miércoles, 8 de febrero de 2023

Como jugando...

Joe Monroy Oyola


Un ruido en medio de la oscuridad despertó a Stephanie. Jaló entre sus manos las dobleces de la sábana. Frente a su cama había una sombra altísima que llegaba casi hasta el cielo raso... 

Veintiséis años antes, cierta mañana de setiembre José estaba sentado en su sillita individual, una de aquellas que tenían el armazón metálico forrado con tiras plásticas multicolores. Miraba en la televisión en blanco y negro su programa favorito: Los Picapiedra, cuando tocaron a la puerta. El niño y su mamá cruzaron las miradas:

—Hijo, ¿adivina quién está viniendo a saludarte por tu cumpleaños?

—¡¿Mi tío Homero?! —dijo haciendo puños debajo de su mentón, el cual parecía sostener sobre sí una inmensa sonrisa—. ¿Es él?

—Ja, ja, ja. Pues si no abres, entonces, nunca lo sabremos —contestó la mamá riéndose—. Me avisó que llegaba a tomar desayuno con nosotros. Él es mi hermano mayor, pero no le digas tío, ni padrino Homero, sino papá Homero, tal vez así te regale una buena propina. Corre y ábrele.

José corrió hasta la puerta, al jalar la perilla metálica de bronce se encontró con un muñeco plástico del personaje de caricaturas: Pedro Picapiedra. Era inmenso, su misma vestimenta, esa especie de túnica moteada, con el gracioso corbatín, hasta mostraba el sombrero ceremonial de su fraternidad: «Los búfalos mojados» con cachos y todo; que era sostenido por dos manos morenas. José ni miró quién venía trayendo el obsequio, jamás dijo tío, papá o padrino:

—¡Pedro Picapiedra! —gritó arranchando el juguete y corrió a enseñárselo a su madre—. ¡Mira mami!

Hubiese sido el desperdicio más imperdonable de la historia, el dotar al muñeco de algún mecanismo sonoro que emitiera el famoso grito de júbilo: «¡Dabadabadú!», si esa expresión estaba ya en el corazón de cada niño alrededor del orbe.

Lidia invitaba a pasar a su hermano, quien soltaba la risa viendo saltar a José. Aunque ella trató de disculpar a su hijo, el gozo del niño llenaba el hogar.

—Qué bonita guayabera, hermanito: blanca y con detalles marrones; me parece que tu pantalón azul no hace juego con tus zapatos color guinda, igual, te ves elegante. Pero ya estamos en otoño, deberías abrigarte un poco más. Aunque los gorditos no tiene ese problema. Ni pareces tener cuarenta y cinco años.

—Hermanita, no empieces, estoy fornido, eso es todo. En cuanto a mi edad, no olvides que tú eres solo seis años menor que yo. Te cuento que anoche me gané un buen dinero jugando al póker con unos chinos. Ni cuenta se dieron de que mis cartas estaban marcadas ja, ja, ja.

Homero le dijo que llevaría a José al hipódromo, pues quería que se entretenga viendo correr a los caballos, además, él me traerá suerte. Estaremos de vuelta por la tarde. Si gano un buen dinero lo compartiré con ustedes, una parte, claro está. Lidia le puso una taza de loza blanca con un café cargado humeando.

—Caliente, así como me gusta hermanita. En Olmos toda la familia lo toma hirviendo.

—Sí, claro, lo recuerdo. ¡Uy!, José, hijito, anda compra un litro de kerosene en el chino de la esquina, lleva la botella verde. Acá tu papá Homero te va a dar unas monedas.

—Caray, me salió caro el cafecito.

—Mamá, por favor, faltan cinco minutos para que termine Los Picapiedra.

—¿¡Quieres un coscorrón de regalo!? Anda que se me está apagando la hornilla. Recuerda que tú eres el único hombre de la casa.

—Ya sé mamá. Pero, verás que un día mi papá va a regresar —dijo mientras sus ojos se enrojecían y secaba una mucosidad que asomaba indiscreta por la nariz—. ¿Por qué te sonríes tío?

—Está bien sobrino. Sí, pronto va a regresar.

—Que vayas te he dicho.

Después del desayuno, padrino y ahijado salían hacia el hipódromo.

En la ventanilla Homero entrega la cartilla llenada con dos billetes de cinco soles cada uno, los que había ganado la noche anterior. El cajero del hipódromo se los tiró de regreso gritándole que eran billetes falsos. Chinos desgraciados, resultaron más vivos de lo que pensé. Rellenó otra cartilla y pagó con monedas el total de un sol.

