viernes, 11 de septiembre de 2020

Humo de cigarrillo

 Constanza Aimola


Este hombre era mi abuelo materno, tenía el pelo completamente blanco, era delgado y muy elegante, así fuera domingo, se vestía de traje completo incluido chaleco, corbata y sombrero.

Nunca he sido buena para calcular la edad, pero debió estar alrededor de los ochenta años cuando yo aún era pequeña.

Antes de ir a visitarlo pasábamos por una reconocida pastelería y comprábamos para llevar brazo de reina, un rollo de pastel que envolvía una perfecta mezcla de crema de leche batida y fresas, por encima lo espolvoreaban con azúcar impalpable. Siempre me quedé con las ganas de probarlo, porque al parecer abrían la caja cuando nos marchábamos.

Vivía en la misma casa que construyó por muchos años, tantos que pasó de ser un lote a convertirse en el hogar de mis tías, sus esposos e hijos y posteriormente de algunas familias que pagaban renta por una habitación y quienes compartían las zonas comunes de lavandería y cocina, así como el patio y la azotea que era el sitio favorito de los niños.

Cuando mi mamá me llevaba a visitarlo, recuerdo que después de golpear con la mano un portón verde oscuro enorme y que nos abriera mi tía Sofía, la única de las cinco hermanas que todavía permanecía con él, junto a su hija menor Isabel (la mayor Martha ya se había casado), empezaba a sentir diferentes olores mezclados, producto de lo que cada familia cocinaba.

Aún cierro los ojos y huelo el guiso de tomate y cebolla sin sal a medio cocinar, el bulto de naranjas con alguna un poco dañada, los frijoles, el arroz fritándose y la sopa hirviendo en los grandes fogones.

Había dos cocinas, la que compartían todos los inquilinos y la de mi tía Sofía que solo le pertenecía a ella.

Recuerdo que tenía, debajo de un estante de madera vieja y húmeda, un caracol dentro de un totumo seco. Ahora desde mi raciocinio de adulta no entiendo qué hacía un gigante y baboso caracol oculto en la cocina de mi tía, pero allí estaba y hasta le puso un nombre de mujer, algo así como Petronila, aunque sé que así no se llamaba, pero era algo parecido.

Mientras cocinaba me ofrecía una naranja partida con el cuchillo con el que estaba picando la cebolla, un sabor que sin ser agradable era muy especial, tanto que lo recuerdo cada vez que cocino con cebolla cabezona o hago jugo de naranja, cuando las parto viajó inexplicablemente a ese tiempo y lugar. Se pintaba los labios con colorete rojo oscuro y tenía ojos negro azabache mirándome fija y tiernamente mientras yo comía. Mis primas dicen que era muy brava, que tenía un fuerte carácter, pero ese no es el recuerdo que yo tengo de ella.

Después de pasar por la cocina, entrar en la habitación de mi tía que olía un poco a húmedo y registrar sus cajones buscando golosinas ocultas, subía las amplias escaleras en forma de caracol y llegaba al segundo piso que conectaba con la azotea descubierta. Esquivando dos o tres claraboyas que le daban luz al piso de abajo, se encontraba la habitación de mi abuelo Antonio.

Tenía que atravesar el comedor para entrar, había muebles muy grandes de madera maciza, antiguos, en perfecto estado, un baúl café oscuro en donde guardaba lo que llamaba sus tesoros, variedad de dulces, galletas y chocolates, algunas antigüedades, el dinero de la pensión y los cigarrillos marca Piel Roja, sin filtro. En esto me quiero centrar, los cigarrillos de mi abuelo. Fumaba todo el tiempo, apagaba uno y prendía el otro. Era un olor intenso, de esos que te hacen aguantar la respiración y que una vez que ya no puedes dejar de hacerlo sientes que te ahoga y hasta te produce tos.

Mi abuelo era un ser maravilloso, trabajó casi toda su vida en la Imprenta Nacional de Colombia, mi mamá siempre lo contaba. Corregía el Diario Nacional, el periódico de mayor circulación en la ciudad, tenía una impecable ortografía, preciosa letra, conocía de historia del mundo y poseía una amplia cultura general, como si hubiera viajado por muchos países, aunque nunca salió de Colombia, todo ese conocimiento se lo dieron los libros.

