Rosita Herrera
El aire me era
insuficiente, los espacios se me hacían pequeños, los olores me golpeaban el
rostro, tenía mucha sed, pero el agua poseía un tenaz olor a cloro «¡Dios mío!
Nos están envenenando y no nos damos cuenta», aquel pensamiento, unido a una
fuerte sensación de desamparo y terror, inundó mi mente. Alguien diría que «descubrí
América», pero la verdad es que el sentir el veneno tan potente en el agua me
removía violentamente por dentro como si mi organismo hubiera recibido un
fuerte impacto, mis sentidos se habían agudizado y era como haber recibido un
don para reconocer armas mortales en todo lo que nos rodeaba.
Al día siguiente,
luego de una tortuosa noche insomne, mi cuerpo se empecinaba en ser una pesada
carga, puesto que algo dentro de mí no dejaba de estar mal, sí, era como si mis
entrañas se quejaran de lejos… desde muy lejos, y … claro… no podía entender,
por consiguiente, tampoco ayudarlo; entonces, me levanté e hice mi rutina de
siempre: alimentar a Bob y limpiar el jardín de lo único desagradable de mi
perro, luego, preparar mi desayuno…, pero… no tenía nada de hambre, esto era
una alarma extremadamente certera de que algo malo me estaba sucediendo. Vinieron
las náuseas, la triste y dolorosa sensación del vómito, alcancé a llegar a la
cocina y lo que salió de mí fue una sustancia gelatinosa e incolora, pues no
comía desde las siete de la tarde del día anterior. Comencé a sentir dolores en
el bajo vientre que me tiraban al suelo, no podía levantarme, lloraba del
dolor, pero ¿qué diablos me estaba sucediendo? Comprendí que debía tomar
decisiones, algo que odio y sobre todo en forma precipitada, no obstante, había
que responder al, ¿qué hago? ¿voy a un hospital? ¿a una clínica? ¿tomo un auto?
¿llamo a una ambulancia? ¿le aviso a alguno de mis hijos? ¿a la vecina?... en
fin… el sistema simpático estaba sobrepasado enviando señales de alerta a cada
órgano de mi ser. Transcurrida una hora, yo todavía sin decir ni hacer nada, apareció
mi hijo desde su habitación:
―¿Te sientes mal, ma?
¿Quieres que llame una ambulancia? ―Sus ojos me buscaban en el vacío, pues mi cuerpo estaba de
rodillas sujeto a un gran sofá de cuero ecológico ubicado en el salón principal
de la casa.
Dicen que cuando las desgracias llegan no lo
hacen de a una, nos llueven, y ya se habían estado sumando varias en un breve lapso
de tiempo: Primero, la pandemia que nos hizo confinarnos en espacios donde la
única forma de estar solos era utilizando el pensamiento y la imaginación; la
ruptura de una relación , que aunque tóxica y todo lo alejado del verdadero
amor que uno quisiera, era lo que me mantenía en un statu quo que
pintaba de ilusiones mi realidad y… claro, lo último, la enfermedad, unida al
dolor y a la incapacidad física.
El asunto es que
aquel día me fui con toda mi humanidad retorcida al primer recinto de salud que
había cerca de mi casa, en un taxi de aquellos que se llaman por medio de una
aplicación del móvil en la que puedes ver cuán rápido o entorpecido viene. Por
supuesto, no vi nada, solo sentía que mi cuerpo se trituraba por dentro y no me
daba descanso. Afloró mi llanto desde lo más profundo de mi ser acompañado por
mi niña interior quien siempre se manifiesta en mis momentos de crisis y a la
que no le importa golpear, patear, sacudir a quien quiera que se interponga en
su camino cuando siente verdadero malestar como el que sentía en ese instante.
