martes, 6 de octubre de 2020

La luz al final del túnel

Rosita Herrera


El aire me era insuficiente, los espacios se me hacían pequeños, los olores me golpeaban el rostro, tenía mucha sed, pero el agua poseía un tenaz olor a cloro «¡Dios mío! Nos están envenenando y no nos damos cuenta», aquel pensamiento, unido a una fuerte sensación de desamparo y terror, inundó mi mente. Alguien diría que «descubrí América», pero la verdad es que el sentir el veneno tan potente en el agua me removía violentamente por dentro como si mi organismo hubiera recibido un fuerte impacto, mis sentidos se habían agudizado y era como haber recibido un don para reconocer armas mortales en todo lo que nos rodeaba.

Al día siguiente, luego de una tortuosa noche insomne, mi cuerpo se empecinaba en ser una pesada carga, puesto que algo dentro de mí no dejaba de estar mal, sí, era como si mis entrañas se quejaran de lejos… desde muy lejos, y … claro… no podía entender, por consiguiente, tampoco ayudarlo; entonces, me levanté e hice mi rutina de siempre: alimentar a Bob y limpiar el jardín de lo único desagradable de mi perro, luego, preparar mi desayuno…, pero… no tenía nada de hambre, esto era una alarma extremadamente certera de que algo malo me estaba sucediendo. Vinieron las náuseas, la triste y dolorosa sensación del vómito, alcancé a llegar a la cocina y lo que salió de mí fue una sustancia gelatinosa e incolora, pues no comía desde las siete de la tarde del día anterior. Comencé a sentir dolores en el bajo vientre que me tiraban al suelo, no podía levantarme, lloraba del dolor, pero ¿qué diablos me estaba sucediendo? Comprendí que debía tomar decisiones, algo que odio y sobre todo en forma precipitada, no obstante, había que responder al, ¿qué hago? ¿voy a un hospital? ¿a una clínica? ¿tomo un auto? ¿llamo a una ambulancia? ¿le aviso a alguno de mis hijos? ¿a la vecina?... en fin… el sistema simpático estaba sobrepasado enviando señales de alerta a cada órgano de mi ser. Transcurrida una hora, yo todavía sin decir ni hacer nada, apareció mi hijo desde su habitación:

―¿Te sientes mal, ma? ¿Quieres que llame una ambulancia? ―Sus ojos me buscaban   en el vacío, pues mi cuerpo estaba de rodillas sujeto a un gran sofá de cuero ecológico ubicado en el salón principal de la casa.

 Dicen que cuando las desgracias llegan no lo hacen de a una, nos llueven, y ya se habían estado sumando varias en un breve lapso de tiempo: Primero, la pandemia que nos hizo confinarnos en espacios donde la única forma de estar solos era utilizando el pensamiento y la imaginación; la ruptura de una relación , que aunque tóxica y todo lo alejado del verdadero amor que uno quisiera, era lo que me mantenía en un statu quo que pintaba de ilusiones mi realidad y… claro, lo último, la enfermedad, unida al dolor y a la incapacidad física.

El asunto es que aquel día me fui con toda mi humanidad retorcida al primer recinto de salud que había cerca de mi casa, en un taxi de aquellos que se llaman por medio de una aplicación del móvil en la que puedes ver cuán rápido o entorpecido viene. Por supuesto, no vi nada, solo sentía que mi cuerpo se trituraba por dentro y no me daba descanso. Afloró mi llanto desde lo más profundo de mi ser acompañado por mi niña interior quien siempre se manifiesta en mis momentos de crisis y a la que no le importa golpear, patear, sacudir a quien quiera que se interponga en su camino cuando siente verdadero malestar como el que sentía en ese instante.

No podía evitar imaginar con bastante angustia y una dosis de masoquismo, qué hubiera sido de mí en otro lugar del planeta y en otro siglo, supongamos Francia, siglo XVII o XVIII cuando la medicina era incipiente y todavía se cometían muchos errores, además, de haber una fuerte tendencia a buscar respuestas a las enfermedades en mitos y leyendas cuando estas escapaban a sus dominios. Yo, en manos de médicos tan deschavetados como los que describía el grande de Moliere, «los servidores de la muerte», más de alguno andaría por ahí, espero no se haya cruzado en mi camino y si lo hizo, no habría más que decir ni hacer. Cada vez que sufro es inevitable cargar mi realidad de escenarios donde la precariedad azota las almas y me da por empatizar firmemente con aquellos seres que no tuvieron la oportunidad de calmar su aflicción. Debe ser por eso que cuando estamos destruidos, nuestra capacidad de unirnos a la humanidad crece y esto es lo que llamamos compasión, la que remonta en caracteres sublimes forjados por el dolor, como uno de muelas, por ejemplo, siempre me lleva a épocas remotas e imagino a aquellas pobres personas que solo podían esperar la brutal extracción de sus dientes por las manos de un grotesco y bestial barbero.

