viernes, 26 de noviembre de 2021

Mito de amor

Laura Sobrera


Eran los albores de la segunda década del siglo veinte. En la pequeña ciudad de Capilla del Sauce, perdida en la campaña uruguaya del departamento de Florida, nació un niño al que le pusieron el nombre Jacinto. De padre policía, madre lavandera tuvieron siete hijos, como era costumbre en esa época. Por el trabajo paterno fue necesario trasladarse a un chiquito pueblo más perdido todavía, Illescas.

Allí vivió la familia completa, salvo la pequeña María, que falleció producto de hidrocefalia.

El baño era una letrina alejada de la casa, con escasa higiene, por no decir exenta de ella. Era un pozo en el piso rodeado por unas tablas que oficiaban de paredes y puerta que otorgaban una falsa privacidad, pues cualquier viento suave movía toda la estructura.

La casa estaba alejada del centro del pueblo, donde se encontraban: la estación de tren, el almacén de ramos generales, la escuela y unas pocas casas. Estaba situada al borde de la vía, sobre una carretera que carecía de cartelería que indicara adónde conducía. La vivienda no era pequeña y tenía árboles frutales, una palmera y un aljibe. Salvo la casa, construida de bloques y no de adobe, como pudo haber sido, era fiel reflejo de la escasez predominante. Carecían de luz eléctrica, usaban una cocina a leña o económica, como se las conocía, heladera a querosene, las cortinas eran viejas telas raídas que no dejaban pasar la luz del sol. Un estanciero, a quien la madre lavaba la ropa fue quien les regaló el lugar que les sirvió de hogar.

No terminó los estudios de primaria, aunque su madre lo hizo repetir tres veces cuarto año, puesto que era el último grado al que llegaba la escuela, más por tenerlo ocupado que por el aprendizaje en sí.

Su padre fallece, mientras todavía cursaba la escuela primaria, a causa de la enfermedad de Chagas, afección propia del campo uruguayo.

Habiendo llegado a la adolescencia contrajo una enfermedad que lo obligó a trasladarse a la lejana capital de Montevideo, distante ciento ochenta kilómetros, porque era el único lugar donde se trataba. Hablamos de la hidatidosis, que se alojó en su pulmón izquierdo, enfermedad también muy común de la zona rural y más por aquellos tiempos.

El hospital Pereira Rossell, especialista en atención infantil, fue su albergue para el tratamiento. No fue un procedimiento sencillo ni corto.

Dos años de internación y varias cirugías lo retuvieron ese largo periodo en el centro hospitalario. Dada la distancia a la que estaba su madre, que tenía que cuidar a sus hermanos y con el tren como único transporte, que tomaba más de cinco horas para ese trayecto, Jacinto estuvo solo en un lugar desconocido que, tristemente se convirtió en su hogar durante esa larga etapa.

Las enfermeras y el resto del personal, al verlo solito, lo acompañaron con cariño y empatía. Celebraron sus cumpleaños y las fechas importantes como Navidad, Año Nuevo, Reyes con ocasionales regalos.

Esta experiencia lo marcó profundamente, pero desarrolló una cualidad que se podría considerar como de supervivencia; aprendió que el humor era una manera de sobrellevar situaciones difíciles, pero también lo convirtió en un lírico soñador.

Ese tiempo de soledad, de ser obligado a enfrentarse con sus íntimos miedos, lograron que madurara con más rapidez de lo que era habitual. También dejó una cicatriz en su espalda como recordatorio físico, que lo avergonzaba, y por eso nunca mostró su torso desnudo. Era un profundo hueco de una cuarta de largo y una pulgada de profundidad, producto de las múltiples cirugías en una época en que las estéticas o de reconstrucción, con trasplante de piel o tejido muscular, no existían y menos en un hospital público.

En esas zonas, en las que las escuelas no abarcaban el ciclo escolar completo, los jóvenes se hacían hombres con celeridad, porque debían ser autosuficientes para poder seguir sus sueños, si es que los tenían, colaborar con la economía familiar o formar su propio hogar.

