viernes, 24 de febrero de 2023

Sobre misas negras

Roberto Murcia


No puedo prescindir de mi inveterada costumbre de visitar cuanta librería encuentro en la ciudad donde resido y en aquellas a las que viajo. Como escribió Ovidio: Nada hay más fuerte que el hábito. Mientras otros van a la playa o acuden a bares, yo visito librerías. No me da pena admitirlo, prefiero los anaqueles repletos de tomos al entretenimiento mundano. Me gustan mucho las tiendas de segunda mano, pues nunca sabe uno lo que se va a descubrir allí.

En lugares inesperados puede encontrarse una gema. Para el caso, Tischendorf afirmó haber encontrado el Codex Sinaiticus (la Biblia de mayor antigüedad que se conoce, considerada un tesoro escrito invaluable de la humanidad) en un basurero cuyo contenido iba a ser incinerado en el horno de un monasterio. Aunque no he tenido tanta fortuna como él, en mis andanzas he hallado hermosas joyas, raros ejemplares de obras agotadas a las que de otra manera no tendría acceso, las cuales engalanan con sus lomos multicolores las repisas de mi vivienda a falta de otros ornamentos. Mis más preciados hallazgos son una copia de la primera edición de Ulysses (1922) de James Joyce que encontré en un lote de libros antiguos y un ejemplar de la Biblia del oso, traducción de Casiodoro de Reina (1569) que compré por un precio módico.

Existe la opción de buscar en internet, y si bien es un recurso útil que empleo con frecuencia, nada sustituye la experiencia de indagar in situ. Hay algo seductor en la búsqueda en los estantes polvorientos en los que opúsculos de autores desconocidos o de poco renombre se sitúan al par de gigantes literarios —no hay lugar más democrático que las estanterías de libros usados—. Además, la sorpresa representa un rol considerable en el gozo lúdico de la pesquisa. Incontables publicaciones en extremo bellas no siempre son adecuadamente ponderadas en la actual época del mass market. Me gusta contemplar su encuadernado que de por sí puede considerarse una obra de arte, el aroma de sus páginas, tipo de papel utilizado, tipografía, la historia que sugieren sus accidentes, fecha y sitio de publicación. He encontrado apreciables bellezas en medio de las históricas avenidas de París, Roma, Ciudad de México, Madrid o cualquier otra a la que mi afición bibliófila me ha llevado.

Existen librerías exóticas alrededor del mundo, más allá de lo que la fantasía pudiera prever. Una se encuentra ubicada en una iglesia gótica restaurada para tal fin, Boekhandel Selexyz Dominicanen en Maastricht (Países Bajos). Allí la iluminación natural que penetra por los vitrales crea un ambiente místico que permite apreciar su magnífica bóveda cruzada por hermosos arcos, donde se hallan representadas escenas sacras. Todo este despliegue visual sirve de marco a los libros que coexisten con las pinturas y una decoración impresionante.

Acqua Alta, en Venecia, cuenta con canoas situadas en el interior del inmueble que sirven para alojar las obras, a la vez que se echa una mirada por las ventanas a los famosos canales. Como si la lectura no fuera de por sí un viaje a lo ignoto. Otras, cual es el caso de la librería Bardón, en Madrid, se especializan en primeras ediciones y cuentan con incunables (impresos antes de 1500, es decir, en los albores de la imprenta). Pero no se debe menospreciar las más modestas localizadas en una esquina, un pequeño espacio sin utilizar, un nicho e incluso sobre las mismas calles en las cuales los vendedores tienden su preciada mercancía a merced de los elementos. Lo que todas tienen en común es su amor por la literatura. Si bien toda aventura tiene su potencial galardón, también es posible afrontar riesgos aun cuando se haga con las mejores intenciones.