Rogaba por calmantes, los que llegaron, claro, pero después de haber llorado de mil formas tratando de que la tonalidad y los intervalos entre sollozos fueran altamente irritantes a los oídos de cuántos pasaran por el lugar donde estaba mi cuerpo adolorido y exánime. Quince minutos o tal vez dos horas, no lo sé, hasta que, por fin, luego de haberme transferido desde una silla de ruedas a una camilla, llegó la bendita droga que hizo que mi cerebro se desconectara de mi cuerpo y por tanto ya no sintiera dolor.

Si me estaba muriendo, quería ver la luz al final del túnel, nunca le he temido a la muerte, ha sido mi consorte de viajes y mi estímulo constante para convertirme en un ser superior en esta vida y así poder merecer su eterna compañía, pero no había ni rastro de su presencia, todo era aburridamente cotidiano y sucedían los acontecimientos dentro de una aletargada concordancia. El asunto es que ahí estaba yo sin saber lo que me deparaba el destino y dispuesta a dejar el lugar si es que debía incurrir en gastos desproporcionados, porque no lo he dicho, pero había llegado a una clínica privada de esas a las que catalogamos como cinco estrellas, lamentablemente se le habían caído unas cuantas ya que su personal estaba sobrepasado por la pandemia, pero aún así, su imagen y luminosidad hacían que cualquier pesadilla se convirtiera en un tránsito armonioso hacia la recuperación; la frialdad de los hospitales  y la apatía de sus trabajadores hacen que el camino sea tortuoso, lúgubre e incierto y así es difícil recuperarse ¿no creen? Gracias al cielo y a todos sus ángeles, mi intuición en ningún momento apuntó en esa dirección.

―Hola, ¿pasó el dolor? ―Un doctor muy joven y amable entra de improviso.

―Sí, ya mejor ―le digo mirándolo con curiosidad―. ¿Es el apéndice, no es cierto?

―Tu apéndice se rompió, hay que operar, ¿lo harás acá? La operación tiene un valor de tres millones de pesos… ―Me mira, investigando mi recepción sobre la valía.

―Es como querer comprarse un auto, barato y pequeño, pero los hay de ese precio ―Con mucha tranquilidad, casi indolente, me levanto y camino hacia una silla que sostenía mis pertenencias―. Iré a un hospital, al que me corresponde por localidad.―La que hablaba no era yo, era alguien que no le temía a nada, seguramente yo, pero drogada.

―Espera un minuto. ―Sale de la habitación en forma apresurada.

En momentos en que la mayoría de las personas actúan con desesperación y sus emociones embargan su discernimiento, suele pasarme lo contrario, recae sobre mí un manto de sabiduría y sensatez que prodiga una toma de decisiones frías y racionales donde veo una red de lineamientos claros y precisos a seguir. Estaba lista, completamente vestida, con mi liviana y pequeña mochila de un suave tono palo de rosa, dispuesta en mi hombro derecho. Mi hijo vendría a buscarme y partiríamos juntos en metro hasta la estación Salvador donde se encontraba el hospital del mismo nombre… en esto estaba cuando de pronto aparece intempestivamente el doctor quién había salido de la misma forma.

―¡Te quedas!

―¿Cómo?

No había perdido mi tranquilidad y parsimonia, pero me acomodaba escuchar lo que estaba diciendo, era como que recién mi mente comenzaba a visualizar el contraste entre la vertiginosa y mortal aventura de ir en busca de salvar mi vida a las puertas del Hades, atravesando el río Estigio; y, el paraíso que significaba en que oportunamente salvaría mi vida, lo que hacía todavía más celestial la experiencia de quedarme.

―Activé la ley de urgencia, así que no te preocupes por nada. En dos horas más te operan. Nos vemos y cualquier cosa me avisas.

La Ley de urgencia, no tenía ni la más remota idea de qué se trataba, era algo así como ¿la ley de sobrevivencia? O sea, ¿hay un dictamen constitucional que no te deja morir? Pero si yo no había visto la luz al final del túnel, no me dejarían verla, querían salvarme y yo no podía entender el por qué de tal ley ni el por qué yo, solo que una vez más las benditas energías actuaban por mí y me cambiaban de carril haciéndome ver que solo hay que fluir… fluir… fluir…, pero eso no es todo, también hay que confiar y dejar todo en manos del «de arriba», cuando ya no hay más alternativa, cuando ya, de verdad, todo te da lo mismo y solo te sientes como una hoja que cae sin dirección, la que amorosamente le da el viento… así estaba yo, asumiendo la vida en un estoico acto de fe.

