Laura Sobrera
Eran los albores
de la segunda década del siglo veinte. En la pequeña ciudad de Capilla del
Sauce, perdida en la campaña uruguaya del departamento de Florida, nació un
niño al que le pusieron el nombre Jacinto. De padre policía, madre lavandera tuvieron
siete hijos, como era costumbre en esa época. Por el trabajo paterno fue
necesario trasladarse a un chiquito pueblo más perdido todavía, Illescas.
Allí vivió la
familia completa, salvo la pequeña María, que falleció producto de hidrocefalia.
El baño era una
letrina alejada de la casa, con escasa higiene, por no decir exenta de ella.
Era un pozo en el piso rodeado por unas tablas que oficiaban de paredes y
puerta que otorgaban una falsa privacidad, pues cualquier viento suave movía
toda la estructura.
La casa estaba
alejada del centro del pueblo, donde se encontraban: la estación de tren, el
almacén de ramos generales, la escuela y unas pocas casas. Estaba situada al
borde de la vía, sobre una carretera que carecía de cartelería que indicara adónde
conducía. La vivienda no era pequeña y tenía árboles frutales, una palmera y un
aljibe. Salvo la casa, construida de bloques y no de adobe, como pudo haber
sido, era fiel reflejo de la escasez predominante. Carecían de luz eléctrica, usaban
una cocina a leña o económica, como se las conocía, heladera a querosene, las
cortinas eran viejas telas raídas que no dejaban pasar la luz del sol. Un
estanciero, a quien la madre lavaba la ropa fue quien les regaló el lugar que
les sirvió de hogar.
No terminó los
estudios de primaria, aunque su madre lo hizo repetir tres veces cuarto año,
puesto que era el último grado al que llegaba la escuela, más por tenerlo
ocupado que por el aprendizaje en sí.
Su padre fallece,
mientras todavía cursaba la escuela primaria, a causa de la enfermedad de
Chagas, afección propia del campo uruguayo.
Habiendo llegado a
la adolescencia contrajo una enfermedad que lo obligó a trasladarse a la lejana
capital de Montevideo, distante ciento ochenta kilómetros, porque era el único
lugar donde se trataba. Hablamos de la hidatidosis, que se alojó en su pulmón
izquierdo, enfermedad también muy común de la zona rural y más por aquellos
tiempos.
El hospital
Pereira Rossell, especialista en atención infantil, fue su albergue para el
tratamiento. No fue un procedimiento sencillo ni corto.
Dos años de
internación y varias cirugías lo retuvieron ese largo periodo en el centro
hospitalario. Dada la distancia a la que estaba su madre, que tenía que cuidar
a sus hermanos y con el tren como único transporte, que tomaba más de cinco
horas para ese trayecto, Jacinto estuvo solo en un lugar desconocido que,
tristemente se convirtió en su hogar durante esa larga etapa.
Las enfermeras y
el resto del personal, al verlo solito, lo acompañaron con cariño y empatía.
Celebraron sus cumpleaños y las fechas importantes como Navidad, Año Nuevo,
Reyes con ocasionales regalos.
Esta experiencia
lo marcó profundamente, pero desarrolló una cualidad que se podría considerar
como de supervivencia; aprendió que el humor era una manera de sobrellevar
situaciones difíciles, pero también lo convirtió en un lírico soñador.
Ese tiempo de
soledad, de ser obligado a enfrentarse con sus íntimos miedos, lograron que
madurara con más rapidez de lo que era habitual. También dejó una cicatriz en
su espalda como recordatorio físico, que lo avergonzaba, y por eso nunca mostró
su torso desnudo. Era un profundo hueco de una cuarta de largo y una pulgada de
profundidad, producto de las múltiples cirugías en una época en que las
estéticas o de reconstrucción, con trasplante de piel o tejido muscular, no
existían y menos en un hospital público.
En esas zonas, en
las que las escuelas no abarcaban el ciclo escolar completo, los jóvenes se hacían
hombres con celeridad, porque debían ser autosuficientes para poder seguir sus
sueños, si es que los tenían, colaborar con la economía familiar o formar su
propio hogar.
Jacinto tuvo
varios sueños, el primario, fue vivir en la capital, un lugar con más
oportunidades y otro, no menor, formar una familia con alguien que supiera qué
quería de su vida y estuviera preparada para enfrentar todo lo que se le
pusiera delante, a la que pertenecer, que lo atendiera con esmero y no lo
dejara en los momentos difíciles.