No podía evitar
imaginar con bastante angustia y una dosis de masoquismo, qué hubiera sido de
mí en otro lugar del planeta y en otro siglo, supongamos Francia, siglo XVII o
XVIII cuando la medicina era incipiente y todavía se cometían muchos errores,
además, de haber una fuerte tendencia a buscar respuestas a las enfermedades en
mitos y leyendas cuando estas escapaban a sus dominios. Yo, en manos de médicos
tan deschavetados como los que describía el grande de Moliere, «los servidores
de la muerte», más de alguno andaría por ahí, espero no se haya cruzado en mi
camino y si lo hizo, no habría más que decir ni hacer. Cada vez que sufro es
inevitable cargar mi realidad de escenarios donde la precariedad azota las
almas y me da por empatizar firmemente con aquellos seres que no tuvieron la
oportunidad de calmar su aflicción. Debe ser por eso que cuando estamos destruidos,
nuestra capacidad de unirnos a la humanidad crece y esto es lo que llamamos
compasión, la que remonta en caracteres sublimes forjados por el dolor, como uno
de muelas, por ejemplo, siempre me lleva a épocas remotas e imagino a aquellas
pobres personas que solo podían esperar la brutal extracción de sus dientes por
las manos de un grotesco y bestial barbero.
Rogaba por
calmantes, los que llegaron, claro, pero después de haber llorado de mil formas
tratando de que la tonalidad y los intervalos entre sollozos fueran altamente
irritantes a los oídos de cuántos pasaran por el lugar donde estaba mi cuerpo
adolorido y exánime. Quince minutos o tal vez dos horas, no lo sé, hasta que,
por fin, luego de haberme transferido desde una silla de ruedas a una camilla,
llegó la bendita droga que hizo que mi cerebro se desconectara de mi cuerpo y
por tanto ya no sintiera dolor.
Si me estaba
muriendo, quería ver la luz al final del túnel, nunca le he temido a la muerte,
ha sido mi consorte de viajes y mi estímulo constante para convertirme en un
ser superior en esta vida y así poder merecer su eterna compañía, pero no había
ni rastro de su presencia, todo era aburridamente cotidiano y sucedían los
acontecimientos dentro de una aletargada concordancia. El asunto es que ahí
estaba yo sin saber lo que me deparaba el destino y dispuesta a dejar el lugar
si es que debía incurrir en gastos desproporcionados, porque no lo he dicho,
pero había llegado a una clínica privada de esas a las que catalogamos como
cinco estrellas, lamentablemente se le habían caído unas cuantas ya que su
personal estaba sobrepasado por la pandemia, pero aún así, su imagen y
luminosidad hacían que cualquier pesadilla se convirtiera en un tránsito
armonioso hacia la recuperación; la frialdad de los hospitales y la apatía de sus trabajadores hacen que el
camino sea tortuoso, lúgubre e incierto y así es difícil recuperarse ¿no creen?
Gracias al cielo y a todos sus ángeles, mi intuición en ningún momento apuntó
en esa dirección.
―Hola, ¿pasó el
dolor? ―Un doctor muy joven y amable entra de improviso.
―Sí, ya mejor ―le
digo mirándolo con curiosidad―. ¿Es el apéndice, no es cierto?
―Tu apéndice se
rompió, hay que operar, ¿lo harás acá? La operación tiene un valor de tres
millones de pesos… ―Me mira, investigando mi recepción sobre la valía.
―Es como querer
comprarse un auto, barato y pequeño, pero los hay de ese precio ―Con mucha
tranquilidad, casi indolente, me levanto y camino hacia una silla que sostenía
mis pertenencias―. Iré a un hospital, al que me corresponde por localidad.―La
que hablaba no era yo, era alguien que no le temía a nada, seguramente yo, pero
drogada.
―Espera un minuto.
―Sale de la habitación en forma apresurada.
