lunes, 29 de noviembre de 2021

Comunión

Rosario Sánchez Infantas


Me preguntó por qué esta promoción de técnicos electricistas lleva ese nombre, y le conté:

«Javi quedó huérfano de madre a los diecinueve años y unos meses después enterraba a su padre, un líder minero que se enfrentó a Franco por reivindicaciones laborales, sufrió y resistió las represalias del dictador; sin embargo, sucumbió ante la muerte de su compañera. El muchacho desolado vendió todo y partió a Madrid para formarse en una congregación de misioneros católicos. Estuvo en Brasil, Chile y por los años sesenta llegó a La Oroya, a la que ya habían arribado sacerdotes venidos de una filial norteamericana de la orden religiosa. Recuerdo que dijo que le sorprendió y le pareció sospechosa la abundancia de sacerdotes y monjas estadounidenses en esta ciudad.


Javi creía firmemente en una iglesia adecuada a los tiempos y a su sociedad, que buscara la justicia para los pobres y marginados. Por ello, tuvo un rol muy activo en colegios, hospitales y sindicatos colaborando con los laicos. La Oroya era entonces una ciudad industrial cosmopolita que funcionaba alrededor de la empresa Cerro de Pasco Corporation en el centro peruano. Aparentemente bien remunerados, los trabajadores estaban expuestos al plomo y sus secuelas cerebrales, hepáticas, renales y óseas; a la sílice que destrozaba sus pulmones; al arsénico que carcomía sus neuronas; o a los diversos tipos de cáncer.


Cuando el padre Javi llegó, el sindicato de obreros estaba muy bien organizado; había arrancado beneficios en grandes luchas, pero las condiciones de vida de los obreros eran todavía muy insalubres. Además de ser gentiles los padres “gringos”, era muy poco lo que hacían por la calidad de vida de los obreros. Javi, campechano e hijo de un líder minero, rápidamente se ganó la confianza de los dirigentes sindicalistas pues sabía qué hacer y cómo hacerlo.


La ciudad, de treinta mil habitantes, era un modelo de estratificación social: El staff lo integraban los administrativos, los jefes de planta de la empresa metalúrgica y los directivos de su hospital. Casi todos eran extranjeros y ganaban en dólares, vivían en hermosas residencias en una villa exclusiva distante de la fundición de metales. Tenían su propia iglesia, clínica, clubes, campo de golf, educación en inglés para sus hijos, movilidad personal y hasta cementerio de élite. 


Los cinco mil obreros, cuando tenían suerte, moraban hacinados en los campamentos de la empresa: filas de cuartuchos, compartidos con sus esposas e hijos, pero por lo general vivían en tugurios que trepaban los cerros sin saneamiento básico. Además, vivían en esta ciudad industrial muchos profesionales y empleados de diversas partes del Perú y muchos comerciantes para las diversas y abundantes necesidades en una ciudad ubicada en la puna frígida.


Los obreros sentían que habían ganado un aliado comprometido. Así, megáfono en mano, en primera línea el padre Javi partió a la marcha de sacrificio, desde La Oroya hasta Lima, a lo largo de ciento ochenta y cinco kilómetros pasando por lugares inhóspitos cercanos a los cinco mil metros de altitud para ser reprimidos con violencia por la policía… una y otra y otra vez.


Todos lo notaron: el padre Javi cada vez más frecuentemente visitaba el hospital de los obreros y tenía demasiada afinidad con una hermosa enfermera recién egresada de una universidad capitalina. Los directivos de la empresa hallaron una gran oportunidad para desprestigiar a Javi debido a su relación con Ducy. Lo que les molestaba era que no se limitaba a la organización y promoción social, educativa y espiritual, sino que estaba hablando de plusvalía, explotación y primacía política del proletariado a los obreros y empleados de la empresa norteamericana.

                                                        


Tarma, era el paraíso a dos horas de distancia. La carretera de penetración, partiendo de La Oroya, serpenteaba penosamente, ascendía la cadena central de la cordillera de los andes y descendía sinuosa a la selva alta. Los primeros extranjeros llegados para la construcción del complejo metalúrgico de La Oroya, allá por los años veinte, instalaron en la pequeña ciudad de Tarma a sus familias o la convirtieron en el refugio de sus encuentros furtivos. Bajar a Tarma se convirtió en un escape hacia la naturaleza esplendorosa y sensual para el diverso personal foráneo que congregó la empresa americana en la sierra central. Su menor altitud y proximidad a la selva le dan un clima primaveral y hermosos paisajes bucólicos.


Por los años setenta desperdigadas al borde de la que fuera la carretera de penetración hacia la selva, quedaban las ruinas de algunas casas abandonadas; los agujeros de las otrora ventanas parecían ojos de espectros que atisbaban siniestros al darles las espaldas. Los prósperos negocios de reparación de llantas, auxilio mecánico y venta de comida, sucumbieron cuando hace más de cincuenta años se construyó una nueva carretera, por la que iban los productos de la civilización hacia la sierra y selva; y regresaban la fruta, la madera y la cocaína, entonces llamada pichicata, cuya exportación era legal.


La Oroya antigua terminaba en un cañón que se iba estrechando mientras ascendía hacia la selva. A medio kilómetro carretera arriba, en una casita abandonada, Pedro Poma, un muchacho de veinte años y su abuela, Doña Amanda, criaban una veintena de cerdos en un precario corral construido con materiales en desuso. El último sábado de cada mes el nieto bajaba a la ciudad para vender algunos animales, iba a misa, hacía compras, se tomaba algunos tragos, visitaba el burdel y el domingo regresaba a casa.


En esas noches que pasaba sola la abuela se encerraba en el diminuto cuartucho colindante con el corral se encomendaba a la calavera de su esposo, que guardaba en un viejo baúl, y se disponía a dormir. Había muchos a quienes temer: los ladrones de ganado, los pishtacos que se decía buscaban la grasa humana para abastecer a los aviones, los espíritus de los que murieron en accidentes de esa carretera y los gentiles cuyos huesos resecos a veces los lugareños encontraban en las cuevas aledañas. Todos ellos eran conjurados por aquel cráneo del minero atravesado por una bayoneta en la represa de Malpaso en la primera huelga contra la empresa norteamericana, en 1930.


Doña Amanda, Paulina la hija y el nieto adolescente llegaron cuatro años atrás, poco después de que los desalojaran del cuarto que alquilaban en La Oroya antigua. Al anochecer se encerraban en su único cuarto y dormían apretujados sobre cueros de ovejas en la noche glacial, entre el silbido del viento en la paja brava, uno que otro gruñido de cerdo, el pestilente olor del fango putrefacto y del excremento y los ocasionales ladridos de sus famélicos perros. En un año la tuberculosis terminó dejando a Pedro con su abuela como única pariente en el mundo.


En el hospital obrero se conocieron. El sacerdote iba a visitar a un dirigente sindical internado tras la dura represión en la marcha de sacrificio hacia la capital del país. Sus ojeras se debían a la larga noche de confrontar el cumplimiento del deber (que implicaba renuncia, dolor y sufrimiento) y la aceptación de su naturaleza humana (que le anunciaba plenitud y realización en el amor a una mujer). También imaginaba lo que podría implicar el que un alto funcionario de la empresa hubiera visitado la embajada norteamericana.