Fue en una librería olvidada por el tiempo en la que ocurrió el suceso que voy a narrar. El comercio en cuestión está localizado en un sótano a orilla de la calle al que llegué por azares del destino, ya que nunca me había aventurado por ese barrio anodino enclavado en el maremágnum urbano como una pequeña pasa en un pastel colosal. Puesto que todavía era temprano y vi un rótulo que decía: El Jardín Secreto: Libros poco comunes, ingresé al local. Tenían una buena colección de impresos raros, primeras ediciones, autografiados y esotéricos, sobre todo de estos últimos. Allí estaban las obras de Eliphas Lévi, Blabatski, Saint Germain, el Necronomicón el cual, aunque Lovecraft jurara, era producto de su imaginación, los amantes de lo oculto se han negado en aceptar y varios se han dado a la tarea de recrear siguiendo sus propios instintos e intereses; la Clavícula Salomonis, grimorio pseudoepígrafo de data renacentista, falazmente atribuido al tercer y último rey del reino unificado de Israel. Al fin y al cabo, los personajes históricos no pueden demandar por usurpación de identidad.

Dado que no tengo interés en el ocultismo más que como anécdota de sobremesa, había ya desistido de seguir buscando, pues se me hacía tarde, cuando reparé en un hombrecillo que tomó de un estante un misal para ritos satánicos. Me sorprendió su apariencia. Era un hombre entrado en años, de mediana estatura, cubierto por una túnica negra con capucha, delgado en demasía, prácticamente cadavérico, mejillas hundidas en las que casi se podían distinguir los dientes, y expresión lúgubre e inexpugnable. Un collar con la cruz en posición invertida que colgaba de su cuello era su único adorno. En resumen, digno representante de la santa muerte.

No fue inusual encontrar literatura sobre ese tema, la había visto con anterioridad, pero jamás presencié que una persona comprara una guía para verificar un rito satánico. El hecho de adquirirlo sugería la intención de realizarlo, pues que otro fin podría tener, máxime tomando en cuenta la presencia física del comprador. Si vemos que se adquiere una novela o un libro de no ficción, es lo más normal. No obstante, un ritual de satanismo se sale de lo común. Es como si alguien pidiera una guía para torturar, con el provocativo título: «Manual ilustrado del perfecto asesino». Sabía que si se pretende efectuar una misa negra de manera tradicional —una parodia de la liturgia católica— se requiere un sacerdote apóstata que presida la ceremonia, así que dejé volar mi imaginación, consideré que bien pudiera tratarse de un exsacerdote impío, y lo visualicé oficiando el sacrilegio con la hostia consagrada frente a una audiencia maligna, mientras una mujer desnuda servía de altar.

Se marchó tan pronto pagó. Puesto que su extravagante presencia imbuía mi alma en la sonrisa, lo seguí, lo reconozco, por pura curiosidad. No esperaba verlo ingresar en un templo satánico o unirse a un aquelarre, pero su aspecto me intrigó lo suficiente y deseé indagar más. Caminó por varias cuadras por la avenida principal. Luego continuó en dirección a una callejuela poco transitada hasta que se detuvo ante el umbral de un edificio. En ese momento yo era el único aparte de él en la acera. Se dio vuelta hacia mí y me miró con fijeza. Me pareció reconocer que una mueca malvada se dibujaba en su semblante. Sentí que su mirada me traspasaba como una espada. Concluí que durante todo el tiempo estuvo consciente de que yo lo seguía sin demostrarlo.

Al verme descubierto, mi rostro se encendió. No pude disimular mi aturdimiento, me detuve y regresé por el camino que había recorrido, caminando rápido primero, corriendo después. Voltee un par de veces a fin de asegurarme de que no era vigilado. Al llegar a mi apartamento cerré la puerta con doble llave y el pasador. Encendí las luces para verificar si no había nada extraño y miré por la ventana hacia afuera, sin notar algo anormal. Por la noche tuve sueños perturbadores.