En momentos en que
la mayoría de las personas actúan con desesperación y sus emociones embargan su
discernimiento, suele pasarme lo contrario, recae sobre mí un manto de
sabiduría y sensatez que prodiga una toma de decisiones frías y racionales
donde veo una red de lineamientos claros y precisos a seguir. Estaba lista,
completamente vestida, con mi liviana y pequeña mochila de un suave tono palo
de rosa, dispuesta en mi hombro derecho. Mi hijo vendría a buscarme y
partiríamos juntos en metro hasta la estación Salvador donde se encontraba el
hospital del mismo nombre… en esto estaba cuando de pronto aparece
intempestivamente el doctor quién había salido de la misma forma.
―¡Te quedas!
―¿Cómo?
No había perdido
mi tranquilidad y parsimonia, pero me acomodaba escuchar lo que estaba
diciendo, era como que recién mi mente comenzaba a visualizar el contraste
entre la vertiginosa y mortal aventura de ir en busca de salvar mi vida a las
puertas del Hades, atravesando el río Estigio; y, el paraíso que significaba en
que oportunamente salvaría mi vida, lo que hacía todavía más celestial la
experiencia de quedarme.
―Activé la ley de
urgencia, así que no te preocupes por nada. En dos horas más te operan. Nos
vemos y cualquier cosa me avisas.
La Ley de urgencia,
no tenía ni la más remota idea de qué se trataba, era algo así como ¿la ley de
sobrevivencia? O sea, ¿hay un dictamen constitucional que no te deja morir?
Pero si yo no había visto la luz al final del túnel, no me dejarían verla,
querían salvarme y yo no podía entender el por qué de tal ley ni el por qué yo,
solo que una vez más las benditas energías actuaban por mí y me cambiaban de carril
haciéndome ver que solo hay que fluir… fluir… fluir…, pero eso no es todo,
también hay que confiar y dejar todo en manos del «de arriba», cuando ya no hay
más alternativa, cuando ya, de verdad, todo te da lo mismo y solo te sientes
como una hoja que cae sin dirección, la que amorosamente le da el viento… así
estaba yo, asumiendo la vida en un estoico acto de fe.
Caos a nivel
mundial, en nuestro país en nuestra ciudad, en mi alma, solo que ahora había
conseguido una pausa milagrosa y todo estaba a mi favor, aunque nada me
importaba porque sentía que nada merecía la pena en este mundo tridimensional.
Asomaban en mi
mente algunos recuerdos vividos con Marion, mi dulce y querida hermana
fallecida hace once años, siempre aparece en mis sueños cuando me encuentro en
problemas dando respuestas a algunas de mis aflicciones.
«Pablo, me quedo
acá, activaron una ley, es todo lo que sé» … qué raro, Pablo no me contesta, se
supone que debiera estar preocupado, en fin, la juventud, para ellos el tiempo
no existe.
Todo estaba en
orden, solo quedaba esperar, dejarse llevar.
Escuché en alguna
ocasión a alguien que decía, si no acontecen milagros en tu vida, algo en ti no
está funcionando bien. Creo que lo que estaba ocurriendo era un milagro, pero
no era momento de darse cuenta todavía, faltaba el distanciamiento de la
situación, aquel en el que me encuentro ahora.
―¿Cómo esta’i? Soy
el doctor Hassan, quien te va a operar. Tienes una peritonitis, te demoraste
mucho en venir, hay que lavarte toda tu cavidad abdominal y si está muy
complicado deberemos dejar unas sondas, ¿entiendes? Para que puedas terminar de
eliminar toda la infección. Esperemos que no sea así.
En efecto, estaba
toda contaminada por dentro, es decir, era cuestión de horas y hubiera visto la
luz.
A pesar de
tratarse de una enfermedad tan rutinaria y de fácil solución, tiene un alto
índice de mortalidad, en fin, estaba en este siglo y en un buen lugar por
decisión del destino, así que la fatalidad había tomado su abrigo para
marcharse.
Una vez en mi
habitación cinco estrellas, la vida se veía distinta. Una amplia ventana
mostraba el estacionamiento desolado de un mall, en pleno día hábil. Todo a mi
alrededor eran atenciones y cuidados, el sol inundaba el lugar y cualquier
necesidad sería asistida con el simple presionar de un botón.