En uno de los escalones del portal del nosocomio Pedro sentaba toda la pesadumbre acumulada en sus veinte años. Ajeno a la gente que presurosa subía o bajaba miraba sin esperanza su sombrío futuro: la hernia abdominal que tenía requería operación, no era asegurado y no tenía dinero. Había ido a buscar a un técnico de enfermería que conoció hacía algún tiempo, el que quizás podría operarlo en su casa, pero le acababan de informar que aquel conocido estaba de vacaciones. Él debía seguir levantando cargas pesadas para criar a sus cerdos y continuar con su forma de vida. Su abuela, coja porque la rodilla fracturada sanó defectuosa solo con la inmovilización y remedios caseros, no podría reemplazarlo; era el fin.

Los zapatos gastadísimos, los múltiples parches en su ropa, la mirada sin esperanza, hirieron en Javi, no su caridad sino su ansia de justicia social. Treinta minutos después analizaban con Ducy y Pedro, más que opciones, utopías a las que echar mano, descartándolas, casi en el acto, por absurdas. Al final, supo que hay valores que son certezas y que ejercerlos a veces conlleva posponer otros. Sus dotes negociadoras y persuasivas tendrían que completar las condiciones objetivas para lograrlo.

Tuvo mucho miedo por Pedro, por Ducy, por él y también por su congregación. Cinco días después mientras daba la comunión en la misa de la capilla del hospital, sintió cabalmente el significado de este sacramento: “el memorial del sacrificio del hijo”. Al cruzar miradas cómplices con Ducy y el técnico de enfermería amigo, de guardia en el Servicio de Emergencia la noche que llegó al nosocomio un paciente semi inconsciente con los documentos de un obrero de la Cerro de Pasco Corporation, vivió de manera plena otra acepción de comunión: grupo de personas que comparten ideas religiosas o políticas.

El primero de enero de 1974 la empresa norteamericana fue nacionalizada por el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada. Pasado el impacto del suceso supimos que habían renunciado Javi a su orden religiosa y Ducy al Hospital Obrero y partido de la ciudad sin rumbo conocido. Sin embargo, se quedó entre nosotros, denominando a muchas promociones de chicos pobres, pero con conciencia social y esperanza, nuestro padrecito Javi».

viernes, 26 de noviembre de 2021

Mito de amor

Laura Sobrera


Eran los albores de la segunda década del siglo veinte. En la pequeña ciudad de Capilla del Sauce, perdida en la campaña uruguaya del departamento de Florida, nació un niño al que le pusieron el nombre Jacinto. De padre policía, madre lavandera tuvieron siete hijos, como era costumbre en esa época. Por el trabajo paterno fue necesario trasladarse a un chiquito pueblo más perdido todavía, Illescas.

Allí vivió la familia completa, salvo la pequeña María, que falleció producto de hidrocefalia.

El baño era una letrina alejada de la casa, con escasa higiene, por no decir exenta de ella. Era un pozo en el piso rodeado por unas tablas que oficiaban de paredes y puerta que otorgaban una falsa privacidad, pues cualquier viento suave movía toda la estructura.

La casa estaba alejada del centro del pueblo, donde se encontraban: la estación de tren, el almacén de ramos generales, la escuela y unas pocas casas. Estaba situada al borde de la vía, sobre una carretera que carecía de cartelería que indicara adónde conducía. La vivienda no era pequeña y tenía árboles frutales, una palmera y un aljibe. Salvo la casa, construida de bloques y no de adobe, como pudo haber sido, era fiel reflejo de la escasez predominante. Carecían de luz eléctrica, usaban una cocina a leña o económica, como se las conocía, heladera a querosene, las cortinas eran viejas telas raídas que no dejaban pasar la luz del sol. Un estanciero, a quien la madre lavaba la ropa fue quien les regaló el lugar que les sirvió de hogar.

No terminó los estudios de primaria, aunque su madre lo hizo repetir tres veces cuarto año, puesto que era el último grado al que llegaba la escuela, más por tenerlo ocupado que por el aprendizaje en sí.

Su padre fallece, mientras todavía cursaba la escuela primaria, a causa de la enfermedad de Chagas, afección propia del campo uruguayo.

Habiendo llegado a la adolescencia contrajo una enfermedad que lo obligó a trasladarse a la lejana capital de Montevideo, distante ciento ochenta kilómetros, porque era el único lugar donde se trataba. Hablamos de la hidatidosis, que se alojó en su pulmón izquierdo, enfermedad también muy común de la zona rural y más por aquellos tiempos.

El hospital Pereira Rossell, especialista en atención infantil, fue su albergue para el tratamiento. No fue un procedimiento sencillo ni corto.

Dos años de internación y varias cirugías lo retuvieron ese largo periodo en el centro hospitalario. Dada la distancia a la que estaba su madre, que tenía que cuidar a sus hermanos y con el tren como único transporte, que tomaba más de cinco horas para ese trayecto, Jacinto estuvo solo en un lugar desconocido que, tristemente se convirtió en su hogar durante esa larga etapa.

Las enfermeras y el resto del personal, al verlo solito, lo acompañaron con cariño y empatía. Celebraron sus cumpleaños y las fechas importantes como Navidad, Año Nuevo, Reyes con ocasionales regalos.

Esta experiencia lo marcó profundamente, pero desarrolló una cualidad que se podría considerar como de supervivencia; aprendió que el humor era una manera de sobrellevar situaciones difíciles, pero también lo convirtió en un lírico soñador.

Ese tiempo de soledad, de ser obligado a enfrentarse con sus íntimos miedos, lograron que madurara con más rapidez de lo que era habitual. También dejó una cicatriz en su espalda como recordatorio físico, que lo avergonzaba, y por eso nunca mostró su torso desnudo. Era un profundo hueco de una cuarta de largo y una pulgada de profundidad, producto de las múltiples cirugías en una época en que las estéticas o de reconstrucción, con trasplante de piel o tejido muscular, no existían y menos en un hospital público.

En esas zonas, en las que las escuelas no abarcaban el ciclo escolar completo, los jóvenes se hacían hombres con celeridad, porque debían ser autosuficientes para poder seguir sus sueños, si es que los tenían, colaborar con la economía familiar o formar su propio hogar.

Jacinto tuvo varios sueños, el primario, fue vivir en la capital, un lugar con más oportunidades y otro, no menor, formar una familia con alguien que supiera qué quería de su vida y estuviera preparada para enfrentar todo lo que se le pusiera delante, a la que pertenecer, que lo atendiera con esmero y no lo dejara en los momentos difíciles.

En cuanto pudo trabajar, hizo de todo: peón de estancia, albañil, luego constructor, desempeñó múltiples empleos con rápidos aprendizajes, lo que se necesitara para no tener que volver a ese puntito perdido del mapa del que venía.

Entre las muchas tareas en las que se desempeñó, ser comisionista fue lo que le hizo conocer gran parte del interior del país, aunque enfocándose en el centro y el este del mismo.

El destino es ineludible y si bien él tenía su sueño, la alineación planetaria fue la justa cuando por el año cincuenta y dos, con sus recién estrenados treinta y uno, el tren, ese cómplice de su vida, puso en su camino los ojos verdes más hermosos que había visto en el tiempo que llevaba sobre esta tierra, un cuerpo voluptuoso y una alegría contagiosa. No viajaba sola, dos hermanas la acompañaban.