Pasaron las horas y casi anocheciendo llegaron de regreso José con su tío. Al abrir la puerta Lidia se quedó con los brazos extendidos, su hijo pasó refunfuñando hacia el único cuarto de la vivienda, sin mirar el pastel cubierto con crema blanca y salpicada con caramelos multicolores en miniatura, y en el medio una vela con el número once:

—Hijo, hola, ¿qué te pasó?

—Nada, nada pasó. Ni siquiera me invitó una bebida.

—Hermanita, es que tuvimos mala suerte, nada ganamos. Me dieron pésimos datos.

José salió del cuarto y le dijo a su mamá que el tío Homero le pidió el sol que ella le había dado de propina, para apostarlo. Lidia le recordó que pronto se irían de vacaciones a Olmos, Lambayeque, para visitar a la familia, que allá tomaría todas las raspadillas de tamarindo que quisiera.

—Lidita linda, hermanita de mi corazón, este... —empezó diciendo mientras sacaba del bolsillo derecho de su guayabera un pañuelo húmedo —, cuando viajen al norte avísame con tiempo para darles una propina, quiero que se coman algo en mi nombre, allá en nuestra tierra. 

—Ajá, «sal quiere el huevo».

—¡Hermana, respeto eh! —contestó Homero tirando sobre la mesa el pañuelo blanco—. Así me hablaba nuestro padre cuando sabía que yo le iba a pedir propina. Uno preocupándose, y tú, pensando mal.

—¿Cuál huevo mami?

—Después te explico hijo.

Homero sugirió que compraran entre los dos un billete de la lotería y si ganaban compartirían el premio. Lidia se negó: ja, ja, ja, ya ves hermano, algo querías, te conozco. Al despedirse el padrino le prometió a José devolverle pronto su sol. No olvides: todo en la vida es como un juego, si no arriesgas, no ganas. Mientras Homero se iba, ya estaban llegando algunos niños.

Las semanas pasaron volando, luego los meses. Llegó el verano. José debía preparar la ropa que llevaría para el viaje a la ciudad de Olmos. Él cavilaba respecto a si debería ir en esas vacaciones al norte. No soy un bebé, tengo once años, justo cuando acabo de conocer a la nueva vecinita: Gianella, al menos así decía el collarcito que usaba. Es bonita, morenita, tiene los ojos negros. Ya me enamoré; voy a preguntarle a mi amigo Pepe cómo hago para declararme a una chica. Seguro nos casaremos cuando seamos adultos. Sí, hablaré con mi mamá, además, los niños tenemos derechos, muchos, un montón. No dejaré que mi mami nos separe.

A José se le rompía el corazón de solo imaginarse ver llorar a su madre, pero era su decisión, así que su mamá tendría que viajar sola; ella sí nació en Olmos, en cambio, él era limeño. Deberá comprender que, si bien nuestras vidas tenían las mismas raíces, recordaba esa parte de una serie en televisión sobre los orígenes y las familias de los esclavos en Estados Unidos, cada uno debe tomar por su lado. Además, a pesar de que el tío Homero era tan cambiante en sus actos, había calado hondo en José que la vida era como una gran apuesta: si no arriesgas, no ganas. Decidió jugar a ganador.

Ya daban las siete en punto de la noche, Lidia había dejado sobre el mueble grande en la sala, ropa que debía acomodar su hijo. Él quería que su mamá terminase de ver la novela que le encantaba; no deseaba ser duro, cruel, tan solo firme, ya no era más un niño; luego la consolaría. Escuchó la melodía de la canción romántica que indicaba el final del episodio; tocó la puerta del cuarto:

—Mamá, ¿puedo pasar? —preguntó con la frente posada sobre la madera— Quiero conversar contigo.

—Claro hijito, pasa.

Había sobre su cómoda un vaso con limonada y hielo. El aroma cítrico parecía darle una fresca bienvenida para iniciar su disertación. La amorosa sonrisa de la madre le hacía difícil, a José, encontrar las palabras más suaves, pero a la vez firmes sobre su decisión impostergable, insoslayable de quedarse, aunque sea en la casa del tío Homero.