Era muy brillante y siempre estaba peinado y perfumado. Entre las cosas que más recuerdo está su voz, fuerte, gruesa, con la cual leía poemas, y en más de una ocasión mi mamá, que aún conserva los casetes, lo grabó mientras recitaba. En una ocasión me aprendí para declamarle a él la poesía de la mariposa vagarosa, todavía me acuerdo de sus ojos admirados y orgulloso escuchándome, cómo extraño la forma en que me atendía y escuchaba, en esos tiempos en que no existían los celulares y teníamos la atención del abuelo solo para nosotros, porque a todos nos dedicaba tiempo.

Un día se enfermó, enfisema pulmonar, me dijo mi mamá que tenía, por el cigarrillo que fumó desde muy joven, así que lo hospitalizaron. Mi papá esperaba conmigo y aunque no lo podía visitar pues por mi edad no me permitían entrar a la clínica, lo vi un día por la ventana, le comprábamos pollo en canasta, como llamaban en un restaurante al pollo apanado y frito, era muy rico, recuerdo su delicioso olor. Al día siguiente mi mamá llevaba un lindo vestido negro tejido de lana, con su collar de perlas que usaba solo en algunas ocasiones.

Mi abuelo, mi tía Sofía y mi papá ya no viven en la tierra, pero vivirán con estos recuerdos en mi corazón y mi mente para siempre.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Los muertos regresan

Yadira Sandoval Rodríguez


—¿Crees que los muertos regresan? —mi abuelo solía preguntarme al llegar yo de la escuela.

—No, abuelo, los muertos no regresan —le respondía.

—Nieta, los muertos sí regresan y debes creerlo. Siéntate te contaré una historia —con su mano derecha señalaba el asiento enseguida de él para que me sentara a escucharlo—. Una noche cuando todos dormíamos se abrieron las ventanas y una ráfaga de viento entró a despertarnos, mi papá asustado recordó: «¡Es su madre que vino a recordarme que debo cumplir la manda!».

Era una historia que me narraba todos los días antes de morir. En su momento no comprendía por qué lo hacía, posiblemente veía muy cercano su final y deseaba compartirme alguna enseñanza, pero ¿qué podría aprender de esa narración? Pasaron dos años de su muerte, hasta que un día cayó una tormenta fuerte en la ciudad, y el barrio donde vivía se quedó sin luz por varias horas, debido al impacto de un rayo en un transformador de energía eléctrica. Tales apagones de luz eléctrica eran comunes en verano por la temporada de lluvia, pero ese día se sintió diferente, la oscuridad que siempre nos invitaba a mirar el cielo y a contemplar la luna, cambió por una de terror.

Siempre que se iba la luz mi madre nos pedía a mi hermana y a mí sacar al porche los tres catres de tela de Ixtle que tenía desde que su abuela existía, los acomodaba de tal manera que pudiéramos descansar del calor, ya que en julio la temperatura llegaba hasta los cuarenta y cinco grados centígrados y el cooler dejaba de funcionar al irse la luz. También recuerdo las dos lámparas de petróleo a las que mi madre recurría para aluzar la casa, las de batería se utilizaban para ir al baño o al patio. Mientras poníamos las sabanas y las almohadas en los catres para dormir, entré por unas tijeras a paso lento, y con la lámpara de petróleo me dirigí hacia el mueble de costura que estaba en el cuarto de mi madre. Y de repente observé una mujer de edad avanzada sentada en una de las esquinas del cuarto, grité y dejé caer la lámpara de petróleo, en el mismo momento en que un trueno sonó horriblemente fuerte. Ellas también gritaron, mi hermana corrió hacia la cocina por una cubeta con agua para apagar el fuego el cual se pudo haber extendido por el petróleo derramado en el suelo. No podía tranquilizarme, mi madre me sacó del cuarto y mi hermana se quedó limpiando. Mamá me preguntó qué fue lo que pasó y yo contesté:

—Vi una persona en una de las equinas del cuarto sentada en una silla.