Buscó un asiento contiguo para saber más. Todas eran maestras nacidas, criadas y educadas en Montevideo, pero al ser recién recibidas, debían trabajar un tiempo en escuelas rurales, con el fin de generar los merecimientos que se requerían para hacerlo en la metrópoli capitalina.

De naturaleza bulliciosa, hablaban mucho y sus nombres eran Inés, Matilde y la de mirada verde que lo hipnotizó, Isabel.

Por lo que pudo escuchar, ellas irían a escuelas rurales distantes, pernoctarían ahí de lunes a viernes y ese día volverían a su casa materna en Montevideo. Vivían esta experiencia como una aventura, porque no habían salido de su hogar más que para los estudios y algunos paseos con amigas y hermanas. También venían de una casa con muchos integrantes.

En un momento en que sus hermanas se alejaron un poco, el hombre se acerca a esta chica que le quitó el aliento.

—Buenos días, ¿le molesta si me siento a su lado?

—No, caballero, no lo hace.

—Nunca vi unos ojos tan bonitos como los suyos. ¿Puedo tutearla?

—Sí, claro.

—¿Cómo te llamas?

—Isabel, ¿y tú?

—Jacinto

La charla siguió amena, cuando las hermanas aparecieron. Ella les presentó a Inés y Matilde y luego, él se retiró para dejarlas charlar el resto del camino de sus tareas.

De esos viajes se aprovechó Jacinto para acercarse a Isabel, novel joven en experiencias amorosas que se sintió cautivada por este joven treintañero atento y gentil.

Los largos trayectos fueron la excusa ideal para que el sentimiento aflorara, y cuando las ocupaciones los llevaban por distintos destinos, las cartas eran la forma que tenían para mantener el amor en ese pedestal que todos utilizan para este sentimiento, el único que merece, llenas de palabras de esperanza, poemas de amor, lágrimas vertidas y mucho más.

Los desplazamientos los unían, pero también los separaban, porque, aunque las distancias no son tan largas en Uruguay, así eran interpretadas por ambos. Los trenes eran muy lentos. A esto se agregaban rompimientos de vías y otros imprevistos que eternizaban las separaciones. Por desgracia para los jóvenes sueños de estas dos almas, los ferrocarriles eran la única forma de traslado para largas distancias.

En la correspondencia podía notarse la ansiedad y también el amor que estaba impreso en esas blancas hojas y hasta las despedidas sonaban a bolero tierno y anhelante.

Cinco largos años duró la relación. El amor era mutuo, pero para Jacinto ella era todo lo que había soñado, la mujer que tenía en mente en sus momentos a solas.

Ella brillaba con luz propia o tal vez su sentimiento era tan grande y profundo que no entendía otra forma de verla. Portadora de una energía contagiosa que iluminaba a quien estaba a su lado y eso la hacía única. Solía pensar que Dios había roto el molde cuando la creó, algo que sentía como una bendición particular hacia él y que agradecía en el silencio de su alma enamorada.

Mucha tinta, abrazos y besos pasaron esos cinco años, también ausencias que empañaban sus soledades respectivas, pero todo volvía a estar en su sitio cuando volvían a estar uno junto al otro.

Por noviembre del año cincuenta y siete se casaron. De la familia de él, solo asistió su madre, pero la de ella, valía por varias en cantidad y algarabía.

Un año después lo hizo Matilde con la única persona que Jacinto consideraba amigo de su pueblo, Inodar.

Tuvieron cuatro hijos y la presencia omnipotente de ella no dejó lugar para una suya más participativa, pero era feliz de esa manera, porque como el título de un viejo cuento, pensaba de forma habitual: lo que hagas tú, siempre está bien hecho.

Ella cumplió cada expectativa que Jacinto tuvo. Lo quiso a su manera, como hace todo el mundo, porque no hay una forma única de amar. Lo cuidó como madre, amiga, esposa y compañera de ruta.

Años más tarde, otro quiste hidatídico, esta vez en el hígado, después, siendo funcionario del ferrocarril, en noviembre de mil novecientos setenta y nueve, una máquina que lo atropelló, más un infarto al corazón, fueron causas de muchas internaciones y largos periodos de reposo. En esos momentos se sentía más vulnerable, pero Isabel lo acompañó siempre cumpliendo todo lo gestado en sus sueños.

El año ochenta y dos fue el que marcó su despedida de este mundo.

Primero en febrero, un mes entero en internación con cirugía incluida, la ictericia coloreando todo su cuerpo. Una de sus hijas fue la que lo cuidó mientras su mamá trabajaba doble turno en escuelas. A estas alturas él ya estaba jubilado desde hacía muy poco tiempo. Era un enfermo modelo. Nunca se quejaba y era sumamente paciente. Los enfermeros le tenían mucho cariño, hablaba poco y se quejaba menos. Tuvo algunas complicaciones postoperatorias extras, un coágulo que provocó un paro cardíaco del que volvió, pero que ya anunciaba un próximo final.

A fines de agosto una nueva internación con dos cirugías con pocos días de distancia entre sí. Un colédoco perforado anticipó su deceso.

Por esas cosas de la vida, el destino o el nombre que sea, la familia no estaba allí. Para este momento ya pisaba por segunda vez ese año el Centro de tratamientos intensivos, CTI, las visitas eran solo las autorizadas, y no permitían quedarse a nadie.

Otra cosa que caracterizó esos periodos fue que en la casa en que vivían, no tenían teléfono. Eran épocas en que ese servicio demoraba años en llegar a los hogares y casi era un privilegio tenerlo.

En la madrugada del ocho de setiembre, Inodar, el Petiso para la familia, toca el timbre en medio del silencio nocturno. La familia salta de la cama. Él vino porque además de ser amigo desde la infancia de Jacinto, era el único que tenía una camioneta para trasladar a toda la familia.

En una pequeña habitación con un cartel sobre la puerta que decía «Morgue», apoyado en una camilla, cubierto con una sábana blanca que dejaba sus pies al descubierto de los que colgaba un cartoncito con sus datos personales, estaba Jacinto solo contra una pared, un hombre con una vida sufrida y difícil, pero que se creó un sueño en el que creyó profundamente, tanto, que la vida no tuvo más remedio que cumplirlo, porque ese porfiado deseo había sido tan fuerte que no pudo ignorarlo. Igual que el tallo obstinado de una planta vence la grieta y nace, Jacinto vio ese sueño cumplido, por eso pudo abandonarse en ese desamparo solitario, pero circunstancial, porque la realidad había sido diferente, porque Isabel estuvo a la altura de sus sueños.

Conoció a su propia estrella. La amó, idolatró y admiró hasta el último suspiro y su postrer pensamiento fue para ella.

Treinta y tres años después, ella también partió. Él la convocó a su paraíso una vez que hubo dejado a sus hijos y nietos encaminados en sus propias vidas.

En su corazón y su mente esculpió la mujer de su quimera, cuando la encontró, al igual que Pigmalión la adornó con joyas, palabras, y por encima de todo, el más puro amor.

