Víctor Purizaca
Magdita acomodó el vaso sobre la mesa de madera
barnizada, solo quedaba la espuma de la cerveza. Eugenia arrancó la etiqueta de
la Pilsen Callao y el papel encarrujado reposó en un cenicero vacío. Luego mientras se
acomodaba el cabello lanzó una risita y vio de reojo dos viejos, encorbatados y
malpeinados, que comían un enorme plato de mondonguito con un par de cucharas
soperas. La música de Pedrito Otiniano inundaba
todo el ambiente.
—Rodolfo ya no demora en llegar.
Eugenia guiña el ojo izquierdo a Magdita, golpeando con su
dedo índice derecho el reloj de pulsera Casio.
—La última semana en Lima —añadió Magdita.
—Rodolfito se puso superinteresado cuando
le conté lo tuyo con esos dos curas en Cajamarca, cuando tu mamá trabajaba
cocinándoles, tus encuentros. Parecía periodista.
—Oye chola y ¿desde cuándo es tu enamorado? —señaló Magdita,
sirviendo más cerveza y repletando el vaso impregnado de colorete rojo cereza.
—Desde hace dos meses, bueno, nos vemos cada dos semanas. Él
solo para en la universidad y en el estudio de abogados de su papá. Nos
conocimos en la casa de su tía Teresa.
—O sea donde trabajas cocinando, lavando ropa y…
—Sí, sí y besa rico —sentenció Eugenia.
—¡Salud! Ya me dio hambre. Hay que pedir algo. —Acabó con la
rica cerveza en un santiamén—. ¿Estás segura que acá quiere vernos?
—Claro, Dante setecientos ochentaicuatro, Surquillo, es
seguro, tranquilo. Queda cerca del estudio de abogados de su papá en La Calera.
Becerra, López y Asociados. Cuando paso en el microbús siempre veo el aviso.
—Mira Eugenia, un lomo saltado con huevo frito sería bueno.
Bien montadito como te gusta —Se acaricia el cabello y suelta una risa
escandalosa.
Magdita usaba una blusa rosa, puños dorados y una falda
corta, se dejaban ver unas contorneadas piernas blancas. Los dos caballeros que
habían devorado su plato de mondonguito, miraban fijamente las piernas de la
dama y se relamían y con el golpe de palmas llamaban al rechoncho mozo para
pedir dos cervezas más. Magdita con sus deliciosas curvas, senos firmes, rostro
radiante, lozano, ojos verdes y estando en Lima más de seis meses había
aprendido a disimular su dejo y modo de hablar de San Marcos, Cajamarca. Labios
rojos cerezos.
Eugenia era de Celendín y la había conocido un año antes en
las fiestas de carnaval. A diferencia de Magdita era alta, el cabello oscuro,
negro azabache, nariz aguileña y a pesar de usar perfumes Unique sus manos
siempre olían a detergente y ajo. Casi
no descansaba en sus labores en la casa de la señora Teresita.
Golpes de palmas, el mozo llega. Las damas piden dos cervezas
más y dos lomos saltados con huevo frito.
—Epa y no demore —sentencia Eugenia.
El
domingo corría y Rodolfo no llegaba.
—¿Y tu mamá no dijo nada? —cuestiona Eugenia, sorbiendo medio
vaso de cerveza—. La verdad que era una vergüenza.
—Cuando se enteró me mandó fuera de
Cajamarca, donde una tía en
Pacasmayo, mis hermanos tenían que comer. Era trabajo fijo, amiga.
—Magdita y Birsen te lo pidió en su casa…
—En la casa casi siempre y dos veces en la casa del prefecto,
ese era un borracho.
—¿Te cuidaste?
Sedienta Eugenia de más detalles.
—Era Barsen, Barsen García, no Birsen Y él se cuidaba, lo
hacía premeditado. Ya con Feliciano, el chotano, todo fue más natural, ¿te
acuerdas de él?
—Claro que me acuerdo Magdita, te tumbaste a dos curas y
posteriormente te enseriaste con Feliciano ¡salud, amiga!
—El viejo olía a queso y a Old Spice. Ja, no duraba nada.
