lunes, 29 de noviembre de 2021

Comunión

Rosario Sánchez Infantas


Me preguntó por qué esta promoción de técnicos electricistas lleva ese nombre, y le conté:

«Javi quedó huérfano de madre a los diecinueve años y unos meses después enterraba a su padre, un líder minero que se enfrentó a Franco por reivindicaciones laborales, sufrió y resistió las represalias del dictador; sin embargo, sucumbió ante la muerte de su compañera. El muchacho desolado vendió todo y partió a Madrid para formarse en una congregación de misioneros católicos. Estuvo en Brasil, Chile y por los años sesenta llegó a La Oroya, a la que ya habían arribado sacerdotes venidos de una filial norteamericana de la orden religiosa. Recuerdo que dijo que le sorprendió y le pareció sospechosa la abundancia de sacerdotes y monjas estadounidenses en esta ciudad.


Javi creía firmemente en una iglesia adecuada a los tiempos y a su sociedad, que buscara la justicia para los pobres y marginados. Por ello, tuvo un rol muy activo en colegios, hospitales y sindicatos colaborando con los laicos. La Oroya era entonces una ciudad industrial cosmopolita que funcionaba alrededor de la empresa Cerro de Pasco Corporation en el centro peruano. Aparentemente bien remunerados, los trabajadores estaban expuestos al plomo y sus secuelas cerebrales, hepáticas, renales y óseas; a la sílice que destrozaba sus pulmones; al arsénico que carcomía sus neuronas; o a los diversos tipos de cáncer.


Cuando el padre Javi llegó, el sindicato de obreros estaba muy bien organizado; había arrancado beneficios en grandes luchas, pero las condiciones de vida de los obreros eran todavía muy insalubres. Además de ser gentiles los padres “gringos”, era muy poco lo que hacían por la calidad de vida de los obreros. Javi, campechano e hijo de un líder minero, rápidamente se ganó la confianza de los dirigentes sindicalistas pues sabía qué hacer y cómo hacerlo.


La ciudad, de treinta mil habitantes, era un modelo de estratificación social: El staff lo integraban los administrativos, los jefes de planta de la empresa metalúrgica y los directivos de su hospital. Casi todos eran extranjeros y ganaban en dólares, vivían en hermosas residencias en una villa exclusiva distante de la fundición de metales. Tenían su propia iglesia, clínica, clubes, campo de golf, educación en inglés para sus hijos, movilidad personal y hasta cementerio de élite. 


Los cinco mil obreros, cuando tenían suerte, moraban hacinados en los campamentos de la empresa: filas de cuartuchos, compartidos con sus esposas e hijos, pero por lo general vivían en tugurios que trepaban los cerros sin saneamiento básico. Además, vivían en esta ciudad industrial muchos profesionales y empleados de diversas partes del Perú y muchos comerciantes para las diversas y abundantes necesidades en una ciudad ubicada en la puna frígida.


Los obreros sentían que habían ganado un aliado comprometido. Así, megáfono en mano, en primera línea el padre Javi partió a la marcha de sacrificio, desde La Oroya hasta Lima, a lo largo de ciento ochenta y cinco kilómetros pasando por lugares inhóspitos cercanos a los cinco mil metros de altitud para ser reprimidos con violencia por la policía… una y otra y otra vez.


Todos lo notaron: el padre Javi cada vez más frecuentemente visitaba el hospital de los obreros y tenía demasiada afinidad con una hermosa enfermera recién egresada de una universidad capitalina. Los directivos de la empresa hallaron una gran oportunidad para desprestigiar a Javi debido a su relación con Ducy. Lo que les molestaba era que no se limitaba a la organización y promoción social, educativa y espiritual, sino que estaba hablando de plusvalía, explotación y primacía política del proletariado a los obreros y empleados de la empresa norteamericana.

                                                        


Tarma, era el paraíso a dos horas de distancia. La carretera de penetración, partiendo de La Oroya, serpenteaba penosamente, ascendía la cadena central de la cordillera de los andes y descendía sinuosa a la selva alta. Los primeros extranjeros llegados para la construcción del complejo metalúrgico de La Oroya, allá por los años veinte, instalaron en la pequeña ciudad de Tarma a sus familias o la convirtieron en el refugio de sus encuentros furtivos. Bajar a Tarma se convirtió en un escape hacia la naturaleza esplendorosa y sensual para el diverso personal foráneo que congregó la empresa americana en la sierra central. Su menor altitud y proximidad a la selva le dan un clima primaveral y hermosos paisajes bucólicos.