A la mañana siguiente me levantó el despertador y me incorporé con la pesadez de un buey viejo, pues no había dormido bien con los sobresaltos de la víspera. Luego de ir al baño, tomé un recipiente con leche de la nevera, lo vertí sobre un vaso y lo ingerí. Me duché y vestí para ir al trabajo. Sabía que tras la tempestad llega la calma. Con el encanto de la claridad matinal que ilumina el espíritu, todo se mira con mayor serenidad. Pronto me olvidé casi por completo de lo sucedido y me introduje de lleno en las labores cotidianas. Al regresar a casa por la tarde, degusté una cena frugal, como corresponde a mi edad y condición física, ya que el almuerzo había sido copioso y cenas fuertes son presagio de mal dormir. Cuando me disponía a ir a la cama, recibí una llamada telefónica de un número desconocido. «Aló… ¿Quién habla?», contesté. Nadie respondió, pero me di cuenta de que había alguien al otro lado, pues pude escuchar su respiración. Eso me hizo recordar la situación del día anterior.

En los días siguientes recibí varias más. Al contestar, nadie respondía. El viernes por la noche el timbre de mi teléfono interrumpió mi cena. «Aló…», silencio. Minutos después otra. Perdí la paciencia y grité:

—¡Aló, diga que quiere de una vez! —No hubo respuesta—. ¡Deje de joder! ¡No tiene nada mejor que hacer! —Luego de un instante, una voz femenina que conocía muy bien contestó:

—¿Qué sucede hijo? ¿Pasa algo malo? —Era mi madre.

—No sucede nada malo, mamá… Es que he estado recibiendo llamadas anónimas que no responden cuando contesto. Lo siento —acerté a musitar. Se me caía la cara de vergüenza al contestarle así a la autora de mis días.

—Te noto un tanto alterado.

—No te preocupes, es solo el estrés del trabajo —expliqué, excusándome por la malacrianza.

Para empeorar las cosas, las luces de mi apartamento se encendían y apagaban espontáneamente. Reporté el problema con la administración, pero me dijeron que como era fin de semana enviarían un electricista hasta el lunes.

Por la mañana, reflexioné que no debía aguardar más. La circunstancia en que me hallaba estaba afectando mi psiquis. Si algo tenía que hacerse lo haría pronto. Así que decidí confrontar al sujeto que me había causado tal desasosiego. A veces es necesario tomar al toro por los cuernos y no esperar a que nos embista. Recién anochecía. Me subí al bus con la determinación de un cruzado que viaja a liberar Tierra Santa. Por el camino medité en lo que haría. Investigaría en el lugar donde lo vi con anterioridad a fin de localizarlo, de ser así, intentaría hablar con él y aclarar la situación. De no encontrarlo, nada se perdería.

No tuve inconveniente para localizar la librería. Parecía que se especializaba en lectores que preferían la vida nocturna, pues observé más clientes por la noche que la primera vez que la visité de día. De ahí tomé el camino seguido por el misterioso sujeto hasta llegar a la ubicación en que ingresó. Contemplé el inmueble con detenimiento, ya que en la oportunidad previa no tuve tiempo para observarlo. Era un antiguo edificio de apartamentos venido a menos en el que se adivinaba un pasado distinguido, pero al que la huella inclemente de los años había marcado —con seguridad databa de antes del siglo XX—. Pensé que sería difícil dar con el que buscaba entre tantos inquilinos, dado que contaba con varios pisos y múltiples domicilios.

Por poco me regreso sin haber cumplido mi cometido. Se me ocurrió husmear en la entrada, allí encontré un panel que consignaba los apellidos de los arrendatarios junto a sus respectivos timbres. Sin embargo, ¿sería capaz de encontrar el apartamento de un individuo cuyo nombre desconocía? Parece que en esta ocasión la suerte me acompañaba: en la lista se encontraba un tal señor Gastrell, a la par del cual se hallaba adosada una etiqueta con el apelativo «Mefistófeles». No me cupo la menor duda de que se trataba de él. ¿Quién más escogería un seudónimo tan sugestivo? No quise tocar el timbre correspondiente por temor a que se negara a recibirme. Esperé hasta que alguien salió, una dama mayor. Entonces aproveché que el portal aún estaba abierto cuando la mujer se alejó e ingresé sin dificultad.