Caos a nivel mundial, en nuestro país en nuestra ciudad, en mi alma, solo que ahora había conseguido una pausa milagrosa y todo estaba a mi favor, aunque nada me importaba porque sentía que nada merecía la pena en este mundo tridimensional.

Asomaban en mi mente algunos recuerdos vividos con Marion, mi dulce y querida hermana fallecida hace once años, siempre aparece en mis sueños cuando me encuentro en problemas dando respuestas a algunas de mis aflicciones.

«Pablo, me quedo acá, activaron una ley, es todo lo que sé» … qué raro, Pablo no me contesta, se supone que debiera estar preocupado, en fin, la juventud, para ellos el tiempo no existe.

Todo estaba en orden, solo quedaba esperar, dejarse llevar.

Escuché en alguna ocasión a alguien que decía, si no acontecen milagros en tu vida, algo en ti no está funcionando bien. Creo que lo que estaba ocurriendo era un milagro, pero no era momento de darse cuenta todavía, faltaba el distanciamiento de la situación, aquel en el que me encuentro ahora.

―¿Cómo esta’i? Soy el doctor Hassan, quien te va a operar. Tienes una peritonitis, te demoraste mucho en venir, hay que lavarte toda tu cavidad abdominal y si está muy complicado deberemos dejar unas sondas, ¿entiendes? Para que puedas terminar de eliminar toda la infección. Esperemos que no sea así.

En efecto, estaba toda contaminada por dentro, es decir, era cuestión de horas y hubiera visto la luz.

A pesar de tratarse de una enfermedad tan rutinaria y de fácil solución, tiene un alto índice de mortalidad, en fin, estaba en este siglo y en un buen lugar por decisión del destino, así que la fatalidad había tomado su abrigo para marcharse.

Una vez en mi habitación cinco estrellas, la vida se veía distinta. Una amplia ventana mostraba el estacionamiento desolado de un mall, en pleno día hábil. Todo a mi alrededor eran atenciones y cuidados, el sol inundaba el lugar y cualquier necesidad sería asistida con el simple presionar de un botón.

Estaba mi cuerpo sin dolor, mi mente sin agobio, puesto que la bendita ley implicaba un costo proporcional al que hubiera cancelado en un hospital público, es decir, casi nada, por lo tanto, no había de qué preocuparse, tan solo dejarse ir; estaba mi música dispuesta a hacerme compañía por medio de mis auriculares conectados a mi móvil, en ese entonces escuchaba una y otra vez a Brad Mehldau y su When it´s rain, de ahí me insertaba en otro loop con Gidon Kremer y Flowering Jasmine y luego Abel Korseniowski y así me creaba un mundo sonoro tan difícil de soltar, como hacerlo si la magia de sus vibraciones hacía estallar mi corazón de felicidad y verdadero gozo; completaba mi arsenal de bienestar a prueba de mundos hostiles un libro del gran Carl Sagan, Contacto, de donde estaba extrayendo referencias para uno de mis cuentos de ciencia ficción más queridos. Lo único que me preocupaba es que no había podido contactar con Pablo ni con ninguno de mis hijos, y ya había salido de la operación hacía un buen rato.

El silencio reinaba en aquel lugar, era como si todos se hubieran puesto de acuerdo para no molestarme ni distraer mi atención.

Todo indicaba que la torre se desmoronaba para dar paso a un profundo despertar de la consciencia. Las energías se transformaban en otras nuevas y mejores. Solo había que querer despojarse de lo que ya no estaba en sintonía, de lo que quiere irse y no lo dejamos. Recuerdo que en este fatídico año, había encargado un libro que debería haber llegado en abril a mi hogar, ya había perdido las esperanzas, pues era el mes de julio y aún la página de seguimiento señalaba que mi libro venía viajando, el asunto es que un día sábado de ese mismo mes, luego de tomar mi desayuno, me senté en mi lugar favorito para leer en el salón de mi casa, ansiosa porque Pabellón de cancerosos, ya lo estaba terminando, es que el personaje central de la historia  había agarrado mis hebras más sensibles, pues a pesar de ser un hombre rudo y explosivo, mi querido Oleg Filimonovich Kostoglotov, en su momento final, cuando vuelve a casa luego de una larga temporada en  un hospital de Usbekistán, tomaba distancia de las posibles personas que podrían haber estado en su vida y decidía soltarlas, luchando con todo espejismo del ego que se atreviera a darle la pelea, como el apego, el sexo, el dolor, la enfermedad, la alegría y la tristeza pasajeras; el vivir, el morir y así, lejos de acobardarse, comprendía que los pocos o muchos días que le quedaran de vida debía llevarlos en absoluta y plena libertad porque necesitaba ese tiempo para incorporar sus recientes aprendizajes que radicaban principalmente en aceptar lo que la vida le quiere dar para su propia paz. Estaba leyendo sus últimas cartas y reflexiones, las que constituían el final de la novela, cuando suena mi teléfono, era mi libro, el que esperaba tener el espacio para ser leído. Todo sucede así, nada llega si no has desocupado el sitio energético para acogerlo, entonces me paré para ir en busca de la mejor lección de mi vida en ese momento presente.

