martes, 7 de febrero de 2023

Érase una vez una pesadilla

Érika L. Ramírez Levín


Dicen que hay cierto tipo de personas que pueden ver o escuchar gente muerta: aquellos que cuentan con una mayor sensibilidad emocional, otros con determinado poder psíquico u otras más que, por decirlo de forma cortés, viven en una realidad diferente a la nuestra (y así evitamos la palabra locos).

En general, siempre me he considerado una persona tranquila y reservada; nunca tuve amigos o amigas, ni soy de las que salen los viernes en la noche a bares o reuniones como mis dos hermanas. Se podría decir que más bien soy aburrida y no tendría argumentos para desmentirlo. Además, tal vez pertenezca a alguno de esos grupos, puesto que he tenido dos o tres experiencias de índole sobrenatural.

Cuando las tres tuvimos un trabajo estable, decidimos rentar un departamento que pagábamos en partes iguales. Mis padres nunca nos pidieron abandonar el nido, pero nos pareció buena idea probarlo a fin de volvernos más responsables, porque por más que una no quería, ellos cubrían nuestras necesidades y nos consentían lo más que podían. 

Así estuvimos como cinco años hasta que algo pasó hace unos meses y todo cambió. No tengo en la memoria el evento en particular, solo notaba que mis hermanas estaban tristes y calladas. Procuré acercarme a ellas, mas evadían mi mirada y se encerraban cada una en su habitación. Un día, para mi sorpresa, llamaron a mamá para decirle que nos regresábamos con ellos. 

Pienso que debió ser una etapa difícil y generé algún tipo de trauma porque pareciera que borré todo recuerdo de esa época y de la mudanza. De un momento a otro nos vi viviendo con ellos como antes, solo que, en esta ocasión, comencé a experimentar aquellos sucesos extraños de los que platicaba antes. Varias veces me «encontraba» con un individuo joven de cabello corto y negro que se manifestaba con los brazos cruzados, una pierna extendida firme en el piso y la otra doblada con el pie descansando sobre la superficie donde estaba recargado y una mirada que, aun hoy al recordarla, provoca que la piel se me erice. Nunca había visto unos ojos tan rojos, como si el humor vítreo fuera de sangre y no de agua; eso era lo que más me impactaba… y asustaba. 

Lo llegué a ver recargado en la barra de la cocina a plena luz del día o en uno de los árboles del jardín en la noche. Además, aunque sus apariciones eran fugaces, parecía que se esmeraba en que su duración fuera justa para que yo no me perdiera su «visita». La sensación de encontrármelo en el lugar menos esperado y a cualquier hora me atormentaba cada día. 

Traté de platicarlo con mis hermanas, con mis papás, pero quizá estaba exagerando, ya que cada que lo intentaba parecía no importarles y seguían con sus actividades. Esto me desconcertó, pero como siempre, al final me apoyaron. Aunque no éramos afectos a la religión, aplicamos el refrán: «A grandes males, grandes remedios», por lo que fuimos a una iglesia cercana por agua bendita y vi cómo la esparcieron en cada rincón de la casa pidiéndole que por favor resolviera sus asuntos pendientes y se fuera… a descansar… en paz. Ahora que recuerdo no sé por qué no les ayudé y solo los seguía, habitación tras habitación… Pero bueno, milagrosamente (valga la expresión), funcionó y no volví a saber de él. 

Así como esa anécdota, han ocurrido otros eventos de los que he sido testigo, pero la vida adquiere un significado peculiar cuando una de esas personas que menciono al principio rompe el esquema en el que una cree vivir y todo se transforma en una gran y tétrica pesadilla. 

Ya instaladas de nuevo con mis papás, cada una retomó sus actividades. Mi trabajo no quedaba lejos por lo que me iba caminando; tenía el plus de hacer ejercicio y disfrutar de lo que la ciudad brindaba. Me encantaba ver cómo las personas sonreían al pasar junto a la panadería de la esquina alzando la cara para percibir el aroma del pan recién horneado, o me deleitaba con su actitud de regocijo mientras frotaban sus manos al sentir el calorcito matutino que inundaba el ambiente cuando los rayos del sol pegaban perezosos las banquetas. Esos pequeños detalles me ayudaban a olvidar lo rutinaria y aburrida que sentía mi vida. 