Intenté usar el ascensor que de no ser por lo maltratado tendría valor histórico. Contaba con una puerta metálica oxidada tras la cual había una malla retráctil de metal que se corría para permitir el ingreso al mismo, pero al introducirme en aquel ámbito claustrofóbico comprobé que no funcionaban las teclas ni la iluminación, lo que me recordó las pesadillas catalépticas de Edgar Allan Poe. Subí por unas escaleras de viejos ladrillos manchados por décadas de abuso, cuyo pasamanos de madera semejaba una enorme culebra muerta digna de una epopeya homérica que se entornaba bordeando el interior mientras ascendía hacia los pisos superiores.

Al llegar al cuarto piso, apartamento 403, tal como indicaba la información consignada a la entrada, me detuve. La vieja puerta de madera al igual que el edificio había sufrido las inclemencias del tiempo. Era muy alta y estaba coronada por un tragaluz cuyo vidrio parcialmente roto había sido cubierto por un tablero contrachapado sin pintar que desentonaba con la antigüedad del resto. Toqué el timbre que resonó cual lata desbaratada. Después de unos segundos apareció en el umbral el peculiar habitante con su lúgubre apariencia de hechicero ancestral. Pude apreciar su extrema delgadez, rostro emaciado y pronunciadas ojeras.  Esta vez vestía de manera casual, un pantalón y camisa negros. Por su gesto de sorpresa comprendí que no esperaba visitas. Sus glaciales ojos grises me observaron como preguntando, ¿qué diablos quiere? Antes de que profiriera palabra alguna, me adelanté.

—Disculpe, sé que no me conoce, pero necesito hablarle.

—¿Sobre qué quiere hablar?

—Sobre algo que ha estado pasando en mi vida desde que lo vi a usted mientras compraba en una librería.

—No comprendo, ¿qué tengo yo que ver con eso?

—Probablemente nada, sin embargo, existe la posibilidad de que esté relacionado.

—Lo siento, en realidad no estoy interesado en lo que quiere decirme.

Antes de que cerrara la puerta, interpuse mi pie de manera que no la pudiera acerrojarla. El hombre expresó:

—Le repito que no estoy interesado.

—No le quitaré más que unos minutos, lo prometo. No soy ningún ladrón ni vendedor. Le puedo mostrar mis credenciales de profesor universitario si me lo permite —dije, entretanto le enseñaba mi carnet de identificación de la universidad en que trabajo.

Me miró de pies a cabeza y luego abrió el umbral para dejarme pasar. Supongo que más por curiosidad que por otra razón.

—Está bien, pero que sean solo unos minutos.

Pasamos a la sala que contaba con un sofá y dos sillas que lucían descuidadas. Las paredes estaban repletas de libros, algunos colocados en varios estantes, otros apilados. Las ventanas cubiertas por gruesas cortinas oscuras no permitían la entrada de luz exterior. Una lámpara de pie iluminaba la estancia a través de su pantalla de color blanco hueso. Había objetos extraños, máscaras africanas, claveras y una muñeca de trapo de antaño con cabeza de cerámica; distribuidos por el lugar. El lóbrego resplandor amarillento de varias velas rojas se reflejaba en un espejo. Para completar la fantasmagórica escena se escuchaban las solemnes notas de tocata y fuga en re menor de Johann Sebastian Bach. Al entrar, se dirigió al equipo de sonido y bajó el volumen de la música. Me indicó que tomara asiento al tiempo que él lo hacía.

—Y bien: ¿qué es lo que quiere decirme? ¿Qué hace un profesor universitario visitando mi humilde morada?

No sabía por dónde comenzar.

—La tarde del martes de la semana pasada yo estaba en la librería El jardín oculto cuando usted llegó. Lo vi comprar un misal de misa negra. Lo seguí, lo admito —por curiosidad— y en el momento en que se volteó me largué corriendo. Le garantizo que mi acción constituyó un error inexcusable, mas sin ninguna mala intención.

Él me había estado escuchando con atención. Su semblante se iluminó como si hubiera descubierto de repente el secreto de la inmortalidad.

—Un momento… era usted.