Jacinto tuvo varios sueños, el primario, fue vivir en la capital, un lugar con más oportunidades y otro, no menor, formar una familia con alguien que supiera qué quería de su vida y estuviera preparada para enfrentar todo lo que se le pusiera delante, a la que pertenecer, que lo atendiera con esmero y no lo dejara en los momentos difíciles.

En cuanto pudo trabajar, hizo de todo: peón de estancia, albañil, luego constructor, desempeñó múltiples empleos con rápidos aprendizajes, lo que se necesitara para no tener que volver a ese puntito perdido del mapa del que venía.

Entre las muchas tareas en las que se desempeñó, ser comisionista fue lo que le hizo conocer gran parte del interior del país, aunque enfocándose en el centro y el este del mismo.

El destino es ineludible y si bien él tenía su sueño, la alineación planetaria fue la justa cuando por el año cincuenta y dos, con sus recién estrenados treinta y uno, el tren, ese cómplice de su vida, puso en su camino los ojos verdes más hermosos que había visto en el tiempo que llevaba sobre esta tierra, un cuerpo voluptuoso y una alegría contagiosa. No viajaba sola, dos hermanas la acompañaban.

Buscó un asiento contiguo para saber más. Todas eran maestras nacidas, criadas y educadas en Montevideo, pero al ser recién recibidas, debían trabajar un tiempo en escuelas rurales, con el fin de generar los merecimientos que se requerían para hacerlo en la metrópoli capitalina.

De naturaleza bulliciosa, hablaban mucho y sus nombres eran Inés, Matilde y la de mirada verde que lo hipnotizó, Isabel.

Por lo que pudo escuchar, ellas irían a escuelas rurales distantes, pernoctarían ahí de lunes a viernes y ese día volverían a su casa materna en Montevideo. Vivían esta experiencia como una aventura, porque no habían salido de su hogar más que para los estudios y algunos paseos con amigas y hermanas. También venían de una casa con muchos integrantes.

En un momento en que sus hermanas se alejaron un poco, el hombre se acerca a esta chica que le quitó el aliento.

—Buenos días, ¿le molesta si me siento a su lado?

—No, caballero, no lo hace.

—Nunca vi unos ojos tan bonitos como los suyos. ¿Puedo tutearla?

—Sí, claro.

—¿Cómo te llamas?

—Isabel, ¿y tú?

—Jacinto

La charla siguió amena, cuando las hermanas aparecieron. Ella les presentó a Inés y Matilde y luego, él se retiró para dejarlas charlar el resto del camino de sus tareas.

De esos viajes se aprovechó Jacinto para acercarse a Isabel, novel joven en experiencias amorosas que se sintió cautivada por este joven treintañero atento y gentil.

Los largos trayectos fueron la excusa ideal para que el sentimiento aflorara, y cuando las ocupaciones los llevaban por distintos destinos, las cartas eran la forma que tenían para mantener el amor en ese pedestal que todos utilizan para este sentimiento, el único que merece, llenas de palabras de esperanza, poemas de amor, lágrimas vertidas y mucho más.

Los desplazamientos los unían, pero también los separaban, porque, aunque las distancias no son tan largas en Uruguay, así eran interpretadas por ambos. Los trenes eran muy lentos. A esto se agregaban rompimientos de vías y otros imprevistos que eternizaban las separaciones. Por desgracia para los jóvenes sueños de estas dos almas, los ferrocarriles eran la única forma de traslado para largas distancias.

En la correspondencia podía notarse la ansiedad y también el amor que estaba impreso en esas blancas hojas y hasta las despedidas sonaban a bolero tierno y anhelante.

Cinco largos años duró la relación. El amor era mutuo, pero para Jacinto ella era todo lo que había soñado, la mujer que tenía en mente en sus momentos a solas.

Ella brillaba con luz propia o tal vez su sentimiento era tan grande y profundo que no entendía otra forma de verla. Portadora de una energía contagiosa que iluminaba a quien estaba a su lado y eso la hacía única. Solía pensar que Dios había roto el molde cuando la creó, algo que sentía como una bendición particular hacia él y que agradecía en el silencio de su alma enamorada.

Mucha tinta, abrazos y besos pasaron esos cinco años, también ausencias que empañaban sus soledades respectivas, pero todo volvía a estar en su sitio cuando volvían a estar uno junto al otro.