Isabel fue su Galatea y al igual que ellos, hicieron realidad el sueño que se juraron cuando comenzó esta historia, amarse más allá de los tiempos.

jueves, 18 de noviembre de 2021

El cielo de Malik, la playa de Afsana

Joe Monroy Oyola


Malik y Afsana miran el noticiero matutino en su viejo televisor, tienen por mesa un raído contenedor de madera, la única ventana ilumina la morada, una sola habitación da cabida a dos catres viejos forrados con pieles de ovejas, dos sillas metálicas de diferente color y una sin respaldar conforman  el comedor y la sala; la hedionda letrina está a solo dos pasos detrás de la choza de madera, cartones y una vieja lona alguna vez encontrada junto a una base militar americana sirven de techo, el solitario foco que parpadea siempre comparte la energía con el enchufe para la radio y la televisión. El relator de noticias informa que siendo viernes seis de agosto del año dos mil veintiuno, la toma de la capital es casi total por parte de los talibanes, que solo queda el aeropuerto de Kabul como último bastión en Afganistán, mientras el joven saca un oscuro pañuelo, lo agita para esparcir el humo proveniente de la leña que arde en la vieja estufa metálica sobre la cual hierve agua en una pequeña olla.

—¡Escuche, madre, ya casi perdimos nuestro país! —exclamó Malik—, debemos apurar al tío Pasha, él es asesor del ministro de agricultura, prometió hablar con el embajador americano, dijo que era su amigo.

—Paciencia hijo, recuerda lo que enseña el Corán —contestó la madre—: «Realmente Allah está con los pacientes».

—¿¿¿Usted cree que los talibanes tendrán paciencia con nosotros cuando sepan que mi padre murió colaborando con el ejército americano???

—¡¡¡Cállate, hijo, honra la memoria de tu padre!!!  —contestó mientras tiraba una esponja sobre el lavadero y se quitaba el delantal arrojándolo sobre la mesa—. Él hizo lo que era mejor para nuestro país, ahora vete a dar de comer a los animales yo hablaré otra vez con mi hermano; después de más de dos años de sequía seguida y ahora la invasión de los talibanes, él está desesperado, también tiene que huir.

Afsana y Malik viven en el barrio marginal de Marjah, donde la población apenas sobrevive con una insignificante ayuda del gobierno, y con limitados esfuerzos de la Cruz Roja, entre dos fuegos sin defensa cierta. Madre e hijo saben que son afortunados por tener aquél miserable lugar para vivir, además de las cosechas en aquella pequeña finca, que fue de su padre heredada por sus dos hermanos: Pasha, el mayor de cuarenta y un años, Abbas de treinta y ocho años. La familia paterna de vieja raigambre persa musulmán apoyada en una retrógrada «Sharia» Ley Islámica, que permite diferentes interpretaciones, no consideraban el nombre de una mujer en ningún documento oficial, ni en una lápida cuando fallecía, tan solo el lazo sanguíneo o el parentesco político: hija, madre, esposa, bajo el riesgo de ser considerado un acto de rebeldía a la ley del islam, pudiendo ser castigada toda la familia o las mujeres víctimas de agravio, incluso asesinato. Aquel gobierno talibán de los años mil novecientos noventa y seis hasta el dos mil uno había echado por tierra grandes conquistas de las mujeres como: estudiar en la universidad, vestirse a la usanza occidental, casarse por elección propia.

Cuando Malik sale a trabajar a la finca familiar, su madre empieza a lavar su larga y negra cabellera contemplándose en el pedazo de espejo que reposa sobre la base de la ventana y el retazo de toalla roja que hace las veces de cortina; luego se quita el vestido y la ropa interior, toca sus pechos turgentes que fueron las delicias de su amado, la cintura pequeña contrasta con sus voluptuosas caderas solo conocidas por su madre y Sohail. El balde plástico verde frente a ella tiene flotando la taza celeste de porcelana despostillada al lado izquierdo del asa que usa diariamente en su mesa. Se asea en la soledad del escondrijo que se niega a llamar casa, el jabón artesanal lo utiliza para lavar la ropa, su cuerpo y también el cabello. Al terminar de secarse se peina con el cepillo de plástico que le regaló Sohail, su cónyuge, días antes de salir a una misión como intérprete con soldados americanos de la cual nadie regresó con vida; él me recordó que las joyas de sus padres estaban debajo de la lápida de la tumba de su mamá, solo debería usarlas si algo le pasaba para huir a los Estados Unidos, me hizo jurar que por ningún motivo llevaría conmigo a nuestro hijo Malik, por ser un adicto y un traficante de drogas; ¡se lo juré!..., se va cubriendo hasta llegar a la degradante vestimenta que deben usar las mujeres: el «Burka» que está cerca sobre una de las sillas, cierra sus bellos ojos color almendra que al abrirlos descubren en su reflejo una especie de carpa azulina, una celda de tela con un visor enmallado..., y llora. Asegura la puerta de la vivienda con un viejo candado. Empieza a caminar hacia una de las avenidas más concurridas donde muchas personas tratan de vender en pírricos precios sus enseres, ropa usada, joyas. Se levanta un fuerte viento que impulsa polvaredas en forma de pequeños remolinos que remueve las camisetas de los transeúntes, vuelan gorras, pero parece ignorar las pesadas cubiertas de las mujeres. Afsana va perdiéndose entre el tumulto, apenas se percata que se acerca un ómnibus de servicio público atestado de pasajeros corre con tranco firme hacia él levantando su mano. Al llegar después de casi dos horas al centro de la ciudad, empieza la larga caminata hacia el Ministerio de Agricultura, va entre muchas personas que caminan presurosos cargan sobres de manila, bolsas con documentos, casi todos visten de manera formal. Espero que esta vez Pasha haya conseguido hablar con el ministro. Haré lo que sea por emigrar a Estados Unidos, llegar a California, desde aquella vez que me encontré esa revista con fotos de bañistas en aquellos hermosos balnearios; lo primero que haría será quitarme esta escafandra de tela, me soltaría el cabello, compraría unos lentes oscuros y esas camisetas de verano, conocer aquellas playas, beber una cerveza algo que jamás he probado; luego ir a Disneylandia, dicen que sí existe esa ciudad. No más miedo, tendría documentos con mi nombre, quizá me vuelva a enamorar. Es mi hermano tiene que ayudarme, él siempre fue bueno conmigo ¡¡¡Quiero empezar a vivir!!!

Al llegar a la oficina de Pasha este la hace pasar:

—¡Adelante, hermana, ¿cómo estás, trajiste todo lo que te indiqué?  —le dijo a la vez que le señalaba un asiento—, vamos date prisa, hoy es la última oportunidad pues mañana presentaré mi carta de renuncia.

—Gracias, hermano, sí tengo todos los documentos —contesta entregando un folder—. Espero que las fotos estén bien.

—Déjame ver, hummm —agrega sosteniendo unas fotos tamaño pasaporte en su mano derecha—, creo que estarán bien, ¡¡¡Que bella eres hermanita!!!

—Pasha, ¡¿crees?!  —exclamó Afsana.

—Es un decir, pero ¿dónde están los documentos de Malik?

La conversación entre Afsana y Pasha se torna acalorada, ella se marcha.