En este trayecto, la gente que caminaba junto a mí y yo veíamos, en la banca de metal pintada de blanco que está frente a la papelería, a una señora sentada con bastantes bolsas de plástico a su alrededor. Parecía que hablaba con alguien junto a ella, excepto que nadie estaba cerca, y hurgaba una y otra bolsa como si buscara algo que había perdido en alguna de ellas. De vez en vez levantaba los brazos triunfantes, como si viera el cielo, y luego continuaba su conversación imaginaria. Su tono de voz era bajo, casi imperceptible, y la manera en que se veía concentrada en su labor daba la idea de que estaba comprometida con su tarea, lo que sea que esta fuera.  

Una mañana como cualquiera, justo cuando pasé frente a ella, levantó de súbito la cara, me clavó la mirada y con una voz violenta y clara dijo: «¡Hasta muerta haces mal papel! ¡Deberías practicar frente al espejo!». 

No alcanzo a esclarecer el efecto que sus palabras produjeron en mí; noté que el tiempo se detuvo, mas no mis pasos. Como letanía repetí esas frases tratando de comprenderlas mientras una sensación de vacío se apoderaba de mi calma. ¿Muerta? Y entonces, cual relámpago, me tundió el recuerdo del sueño que me despertó de golpe unas noches atrás. Fue de esos momentos en que no se reconoce si aquello es onírico o no porque el corazón que palpita fuerte, la respiración que se acelera, el sudor que humedece la ropa… son auténticos. Es difícil percatarse de que la mente está atrapada en una ilusión que se asemeja demasiado a la realidad. 

A pesar de que faltaban tres cuadras para llegar a la oficina, yo procuraba acordarme de ese mal sueño, unir las piezas dispersas en la memoria, clasificarlas con base en una cronología ambigua dado el lapso que había pasado y los esfuerzos, quizás inconscientes, de olvidarlo. A mi alrededor todo aparentaba seguir su curso: gente hablando por el celular, los toques de las campanas a la entrada de los negocios anunciando un nuevo cliente, los pitidos de los cláxones de los automóviles desesperados por avanzar. Sin embargo, yo estaba sumida en este espacio atemporal repleto de esa vacuidad que me tenía aturdida, desorientada. 

Olvidé si andaba o me había detenido. Apreté mi cabeza con ambas manos en un intento de parar el mareo que nublaba mis sentidos. Poco a poco varias imágenes empezaron a bombardearme, comenzaba a remembrar: estaba huyendo, corriendo hasta quedarme sin aire; un zumbido me perseguía. No… un aleteo intenso, cada vez más cerca. ¡Y esos ojos! Se veían a lo lejos, enmarcados en un fondo negro, mirándome como solían hacerlo desde la cocina o el jardín, fijos y absortos en mí… No podía proseguir, mis piernas no me respondían, se paralizaban, pesaban en exceso y caminar se convertía en una tortura, pero de algún modo logré continuar porque el aleteo crecía, ¿o era un zumbido? Malditos sueños que no tienen ni pies ni cabeza; llegó un punto en el que estaba tan ofuscada que pude cobrar conciencia y entendí que nada era real… ¿o sí? Tenía tantas ganas de llorar. Me era muy agotador respirar y el corazón latía con tanto vigor, que me dolía el pecho. 

Y entonces, de un momento a otro, una luz brillante me cegó al tiempo que varios gritos incomprensibles me ofuscaron hasta que, con una fuerza que no consigo dilucidar, algo me golpeó tan fuerte que sentí que volaba. El zumbido, el aleteo, la mirada, la luz, los gritos… todo cesó. Me di cuenta de que, tras el desconcierto previo, había cerrado los ojos. De manera lenta y trémula los abrí mientras flotaba en un vasto cielo taciturno y hermoso a la vez. 