Por noviembre del año cincuenta y siete se casaron. De la familia de él, solo asistió su madre, pero la de ella, valía por varias en cantidad y algarabía.

Un año después lo hizo Matilde con la única persona que Jacinto consideraba amigo de su pueblo, Inodar.

Tuvieron cuatro hijos y la presencia omnipotente de ella no dejó lugar para una suya más participativa, pero era feliz de esa manera, porque como el título de un viejo cuento, pensaba de forma habitual: lo que hagas tú, siempre está bien hecho.

Ella cumplió cada expectativa que Jacinto tuvo. Lo quiso a su manera, como hace todo el mundo, porque no hay una forma única de amar. Lo cuidó como madre, amiga, esposa y compañera de ruta.

Años más tarde, otro quiste hidatídico, esta vez en el hígado, después, siendo funcionario del ferrocarril, en noviembre de mil novecientos setenta y nueve, una máquina que lo atropelló, más un infarto al corazón, fueron causas de muchas internaciones y largos periodos de reposo. En esos momentos se sentía más vulnerable, pero Isabel lo acompañó siempre cumpliendo todo lo gestado en sus sueños.

El año ochenta y dos fue el que marcó su despedida de este mundo.

Primero en febrero, un mes entero en internación con cirugía incluida, la ictericia coloreando todo su cuerpo. Una de sus hijas fue la que lo cuidó mientras su mamá trabajaba doble turno en escuelas. A estas alturas él ya estaba jubilado desde hacía muy poco tiempo. Era un enfermo modelo. Nunca se quejaba y era sumamente paciente. Los enfermeros le tenían mucho cariño, hablaba poco y se quejaba menos. Tuvo algunas complicaciones postoperatorias extras, un coágulo que provocó un paro cardíaco del que volvió, pero que ya anunciaba un próximo final.

A fines de agosto una nueva internación con dos cirugías con pocos días de distancia entre sí. Un colédoco perforado anticipó su deceso.

Por esas cosas de la vida, el destino o el nombre que sea, la familia no estaba allí. Para este momento ya pisaba por segunda vez ese año el Centro de tratamientos intensivos, CTI, las visitas eran solo las autorizadas, y no permitían quedarse a nadie.

Otra cosa que caracterizó esos periodos fue que en la casa en que vivían, no tenían teléfono. Eran épocas en que ese servicio demoraba años en llegar a los hogares y casi era un privilegio tenerlo.

En la madrugada del ocho de setiembre, Inodar, el Petiso para la familia, toca el timbre en medio del silencio nocturno. La familia salta de la cama. Él vino porque además de ser amigo desde la infancia de Jacinto, era el único que tenía una camioneta para trasladar a toda la familia.

En una pequeña habitación con un cartel sobre la puerta que decía «Morgue», apoyado en una camilla, cubierto con una sábana blanca que dejaba sus pies al descubierto de los que colgaba un cartoncito con sus datos personales, estaba Jacinto solo contra una pared, un hombre con una vida sufrida y difícil, pero que se creó un sueño en el que creyó profundamente, tanto, que la vida no tuvo más remedio que cumplirlo, porque ese porfiado deseo había sido tan fuerte que no pudo ignorarlo. Igual que el tallo obstinado de una planta vence la grieta y nace, Jacinto vio ese sueño cumplido, por eso pudo abandonarse en ese desamparo solitario, pero circunstancial, porque la realidad había sido diferente, porque Isabel estuvo a la altura de sus sueños.

Conoció a su propia estrella. La amó, idolatró y admiró hasta el último suspiro y su postrer pensamiento fue para ella.

Treinta y tres años después, ella también partió. Él la convocó a su paraíso una vez que hubo dejado a sus hijos y nietos encaminados en sus propias vidas.

En su corazón y su mente esculpió la mujer de su quimera, cuando la encontró, al igual que Pigmalión la adornó con joyas, palabras, y por encima de todo, el más puro amor.

Isabel fue su Galatea y al igual que ellos, hicieron realidad el sueño que se juraron cuando comenzó esta historia, amarse más allá de los tiempos.

2 comentarios:

  1. Laura.... Me hiciste recordar muchas cosas de nuestra infancia. Gracias!!!! por ese hermoso viaje al pasado

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