Pero luego llegó Félix, un hermano joven al colegio Cristo Rey. Con él si fue
lindo. Era muy bien hablado hasta un libro de lenguaje había escrito, tenía un
enorme lunar en la cara. Y Feliciano regresó a trabajar a Antamina, conoció a
una chotana y se casó, colorín colorado… te acuerdas que tú me lo presentaste…
—No te quedas atrás con los curas arrechos y españoles —dijo
Eugenia.
—Eran hermanos maristas —corrigió Magdita—. Te falta cultura
católica.
—Hermanos, curas, pastores, la misma cojudez, cholita.
Arrecho es arrecho.
—Hasta se pelearon por mí, te imaginas, mi mamá se enteró y
llegó a oídos del hermano provincial que es el máximo… ¿entiendes, Eugenia?
—afirmó Magdita.
—Y así terminaste en Pacasmayo con tu tía. Con quince años,
en otro sitio más escandaloso hubieran terminado en la cárcel.
Dos platos humeantes que traía el mozo reposaron en la mesa y
pidieron ají limo cortado en trozos para acompañar. Un gran bocado de lomo
saltado era ya saboreado por Magdita. Eugenia tomó un sorbo de su vaso de
cerveza y vio sorprendida como los dos hombres que ya habían terminado de comer
se abalanzaban sobre ella.
—Amiga las acompañamos. —Se acomodaba la corbata el más
maloliente.
—Fuera, fuera, estamos esperando a nuestros enamorados. —Se
puso en pie Eugenia con la mirada amenazadora—. Si te ven parado acá van a reventarte.
Avergonzado hizo un ademán a su amigo y señaló al mozo la
mesa donde habían estado, el dinero de la cuenta. El otro hombre más despeinado
soltó a media voz: «Serranas de mierda». Abandonaron el recinto de comer siendo
ignorados por las dos féminas. Eugenia ya se había sentado nuevamente.
—Todo, todo eso que has contado y vuelto a contar se lo debes
relatar a Rodolfito, él te va a ayudar. Te va a servir ahora que te vas lejos a
trabajar.
—Ojalá, amiga. Qué rico lomo. ¡Salud! —sentencia con
algarabía Magdita.
Rodolfito mide un metro ochenta, acomoda la casaca negra y la
camisa blanquiazul, el reloj pulsera marca las tres de la tarde. El jean negro
y los zapatos de cuero marrones relucían en aquel lugar.
Besos, besos al aire y Rodolfo se aproxima y acaricia a
Eugenia.
—Ella es Magdita —presenta Eugenia a su amiga coquetamente.
Beso en el cachete, se acomoda en una silla y aplaude mirando
al mozo.
—Yuquitas con lomo, mozo. —Indica Rodolfo con un gesto del
dedo índice derecho—. No te demores.
—Ya sabes que ella sale el domingo próximo a Chile,
Rodolfito, ella quiere, pero…
—No te preocupes flaca, quiero que me detalle lo del panzón,
lo del hermanito ese en Cajamarca…
—Yo llegaba a la
casa de los hermanos en el colegio Cristo Rey, mi mamá cocinaba, Barsen era
siempre sonriente, y yo ya tenía estas piernas. —Al decir esto se las frota con
ambas manos.
—Oye, qué te pasa. —Señala Eugenia, lanza un codazo a su
galán—. Rodolfito está tranquilo.
—Dos veces fue a dejar mi mamá encargos junto con el hermano Óscar
a una familia a Baños del Inca. ¿Conoces? —relata Magdita. —Éramos de
confianza.
—Sí, he ido, cuatro
veces con Eu —dijo Rodolfo.
Embadurnó sus labios ensalivados en la mejilla izquierda de
Eugenia. Ella devolvió el gesto a Rodolfo oliendo su oreja derecha.
—Oye, pero ¿cómo vamos a hacer? —acotó Magdita.
—¿Cómo? ¿Lo vuelvo a repetir? ¿Eugenia no te detalló? El
sábado en la mañana vamos a reunirnos con un amigo mío, escribe en El Popular y
en una página web. Ese Barsen me hizo la vida de cuadritos en quinto de
secundaria en el colegio y sobre todo… sobre todo… corrió del trabajo a un
primo mío de la Universidad Champagnat, ese sitio de esos curas tacaños. Mi
primo era bien tranquilo y hacía consultorías con otra profesora. El único
pecado de la mujercita era sus preferencias, vivía con otra señora en un chalecito por el estudio cuatro de Barranco, … lo que hiciera con su culo era su
problema. No debió botar a la gordita ni menos a mi primo. Gordo cagón. Desde
entonces lo tengo marcado.