Curiosamente, esto no fue lo que más llamó mi atención, quizá porque creí estar aún inmersa en esta alucinación abstracta de hacía varios días. No obstante, ese efecto de paz fue efímero, pues lo que se presentaba ante mí no lo recordaba del sueño: Una multitud rodeaba a alguien a quien la policía cubría con una manta blanca. Las patrullas cercaban la zona e iluminaban el paisaje con reflejos azules y rojos mientras dos mujeres lloraban desconsoladas afuera de un automóvil cerca del bulto cubierto por la tela blanca. Esas mujeres… son…, ¿mis hermanas? 

Intentaba separar lo que estaba viendo de lo que evocaba del sueño cuando sentí como si un inusitado torbellino me succionara. Todo daba vueltas hasta que de un momento a otro aparecí sentada junto a la señora de la banca de metal rodeada de bolsas. Muda, desconcertada, con la boca abierta tratando de hilar una palabra estuve a punto de preguntarle qué había pasado, pero callé cuando vi que incrustó la vista en alguien frente a nosotras y alargó uno de sus brazos con la palma extendida y recta haciendo la seña de un «alto» firme. 

Giré la cabeza hacia quien recibía esta señal y ahogué un grito de terror al reconocer al joven de cabello corto y negro con ojos enrojecidos que se detenía con dificultad al obedecer a la vieja. «Cálmate, zopenco de cuarta», dijo con sorna, «ya cumpliste con traerla, ya te divertiste asustándola y hostigándola. Sabes que te tardaste, que debiste de presentarla desde que murió, pero no, ¡tonto subversivo! Tenías que alterar el orden y el tiempo para tu mero entretenimiento. Ahora, ¡lárgate!». Tal como sucedió en la casa bastó un instante para que el chico desapareciera. 

Temblando sin entender qué estaba pasando volteé a ver a la señora, quien buscaba algo al interior de cada una de las bolsas que tenía a su alrededor. 

—Así está mejor. ¿Nunca te preguntaste por qué tus hermanas o tus papás actuaban como si no estuvieras presente o cómo es que jamás llegabas a tu trabajo? —dijo sin voltearme a ver. 

Mis pensamientos chocaban unos contra otros, ansiaba rememorar o comprender, pero mientras más lo intentaba, menos sentido le encontraba. 

—¿Muerta? ¿Estoy… he estado muerta? Pero… el sueño…   

La vieja soltó un gruñido anegado de hastío. 

—Estoy harta de esto. Explicar y volver a explicar a las tontas como tú que viven como si estuvieran muertas y mueren sin darse cuenta de que han perdido la vida. El sueño solo fue un intento del idiota aquel para hacerte reaccionar y asumir tu estado. 

—¿Y lo que usted me gritó aquella vez? ¿Practicar frente a un espejo? 

—¡Ja! —soltó una carcajada histérica—. Esa ocurrencia brotó de impulso, pero me pareció simpática y ¡hubieras visto tu cara! Muy graciosa… muy graciosa. No sé cuánto tiempo más habrías estado así, tan tranquila, sin percatarte de que ya no pertenecías a ese mundo. ¡Ah, la encontré! 

De una de las bolsas sacó una llave de aspecto antiguo, dorada, reluciente, y la alzó triunfante sobre su cabeza. 

—Anda, toma. Esta llave te mandará a tu destino final. No tengo idea cuál será, pero seguramente irá acorde a quien fuiste en vida, así que… nada de qué preocuparse, ¿cierto?

3 comentarios:

  1. Me gustó el cuento, me recordó esa frase que a veces decía mi abuela: “vas como muerto en vida”es una historia fuerte. La narrativa me hizo imaginar cada momento del cuento, muy buen trabajo que te transporta a los lugares e imaginas a los personajes

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  2. Excelente cuento, se podría decir que es de mis cuentos favoritos, felicitacidades Erika, eres una gran escritora

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  3. Desconcertante e inetesante historia, con un giro inesperado que te lleva a cuestionar si la forma como llevamos la vida es parte de una monotonía ya invisible, un deseo efímero del inconsciente o quizá...

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