Malik a pesar de sus diecinueve años está muy seguro de lo que les ocurrirá si es que no logran emigrar a tiempo, es de baja estatura y contextura delgada, pero ayuda con vigor a su madre en la pequeña parcela de cultivo de la familia con lo que pueden subsistir. Cada tarde después de la corta jornada se despide de su mamá diciéndole que irá trabajar en limpieza al restaurant de un amigo en el centro de Kabul. La noche antes de la entrevista con Pasha para entregarle los documentos que él requería Afsana barría el piso de su casucha, al mover la cama de Malik vio que una madera que estaba debajo de la pata izquierda de la cabecera estaba fuera de su lugar; ella se arrodilla y encuentra debajo de ellas una cajita de cartón. 

Llega Malik a la cantina «Pakul» su tío Abbas lo esperaba en la entrada:

—¡¿Dónde demonios estabas? ¡Los clientes están esperando por la mercancía! —grita Abbas tomando de la camiseta a su sobrino— ¡Entiende, la heroína nos hará ricos aún con los talibanes, ellos también están en el negocio, dame el dinero de la venta de ayer; en cualquier momento llegará por su comisión Fawad, el maldito policía!

—Claro, tío, aquí está. Voy a cambiarme, dame los números de las mesas de nuestros clientes.

—Apúrate, échate agua a la cara y péinate que te ves asqueroso —increpa Abbas a la vez que le entrega un uniforme de mozo—, este es un negocio de prestigio.

—¡No demoro! —dice Malik.

Al día siguiente, sábado ocho de agosto miran el noticiero Malik y su madre, la relatora de noticias recuerda que solo quedan tres semanas y días para que se cumpla el plazo determinado por el presidente Biden para el retiro total de soldados, personal diplomático americano y de los países europeos. Malik preguntó a su madre por las gestiones con el tío Pasha, ella relató que no le había asegurado nada, pero que haría todo lo posible por poder embarcarlos con visa de refugiados prioritarios por el sacrificio de Sohail; le dije: no olvides que soy tu hermana; me contestó que vendría hoy a mediodía en persona para informarme del resultado de la gestión. No sé qué hacer con Malik, le juré a Sohail que no lo llevaría conmigo, pero… es mi hijo.  Afsana está nerviosa, en cambio su hijo solo le dice; confiemos en el poder político de mi tío, y sin más se fue a la finca familiar.

Pasha estaba en su casa, él su esposa Soraya y Jalila la hija de doce años de edad, empacan mientras él destruye documentos oficiales.

—Me voy a ver a mi hermana por lo de los papeles —expresa a la vez que levanta una bolsa de papeles triturados—, ella deberá decidir.

—¡¡¡Sí, pero pídele dinero, Sohail antes de esta ofensiva del talibán había heredado el negocio de joyería de sus padres, si algo tienen todavía nosotros lo vamos a necesitar para pagar por esos documentos y el favor de que nos  pongan en la lista de emigrantes prioritarios!!! —Se para Soraya con ambas manos a la cintura—. Por favor, no demores Pasha.

Llega un auto negro baja Pasha y golpea la puerta. Su hermana lo invita a pasar se sientan en el área cercana a la estufa, ella le sirve un plato con pan horneado «Lavash» al lado queso de cabra y le vierte miel. El visitante ni se inmuta con la comida, saca unos documentos del maletín que trae consigo, tienen una conversación, ella menea la cabeza, se cubre la cara con ambas manos, Afsana está llorando; el hermano mayor recoge uno de los dos legajos que están sobre la mesa, ella hace señales afirmativas con su cabeza, se para y va hacia la ventana, remueve la base de madera y saca una bolsa de papel, la abre y entrega una cantidad de dinero al hermano. Él se va, su hermana se toma el pecho con ambas manos, queda parada inmóvil junto a la puerta. Después de un minuto Pasha regresa a la casa de Afsana, entra y se lleva el plato con la comida sin decir palabra, ella tira la puerta.

 Esa tarde del sábado al regresar Malik no encuentra a su madre en casa, solo hay un plato de comida tapado. Después de comer, sale con dirección a la cantina «Pakul», allí pregunta por su tío Abbas, pero nadie lo ha visto. Se cambia y cuando va a entrar al bar mira llegar a Fawad con otros dos sujetos armados con rifles automáticos y van entrando al establecimiento; entonces se saca la camiseta del uniforme para evitar ser reconocido y corre entre las calles. Encuentra refugio en una construcción abandonada.  

Por la mañana muy temprano llega Malik a su vivienda y se sorprende al ver que la puerta está abierta, entra sigiloso, no está su mamá, corre a su cama y mueve el catre, levanta la madera suelta, saca la caja de cartón, pero al abrirla solo encuentra una carta. Él está de rodillas lee la misiva, se agarra sus cabellos y grita: ¡¡¡mamá!!! Sale caminando muy despacio de su vivienda: mamá te llevaste mis veintidós mil dólares que junté vendiendo las drogas Abbas ha desaparecido Pashas tú todos yo pensaba a lo mejor llevarte conmigo hasta la frontera bueno no estaba seguro ahora me jodiste me van a matar cuando me encuentren qué puedo hacer solo queda tratar de meterme al aeropuerto a lo mejor encuentro algunos de mis clientes seguro me ayudan la heroína que vendo es de primera calidad tienen que reconocerme si me muero no será a manos de los talibanes pero de que vuelo yo vuelo.

Son las cuatro de la mañana del domingo ocho de agosto, por el radio del auto que maneja Pasha se escucha el noticiero, anuncia que hay una multitud en el terminal aéreo de Kabul, a punto de sobrepasar el control de los soldados norteamericanos; Soraya está sentada junto a su esposo, detrás en el asiento derecho va Jalila, a su lado su tía Afsana. Se acercan a un control, el oficial chequea los documentos, habla por radio le indica con señas la dirección a tomar. Hacen cola con otros pasajeros y al cabo de una hora suben por la escalinata e ingresan al avión.

El cielo en Kabul permanece casi siempre nublado, la temperatura alrededor de los treinta grados centígrados en esta época del año. El ruido de los motores cubre el de la turba, un desesperado esfuerzo humano por sobrevivir, cientos de manos palmotean, golpean, rasguñan a un monstruo mecánico que se lleva la esperanza dejando atrás pánico y zozobra en jadeantes hombres y mujeres; la nave emprende el vuelo. Las tropas estadounidenses reparten botellas de agua a todas las personas en el terminal aéreo, que son ingeridas en el acto. El aeropuerto está colmado de miles de familias, algunas ya tienen preparada su partida, documentos en regla algún maletín en mano, unos pocos dólares conseguidos en el mercado negro a un precio muy superior al cambio normal con el Afghan afghani, moneda nacional, que puedan servir en algo para comenzar una nueva vida en Estados Unidos de Norteamérica.

 

Dos meses después...


Afsana está parada mirando a través de la ventana sosteniendo la cortina con su mano derecha, mueve sus piernas sobre el mismo espacio de manera constante, el sol ilumina su rostro, la fragancia del perfume Eternity la cubre junto a toda la habitación, escucha la puerta del baño cerrarse mientras ella menea la cabeza:

—¡Ismenia recién al baño, y yo esperándote dos horas, ya son la diez con dos minutos de la mañana!  — exclama a la vez que voltea a mirar por el ventanal, y añadió—: Hermana me voy a buscar una tienda de ropas de baños aquí abajo junto a la playa, me llamas al celular para encontrarnos.