Mi madre se queda seria y a los segundos dice:

—Está en tu mente, hija, recuerda eso no existe.  

—Mamá yo no creo en esas cosas y siempre se lo dije a mi abuelo. Él sí creía en eso.

—La historia de tu abuelo te hizo sugestionarte.

—Mi abuelo contaba de una promesa que nunca cumplió su papá y que su mamá venía del más allá para recordársela. Era una clase de peregrinación al cerro de la Virgen caminando, y como el bisabuelo no era creyente, la bisabuela a toda costa deseaba que la manda religiosa se cumpliera. Para mí es una historia absurda llena de misticismo algo normal de aquella época. Pero esta mujer, mamá, ¿qué quiere?

—Hija, posiblemente es tu imaginación, tu abuelo te llenó la cabeza de muchas historias, mejor nos iremos a dormir.  

Se acercó la hermana quien escuchó la historia de Perla y comentó:

—Hermana me preocupas estás muy tensa, relájate, ven conmigo te llevará al catre para que te duermas.

—Rosario, yo sé que no me creen, pero sí vi a una mujer en ese cuarto.

—Haz de andar estresada por la escuela, mejor acuéstate —expresó Rosario.

—No, Rosario.

—Bueno, sí te creo, por lo que he leído de espiritismo a los muertos se le debe de escuchar. Un amigo me comentó que él vio a una anciana asomándose por la venta de tu cuarto mamá. Estábamos él y yo platicando en el porche y me preguntó por la señora, yo no la vi, pensé que estaba bromeando. Él asegura que ve muertos. Así afirmó, mamá: «En esta casa vive un espíritu». Por curiosidad empecé a leer de esas cosas, pero la verdad nunca he visto nada.

—¡Rosario! Estás viendo cómo está tu hermana y tu diciéndole eso —espetó la madre.

—Mamá es cierto, no te lo había dicho porque sé que no te gusta escuchar estas cosas, pero tú misma nos dices que esta casa tiene más de cien años; debe haber fantasmas en este lugar. ¡Perla vio una mujer y mi amigo también!

—Hermana no te burles por favor.

—No me estoy burlando.

Mientras hablaban se escucharon pasos adentro de la casa, Rosario exclamó:

—¿Oyeron eso?

—Sí —aseveró Perla.

—Puede ser un gato —respondió la madre—. Iré a ver qué es.

Las dos hijas dijeron al mismo tiempo: «Te acompañamos, mamá».

Agarró la madre la lámpara de petróleo y se dirigieron al patio trasero para ver de dónde provenían los ruidos. Las tres llegaron ahí, revisaron y no encontraron nada. Al momento escucharon como alguien caía al piso, las tres se quedaron mirando y se acercaron al lugar del ruido, nadie había, al mismo tiempo, se oyó el rechinar de una puerta, las tres se quedaron serias y se abrazaron. La madre pidió que la acompañaran a su cuarto, al llegar la puerta se cerró, Perla soltó el grito porque sintió que alguien tocó su espalda, Rosario empezó a rezar el Padre Nuestro, la madre se acercó a la cerradura de la puerta para abrirla, Perla pidió que no lo hiciera, que mejor se fueran de ahí, la madre no les hizo caso, al abrirla, una mujer vestida de negro con un chal tejido de color perla extendió su mano derecha en señal de hacerlas pasar al cuarto y con tono de voz suave les dijo: «Las estaba esperando». Perla empezó a llorar, Rosario le pidió que se tranquilizara, la madre en voz alta le dijo a la mujer:

—¿Qué quieres?

—¿No me recuerdas, Catarina? —preguntó la mujer.

La madre se acercó a la mujer para reconocer el rostro.

—Eres mi abuela.