Esta habitación ya no la siento tan cómoda, creo que el personal de esta clínica se ha olvidado de mí, siento frío, extraño a mis hijos, dónde estarán, supongo que la pelea de aquella noche ya la habrán superado, siento haberme impacientado tanto por la invasión de mi espacio vital, pero es que ya mi organismo estaba contaminado y mi percepción de las cosas, alterada. El último doctor que vi señaló que de milagro había logrado llegar a la clínica, que ya no había nada más que hacer, que era muy tarde… que lo más probable era que mi cuerpo hubiera sufrido una septicemia… septi… cemia, pero eso no me lo dijo a mí directamente, sino al doctor que lo secundaba en la operación. ¿Cómo pude escuchar la conversación si yo estaba sedada? ¿Marion? ¿Qué haces acá? Tú estás… ¡Muerta!

―Vine a señalarte lo que tanto querías, mira, por ahí, ¿ves aquella luz? ―Rodeada de un halo luminoso y con un traje deportivo de color negro, bastante raro a mi ver, pues creía que los espíritus bondadosos debían relacionarse con el color blanco, en fin, la necia dualidad de este planeta y la obsesiva y soberbia fijación por el color blanco «símbolo de pureza y perfección».

―Pero los chicos me esperan, no sé si quiera partir en este momento, tengo cosas pendientes…

―No hay nada pendiente, ellos estarán bien, son adultos y muy sabios, en este momento se están organizando y distribuyendo sus deberes. ¿Sabes? El más pequeño, Gabo, es un adolescente increíble, el más consciente de todos, el que les enseñará cómo vivir sin ti. Dale, ya estás lista, practicaste el desapego y también lo enseñaste, les dejaste la música en sus mundos, tu piano seguirá sonando, siempre ¡Eso es maravilloso! Tus libros serán leídos, pero ahora como una forma de perpetuarte, ¿te das cuenta? Estarán bien, porque siempre estarás junto a ellos de diferentes formas. Así que ahora a disfrutar… te lo mereces, siempre lo añoraste, pero no querías irte así no más, mira: ―Abre sus manos y le muestra la imagen del escaparate de una de las librerías más importantes del planeta― Tus libros están ahora ahí, siendo vendidos y todo ese dinero irá directo a la cuenta de uno de tus hijos, al que te demostró rectitud y dominio. Todo está bien, es hora de partir ―La toma de la mano y  escudriña su rostro―. Te llevaré dónde están ellos, ven acompáñame ―Cierra los ojos y aparecen en el salón de su hogar.

―Cómo no me di cuenta antes, podría haberse salvado ―murmura Pablo mientras sostiene una taza de té caliente, sentado en el suelo, al lado del sillón donde en la mañana yo me apoyaba para levantarme.

―No vale la pena que te tortures, la mamá nos enseñó a ser independientes y a tener mucha confianza en nosotros y en la vida, imagínatela ahora, nos estaría diciendo que no perdamos el tiempo y que luchemos por nuestros sueños. Hay mucho que hacer, Pablo, creo que no se ha ido, la siento muy cerca de mí, recién estaba acongojada, y la recordé diciéndome que la vida está llena de milagros, solo hay que poner atención y confiar como si estuviéramos manejando por la carretera en una noche cubierta de neblina.

―Y… ¿Qué te parece si tocamos aquella melodía que le regalamos para su cumpleaños? ―Gaby se para abruptamente y va en busca de su violín.

―Sí, espera, voy por la guitarra, y… Gabo, pequeño Gabo, acompáñanos con el piano.

―La paz inunda el hogar, Marion, los amo con mi corazón, son parte de mí, lo más valioso de mí.

―Así es, linda labor, abrázalos por última vez y luego deja una señal. ―Le indica un cirio que se encontraba frente a una fotografía de ella con sus hijos cuando eran pequeños.

―Pablo, la mamá estuvo aquí. ¡Mira!

―Sí, la sentí, mi corazón está tranquilo… ¡Gracias, mami! ¡Nos vemos pronto!

Se escucha una suave, pero firme melodía cuyos movimientos ascendentes colaboraron en la rápida ascensión de nuestras almas.

―Ese color de pelo te queda muy bien, Marion, y… ¿quiénes nos esperan?, estoy ansiosa, ¿hay libros allá y música, músicos, pianos, violines?

―Ni te imaginas todo lo que hay… no podrías… ya lo verás, sígueme.

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