—Afsana, te vas a perder, espérame un rato...

—Te veo luego, Ismenia— añade mientras levanta su cartera marca Gucci. Cierra la puerta de la habitación del hotel.

—¿Hermana, hermana?  

Afsana camina presurosa, por momentos sonríe, en otros se tiene que secar alguna lágrima. No puedo creerlo estoy en las playas de Santa Cruz, que hermoso es este balneario, cuánto lamento no haber podido ayudar a mi hijo, Malik es un muchacho, ojalá esté bien y deje de traficar con drogas; nadie en Kabul sabe de él; qué más poder decirle en la carta solo: ¡Lo siento hijo! Yo tenía que honrar mi juramento a su padre. Que maravilloso reencontrarme con mi hermana, después que ella pudo emigrar con su exesposo hace dos décadas. Bueno, aquí veo esta muñeca gigante vestida con … ¡que belleza de ropa de baño, es para mí! Tal vez hoy conozca al varón que el destino tenga para mí, quizá me invite a tomar una cerveza. Ahora sé que soy una mujer hermosa, me contemplarán y no tendré vergüenza de vestir una ropa de baño, soy un ser humano..., soy mujer. 

Tal vez Malik pudo haberse salvado pero, Fawad, el corrupto capitán de policía lo encontró en una calle cercana al aeropuerto; le quitó en el acto la poca droga y algunos dólares que tenía en su poder, fue delatado por su tío Abbas. Ambos corrieron con la misma suerte: fueron asesinados en plena vía pública. Malik, no pudo volar como era su sueño, no pudo surcar los cielos. Y Afsana debió tener paciencia y esperar a su hermana. De ese modo pudiera haber entendido las miradas de admiración de hombres y mujeres cuando caminaba por la playa con el disfraz de La Mujer Maravilla con soga, corona, el atuendo completo que vio en el escaparate frontal en la tienda de curiosidades para el venidero halloween. Afsana hubiera comprendido el comportamiento de aquel apuesto hombre hispano quien se acercó con una botella de cerveza en cada mano, al que rechazó por el momento, quien no trataba de actuar como un galán seductor, sino que era un vendedor ambulante de cervezas. Eso lo supo después de algunas semanas cuando comenzó a salir con él, Raúl era su nombre, quien le prometió llevarla a Disneylandia donde él solía vender souvenirs. Él le propuso matrimonio, en aquel centro de esparcimiento familiar, de rodillas junto al personaje de Mickey Mouse, propuesta que rechazó por el momento; total, la bella Afsana sabía que tenía una vida entera por vivir.

viernes, 12 de noviembre de 2021

La verdad tiene forma de matrioska

Omar Castilla Romero


Esta historia termina en un hospital, pero comienza muy lejos al otro lado del mundo unos meses atrás. Todos se preguntaban quien era el extranjero de la habitación tres cero uno, que hablaba un mal castellano mezclado con palabras en inglés. Estaba hospitalizado desde hacía una semana y la enfermera encargada de comunicar a los pacientes con sus familiares, al verlo sin acompañantes se quedaba un rato charlando con él.

—Buenos días míster Kaleb.

Good morning miss Janet, espero que hoy tenga más tiempo, quiero contarle una historia.

—¿Y de qué se trata?

—De cómo inició la pandemia.

—Sí, con un chino comiendo sopa de murciélagorespondió Janet sonriendo con sarcasmo.

Eso es lo que quieren hacernos creer, pero no es así.

—Entonces, ¿cuál es la verdad?

—La verdad —dijo golpeando con sus dedos la baranda de la cama—, la verdad tiene capas como una matrioska.

—¿Qué es una matrioska? —preguntó la enfermera.

—Es esto. —Acercó sus manos a la mesa y cogió una muñeca de madera pintada de barniz—. Hay que tomarla por abajo si no se caerá. Son muñecas rusas que tienen dentro otras más pequeñas, como quien dice, todo cambia según el nivel de profundidad.

—¿Cómo así?

—Para que lo entienda debe escuchar mi historia.

—Ya casi termino el turno y mi familia se fue a vivir al campo, así que tengo tiempo de sobra.

—Verá, a comienzos de año el virus apareció en un mercado de…

—Claro, cuando empezó la pandemia.

—Oh yes y la OMS envió comisionados, entre los cuales iba yo, un empleado de bajo rango comparado con otros que llevaban años en la organización. Al llegar a la ciudad, en el hospital vimos la magnitud de la tragedia antes de que occidente siquiera la imaginara, luego fuimos al mercado donde según ellos surgió la enfermedad. Explicaron como se transmitió al ser humano desde los murciélagos, sin embargo, allí solo vendían mariscos. Traté de hacerle ver a mis superiores tal incongruencia, pero se hicieron los de la vista gorda. Unos días después, en las instalaciones del laboratorio de virología de máximo nivel que almacenaba varios de los gérmenes más peligrosos del mundo, explicaron las «rigurosas» medidas de seguridad para prevenir el escape de estos. Noté que faltaba información sensible, la cual, según ellos, se había perdido a causa de un virus informático. No sé si logra ver la ironía en esto, aunque solo fue la punta del iceberg, pues era increíble la laxitud con que los empleados entraban y salían. Entonces se hizo clara la relación entre el germen y el laboratorio. Al llegar al hotel donde nos hospedábamos lo comenté con mi jefe quien hizo una seña con el dedo índice en su boca llevándome al vestíbulo en donde encendió música a todo volumen «Concuerdo contigo—dijo—, pero no hay pruebas de algo tan delicado que puede terminar en un desastre económico o incluso una guerra». Asentí con la cabeza respondiendo «I understand», cuando agregó «Hay algo más. —sacó una memoria del bolsillo y me la entregó— la información contenida aquí relaciona el patógeno actual con muestras recolectadas en una cueva al sur del país por una viróloga llamada Wei Liu. Hemos tratado de contactarla, pero desapareció sin dejar rastro, aunque su investigación sigue publicada en diversas revistas de ciencia. Constátalo y quizás podamos hacer algo». Llevé la memoria a mi aposento y la examiné en una computadora. Los documentos revelaban que los militares ordenaron convertir el patógeno en arma biológica, Wei Liu lideró la investigación con el objetivo de hacerlo más contagioso, pero al percatarse del peligro, también lo volvió menos letal.

—A ver si le entiendo —interrumpió la enfermera—, entonces el bicho sí vino de un laboratorio.

Exactly.

—Y gracias a lo que hizo esta doctora, se volvió menos agresivo.

Yes, aunque más contagioso.

—Y ¿con qué fin lo liberaron?

—Ahí va una nueva matrioska. —Sacó con cuidado la muñeca contenida en la otra y dijo— No fue el gobierno, piénselo un momento, a ellos no les convenía una situación que paralizara el mundo en pleno apogeo de su economía. Con esto no estoy diciendo que no tengan responsabilidad, porque sin duda la tienen al experimentar con microorganismos peligrosos con tan malas medidas de seguridad.

—Entonces, ¿quién fue?