La sustentación sobre los derechos constitucionales de los hijos duró casi cuatro minutos. Lidia solo asentía con leves movimientos de cabeza, la mirada fija en su vástago. A José le pareció que ella ni respiraba. Al terminar buscó con la mirada dónde estaba la caja de pañuelos desechables, la que usaba su madre para enjugarse las lágrimas cuando lloraba, o para secarse el rostro si sudaba, se la puso junto a su bebida; él quería asistirla cuando estallara en llanto. Después de contestarle gritando a su hijo que de todas maneras irían, ella terminó con la última orden: 

—¡Anda termina de arreglar tu maleta! —A la vez que tiraba de un manotazo la caja de pañuelitos que su hijo le había alcanzado—. ¡Y avísame cuando termines para ir a revisarla!

—Pero, mamá...

El intento de insistencia hizo que ella volteara el rostro a observarlo; a él se le vino a la mente aquel comercial en televisión de la película El exorcista, donde la niña protagonista volteaba el cuello como periscopio de submarino. No dijo una palabra más y salió corriendo hacia el pequeño desván donde guardaban maletas, juguetes antiguos, ropa que no era de la estación. 

A las ocho en punto de esa noche ya estaban madre e hijo en el terminal de ómnibus Roggero. Una hora después partía el vehículo de transporte. José iba al lado de la ventana, miraba las piruetas que hacía el chofer manejando para salir del área de abordaje y poder acceder a la avenida principal. Sabía que había cumplido con su deber cuando «decidió» cambiar de parecer respecto a la posición de no viajar a Olmos, asimiló que no hubiese sido caballeresco dejar a su mamá viajar sola. Igual, su amada Gianella lo esperaría. Un mes pasa rápido, la llama del amor jamás se extinguiría.

No fue necesario hablarle a la niña acerca de su partida al norte peruano, a veces «el silencio vale más que mil palabras», esto lo aprendió investigando y hurgando entre recursos literarios, cuando en el Mercado Modelo de Jesús María rentaba las revistas de Superman, Archie, y aquel «curso de narrativa romántica»: la revista Susy. José ya le había explicado al dueño de ese puesto donde leía sentado sobre ese cajón de frutas vacío, después de pagar veinticinco centavos de alquiler por cada revista, que él iba a ser un famoso escritor.

Llegaron a la ciudad de Chiclayo casi a las once de la mañana. De inmediato tomaron un colectivo, un auto antiguo, que los llevó hasta Olmos a las doce con minutos. Para José fue un gran alivio bajarse del auto y dejar de escuchar esas cumbias y guarachas antiguas. Haberse quedado dormido con su cara en el vidrio de la ventana le hizo sentir adormecido el lado izquierdo del rostro, le parecía haber dejado olvidada en algún lugar la oreja, ni que hablar de su trasero, podría haber presentado un reclamo en la oficina de la agencia como: objeto extraviado. Estaba esperándolos el anciano tío Irineo Cortez.

El abrazo de reencuentro entre sobrina y tío fue emotivo y largo, José trataba de decidir si él debía de llamarlo tío abuelo Irineo, o solo tío, aunque más parecía ser el abuelo.

—Tío Irineo, este es mi hijo José, pero dile Pepito.

—¡Caray que grandote está para tener nueve años! —dijo, remeciendo a José por los hombros—. Eres guapo, igualito a tu mami; hum..., aunque esos dos dientes de adelante te han salido chuecos.

—Hola tío Irineo, sí, gracias. Pero tengo once años.

Vino a la memoria de José los gritos en la escuela: «pitufo», «pigmeo». Al recoger las maletas del colectivo, José insistió en que él las llevaría; ningún esfuerzo costaría moverlas hasta el auto del pariente. A pesar de las rueditas del equipaje, le resultó difícil al sobrino descubrir que en Olmos la gente acostumbraba a caminar casi todo el tiempo. Es más: el pariente no había traído carro alguno. Pero lo peor fue aprender que el «acasito nomás» variaba entre una a doce cuadras. La soñada entrada triunfal a Olmos, como un muchacho limeño, no empezaba muy bien.

 —Luvinda, mujer, ya llegamos —exclamó el anciano.

—Lidita, hijita, bienvenida —exclamó emocionada la tía, mientras tiraba al aire una servilleta de tocuyo blanco—. Eres igualita a tu papi, el vivo retrato de Julio César.

—Tía Luvinda, qué alegría —contestó dándole un gran abrazo—. José, hijito, saluda a mi tía.