En cuanto pudo
trabajar, hizo de todo: peón de estancia, albañil, luego constructor, desempeñó
múltiples empleos con rápidos aprendizajes, lo que se necesitara para no tener
que volver a ese puntito perdido del mapa del que venía.
Entre las muchas tareas
en las que se desempeñó, ser comisionista fue lo que le hizo conocer gran parte
del interior del país, aunque enfocándose en el centro y el este del mismo.
El destino es
ineludible y si bien él tenía su sueño, la alineación planetaria fue la justa
cuando por el año cincuenta y dos, con sus recién estrenados treinta y uno, el
tren, ese cómplice de su vida, puso en su camino los ojos verdes más hermosos
que había visto en el tiempo que llevaba sobre esta tierra, un cuerpo
voluptuoso y una alegría contagiosa. No viajaba sola, dos hermanas la
acompañaban.
Buscó un asiento
contiguo para saber más. Todas eran maestras nacidas, criadas y educadas en
Montevideo, pero al ser recién recibidas, debían trabajar un tiempo en escuelas
rurales, con el fin de generar los merecimientos que se requerían para hacerlo
en la metrópoli capitalina.
De naturaleza
bulliciosa, hablaban mucho y sus nombres eran Inés, Matilde y la de mirada
verde que lo hipnotizó, Isabel.
Por lo que pudo
escuchar, ellas irían a escuelas rurales distantes, pernoctarían ahí de lunes a
viernes y ese día volverían a su casa materna en Montevideo. Vivían esta
experiencia como una aventura, porque no habían salido de su hogar más que para
los estudios y algunos paseos con amigas y hermanas. También venían de una casa
con muchos integrantes.
En un momento en
que sus hermanas se alejaron un poco, el hombre se acerca a esta chica que le
quitó el aliento.
—Buenos días, ¿le
molesta si me siento a su lado?
—No, caballero, no
lo hace.
—Nunca vi unos
ojos tan bonitos como los suyos. ¿Puedo tutearla?
—Sí, claro.
—¿Cómo te llamas?
—Isabel, ¿y tú?
—Jacinto
La charla siguió
amena, cuando las hermanas aparecieron. Ella les presentó a Inés y Matilde y luego,
él se retiró para dejarlas charlar el resto del camino de sus tareas.
De esos viajes se
aprovechó Jacinto para acercarse a Isabel, novel joven en experiencias amorosas
que se sintió cautivada por este joven treintañero atento y gentil.
Los largos trayectos
fueron la excusa ideal para que el sentimiento aflorara, y cuando las
ocupaciones los llevaban por distintos destinos, las cartas eran la forma que
tenían para mantener el amor en ese pedestal que todos utilizan para este
sentimiento, el único que merece, llenas de palabras de esperanza, poemas de
amor, lágrimas vertidas y mucho más.
Los
desplazamientos los unían, pero también los separaban, porque, aunque las
distancias no son tan largas en Uruguay, así eran interpretadas por ambos. Los
trenes eran muy lentos. A esto se agregaban rompimientos de vías y otros
imprevistos que eternizaban las separaciones. Por desgracia para los jóvenes
sueños de estas dos almas, los ferrocarriles eran la única forma de traslado
para largas distancias.
En la correspondencia
podía notarse la ansiedad y también el amor que estaba impreso en esas blancas
hojas y hasta las despedidas sonaban a bolero tierno y anhelante.
Cinco largos años
duró la relación. El amor era mutuo, pero para Jacinto ella era todo lo que
había soñado, la mujer que tenía en mente en sus momentos a solas.
Ella brillaba con
luz propia o tal vez su sentimiento era tan grande y profundo que no entendía
otra forma de verla. Portadora de una energía contagiosa que iluminaba a quien
estaba a su lado y eso la hacía única. Solía pensar que Dios había roto el
molde cuando la creó, algo que sentía como una bendición particular hacia él y
que agradecía en el silencio de su alma enamorada.
Mucha tinta,
abrazos y besos pasaron esos cinco años, también ausencias que empañaban sus
soledades respectivas, pero todo volvía a estar en su sitio cuando volvían a
estar uno junto al otro.
