empieza a hervir. Algún auto giraba en la esquina del hogar proyectando un haz de luz el cual se filtró entre el delgado espacio de la pared con la cortina de tul crema que llegaba hasta el suelo. Se incorporó y al sentarse posó contra el pecho su muñeca de tela. El cuerpecito parecía experimentar movimientos involuntarios; una pierna fue sobre la otra, la planta zurda sobre el empeine derecho cual lucha fratricida contra aquella incontinencia urinaria infantil, pretexto causante de aquellas muescas talladas con correa más el desquicio materno, bajo las nalgas.

Afloró aquella mueca extraña que precede al grito. Se formó en su delgado rostro una sonrisa desprolija con toda su boca abierta. Conforme la aparición perdía altura, al bajar de una silla, ella pudo distinguir un sonido similar al de una tetera hirviendo proveniente de unos labios, cual beso al aire, cruzados por un dedo índice. ¡No te asustes!

—¿Papá? —preguntó con tono suave?, al mismo tiempo estiraba su delgado cuello—. ¿Qué hacías sobre mi silla? 

—Hijita, no quise asustarte —dijo con tono silencioso, mientras se volvía a poner el índice derecho sobre sus labios—. No hables fuerte, por favor.

José sostenía con su otra mano la alcancía rosada en forma de chanchito, aquella que él mismo le había obsequiado tres años atrás. La súplica junto con un olor a licor se extendía por la habitación.

—Hijita, por favor, préstame tus propinas. Te las devolveré mañana. Tuve una emergencia.

—Este..., sí, papi, está bien.

—A tu mami, no hay que decirle nada, es nuestro «secretito».

—No, no diré nada —dijo la niña mientras se frotaba los ojos y bostezaba.

El padre beso la frente de Stephanie. Se oía el ronquido de Magda desde el cuarto contiguo. Él guardaba las monedas provenientes de la alcancía en su maletín de ventas junto a las cobranzas de aquel día. Acostado cavilaba, cuál era su suerte mayor: si la bondad de su niña, o el profundo sueño de su esposa. Aparte de la hija, el ronquido de los cónyuges era lo único que tenían en común.

La alarma del celular sonó a las seis de la mañana y José fue hacia el baño. «¿¿¿Quién diantres me mandó hacerles caso a los muchachos??? Teníamos todas las cobranzas y se les ocurre ir a ese casino de San Borja. Ya le había prometido a mi mujer no jugar más a las cartas. Bueno, en realidad no jugué al póker, nadie habló de las máquinas tragamonedas».

Por la mañana en el microbús de camino a su centro de trabajo, estaba sentado junto a una ventana del ala derecha. Contemplaba la urbanización Mayorazgo, aquellas personas en los paraderos; pensaba en los altos alquileres alrededor de la zona, de modo repentino le vino un recuerdo: «Jamás regresé a Olmos, claro que no fue por esa apuesta. Era linda esa pequeña ciudad. La sencillez de la gente, aquel fresco humor. Tenían gran apego a las tradiciones. El cariño desde el niño hasta el anciano por sus familias. Cuánto me divertí con los primos bañándonos calatos en el río Cascajal. Creo que ya los he comenzado a perdonar. Cómo vuela el tiempo, han pasado veintiséis años».

De pronto sonó un timbre en su celular, lo sacó del bolsillo derecho del pantalón. Era una invitación de amistad en Facebook de un tal Pocho Yarlequén Onofre, quien decía ser su primo de Olmos. «Pero, quién es este, ni lo recuerdo, ese rostro no se parece a mí, ni hablar, no tiene ninguno de mis apellidos». José dudaba, aunque, sí, aceptó la invitación. Entonces Pocho Yarlequén Onofre le preguntó por texto si seguía siendo devoto del «santo karateca». José lo bloqueó de inmediato.