El niño cruzó desde el umbral hasta la gigantesca cocina, al llegar frente a la honorable anciana él extendió la mano; lo recibieron unos brazos abiertos de par en par, qué cojudeces de darme la mano, tú eres mi sangre. José trato de zafarse, al parecer doña Luvinda sintió esos movimientos como correspondencia de cariño. El infante decidió aflojar y recibir esos apapachos. Luego les mostraron cuál sería la habitación que ocuparían. Lidia regresó con sus parientes, José no despertó hasta el siguiente día.

Al levantarse, por la mañana encontró las puertas del cuarto abiertas de par en par, la luz del día iluminaba hasta la mitad del dormitorio, su mamá no estaba en la habitación. Se oían conversaciones, risas y música; al salir vio bien el área: había un jardín lleno de flores y árboles frutales colindando con el espacio familiar. Esta área verde pasaba al lado de dos habitaciones que eran para las visitas, y limitaba con la rústica puerta que daba entrada a los corrales. Los pollitos y patitos estaban separados de las aves adultas, y corrían libres alrededor del jardín. Desde la rústica cocina a leña provenía un aroma a pan horneado; la inmensa mesa del diario lucía cubierta con un mantel plástico blanco donde resaltaban dibujos de flores. Por asientos dos largas bancas de madera. Había otras mujeres cerca de las hornillas que cantaban y bailaban entre sí. Todas tenían un vaso con cerveza en la mano. Lidia alzó la vista:

—¡Primas, primas, este es mi hijito José! —gritó Lidia abrazando al niño— ¿Verdad que está guapo?

Cada una se presentó dando su propio nombre, todas besaban y pellizcaban las mejillas del sobrino. Él solo pudo entender dos cosas: todas eran sus tías, y, además, estaban bien mareadas. La anciana Luvinda comentó la alta estatura para nueve años. Lidia nunca pensó en aclarar lo de la edad; José intuyó también que ya habría un mejor momento. El recuerdo de Gianella llenaba su mente; total serían unas cuantas semanas, ella lo esperaría...

Por la tarde vino a saludar a José el hijo de una de las primas que había venido a ver a su mamá. Era delgado y risueño. Le dijo que lo llamara Tikila, así lo conocían todos. Vamos a la plaza de armas, hoy hay retreta.

En el camino Tikila le explicó que era un concierto con banda de música, baile para los adultos que quisieran, tiros con dardos, se podía obtener algunas pelotitas o trompos aparte había apuestas con los cuyes. Ya en la plaza conoció al primo Nando y otros catorce o quince que nunca pudo recordar los nombres. Pero Nando y Tikila, sí eran su familia por seguro.

En el juego del cuy le fue bien, pues apostó un sol en una de las cajitas numeradas, y el asustado animalito que era colocado en medio de un cerco de cajitas con un orificio de entrada corrió a esconderse en la de su número cinco. En el tiro de dardos le apuntó a un globito que tenía amarrado un trompo, su ojo izquierdo cerrado y la punta de la lengua asomándose al mismo lado…, le pinchó al otro globo que daba dos canicas en una bolsita. Para el resto él tenía una gran puntería y mucha suerte. Le venía a la mente aquello que el tío Homero decía sobre que la vida era como un juego, quien no arriesga no gana. Cada día que Tikila o Nando lo buscaban para ir a la plaza alquilaban una bicicleta por cincuenta centavos, eso daba derecho al uso por toda una hora. José sintió que el caluroso pueblo de Olmos se iba convirtiendo en un lugar con mucha diversión.

José aceptaba apostar con las canicas, aunque no era bueno con ellas. Pero, en las carreras con bicicletas se desquitaba. Él se aseguraba la mejor, aquella que alquilaban por dos soles la hora; era la única con frenos, y permitía dar las curvas a velocidad sin estrellarse. Apostaba con esa ventaja. Cada día ganaba alguna carrera y la antipatía de los muchachos del pueblo.

Cierta mañana estaba en la plaza una veintena de los chicos mostrando inmensas sonrisas, lo miraban llegar a José:

—Hola. ¿Hacemos una carrerita en bicicleta con apuesta? —preguntó haciendo sonar las monedas que tenía en su mano derecha— ¿Hay algún valiente?

—Sí, José, aceptamos— contestó Nando, que estaba sentado en una banca—. Pero primo, hoy hacemos la carrera hasta el río Cascajal, cincuenta centavos cada uno. El primero en llegar se lleva todo.