Estaba mi cuerpo
sin dolor, mi mente sin agobio, puesto que la bendita ley implicaba un costo
proporcional al que hubiera cancelado en un hospital público, es decir, casi
nada, por lo tanto, no había de qué preocuparse, tan solo dejarse ir; estaba mi
música dispuesta a hacerme compañía por medio de mis auriculares conectados a
mi móvil, en ese entonces escuchaba una y otra vez a Brad Mehldau y su When
it´s rain, de ahí me insertaba en otro loop con Gidon Kremer y Flowering
Jasmine y luego Abel Korseniowski y así me creaba un mundo sonoro tan
difícil de soltar, como hacerlo si la magia de sus vibraciones hacía estallar
mi corazón de felicidad y verdadero gozo; completaba mi arsenal de bienestar a
prueba de mundos hostiles un libro del gran Carl Sagan, Contacto, de
donde estaba extrayendo referencias para uno de mis cuentos de ciencia ficción
más queridos. Lo único que me preocupaba es que no había podido contactar con
Pablo ni con ninguno de mis hijos, y ya había salido de la operación hacía un
buen rato.
El silencio
reinaba en aquel lugar, era como si todos se hubieran puesto de acuerdo para no
molestarme ni distraer mi atención.
Todo indicaba que
la torre se desmoronaba para dar paso a un profundo despertar de la
consciencia. Las energías se transformaban en otras nuevas y mejores. Solo
había que querer despojarse de lo que ya no estaba en sintonía, de lo que
quiere irse y no lo dejamos. Recuerdo que en este fatídico año, había encargado
un libro que debería haber llegado en abril a mi hogar, ya había perdido las
esperanzas, pues era el mes de julio y aún la página de seguimiento señalaba
que mi libro venía viajando, el asunto es que un día sábado de ese mismo mes,
luego de tomar mi desayuno, me senté en mi lugar favorito para leer en el salón
de mi casa, ansiosa porque Pabellón de cancerosos, ya lo estaba
terminando, es que el personaje central de la historia había agarrado mis hebras más sensibles, pues
a pesar de ser un hombre rudo y explosivo, mi querido Oleg Filimonovich
Kostoglotov, en su momento final, cuando vuelve a casa luego de una larga
temporada en un hospital de Usbekistán,
tomaba distancia de las posibles personas que podrían haber estado en su vida y
decidía soltarlas, luchando con todo espejismo del ego que se atreviera a darle
la pelea, como el apego, el sexo, el dolor, la enfermedad, la alegría y la
tristeza pasajeras; el vivir, el morir y así, lejos de acobardarse, comprendía
que los pocos o muchos días que le quedaran de vida debía llevarlos en absoluta
y plena libertad porque necesitaba ese tiempo para incorporar sus recientes
aprendizajes que radicaban principalmente en aceptar lo que la vida le quiere
dar para su propia paz. Estaba leyendo sus últimas cartas y reflexiones, las
que constituían el final de la novela, cuando suena mi teléfono, era mi libro,
el que esperaba tener el espacio para ser leído. Todo sucede así, nada llega si
no has desocupado el sitio energético para acogerlo, entonces me paré para ir
en busca de la mejor lección de mi vida en ese momento presente.
Esta habitación ya
no la siento tan cómoda, creo que el personal de esta clínica se ha olvidado de
mí, siento frío, extraño a mis hijos, dónde estarán, supongo que la pelea de
aquella noche ya la habrán superado, siento haberme impacientado tanto por la
invasión de mi espacio vital, pero es que ya mi organismo estaba contaminado y
mi percepción de las cosas, alterada. El último doctor que vi señaló que de
milagro había logrado llegar a la clínica, que ya no había nada más que hacer,
que era muy tarde… que lo más probable era que mi cuerpo hubiera sufrido una
septicemia… septi… cemia, pero eso no me lo dijo a mí directamente, sino al
doctor que lo secundaba en la operación. ¿Cómo pude escuchar la conversación si
yo estaba sedada? ¿Marion? ¿Qué haces acá? Tú estás… ¡Muerta!