—En ese momento no lo sabía, sin embargo, unos días después detecté que me seguían personas vestidas de civil y una tarde dirigiéndome al hotel, me desvié por una calle desierta, como lo eran todas en aquel tiempo. El frío entumecía mis manos a pesar de los guantes, a usted se le haría difícil imaginar el invierno de aquel lugar. Al doblar una esquina, una pareja me hacía señas desde un viejo edificio y por instinto entré. Usaban tapabocas negros y llevaban abrigos que, aunque viejos, estaban pulcros. La mujer dijo «Si quieres vivir no te muevas» y así lo hice. Después de pasar mis perseguidores les pregunté quiénes eran y ella respondió «Los que te vigilan son de la guardia maltusiana, yo soy Mei Li y mi compañero se llama Yu Zhou», «¿Guardia maltusiana?» indagué sorprendido, «A su tiempo te hablaré de ello, ahora necesito los archivos», «¿Qué archivos?» pregunté, «Bien sabes cuáles» respondió Mei Li. Metí mi mano en el bolsillo del abrigo y saqué la memoria a la vez que dije «Ni siquiera sé si son las personas correctas para confiar», «Somos la única gente en quien puedes hacerlo» contestó ella quien era de mediana estatura, tenía un cuerpo esbelto y cabello largo, negro azabache. Yu Zhou en cambio era alto y de complexión robusta, a pesar de lo cual mostraba movimientos ágiles, pero lo mas característico era que nunca hablaba. Me ofreció un cigarrillo y lo acepté para mitigar la punzante sensación de miedo combinada con el frío.

Nos subimos a una furgoneta donde me hablaron de la guardia maltusiana, una sociedad secreta obsesionada en controlar la sobrepoblación. Habían trazado un complejo plan para reducir la humanidad a quinientas mil almas, cifra que según ellos permitiría un equilibrio con el ecosistema.

—Bueno, eso no está mal —interrumpió Janet—, somos muchos y el planeta no aguanta.

—Oh it’s true, but… ellos no planean hacerlo mediante el control de la natalidad sino a través del exterminio, ¿no le suena familiar?

—Como hacía el régimen nazi.

Yees, y mire cómo terminaron las cosas. El caso es que tienen un plan claro. Infiltraron el laboratorio, dejando una minúscula bomba programada para hacer estallar uno de los recipientes donde se almacenaba el virus sin que los protocolos de seguridad lo detectaran, este se esparció y contagió al personal que luego lo transmitió a sus allegados. Así empezó todo.

—Pero es una conducta suicida, ¿acaso no pensaron qué también se podían infectar?

—Hicieron un mal cálculo, pensando que el germen era más letal, menos contagioso y más predecible, lo que les hubiera permitido saber cuando ocultarse y por cuanto tiempo. Por otro lado, ellos están dispuestos aceptar la muerte de algunos de los suyos con tal de evitar el colapso del mundo.

—¿Y por qué no hicieron visible todo lo que sabían?

—Porque nadie nos habría creído. Solo teníamos documentos sin otra prueba, así que fuimos a recolectar evidencia. Cuando llegamos a la caverna, el ejército no nos dejó cruzar por ser área restringida, entonces activamos el plan B y con ayuda de un guía local atravesamos la selva ingresando por otra entrada para tomar las muestras de murciélagos, cosa que hicimos con algún grado de dificultad. Al salir nos descubrieron y tuvimos que dividirnos, el guía y Yu Zhou por un lado, y Mei Li y yo por otro. Como la muestra y la memoria estaban en mis manos, Yu Zhou se dejó ver adrede y fue la única vez que lo oí hablar. El ejército lo persiguió y capturó, a la vez que nosotros escapamos. Tuve la intención de devolverme, pero Mei Li me tomó del brazo y dijo «si nos atrapan, su sacrificio será en vano». No volvimos a la furgoneta, porque de seguro ya la habían detectado, en cambio huimos a pie hasta un pueblo cercano donde un camión transportador de cerdos nos dio un aventón a otro poblado, consiguiendo allí un auto en el que viajamos a Shanghái. Fue un viaje largo y aproveché para conocer un poco la vida de mi acompañante. Había crecido en un orfanato y solo recordaba de forma vaga la infancia con sus papás quienes probablemente la abandonaron para criar un hijo varón, en un tiempo en el que solo se permitía un descendiente. Sufrió penurias y malos tratos, pero desde temprana edad su aguda inteligencia se hizo notoria y un día una pareja la adoptó cambiando su vida. Cultivaron su inteligencia y ese camino la llevó al punto donde estaba ahora.

Cuando llegamos a Shanghái nos alojamos en un apartamento y de inmediato ella instaló un laboratorio improvisado para procesar la muestra, generando una sustancia ambarina que almacenó en un dije de cristal. Me lo entregó y dijo «Pude aislar material genético compatible con el virus en un noventa y nueve por ciento». Titubé asustado por lo que ella sonrió y agregó «Tranquilo, puedes ponértelo. Está inactivo y solo lo libera un complejo proceso oculto en un archivo de la memoria». Esa noche me enteré de que viajaría a Europa para llevar las pruebas a un periodista, quien iba a divulgar la verdad. A partir de ahí viví una intensa travesía perseguido por la guardia maltusiana.

—Hay algo que no entiendo, si todo está relacionado con el germen, ¿por qué corren rumores acerca de la vacuna?

Easy, because… ellos no esperaban que apareciera una tan pronto truncando sus planes, así que esparcieron rumores para que la gente no se vacunara. No contaron con que la doctora Wei Liu mientras modificaba el microorganismo, avanzaba en una cura, quizás como una forma de resarcir el daño ocasionado con su trabajo.

—Aquí supongo que se acaban las muñecas rusas.

—Aún no. La noche antes de partir de Shanghái tomé un par de copas con Mei Li, luego de lo cual me dio a beber una infusión de yerbas ancestrales que entremezcló la realidad y el mundo onírico. Era como si me conectara con ella y todas las cosas alrededor. Tuve la sensación, además, de que detrás de todo había algo oscuro que nos manipulaba.

—¿Algo cómo qué?

—Como si nos manejaran igual que a fichas de ajedrez en un tablero de negras noches y blancos días, donde la raza humana se mueve en una batalla decisiva.

—Muy poética esa frase.

—Es de Borges quien a su vez la tomó de Omar Khayaham, un poeta persa.

—Ah, veo. En todo caso, eso se lo pudo producir ese menjurje.

—¿Ese qué?, no conozco la palabra.

—La bebida que le prepararon.

—Oh yes, pienso lo mismo, porque demoré días sintiendo como si levitara, aunque después tuve fiebre y descubrí que estaba infectado.

—Espere un momento, ¿quiere decir que viajó hasta acá teniendo síntomas?

—Antes de juzgarme, por favor déjeme terminar la historia.

—Disculpe —añadió Janet—, se ha vuelto común indagar qué hizo cada persona antes de enfermarse para después señalarlo.

—No se preocupe, la irresponsabilidad y la culpa son inherentes a la cultura latinoamericana. En fin, al llegar a Europa llamé al periodista contándole mi historia, luego de lo cual hubo un silencio sepulcral, al punto que indagué si seguía allí. Él respondió «Continúe» y al final solicitó evidencia, que fue a buscar unos días después a Italia.

—¿Y en dónde publicó el artículo resultante?

—Nunca lo hizo. Empezó a corroborar la información y al poco tiempo descubrió que lo vigilaban, sospechando que algo grave ocurría. Luego me llamó diciendo que saldría en un vuelo a este país.