Nando agregó que habría otra apuesta posterior a la carrera. El pariente capitalino aun ignorando los detalles aceptó.

Tras llegar victorioso, José recibió cincuenta centavos por cada participante. Alguien gritó: ¡Ahora todos al agua! A José le pareció un grave error no haber pensado en vestir una ropa de baño. Miró perplejo como cada uno de los chicos se quitaba la ropa y se tiraban al agua calatos. Por primera vez en su vida corría desnudo hacia un río. Ya en el pueblo devolvieron todas las bicicletas.

Esta vez Tikila habló: tenemos entre todos once soles. Primo te apostamos que aquí en Olmos tenemos un «santo karateca» hasta con imagen bendecida. El desafío sonó del todo ridículo, inaudito. Los chicos olmanos mostraron la cantidad ofrecida, ya estaban preparados. José tuvo que ir a pedirle las propinas guardadas a su madre, quien a regañadientes aceptó. 

Llegaron a la iglesia que estaba al lado de la plaza. Detrás de él ya no eran solo los primos, además había chicas y adultos. Entendió José que en adelante su vida estaría llena de admiradores, la victoria sería parte normal en su existencia, tal vez lo nombrarían visitante ilustre de Olmos. Nando dijo que el «santo karateca» estaba aquí dentro. El rostro de José mostraba una sonrisa oblicua que descendía desde el lado derecho hacia el izquierdo, al estilo de su ídolo: John Wayne en las películas del oeste listo a disparar en algún duelo a muerte. Todos siguieron a Nando hacia el lado derecho de la iglesia. Las bancas se miraban vacías, solo en una de ellas dos ancianitas rezaban con un tul blanco cubriendo sus cabezas y con un rosario entre sus manos.

Pasaron junto a imágenes de santos, se detuvieron en la bóveda más cercana al altar mayor. Trataba José de contener una risa impúdica, cachacienta, explosiva cual ataque de tos convulsiva. Nando prendió el interruptor de la luz. El muchacho capitalino sintió cómo su cara se le helaba, los ojos parecían querer escaparse de sus órbitas; contempló con horror la imagen del «santo karateca», le recordó la foto de Bruce Lee en el poster de la película Operación dragón. Las carcajadas llenaron el santo lugar. José sintió una inusual humedad en la parte trasera de su pantalón, «ese negocio olía mal». El camino hacia la casa de los tíos se hizo más largo esta vez. Saludó de lejos a su mamá y a los familiares que miraban en la televisión la misma novela que le encantaba a Lidia. Pasó a ducharse.

El tío sintió un olor extraño, se revisó la suela de sus zapatos pues recordó haber ido al corral para alimentar a los chanchos. José tendría que explicar a su mamá los riesgos de todo negocio. Cubierto con una bata y un pantalón corto, después de lavar tanto el pantalón como la ropa interior, se sentó en la cocina. A las siete en punto empezó esa canción de la novela, había terminado el capítulo. Llamó a su mamá al cuarto. La conversación duró solo tres minutos hasta que Lidia exclamó: ¡¡¡Te lo dije, carajo!!!

Durante la cena el tío Irineo reía solo. Empezó a contarles que al día siguiente vendría su amigo Carlos Poncio al que no veía desde hacía treinta años, quien no le creyó acerca del «santo karateca» en Olmos; lo hospedarían dos días. Habían apostado unas fuentes de ceviche y cuatro cajas de cerveza. Lidia le preguntó al tío Irineo por esa imagen. Él explicó que era un santo representado pisando unas nubes y sostenía una cruz de madera con incrustaciones de oro, pero unos facinerosos robaron aquel madero dejando sus manos en posición similar a la de un luchador de artes marciales. Era común que los pobladores tomaran el pelo a quien podían con esa apuesta hecha solo para estúpidos.

Al día siguiente por la mañana Lidia y su hijo estaban embarcándose hacia Lima. Ya en camino la madre le advirtió:

—No quiero saber de apuestas nunca más en tu vida —dijo, mientras que lo miraba muy de cerca—, pero lo más importante, es que este hecho tan vergonzoso jamás saldrá de nuestra boca: ¡Entendido!

—No, mamá, nunca.

La vida transcurrió y José jamás recordó siquiera el nombre de aquella niña que lo embelesó. Mientras estuvo viva su madre cumplió con nunca contar lo ocurrido acerca del «santo karateca», además ya nadie lo recordaría. En cambio, jamás dejó los juegos de azahar: carrera de caballos, pollas de fútbol, póker, máquinas tragamonedas... En la vida el que no arriesga no gana. Era su dogma, legado recibido del también fallecido tío Homero.