Por noviembre del
año cincuenta y siete se casaron. De la familia de él, solo asistió su madre,
pero la de ella, valía por varias en cantidad y algarabía.
Un año después lo
hizo Matilde con la única persona que Jacinto consideraba amigo de su pueblo,
Inodar.
Tuvieron cuatro
hijos y la presencia omnipotente de ella no dejó lugar para una suya más
participativa, pero era feliz de esa manera, porque como el título de un viejo
cuento, pensaba de forma habitual: lo que
hagas tú, siempre está bien hecho.
Ella cumplió cada
expectativa que Jacinto tuvo. Lo quiso a su manera, como hace todo el mundo,
porque no hay una forma única de amar. Lo cuidó como madre, amiga, esposa y
compañera de ruta.
Años más tarde,
otro quiste hidatídico, esta vez en el hígado, después, siendo funcionario del
ferrocarril, en noviembre de mil novecientos setenta y nueve, una máquina que lo
atropelló, más un infarto al corazón, fueron causas de muchas internaciones y
largos periodos de reposo. En esos momentos se sentía más vulnerable, pero
Isabel lo acompañó siempre cumpliendo todo lo gestado en sus sueños.
El año ochenta y
dos fue el que marcó su despedida de este mundo.
Primero en
febrero, un mes entero en internación con cirugía incluida, la ictericia
coloreando todo su cuerpo. Una de sus hijas fue la que lo cuidó mientras su
mamá trabajaba doble turno en escuelas. A estas alturas él ya estaba jubilado
desde hacía muy poco tiempo. Era un enfermo modelo. Nunca se quejaba y era
sumamente paciente. Los enfermeros le tenían mucho cariño, hablaba poco y se
quejaba menos. Tuvo algunas complicaciones postoperatorias extras, un coágulo
que provocó un paro cardíaco del que volvió, pero que ya anunciaba un próximo
final.
A fines de agosto
una nueva internación con dos cirugías con pocos días de distancia entre sí. Un
colédoco perforado anticipó su deceso.
Por esas cosas de
la vida, el destino o el nombre que sea, la familia no estaba allí. Para este
momento ya pisaba por segunda vez ese año el Centro de tratamientos intensivos,
CTI, las visitas eran solo las autorizadas, y no permitían quedarse a nadie.
Otra cosa que
caracterizó esos periodos fue que en la casa en que vivían, no tenían teléfono.
Eran épocas en que ese servicio demoraba años en llegar a los hogares y casi
era un privilegio tenerlo.
En la madrugada
del ocho de setiembre, Inodar, el Petiso para la familia, toca el timbre en
medio del silencio nocturno. La familia salta de la cama. Él vino porque además
de ser amigo desde la infancia de Jacinto, era el único que tenía una camioneta
para trasladar a toda la familia.
En una pequeña habitación con un cartel sobre la puerta que decía «Morgue», apoyado en una camilla, cubierto con una sábana blanca que dejaba sus pies al descubierto de los que colgaba un cartoncito con sus datos personales, estaba Jacinto solo contra una pared, un hombre con una vida sufrida y difícil, pero que se creó un sueño en el que creyó profundamente, tanto, que la vida no tuvo más remedio que cumplirlo, porque ese porfiado deseo había sido tan fuerte que no pudo ignorarlo. Igual que el tallo obstinado de una planta vence la grieta y nace, Jacinto vio ese sueño cumplido, por eso pudo abandonarse en ese desamparo solitario, pero circunstancial, porque la realidad había sido diferente, porque Isabel estuvo a la altura de sus sueños.
Conoció a su
propia estrella. La amó, idolatró y admiró hasta el último suspiro y su postrer
pensamiento fue para ella.
Treinta y tres
años después, ella también partió. Él la convocó a su paraíso una vez que hubo
dejado a sus hijos y nietos encaminados en sus propias vidas.
En su corazón y su
mente esculpió la mujer de su quimera, cuando la encontró, al igual que
Pigmalión la adornó con joyas, palabras, y por encima de todo, el más puro
amor.
Isabel fue su Galatea y al igual que ellos, hicieron realidad el sueño que se juraron cuando comenzó esta historia, amarse más allá de los tiempos.
Laura.... Me hiciste recordar muchas cosas de nuestra infancia. Gracias!!!! por ese hermoso viaje al pasado
ResponderEliminarLo hago con y desde el amor.
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