—Te entiendo, pero tú sabes… —señaló Magdita.
—Cien soles, ahora. Por la declaración, la entrevista, el
mismo sábado, doscientos dólares, te ayudará en algo a instalarte en Santiago.
Todo grabado con mi amigo y las preguntas que él te haga, completas. Plata
contante y sonante, flaca.
Eugenia descendió su mano por debajo de la mesa, acariciando
y estrujando la pierna izquierda de Rodolfo. En diez segundos ambas manos
descansaban en la mesa.
Llegaron las yuquitas. El mozo acomodó la charola y el
tenedor fue depositado al costado derecho de Rodolfo. Magdita se apuró en
cortar un trozo de lomo y lo devoró en un regodeo de sabor.
—Mozo, una cerveza más que tenemos sed.
Rodolfo estiró la mano y sobre la servilleta de Magdita
colocó el billete de cien soles.
—Yo quiero que me des tu palabra de que el sábado a las diez
de la mañana.
El mozo se acomoda el cabello y junto a la congeladora reposa
mientras ve a una pareja de cincuentones ingresar al local. Abre la puerta y
saca la cerveza Pilsen Callao. Apura el paso, se detiene frente a Rodolfo y la
destapa.
—Cámbiame de vasos.
Increpa Rodolfo y acaricia a Eugenia en las piernas de nuevo.
—Toma amigo —responde el mozo, atento.
El mozo recoge los vasos y con la otra mano entrega la carta
de menú a la pareja recién llegada.
Sirve los vasos a medio llenar y se despacha un sorbo de
cerveza: Mira flaquita, yo sé que este gordo, el cura, se aprovechó y tu
viejita tuvo que mirar al costado y le dolió mucho. Es una mierda y tiene bien
merecido que se le descubra el tipo de sujeto que es y que fue.
—Magdita, cuéntale del otro, del otro. De Félix, el otro
hermano marista. El que te besaba en el cuello y por él te corrieron a ti y a
tu mamá. A vender rosquitas y manjarblanco. camino a la Granja Porcón.
Eugenia prosiguió: «El Félix
fue su firme, Barsen se puso celoso, fue un barullo».
—Sí lo conozco, Félix Saeta escribió un libro de Lenguaje,
obligatorio en segundo de secundaria en el colegio. Un tipo muy inteligente. No
me parece perjudicarlo, el bravo es el gordo.
Magdita continuó: El lunarejo era recariñoso… bien rico el
lomo Rodolfo y la chelita más rica aún…
Rompió la pausa Eugenia, golpeó con el tenedor el vaso
repleto de cerveza: «Y cuando es invitada es mucho más rica,
¡salud!».
Magdita
y Rodolfo se apresuraron en atrapar sendos vasos medio llenos de cerveza:
Salud, salud. Seco, seco. Empinaron los codos y golpearon la mesa de madera.
—¡Mozo, mozo, la cuenta!
Dos palmas tras el grito; Rodolfo y las muchachas se
irguieron ipso facto. Magdita y
Eugenia fueron a asearse al servicio higiénico. El
mozo gordinflón ya con la camisa sudorosa trae la boleta.
—Dos lomos saltados, unas yuquitas fritas, cuatro cervezas,
sesenta y cinco.
—Quédate con el vuelto.
Estira la mano en la mesa con setenta soles, el mozo dibuja
una sonrisa.
Eugenia se acomoda el brasier bajo la blusa y Magdita el
calzón por debajo de la falda. Vuelan los coloretes y los labios salen rojos
del baño. Sonrisas con Rodolfito.
—Vamos a Domingo Orué, ahí está el carro.
Eran las seis de la tarde. Casi al llegar a la esquina de la
avenida Angamos con Dante, un grasiento hombre ya sin corbata, sin su plato de
mondongo, tambaleante se acerca a Magdita en plan pendenciero y arrimando su
mano en la nalga grita: Serranas de mierda y por este huevón me avergüenzan.