—O sea que él también está aquí. ¿Y dónde se encuentra ahora?

—Esa es la última matrioska. —Quitó la parte superior de la muñeca hallándose dentro otra—. Lo tiene justo en frente.

—¿Usted?, pero ¿por qué no lo dijo antes?

—La forma de relatarle esta historia la leí en un cuento de Borges y me gustó. No me llamo Kaleb, mi verdadero nombre es Omar Fauceth.

—Vaya, esta vez fue Omar quien tomó algo de Borges entonces.

Yes, aunque guardando las proporciones. Borges es uno de los grandes genios del siglo veinte y pensaba en el tiempo como algo cíclico. Lo he contado de esta manera porque no quería revelar mi identidad, pero ya no importa, pronto vendrán por mí y estoy cansado de huir.

Janet no dijo nada y se marchó a casa pensativa. Al día siguiente encontró la habitación tres cero uno ocupada por un nuevo paciente. Le dijeron que el extranjero había sido trasladado a otro hospital. En la mesa aún estaba la matrioska con la última muñeca sin abrir, se acercó y retiró la tapa superior, encontrando dentro la memoria y el dije de cristal que guardó en su bolsillo. Unos días más tarde empezó a notar que también la seguían.

martes, 2 de noviembre de 2021

Ricardo Sebastián Jurado Faggioni


El hospital psiquiátrico quedaba lejos de la ciudad. La enfermera Fátima trabajaba en él desde que inició su función. Los pacientes con problemas mentales eran llevados por los familiares. Héctor, el dueño del local, tiene sesenta años. 

Al ser privado a los parientes se les dificultaba pagarlo. Héctor al ver que le faltaba ingresos empezó a estresarse. Estaba sentado en una silla de madera haciendo números en su libro de contabilidad, al terminar decide llamar a un amigo que le podría ayudar a ganar dinero. Rafael le explica que puede vender órganos en el mercado negro, pero tenía que ser cauteloso para que no hubiera sospechas. 

Revisó la lista de los pacientes, mencionaba cuántas veces los conocidos iban a visitarlos.  Decidió ir por Roberto, a él un objeto pesado le cayó en la cabeza, después del golpe perdió la memoria. Llamó a los enfermeros para que lo llevaran a su oficina porque nadie se preocupaba por él. Se sintió desorientado, no sabía qué hacía en ese lugar. Los cuatro salieron de aquel sitio para dirigirse al quirófano. Las paredes eran azules, la camilla era cómoda y de color negro. Los practicantes estaban vestidos con un mantel blanco. Se habían puesto guantes para empezar la operación.  

A Roberto le inyectaron anestesia para que no sintiera dolor. Por desgracia no sobrevivió, ocultar el cadáver sería un problema. Héctor ordenó a los guardias de seguridad ingresar a los dormitorios a los enfermos que se encontraban en el patio. Cargaron el cuerpo para echarlo al lago. Sin mirar atrás regresaron para limpiarse y continuar con sus actividades. 

Héctor guardó las partes extraídas del cuerpo recién operado en un frasco para dejarlo en el frigorífico. Cerró la puerta para dirigirse a su oficina. La venta lo ayudaría a alejarse de las deudas que tenía, solo esperaba la llamada del amigo. Fátima estaba contando a las personas que se hospedaban en el hospital. En la habitación 205 faltaba un paciente. Se preocupó debido a que no era su tiempo libre y debía de mantenerse en el dormitorio debido a que afuera se podía lastimar. 

Escribió el nombre del dueño del cuarto. Se dirigió a la oficina de Héctor para avisarle, él le comentó que posiblemente se había escapado u oculto en alguna parte. Los guardias se encargarían de encontrarlo. A Fátima le preocupó la falta de interés en hallarlo. Sin mencionar ninguna palabra abrió la puerta y se fue. A medida que iban pasando los días, los antiguos que cumplían el tratamiento podían visitar a sus familiares, pero esta ley fue borrada, Héctor deseaba obtener control sobre ellos para que de esta manera pudiera avanzar con las operaciones.

Los días pasaban y no había señales de Roberto. Esa sensación de que algo malo podía haberle ocurrido no la dejaba tranquila. Llamó a su mejor amigo, que se había convertido en detective. Él se llama Carlos una persona carismática, astuta e inteligente para resolver casos. Acordaron verse en un bar conocido en la ciudad, cuando llegaron se sorprendieron, puesto que ninguno de los dos había cambiado. Fátima se mantenía elegante y en forma como en la época universitaria, Carlos había perdido la musculatura, pero estaba delgado. 

—¡Me alegro que hayas venido! —dijo Fátima. 

—Siempre estoy dispuesto a ayudar a mis amigos —contestó Carlos. 

—Te comento, estoy sospechando que mi jefe Héctor no me quiere decir ciertos temas. 

—¿Podrías ser específica? 

—En esta semana desapareció un paciente que se llama Roberto, le cuestioné que había pasado y no tomó cartas sobre el asunto. 

—Necesitamos evidencia, debes sacar pruebas, estarías dispuesta a arriesgar tu vida. 

—Haré lo posible para obtener imágenes sobre las operaciones secretas que hacen.
 
—Las fotos sobre los pacientes sometidos a operaciones ilegales servirán para empezar la investigación.

El viaje al hospital tomaba dos horas. La entrada era como los cuentos de hadas, se podía observar montañas, el jardín estaba lleno de flores, había un lago cerca. A veces los enfermeros iban a alimentar a los patos. Tenía áreas para que los pacientes vayan a descansar. Era un sitio ideal. Llegó en el momento preciso para comenzar el turno, hizo las revisiones de las personas hospedadas como era de costumbre. Luego revisaría que se tomarán las medicinas y el resto de la jornada lo iba a dedicar para descubrir la verdad. 

Juan, un anciano con alzhéimer, olvidaba fragmentos importantes de su vida. Había escuchado el rumor que las personas en el hospital desaparecen. Buscó a Fátima hasta que la encontró en un dormitorio contando las medicinas que estaba en un velador. 

—Señorita tengo que contarle un secreto —dijo Juan. 

—Vamos a un lugar privado para conversar. 

Se quedó mirando al vacío por algunos minutos hasta que una fuerza superior lo hizo articular. Encontré a Roberto en el lago, me perdí el día anterior y los guardias de seguridad me golpearon para que no hablara. Ella le alzó la camiseta, observó los morados en el cuerpo y sacó el celular para tomarle fotos. 

Su corazonada le daba la razón sobre los hechos que estaban sucediendo, fue al lago que estaba a algunas cuadras. Inspeccionó el sitio, pero no halló lo que buscaba, sin embargo, había guardias vigilando la zona. También tomó fotos para poderle mostrar a su amigo. Regresó al hospital y vio como otros enfermeros se estaban llevando a una señora. Los siguió en silencio, hasta que se detuvieron en el quirófano. Después de varias horas salieron. Entró para observar lo que habían hecho, no podía creer lo que estaba al frente de ella. La paz que le estaban ofreciendo a los pacientes se había esfumado. Se apresuró para capturar la escena con el teléfono y luego escapó.

No volvería a caminar en el valle de la muerte. Las fotos que tenía se las pasó a Carlos para que pudiera detener a Héctor por homicidio. La noticia conmovió a la sociedad.