Constanza Aimola
Este hombre era mi abuelo materno, tenía el pelo completamente blanco, era
delgado y muy elegante, así fuera domingo, se vestía de traje completo incluido
chaleco, corbata y sombrero.
Nunca he sido buena para calcular la edad, pero debió estar alrededor de
los ochenta años cuando yo aún era pequeña.
Antes de ir a visitarlo pasábamos por una reconocida pastelería y
comprábamos para llevar brazo de reina, un rollo de pastel que envolvía una
perfecta mezcla de crema de leche batida y fresas, por encima lo espolvoreaban
con azúcar impalpable. Siempre me quedé con las ganas de probarlo, porque al
parecer abrían la caja cuando nos marchábamos.
Vivía en la misma casa que construyó por muchos años, tantos que pasó de
ser un lote a convertirse en el hogar de mis tías, sus esposos e hijos y
posteriormente de algunas familias que pagaban renta por una habitación y
quienes compartían las zonas comunes de lavandería y cocina, así como el patio
y la azotea que era el sitio favorito de los niños.
Cuando mi mamá me llevaba a visitarlo, recuerdo que después de golpear
con la mano un portón verde oscuro enorme y que nos abriera mi tía Sofía, la
única de las cinco hermanas que todavía permanecía con él, junto a su hija
menor Isabel (la mayor Martha ya se había casado), empezaba a sentir diferentes
olores mezclados, producto de lo que cada familia cocinaba.
Aún cierro los ojos y huelo el guiso de tomate y cebolla sin sal a medio
cocinar, el bulto de naranjas con alguna un poco dañada, los frijoles, el arroz
fritándose y la sopa hirviendo en los grandes fogones.
Había dos cocinas, la que compartían todos los inquilinos y la de mi tía
Sofía que solo le pertenecía a ella.
Recuerdo que tenía, debajo de un estante de madera vieja y húmeda, un caracol dentro de un totumo seco. Ahora desde mi raciocinio de adulta no entiendo qué hacía un gigante y baboso caracol oculto en la cocina de mi tía, pero allí estaba y hasta le puso un nombre de mujer, algo así como Petronila, aunque sé que así no se llamaba, pero era algo parecido.
Mientras cocinaba me ofrecía una naranja partida con el cuchillo con el
que estaba picando la cebolla, un sabor que sin ser agradable era muy especial,
tanto que lo recuerdo cada vez que cocino con cebolla cabezona o hago jugo de
naranja, cuando las parto viajó inexplicablemente a ese tiempo y lugar. Se
pintaba los labios con colorete rojo oscuro y tenía ojos negro azabache mirándome
fija y tiernamente mientras yo comía. Mis primas dicen que era muy brava, que
tenía un fuerte carácter, pero ese no es el recuerdo que yo tengo de ella.
Después de pasar por la cocina, entrar en la habitación de mi tía que
olía un poco a húmedo y registrar sus cajones buscando golosinas ocultas, subía
las amplias escaleras en forma de caracol y llegaba al segundo piso que
conectaba con la azotea descubierta. Esquivando dos o tres claraboyas que le
daban luz al piso de abajo, se encontraba la habitación de mi abuelo Antonio.
Tenía que atravesar el comedor para entrar, había muebles muy grandes de
madera maciza, antiguos, en perfecto estado, un baúl café oscuro en donde
guardaba lo que llamaba sus tesoros, variedad de dulces, galletas y chocolates,
algunas antigüedades, el dinero de la pensión y los cigarrillos marca Piel Roja,
sin filtro. En esto me quiero centrar, los cigarrillos de mi abuelo. Fumaba
todo el tiempo, apagaba uno y prendía el otro. Era un olor intenso, de esos que
te hacen aguantar la respiración y que una vez que ya no puedes dejar de
hacerlo sientes que te ahoga y hasta te produce tos.
Mi abuelo era un ser maravilloso, trabajó casi toda su vida en la
Imprenta Nacional de Colombia, mi mamá siempre lo contaba. Corregía el Diario
Nacional, el periódico de mayor circulación en la ciudad, tenía una impecable
ortografía, preciosa letra, conocía de historia del mundo y poseía una amplia
cultura general, como si hubiera viajado por muchos países, aunque nunca salió
de Colombia, todo ese conocimiento se lo dieron los libros.
Era muy brillante y siempre estaba peinado y perfumado. Entre las cosas
que más recuerdo está su voz, fuerte, gruesa, con la cual leía poemas, y en más
de una ocasión mi mamá, que aún conserva los casetes, lo grabó mientras
recitaba. En una ocasión me aprendí para declamarle a él la poesía de la mariposa
vagarosa, todavía me acuerdo de sus ojos admirados y orgulloso escuchándome,
cómo extraño la forma en que me atendía y escuchaba, en esos tiempos en que no
existían los celulares y teníamos la atención del abuelo solo para nosotros,
porque a todos nos dedicaba tiempo.
Un día se enfermó, enfisema pulmonar, me dijo mi mamá que tenía, por el
cigarrillo que fumó desde muy joven, así que lo hospitalizaron. Mi papá
esperaba conmigo y aunque no lo podía visitar pues por mi edad no me permitían
entrar a la clínica, lo vi un día por la ventana, le comprábamos pollo en
canasta, como llamaban en un restaurante al pollo apanado y frito, era muy
rico, recuerdo su delicioso olor. Al día siguiente mi mamá llevaba un lindo
vestido negro tejido de lana, con su collar de perlas que usaba solo en algunas
ocasiones.
Mi abuelo, mi tía Sofía y mi papá ya no viven en la tierra, pero vivirán con estos recuerdos en mi corazón y mi mente para siempre.
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