―Vine a señalarte
lo que tanto querías, mira, por ahí, ¿ves aquella luz? ―Rodeada de un halo luminoso
y con un traje deportivo de color negro, bastante raro a mi ver, pues creía que
los espíritus bondadosos debían relacionarse con el color blanco, en fin, la
necia dualidad de este planeta y la obsesiva y soberbia fijación por el color
blanco «símbolo de pureza y perfección».
―Pero los chicos
me esperan, no sé si quiera partir en este momento, tengo cosas pendientes…
―No hay nada
pendiente, ellos estarán bien, son adultos y muy sabios, en este momento se
están organizando y distribuyendo sus deberes. ¿Sabes? El más pequeño, Gabo, es
un adolescente increíble, el más consciente de todos, el que les enseñará cómo
vivir sin ti. Dale, ya estás lista, practicaste el desapego y también lo
enseñaste, les dejaste la música en sus mundos, tu piano seguirá sonando,
siempre ¡Eso es maravilloso! Tus libros serán leídos, pero ahora como una forma
de perpetuarte, ¿te das cuenta? Estarán bien, porque siempre estarás junto a ellos
de diferentes formas. Así que ahora a disfrutar… te lo mereces, siempre lo
añoraste, pero no querías irte así no más, mira: ―Abre sus manos y le muestra
la imagen del escaparate de una de las librerías más importantes del planeta― Tus
libros están ahora ahí, siendo vendidos y todo ese dinero irá directo a la
cuenta de uno de tus hijos, al que te demostró rectitud y dominio. Todo está
bien, es hora de partir ―La toma de la mano y
escudriña su rostro―. Te llevaré dónde están ellos, ven acompáñame
―Cierra los ojos y aparecen en el salón de su hogar.
―Cómo no me di
cuenta antes, podría haberse salvado ―murmura Pablo mientras sostiene una taza
de té caliente, sentado en el suelo, al lado del sillón donde en la mañana yo
me apoyaba para levantarme.
―No vale la pena
que te tortures, la mamá nos enseñó a ser independientes y a tener mucha
confianza en nosotros y en la vida, imagínatela ahora, nos estaría diciendo que
no perdamos el tiempo y que luchemos por nuestros sueños. Hay mucho que hacer,
Pablo, creo que no se ha ido, la siento muy cerca de mí, recién estaba
acongojada, y la recordé diciéndome que la vida está llena de milagros, solo
hay que poner atención y confiar como si estuviéramos manejando por la
carretera en una noche cubierta de neblina.
―Y… ¿Qué te parece
si tocamos aquella melodía que le regalamos para su cumpleaños? ―Gaby se para abruptamente
y va en busca de su violín.
―Sí, espera, voy
por la guitarra, y… Gabo, pequeño Gabo, acompáñanos con el piano.
―La paz inunda el
hogar, Marion, los amo con mi corazón, son parte de mí, lo más valioso de mí.
―Así es, linda
labor, abrázalos por última vez y luego deja una señal. ―Le indica un cirio que
se encontraba frente a una fotografía de ella con sus hijos cuando eran pequeños.
―Pablo, la mamá
estuvo aquí. ¡Mira!
―Sí, la sentí, mi
corazón está tranquilo… ¡Gracias, mami! ¡Nos vemos pronto!
Se escucha una
suave, pero firme melodía cuyos movimientos ascendentes colaboraron en la
rápida ascensión de nuestras almas.
―Ese color de pelo
te queda muy bien, Marion, y… ¿quiénes nos esperan?, estoy ansiosa, ¿hay libros
allá y música, músicos, pianos, violines?
―Ni te imaginas
todo lo que hay… no podrías… ya lo verás, sígueme.
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