—Sí, fui yo, y le repito que únicamente lo seguí por el asombro que su apariencia despertó en mí. Me llamó la atención su singular indumentaria y me dejé llevar por las circunstancias. Lo siento mucho, comprendo que no debí hacerlo.

—Yo pensé que se trataba de un ladrón, pero no pude distinguir bien su rostro, pues el fulgor del sol del ocaso me cegó.

—Desde entonces están pasando situaciones inusuales e inexplicables. Quisiera saber si están relacionadas con su persona.

—¿A qué se refiere?

—A si el acto de seguirlo ha precipitado de alguna manera los acontecimientos insólitos que me han ocurrido. He recibido llamadas anónimas que cuelgan cuando respondo, las luces se encienden y apagan en mi apartamento sin intervención humana, escucho ruidos… en fin, he experimentado eventos a los cuales no encuentro explicación natural.

—¿De modo que cree que lo que le sucede podría estar relacionado con el hecho de que yo haya comprado un misal de magia negra? ¿Cómo una maldición o algo así? —expresó con sorpresa.

—Exactamente. Sé que debe parecer una locura, pero esas cosas en realidad están pasando.

Entonces sonrió por primera vez mostrando su dentadura blanca y simétrica que con toda seguridad era una prótesis dental.

—Le puedo asegurar que nada de lo que piensa tiene base alguna. En primer lugar, yo adquirí el libro, no con la finalidad de realizar un ritual diabólico, sino para una representación teatral. Soy dramaturgo y actor de profesión y estoy trabajando en una obra de teatro. Lo compré para poder ejecutar una interpretación realista de las ceremonias satánicas. El atuendo que lucía, lo uso para introducirme dentro de la caracterización. Soy seguidor del método de actuación y quiero crear una apariencia lo más verosímil posible, por lo que visto y actúo como mi personaje. Los vecinos conocen mi manía y no se alarman por mis metamorfosis creativas. Para mi actual representación he bajado más de veinte libras —sin contar con el hecho de que soy delgado por naturaleza—, permanezco despierto por la noche y duermo durante el día, visito el cementerio local después del ocaso, intento recrear una atmósfera macabra en el entorno en que vivo; todo en pos del realismo escénico.

Había leído con respecto al método de actuación propuesto por Stanislavski y Strasberg, que ha contado con practicantes de la talla de Marlon Brando, Gary Oldman, Tom Hanks, Dustin Hoffman, Jack Nicholson, entre otros. En este se intenta experimentar las emociones correspondientes al papel —en contraste con varios sistemas que solo pretenden la representación—. Según el enfoque de Strasberg, el actor busca incidentes acaecidos en su propia vida que han tenido un impacto emocional significativo —la memoria afectiva— a fin de acercarse a las vivencias del personaje.

Sé que algunos seguidores del método escogen permanecer en su rol aun cuando se encuentran fuera del escenario, llegando a extremos como el de Robert de Niro, quien aumentó sesenta y dos libras de peso para su rol en El toro salvaje y aprendió a boxear de manera profesional, ganando dos de tres peleas en las que participó; o Daniel Day-Lewis que pasó todo el periodo de filmación de Mi pie izquierdo en una silla de ruedas con la intención de emular a Christy Brown, el cual sufría de parálisis cerebral. Day-Lewis, quien contrajo neumonía mientras rodaba Pandillas de Nueva York, se negó a tomar antibióticos porque en la época en que se realizaba la acción no existían.

Tranquilizado por su aclaración, contesté:

—No me diga. Yo también soy escritor, me encanta el teatro, pero nunca he escrito para ese medio.

—¡Conque escritor! —manifestó con creciente interés—. Se puede saber, ¿qué tipo de literatura escribe?

—Cuentos y novelas. Me gusta el realismo, así como el género fantástico.

—Interesante. Por lo visto tenemos más en común de lo que podría suponerse.

—A decir verdad, me llamó la atención el nombre Mefistófeles colocado al par de su apellido en el portal de ingreso al edificio.