José trabajaba como representante de ventas para una distribuidora de productos farmacéuticos; vivía con su esposa Magda, y Stephanie la hija de nueve años que tenían en común.

 

Un ruido en medio de la oscuridad despertó a Stephanie. Jaló entre sus manos las dobleces de la sábana. Frente a su cama había una sombra altísima que llegaba casi hasta el cielo raso. Iba a gritar cuando esa aparición emitió un sonido como el de una tetera que empieza a hervir. Algún auto giraba en la esquina del hogar proyectando un haz de luz el cual se filtró entre el delgado espacio de la pared con la cortina de tul crema que llegaba hasta el suelo. Se incorporó y al sentarse posó contra el pecho su muñeca de tela. El cuerpecito parecía experimentar movimientos involuntarios; una pierna fue sobre la otra, la planta zurda sobre el empeine derecho cual lucha fratricida contra aquella incontinencia urinaria infantil, pretexto causante de aquellas muescas talladas con correa más el desquicio materno, bajo las nalgas.

Afloró aquella mueca extraña que precede al grito. Se formó en su delgado rostro una sonrisa desprolija con toda su boca abierta. Conforme la aparición perdía altura, al bajar de una silla, ella pudo distinguir un sonido similar al de una tetera hirviendo proveniente de unos labios, cual beso al aire, cruzados por un dedo índice. ¡No te asustes!

—¿Papá? —preguntó con tono suave?, al mismo tiempo estiraba su delgado cuello—. ¿Qué hacías sobre mi silla? 

—Hijita, no quise asustarte —dijo con tono silencioso, mientras se volvía a poner el índice derecho sobre sus labios—. No hables fuerte, por favor.

José sostenía con su otra mano la alcancía rosada en forma de chanchito, aquella que él mismo le había obsequiado tres años atrás. La súplica junto con un olor a licor se extendía por la habitación.

—Hijita, por favor, préstame tus propinas. Te las devolveré mañana. Tuve una emergencia.

—Este..., sí, papi, está bien.

—A tu mami, no hay que decirle nada, es nuestro «secretito».

—No, no diré nada —dijo la niña mientras se frotaba los ojos y bostezaba.

El padre beso la frente de Stephanie. Se oía el ronquido de Magda desde el cuarto contiguo. Él guardaba las monedas provenientes de la alcancía en su maletín de ventas junto a las cobranzas de aquel día. Acostado cavilaba, cuál era su suerte mayor: si la bondad de su niña, o el profundo sueño de su esposa. Aparte de la hija, el ronquido de los cónyuges era lo único que tenían en común.

La alarma del celular sonó a las seis de la mañana y José fue hacia el baño. «¿¿¿Quién diantres me mandó hacerles caso a los muchachos??? Teníamos todas las cobranzas y se les ocurre ir a ese casino de San Borja. Ya le había prometido a mi mujer no jugar más a las cartas. Bueno, en realidad no jugué al póker, nadie habló de las máquinas tragamonedas».

Por la mañana en el microbús de camino a su centro de trabajo, estaba sentado junto a una ventana del ala derecha. Contemplaba la urbanización Mayorazgo, aquellas personas en los paraderos; pensaba en los altos alquileres alrededor de la zona, de modo repentino le vino un recuerdo: «Jamás regresé a Olmos, claro que no fue por esa apuesta. Era linda esa pequeña ciudad. La sencillez de la gente, aquel fresco humor. Tenían gran apego a las tradiciones. El cariño desde el niño hasta el anciano por sus familias. Cuánto me divertí con los primos bañándonos calatos en el río Cascajal. Creo que ya los he comenzado a perdonar. Cómo vuela el tiempo, han pasado veintiséis años».

De pronto sonó un timbre en su celular, lo sacó del bolsillo derecho del pantalón. Era una invitación de amistad en Facebook de un tal Pocho Yarlequén Onofre, quien decía ser su primo de Olmos. «Pero, quién es este, ni lo recuerdo, ese rostro no se parece a mí, ni hablar, no tiene ninguno de mis apellidos». José dudaba, aunque, sí, aceptó la invitación. Entonces Pocho Yarlequén Onofre le preguntó por texto si seguía siendo devoto del «santo karateca». José lo bloqueó de inmediato.

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