Impresionada dejó caer una lámpara que traía, las hijas soltaron el grito, todas salieron corriendo, la lumbre agarró fuerza por el petróleo derramado en el piso, Catarina corrió a la casa más cercana para pedir un teléfono y hablarles a los bomberos, estos llegaron a los diez minutos y las tres mujeres solo veían como el cuarto de la madre se consumía por el fuego ocasionado por la impresión de haber visto a la bisabuela y Catarina le dice a sus hijas: «Ese era el cuarto de su bisabuela, ahí dormía en su catre, y su abuelo tenía razón, los muertos sí regresan».

viernes, 4 de septiembre de 2020

Un mundo para Andrés

Diego Velásquez González


Cree escuchar el sonido de un helicóptero… despierta. Se oye un disparo y el grito de una mujer, después un breve silencio: «Lo mataron, alguien llame a la policía» afirma la voz de un hombre. Andrés sigue en su cama petrificado. Por un momento no encuentra el límite entre el sueño y la realidad. Se levanta va hacía la ventana, pero recuerda su desnudez. Al llegar de la universidad agotado y embotado de sus clases de la tarde en medio de un calor asfixiante se había quitado todo y acostado. Trata de afinar el oído mientras se pone una pantaloneta, pero todo es un murmullo. Abre con precaución la ventana. A unas tres casas, en el antejardín se observa el cuerpo de Ricardo quien en su momento fue su mejor amigo. Solo lo observa. Todo en su mente es confusión. 

Estaba tirado en el andén, con los brazos extendidos como un cristo mirado al cielo. Se podía ver su humanidad inerte bañada en sangre. Se decía que era consumidor de drogas y ahora ladrón, pero nadie lo sostenía. Seis meses atrás, después de la muerte de la madre de Ricardo, el padre un conductor de bus a nivel nacional y su hermano mayor se marcharon a Bogotá buscando un mejor futuro y afirmaron que Ricardo se iría al terminar el año. Desde allá le mandaban dinero para los servicios de la casa y comprar el mercado, porque el arriendo lo pagaban desde la capital. Ricardo había estudiado poco. Afirmaba que eso no servía para nada. Aprendió de manera empírica mecánica automotriz en los talleres del barrio y eso le bastaba. Y es justo reconocerlo, era bastante experto. Tenía una habilidad intuitiva para encontrar los problemas en cualquier vehículo. Pero ya en aquel momento de su vida, su soledad y la ausencia de vínculos afectivos cercanos que lo conectaran a la familia y brindará un piso emocional terminó por sumergirlo en la droga. Lo único que lograba conservar era la necesidad de mantenerse bien vestido y aseado junto a sus habilidades laborales. Nunca se veía sucio o desaseado, y mucho menos con pinta de indigente, aunque sus ojos cada vez estaban más hundidos y la ausente, perdida. 

En el barrio durante mucho tiempo le tuvieron una paciencia infinita. En muchas casas le brindaban comida. «Ahh es que su madre era muy buena persona». «Ese muchacho no tiene a nadie que le ayude o le haga un favor» se decía después de la muerte de la mamá y más cuando quedo solo en casa. En la mayoría de los hogares entraba con facilidad, le abrían sus puertas y sus intimidades. Hacía mandados y cuidaba los ancianos cuando quedaban solos. De pronto, empezaron a desaparecer de las casas joyas, relojes, linternas, dinero y cualquier objeto de valor relativamente pequeño que pudiera ser guardado en un bolsillo del pantalón o dentro de la camisa. Todos se quejaban del mal y veían la raíz del problema, pero nadie hacía nada. A su vez temían su influencia sobre los niños cuando se hizo evidente su drogadicción. Entonces la gente dejó de darle entrada a sus casas. Y si al salir se lo encontraban, le daban dinero para que comprara algo, esperando que de esa manera pudieran garantizar que no les robaría o se les metiera a sus casas. 

—Hasta que alguien se cansó de esta situación e hizo lo que tenía que hacer —escucha decir en la calle. Andrés vuelve en sí pues no dejaba de observar el cuerpo. No pensaba nada, no sentía nada. Al menos eso creía. 