Por los años setenta desperdigadas al borde de la que fuera la carretera de penetración hacia la selva, quedaban las ruinas de algunas casas abandonadas; los agujeros de las otrora ventanas parecían ojos de espectros que atisbaban siniestros al darles las espaldas. Los prósperos negocios de reparación de llantas, auxilio mecánico y venta de comida, sucumbieron cuando hace más de cincuenta años se construyó una nueva carretera, por la que iban los productos de la civilización hacia la sierra y selva; y regresaban la fruta, la madera y la cocaína, entonces llamada pichicata, cuya exportación era legal.


La Oroya antigua terminaba en un cañón que se iba estrechando mientras ascendía hacia la selva. A medio kilómetro carretera arriba, en una casita abandonada, Pedro Poma, un muchacho de veinte años y su abuela, Doña Amanda, criaban una veintena de cerdos en un precario corral construido con materiales en desuso. El último sábado de cada mes el nieto bajaba a la ciudad para vender algunos animales, iba a misa, hacía compras, se tomaba algunos tragos, visitaba el burdel y el domingo regresaba a casa.


En esas noches que pasaba sola la abuela se encerraba en el diminuto cuartucho colindante con el corral se encomendaba a la calavera de su esposo, que guardaba en un viejo baúl, y se disponía a dormir. Había muchos a quienes temer: los ladrones de ganado, los pishtacos que se decía buscaban la grasa humana para abastecer a los aviones, los espíritus de los que murieron en accidentes de esa carretera y los gentiles cuyos huesos resecos a veces los lugareños encontraban en las cuevas aledañas. Todos ellos eran conjurados por aquel cráneo del minero atravesado por una bayoneta en la represa de Malpaso en la primera huelga contra la empresa norteamericana, en 1930.


Doña Amanda, Paulina la hija y el nieto adolescente llegaron cuatro años atrás, poco después de que los desalojaran del cuarto que alquilaban en La Oroya antigua. Al anochecer se encerraban en su único cuarto y dormían apretujados sobre cueros de ovejas en la noche glacial, entre el silbido del viento en la paja brava, uno que otro gruñido de cerdo, el pestilente olor del fango putrefacto y del excremento y los ocasionales ladridos de sus famélicos perros. En un año la tuberculosis terminó dejando a Pedro con su abuela como única pariente en el mundo.


En el hospital obrero se conocieron. El sacerdote iba a visitar a un dirigente sindical internado tras la dura represión en la marcha de sacrificio hacia la capital del país. Sus ojeras se debían a la larga noche de confrontar el cumplimiento del deber (que implicaba renuncia, dolor y sufrimiento) y la aceptación de su naturaleza humana (que le anunciaba plenitud y realización en el amor a una mujer). También imaginaba lo que podría implicar el que un alto funcionario de la empresa hubiera visitado la embajada norteamericana.

En uno de los escalones del portal del nosocomio Pedro sentaba toda la pesadumbre acumulada en sus veinte años. Ajeno a la gente que presurosa subía o bajaba miraba sin esperanza su sombrío futuro: la hernia abdominal que tenía requería operación, no era asegurado y no tenía dinero. Había ido a buscar a un técnico de enfermería que conoció hacía algún tiempo, el que quizás podría operarlo en su casa, pero le acababan de informar que aquel conocido estaba de vacaciones. Él debía seguir levantando cargas pesadas para criar a sus cerdos y continuar con su forma de vida. Su abuela, coja porque la rodilla fracturada sanó defectuosa solo con la inmovilización y remedios caseros, no podría reemplazarlo; era el fin.

Los zapatos gastadísimos, los múltiples parches en su ropa, la mirada sin esperanza, hirieron en Javi, no su caridad sino su ansia de justicia social. Treinta minutos después analizaban con Ducy y Pedro, más que opciones, utopías a las que echar mano, descartándolas, casi en el acto, por absurdas. Al final, supo que hay valores que son certezas y que ejercerlos a veces conlleva posponer otros. Sus dotes negociadoras y persuasivas tendrían que completar las condiciones objetivas para lograrlo.

Tuvo mucho miedo por Pedro, por Ducy, por él y también por su congregación. Cinco días después mientras daba la comunión en la misa de la capilla del hospital, sintió cabalmente el significado de este sacramento: “el memorial del sacrificio del hijo”. Al cruzar miradas cómplices con Ducy y el técnico de enfermería amigo, de guardia en el Servicio de Emergencia la noche que llegó al nosocomio un paciente semi inconsciente con los documentos de un obrero de la Cerro de Pasco Corporation, vivió de manera plena otra acepción de comunión: grupo de personas que comparten ideas religiosas o políticas.

El primero de enero de 1974 la empresa norteamericana fue nacionalizada por el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada. Pasado el impacto del suceso supimos que habían renunciado Javi a su orden religiosa y Ducy al Hospital Obrero y partido de la ciudad sin rumbo conocido. Sin embargo, se quedó entre nosotros, denominando a muchas promociones de chicos pobres, pero con conciencia social y esperanza, nuestro padrecito Javi».

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