Rodolfo lanzó el puntapié a la canilla derecha y dos golpes
certeros en el pómulo derecho.
Dos cambistas de dólares lo separaron. El agredido no podía
reaccionar y su amigo, compañero en el almuerzo observaba todo desde la entrada
a la panadería Las Delicias, saboreaba un cachito y una Inca Kola. Los
cambistas: «Ya déjalo, está borracho, sigue tu camino». El humo de los microbuses inundaba la avenida y dos
viejitas vestidas de hábito morado con cirios gordos y blancos sin encender
miraban atónitas el espectáculo.
—Faltoso de mierda —endilga el muchacho.
Hace el ademán de abalanzarse al ebrio despeinado.
—Ya vámonos, Rodolfito.
Eugenia entrelazó el brazo derecho con sus dos manos y lo
condujo a la esquina de la iglesia San Vicente de Paul rumbo al auto aparcado.
A un metro en perfecta alineación iba Magdita masticando un chicle de menta.
Ya en el Nissan Sentra del noventaidós, Rodolfo ofreció
llevar a Magdita a su casa, ella deseosa que la dejaran por República de Panamá
con la avenida Aramburú, eso es todo. La flaca se despidió, beso por aquí y por
allá. Raudo puse primera, Eugenia apretaba la entrepierna más y más. Fuimos a
un hotel en la avenida Angamos con la avenida Aviación, con estacionamiento; simulaba
ser un restaurante chino: una sopa wantán para el cuarto, dos tallarines
saltados y para adentro. El trago había hecho efecto, Eugenia se convirtió en
una loba, dos polvos más y a la casa de su tía. Se tenía que enjuagar bien la
entrepierna y la hora corría. Era temprano, antes de las diez la mujercita ya
estaba en su casa.
Luego en mi cuarto, ya en mi casa, recordé que el lunes en la
tarde tenía la misa de la abuelita de Katy, mi novia. La ancianita cumplía dos
años de haber fallecido. La pérdida del trabajo de mi amor, Katy, en la
universidad, había marchitado su alegría. Se iba recuperando, de a pocos. Pero
era la universidad de mi colegio, el Champagnat. Carajo. Cura de mierda. Gota a
gota y llegó el amanecer, el lunes y el tráfico agobiante.
La semana atareada, Katy tuvo tres entrevistas de trabajo y
yo ansioso por el sábado, un par de veces hablé con Gustavo, amigo de la
Universidad de Lima del octavo ciclo de Ciencias de la Comunicación,
practicante del diario El Popular; el gancho para la nota periodística de
Magdita y toda la cochinada esa. Ya lo veía en primera plana.
La verdad que no pude dormir ese viernes, solo en mi cama y
las cuatro, la radio encendida y a las cinco, gorjeos interminables. Ya
amanecía, era el sábado.
—¡Rodolfo!¡Rodolfo! —gritos detonantes de mi madre.
Salto de la cama, bajo las sinuosas escaleras encuentro a mi
padre tendido boca arriba, los ojos cerrados; mi madre tratando de moverlo. Las
pantuflas yacían cerca de las sillas tejidas de Panamá. Traté de ver si aún
respiraba y el pulso contenido bullía en su ser. Mi madre en calzón negro y en
un sostén blanco ajustado en su rollizo cuerpo iban tras el teléfono que
reposaba en una pequeña mesa próxima a la escalera.
Mi padre pareció sobreponerse a su desplome, sin embargo, la
ambulancia ya había llegado. Mi madre y yo nos habíamos cambiado, corría la
hora y eran las diez, la clínica bullía de gente. Estábamos en la sala de
espera, una enfermera llevaba un carrito de curación a la habitación de mi
padre y dos médicos cuarentones recorrían el pasadizo rumbo al estar de
enfermeras. Un televisor Samsung gris mostraba la inauguración del campeonato
Adecore de aquel año, en la imagen el gordinflón sonriente y dicharachero daba
inicio el evento, la reportera se regodeaba con la nota.
—Mira Rodolfito, el hermanito Barsén.
Miré la pared y
entrecorté la respiración. En mi cabeza retumbaba desazón e impotencia: «Cura
de mierda, cura de mierda».
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