Recordó que Ricardo mantenía continuamente en su propia casa, especialmente los sábados y domingos cuando dormía sus borracheras y en no pocas ocasiones aquel le ayudaba a sobrellevarlas. Le traía agua, le ayudaba a limpiar si vomitaba y demás. Los juegos, las farras, tantas cosas que compartieron juntos hicieron parte de su cotidianidad. Pensó en su propia madre. Pronto llegaría a casa y sin duda estaría desconsolada. Si bien ambos no habían vuelto a tratarse, había una distancia respetuosa que no violaban por ninguna circunstancia. Los dos eran conocidos en el barrio por su vieja amistad. El uno por buen hijo estudioso, rumbero y alcohólico, y el otro por drogadicto, mecánico, vago y ahora ladrón. Nadie supo las razones de su distanciamiento. Ninguno de los dos daba cuenta de aquello de tal manera que al momento de su muerte ya no eran amigos, tampoco eran enemigos. 

El frente de la casa y la calle se llenaba más y más de curiosos tomando fotos o grabando videos con sus celulares. Andrés cierra la ventana. Mira el reloj: 7:15 p.m. «Mierda» se dijo para sí y corrió al baño. Había olvidado la cita con Lara, su novia. Se desnudó y entró en la ducha. El calor del día había cedido y una suave y refrescante brizna caía desde las montañas. Mientras se vestía no lograba sacar de su mente a Ricardo. Y empieza a sentir una ligera tensión en sus hombros. Los dos tenían la misma edad, veintitrés años. Esta vez, no tuvo que cambiarse dos sino cuatro veces de ropa hasta que creyó sentirse bien. Un jean azul claro Levis y una camisa de rayas estilo años sesenta, pero con todo el carácter de los años actuales y unos zapatos mocasines de color café fueron su elección. Se vio en el espejo, en ese perpetuo ritual que lo caracterizaba, pararse frente a aquel y mirarse por algún tiempo, quizás esperando que surgiera de allí el verdadero Andrés. Suena el celular. Miró, «Santo Dios, esta vieja me va a echar y quedaré nuevamente solo en esta puta vida» se dijo en voz alta. 

—Hola. Andrés son las 7: 40 p.m., ¿qué pasa contigo?  No has llamado —dijo Lara.

—Me dormí, estaba muy cansado al llegar de la universidad y no tengo minutos en el celular. Pero ya estoy listo. Te iba a llamar de la esquina de mi casa.

 —Ya estoy con unos amigos en el café que hay a la entrada del Plaza San Antonio, el centro comercial. ¿Te esperamos?

—Sí claro. En media hora estaré allá.   

Había conocido a Lara hacía cuatro semanas. Se gustaron desde el principio y a los tres días ya eran pareja. Ella había quedado prendada de su belleza exótica, sus ojos verdes, pelo rubio ensortijado, su cara tierna, sincera y su delgado cuerpo. Era un buen bailarín y muy amigable, siempre abierto a la conversación en cualquier lugar y circunstancia. Además, que parecía demostrar inteligencia. Sus estudios de Ingeniería Eléctrica y su interés por la filosofía, algo de lo cual ella no entendía nada, pero hablaba de él como un tipo lindo e inteligente, una combinación extraña en una época donde se vive de lo inmediato y por tanto podía darse el lujo de mostrar su nuevo novio con orgullo. Él a su vez, había quedado encantado de su conversación, llena de chispa, aunque casi siempre rayaba en lo simple y ridículo, pero reconocía que tenía buen trasero y una linda cara. Era una mujer pretensiosa, con cierto aire de autosuficiencia propio de adolescentes que solo esperan llegar a su mayoría de edad para sacar el mayor provecho de la vida que se abre ante ellas. 

Tomó sus llaves, organizó nuevamente su camisa en el cuello, se miró por última vez al espejo. Abrió la puerta de la casa y allí estaba su mamá llorando y conversando con doña Jimena, la vecina de enfrente. Andrés va a su lado y la abraza. 

—Hola Mamá. No llores por favor, me hace poner triste.

—Yo sabía que eso pasaría —respondió entre murmullos y una voz ahogada—  él jamás escuchaba razones.

—Si madre. Yo tampoco sé que pensar. Dormía cuando escuche los disparos. 