—Bueno, así es como me conocen en el medio artístico, pues uno de mis papeles más célebres y aclamados por la crítica es el homónimo en el drama de Goethe. Lo coloqué allí para que pudieran encontrarme con mayor facilidad los actores nuevos del reparto.

—Ahora comprendo.

—Disculpe la precariedad del entorno en que vivo. Solo puedo jactarme de los libros que poseo —mis compañeros de infortunio—. Pienso que el único libro que en realidad se posee es aquel que se lee. Considero superfluo el decorado y mis muebles como puede observar son los más básicos y absolutamente necesarios. Usted comprenderá que la situación económica de los actores en estos tiempos es difícil. Con la proliferación del cine barato y la accesibilidad que el internet brinda, casi nadie visita los teatros. Salvo aquellos amantes del género y no de las representaciones vulgares o las hollywoodenses actuales con efectos especiales, explosiones y toda la parafernalia efectista de espectáculo circense que se atreven a llamar arte dramático. Por desgracia, muy a mi pesar, me veo obligado a afirmar que el cine con verdadero valor artístico ha muerto. Algunos jurásicos empecinados en mantener la visión de épocas pasadas, nos hemos negado a abandonar el barco, pero, de manera lamentable, cada vez somos menos.

—Comparto su malestar por el derrotero —quizá sería más preciso decir despeñadero— que sigue el arte popular en la actualidad. Desafortunadamente, las nuevas generaciones solo se exponen, en su mayoría, a expresiones pseudoartísticas de ínfima calidad. Con independencia del campo en cuestión, ya sea música, literatura o representaciones dramáticas; la generalidad de los espectadores actuales carece de discernimiento para apreciar las obras meritorias, prefiriendo el entretenimiento de escaso valor con el propósito de satisfacer el consumo masivo.

A partir de ese día nos hicimos buenos amigos. Aunque no he escrito para el teatro, he leído mucho y he presenciado sublimes interpretaciones. Pasamos exquisitas horas charlando sobre la obra de autores de la talla de Shakespeare, Tennesse Williams, Ibsen, Samuel Becket; directores de cine como Kubric, Fellini, Bergman, Kurosawa, Buñuel; películas de altos kilates: El ciudadano Kane, 2001: una odisea espacial, Los siete samuráis, M el vampiro de Dusseldorf, Vértigo, El tercer hombre, L’astrada, 8 ½, Los olvidados; y otros muchos temas de conversación acompañados por música jazz y una copa de vino. En el calor de la plática, mi interlocutor recitaba de memoria, con espléndido talento e inmejorable dicción, parlamentos de inmortales piezas clásicas y modernas.

Debo admitir que mi compañero de apreciaciones artísticas contaba con un conocimiento enciclopédico de la historia del arte dramático, lo que hacía su discurso particularmente cautivador. Abordamos también temas literarios y filosóficos. De lo que nunca hablamos fue de lo cotidiano, del suceso, aquello que es novedoso un día y se olvida al siguiente. Me invitó a sus representaciones teatrales, las cuales disfruté y constituyeron una experiencia catártica para mi persona —en el sentido del efecto purificador de la tragedia griega, no de la concepción psicoanalítica—. Además, esas visitas me permitieron conocer entre telones a los actores y otros amantes del divino pasatiempo.

Los fenómenos que atribuí a poderes paranormales tuvieron explicaciones más bien pedestres. Resulta que las llamadas telefónicas incógnitas provenían de un número equivocado perteneciente a un joven afligido por cuitas de amor que deseaba contactar al objeto de su desdicha, pero sentía aprensión de hablar porque asumía que yo era el padre de la chica. Las luces oscilantes se debieron a un desperfecto del sistema eléctrico que se solucionó con la intervención de un electricista. Los ruidos fueron ocasionados por la incursión de una rata en mi apartamento que pereció sin pena ni gloria a manos de la administración del edificio. A veces el universo conspira para jugarnos una mala pasada, no obstante, aun de lo malo es conveniente extraer algo positivo. Continúo visitando librerías como quien va a la playa, sin embargo, ahora tengo cuidado de no dejarme llevar por las apariencias.

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