En ese momento, ya estaban en el proceso de levantamiento del cadáver y pronto todo volvería la normalidad. 

La madre observa con atención a su hijo acabado de bañar, oliendo a una loción suave y profunda que hace poco le había comprado, además con ropa limpia. 

—¿Y es que va a salir? Mire los peligros que hay.  

—Ya tenía un compromiso —y se despide con el acostumbrado beso en la frente antes de que dijera algo más. 

—Cuídese, no llegues tarde. Te amo.

—Así haré —y mirando a la vecina dice— Adiós señora Jimena.

—Qué estés bien —respondió. 

Andrés observa su reloj, 7: 55 p.m. Es viernes, a esta hora el tráfico debe estar más fluido. Por un momento piensa en irse en taxi, pero decide que ese dinero lo guardará para otras cosas y así se demoré un poco más, se ira en bus. El tráfico de la ciudad era demasiado pesado. Varios accidentes de tránsito bloqueaban algunas vías y los trancones poco a poco aumentaban. 

A las 3:30 p.m., cuando se había percatado que no tendría clase de cuatro de administración corrió a la fotocopiadora donde venden minutos a celular. Llamó a Lara para averiguar a qué horas se verían. 

—A las 7:00 p.m. hablamos ahora estoy ocupada —le dijo y colgó. 

«Qué tal» pensó con cierto tono de disgusto al colgar. Se sentía cansado. Toda la tarde en la clase de matemáticas le generó un insoportable dolor de cabeza debido al calor y al hambre que ya lo agobiaba. Y ahora al pensar que tendría otros cuarenta minutos antes de llegar a su casa le hacía aumentar el malestar. «¿Por qué tendríamos que vivir tan lejos?» se pregunta. La mamá de Andrés por más gusto que le diera por ser hijo único no había admitido irse para otro barrio de mejores condiciones o para el centro de la ciudad. Ese barrio era la vida de ella, allí ella se sentía conectada a la vida desde su adolescencia y en ningún otro lugar se sentía más segura. 

Llegó al parque del barrio. Lo atraviesa corriendo. Algunos niños entre trece y quince años jugaban microfútbol. Se mete por una calle peatonal. Apenas escucha a las personas hablar en sus casas, algunas mujeres gritan: «Deje de ver televisión y póngase a estudiar», o bien en los equipos de sonido se podía escuchar ese molesto golpeteo que llaman reguetón. Un vecino pasa con un hermoso pastor alemán haciéndole el acostumbrado paseo de la tarde. Se saludan con la mirada arqueando las cejas y moviendo levemente la cabeza. Llega a su casa. Saca las llaves del morral, abre la puerta. Se percibe un olor a sándalo, el mismo de la vela de incienso que se había quemado en la mañana mientras se arreglaba. Como la casa permanece sola todo el día, el olor seguía en el ambiente. Suelta su maleta y va al baño. Siente un gran descanso al poder eliminar el líquido de su vejiga. Va a su cuarto. Coloca música suave, se acuesta y cae al poco tiempo en un sueño. Es un sitio en el cual hay muchos hombres desnudos, bailan, conversan, se abrazan. El celular, la misma música y el ruido de las casas vecinas lo despiertan. No sabe cuento ha dormido. 

—Hola. Casi no contesta —dice Lara.

—Estaba acostado.

—¿Hace rato llegó?

—No estoy seguro. Ta vez media hora más o menos —responde Andrés.

—Bueno, ¿y que más bebe hermoso? Ahora si podemos hablar.

—Me contesto muy cortante en la tarde —afirma a manera de reclamo.

—Estaba ocupada cariño. ¿Qué haremos esta noche?

—Vamos a la presentación de un grupo musical en «Calle Arriba». Dicen que es bueno.

—No sé, recuerda que «Hoy es viernes y el cuerpo lo sabe» —responde señalando el dichoso refrán y siguiendo en su tono de recocha remata con el fragmento de una canción popular— «quiero bailar y tomar y tomar…». 

—Vamos a Pilatos, a escuchar la música y a bailar un rato.

—Eso, eso, que rico. Me gusta. Eres un amor. Te amo.

—¿A qué horas hablamos? —pregunta algo inseguro y se responde así mismo— ¿Puede ser tipo 7:30 p.m.?

—Listo.

—Hablamos, te quiero mucho.

—Dime que me amas —dice Lara.  

—Te amo —responde casi por obligación y agrega—Te cuidas, adiós. 

Andrés se quita toda la ropa dejándola en el piso y vuelve y se acuesta. Sueña. Escucha un helicóptero en medio de la selva, pero no logra ubicarlo, de pronto un disparo… 

El transporte se hizo lento. 8:15 p.m. y según sus cálculos faltaban otros cinco o diez minutos. «¿Qué hacer?» y empezó a sentir el desespero que a veces lo embargaba. Estaba entrando en los días de las indecisiones acerca de sus sentimientos por Lara. Desde el bus puede ver como el centro de la ciudad ha cambiado de ritmo. Un ejército de indigentes se aglomera en las sombras que ofrecen los edificios buscando un lugar para dormir, o en los andenes de las iglesias, o en las cercanías de los puestos de comidas. Observa la situación y se siente temeroso. «¿Cómo será el día que todos estos indigentes se decidan a tomar las cosas por la fuerza?» —se pregunta. 

Al llegar a la plaza principal, puede observar a los trabajadores y trabajadoras sexuales ofreciendo sus servicios, algunos con edades similares a la suya. Cruza rápidamente hacía el centro comercial. Plaza San Antonio es el sitio de moda antes de irse a la rumba en las discotecas de las afueras de la ciudad o a los cafés-bar cercanos. Se encuentra con Lara acompañada de dos niñas y tres muchachos, todos jóvenes como ella, pero desconocidos para él. Ella se veía linda como siempre. Usaba uno de esos descaderados que se habían puesto de moda hace algunos años y que en su caso resaltaba la belleza de su cuerpo delgado. Se dieron un beso. Te presentó a Natalia, Jenny, Luis Carlos, David y Yeison. Andrés los saluda, les da un beso en la mejilla a las mujeres y a los hombres un fuerte apretón de manos. Esa era una de las razones por las cuales caía bien en donde fuera. Siempre se comportaba de manera familiar y amistosa. Se involucraba en las conversaciones, se reía y hacía reír. No obstante, hoy Andrés imaginaba algo más íntimo. Al saludar a Yeison se siente desnudo ante su intensa mirada. Recuerda su sueño y a Ricardo y se siente incómodo. Tiene la certeza que hay muchas cosas, quizás demasiadas que quiere soltar al hacerse más consciente de la vida y saber qué poco a poco se le está escapando de sus manos. Piensa en aquellos bares donde los amantes fortuitos se reúnen a charlar, a reiterar sus sentimientos y a tratar de dar orientación a un vago sentimiento que llaman amor teniendo la certeza que eso no era lo quería para él. Se siente solo. Cree que el amor y la felicidad debe ser algo más y por un momento se pregunta que hace allí. 

—¿Y entonces? —pregunta Andrés a Lara.

—Amor tengo sed.

—Tomemos algo acá —agrega. 

Pidieron malteadas y durante una hora los escuchó hablar de moda, chismes, música. Andrés se dedica a sonreír, a aportar una que otra idea, a darle besitos a Lara en la mejilla, acariciar sus manos y a mirar el reloj de vez en cuando. Por primera vez no se involucra en una conversación de manera directa. Por momentos cruza miradas con Yeison. Se siente escrutado, analizado. Por momentos cree que le dice algo. A su vez por su mente cruzaban muchas ideas, el recuerdo de Ricardo, las tertulias en medio del licor con los amigos de la universidad acerca de vivir como toca vivir así genere incomodidad en otros que solo están atentos a lo que uno hace o deja de hacer. Se sentía mareado. Había demasiado ruido en su mente y quería callarlo. 

—Nos vamos —se escuchó decir finalmente en un tono firme y claro. 

Lara lo contempla asombrada. Y en seguida agrega: 

—De acuerdo, ya es hora —responde y mirándolo con atención dice—. Hoy estás extraño.

—Para nada —. Responde. 

Al entrar a la discoteca ya se sentía asqueado de todo. Le era difícil centrarse en ese momento. Una tristeza lo embargaba y lo peor, no tenía alguien que escuchara y con quien poder hablar. Tomo un trago de aguardiente sin pasante, algo que no había hecho antes. Luego otro y otro más en poco tiempo. Lara pregunta si le pasaba algo. Ineludiblemente volvía esa sensación de la que trataba de escapar, pero no podía, pues estaba escrito en su interior. Era esa soledad, ese vacío que solo fue llenado en algún momento de su pasado. Y se dio cuenta que estaba amarrado a un recuerdo que le dolía, que trataba de esconder, pero que ahora cobraba sentido. Y como consecuencia el mundo de Andrés se empieza a derrumbar, un mundo tejido de recuerdos, pero este recuerdo hubiera querido jamás tenerlo. 

Son las 10: 40 a.m. de un domingo hace más de un año. Andrés trata de dormir, pero no puede por el ruido de las casas vecinas. La noche anterior había estado tomando con los amigos de la universidad. Escucha la puerta. El ruido del timbre se le hace ensordecedor. Mamá salió, piensa. Con pesar se levanta envuelto en una toalla, abre la puerta. Es Ricardo. Pregunta si está solo. Si, mamá está en misa y creo que luego iba a ir a mercar responde. Sigue. Cierran la puerta y suben al cuarto, prenden la televisión y empiezan a conversar. Andrés se vuelve a tirar sobra la cama y se voltea en la cama mirando hacía la ventana dando la espalda a Ricardo. ¿Está borracho? pregunta. Qué cree y le pregunta si quiere tomar algo. Agua estaría bien. Sírvete. Va a la cocina y se atiende, como tantas otras veces. Al subir de nuevo, Andrés se encuentra dormitando boca bajo. Puede ver que está desnudo sin la ropa interior al observar sus caderas ligeramente descubiertas. 

Ricardo le dice que se haga a un lado y se acomoda para ver televisión. Se quita los zapatos. Observa la espalda de Andrés y empieza a recorrerla suavemente con las yemas de su mano derecha. Ve como los vellos se erizan con su caricia. Andrés guarda silencio y sigue mirando hacía la ventana. Observa como respira profundamente y al darse cuenta que no es esquivo a la caricia baja la mano hacía su cintura y las caderas de aquel. Andrés pregunta: ¿Qué estás haciendo?, pero no hace nada para quitar la mano. No pasa nada responde, relájate. Te amo, dice y trata de abrazarse a su espalda. Andrés se sienta de golpe y cubre su desnudez, así como su incipiente erección. No sabe que decir, pero aquellas palabras le suenan confusas. Ricardo está paralizado. Quiero que te vayas dice Andrés. A mí no me gustan los hombres agrega. A Ricardo se le encharcan los ojos, pero se queda en silencio. Váyase, insiste. Se levanta, se pone lentamente los zapatos, sale del cuarto, de la casa y de su vida. Desde ese día no han vuelto a hablar. 

Alrededor de Andrés y sus amigos la rumba se hace cada vez más intensa, pero él se encuentra sumergido en el recuerdo de Ricardo, en su confesión y en la mirada confusa, triste y angustiosa que mostro cuando le pidió que se fuera. «Yo también te amaba» responde en voz baja, casi como un murmullo y sus lágrimas se hacen ver. Se siente miserable al darse cuenta que Ricardo despertaba en él un interés que jamás expresó por considerarlo incorrecto. Recordó los partidos de futbol, los paseos a los ríos con sus amigos, las risas y los cuerpos desnudos en el agua además de la sensación de seguridad que sentía cuando lo abrazaba. Ese fue su secreto. Y comprende que al negarlo se negaba a sí mismo y que ha tratado de vivir en un mundo que no era el suyo. Ahora siente que necesita crear un mundo donde pueda ser y amar sin importar su objeto de amor.