viernes, 20 de octubre de 2017

La historia de Mohamed Azerwal

Armando Janssen


Prólogo

He sentido su crudeza en mi propio cuerpo. He sido testigo de la fuerza erosiva del viento, sospecho que desde mi origen he sido un poco arena, un poco sol, un poco viento, un poco soledad. Un viento feroz, constante y eterno desparrama arena sobre mi piel, dentro de mi piel y debajo de mi piel.  Es parte de mi cuerpo, arena en mis ojos, en mi pelo, en mis ropas,  la llevo conmigo desde siempre. He experimentado la soledad. Me he sentido diminuto y gigante a la vez.  He sido testigo de su eternidad. He sentido su abrigo en la inmensidad de sus noches. Es impenetrable, imperecedero, seco. Los ancianos dicen que aquí hubo agua, torrentes de agua tan poderosos como el viento. El desierto.

Capítulo 1

Soy un hombre nacido en el desierto, tengo veinticinco años. Me llamo Mohamed, es el nombre del fundador del Islam.

Soy nómada, bereber, beduino, musulmán, marroquí, varias cosas que me condicionan. Originario de un lugar inexacto en medio de las montañas del desierto de Marruecos. Soy el mayor de siete hermanos, cinco mujeres y dos varones.

Capítulo 2

Ludmila, mi madre, es una persona generosa que ayuda a la gente. Diariamente me cargaba en sus espaldas e iba en busca de agua para cocinar y maderas para el fuego, recorría seis kilómetros de ida y seis de vuelta con toda la carga. Ella es una mujer saharauis, nacida en un campamento de Tiduf en Argelia, una de las guerreras que sobreviven en un desierto hostil que les reseca la piel y el alma. Desde el destierro político que comenzó en 1975, las saharauis administran la economía doméstica y visten pantalón vaquero imitando las modas occidentales.

Fieles a sus tradiciones, llevan al desierto sus melhfas o telas de colores azules, rojas y amarillas, coloreando con sus vestidos el monótono paisaje marrón del desierto que lo domina todo.

Se dice que cada vez que una mujer musulmana saharaui emite un zaghareet o grito de alegría, entonces, la soledad del desierto atenúa su imponente presencia, las nubes se dispersan y el pueblo sonríe.

En la sociedad saharaui, el papel de la mujer tiene gran relevancia. Cuando mi madre se trasladó a Marruecos tras la ocupación del Sahara occidental, las mujeres se convirtieron en una pieza clave en el desarrollo de un pueblo exiliado, porque, por un lado los hombres luchaban en una guerra contra el pueblo marroquí, y por el otro, se necesitaban personas para crear el nuevo estado.

En sus escasos ratos libres, mi madre fabrica bonitas cerámicas.

Capítulo 3

Mi padre se llama Houda que significa «el camino recto». Él cuida todo el día docenas de cabras y ovejas, dos burros y cuatro camellos. Recorre el desierto en busca de nuevos lugares donde encontrar raíces para sus desnutridos animales. Muchas veces pasa varios días sin retornar al campamento. Los animales son su único capital, algunos los heredó de mi abuelo y los de mayor tamaño fueron orgullosamente adquiridos producto de sus negocios con otros nómadas.

Cada cuatro meses levantamos el campamento, cargamos los animales más grandes con todas nuestras pertenencias y nos dirigimos a un lugar alejado, en busca de algún rastro de lluvia y plantas secas para poder subsistir.  Mi madre va delante con sus hijos, siempre con el menor sobre sus espaldas, dirigiendo las cabras y ovejas. Mi padre detrás, con los animales grandes, controlando el cargamento y a todos nosotros. Nos llaman bereberes, hombres bárbaros, hombres libres.

Me pregunto qué tan libres somos, atrapados en este desierto. Condicionados a la voluntad de nuestro destino.

El árido terreno de la hamada, como se conoce a este desierto pedregoso, muestra la decadencia de las casas de adobe, jaimas, se ven en el horizonte infinito, donde las cabras y ovejas comen cartón mojado y los niños corren descalzos persiguiendo ilusiones ópticas.

Capítulo 4

Cuando cumplí seis años, mi padre me dijo: «Mohamed, hijo, acércate. Te voy a enseñar cómo cuidar a las cabras». Yo salté completo de alegría. Mis hermanas y mi madre quedaron a distancia observando cómo me las arreglaba. Día tras día mi padre me enseñaba con mucha paciencia y destreza el manejo de los animales pequeños. Aprendí rápido, al poco tiempo me alentó a incorporar a las ovejas, más tarde los burros y por último los camellos. Me enseñó qué utilidad tiene cada animal.

A los ocho años ya cuidaba todo el rebaño, desde antes que saliera el sol hasta caída la noche. Regresaba exhausto. Comprendí que cuanto más me alejaba, más posibilidades tenían los animales de encontrar alimento. Mi madre me entregaba diariamente mi cuota de comida, lo justo para no morir de hambre, yo era piel y hueso. Así pasaban los días, internándome a pleno en la vida de un perfecto bereber.

Al cumplir yo diez años, habiendo completado docenas de traslados de campamento con los animales, mi padre nos reunió y dijo:  «Esta vez debemos ir más lejos, ya no hay como subsistir en este desierto».

Recorrimos más de doscientos kilómetros de arena, para llegar cerca de la frontera, establecimos la base de nuestro campamento a unas siete horas a pie de un pueblo llamado Ben Ounif, en el estado de Béchar, en Argelia. Aquí fue donde nos quedamos más tiempo, casi cuatro años. En esta época y con todos los contratiempos, se nos redujo sensiblemente la cantidad de animales, murieron por falta de alimento. Mientras tanto mi padre cayó muy enfermo. No teníamos casi que comer. Mi madre cocinaba raíces que yo juntaba y bebíamos algo de leche producto de alguna triste cabra.

Capítulo 5

De joven comencé a interiorizarme en la inmensidad del desierto. Su arena fina y blanca que el viento moldea como el cuerpo de una mujer. Dunas, curvas, olas, un océano pero de arena. He aprendido que el desierto es múltiple, en sus formas, en sus colores, en sus texturas. He aprendido que el desierto no está compuesto solo de arena, también es roca, que a veces es oscuro, que esconde muchas más formas de vida que no imaginamos, que lo habitamos personas que vivimos al límite de la supervivencia, en forma constante y sin que nadie piense en nosotros.

Antes de cumplir los catorce yo me ocupaba de todo sin descuidar a los animales, y como mi hermano menor era muy pequeño, comencé a adiestrar a un niño de un campamento vecino con el objetivo de cuidar al rebaño. Tenía pensado una vez mi aprendiz conociera el oficio, en ausentarme unos días para ir hasta la frontera en busca de alguna oportunidad de trabajo para conseguir medicina para mi padre y alimentos para la familia.

Mi primera vez en un pueblo, cómo olvidarla. Me encontré con un movimiento desconocido e inusual para mí. Estaba plagado de turistas que buscaban aventuras. Yo aparentaba más edad de la que realmente tenía, ya era alto y se me asomaba barba. En el bar, me enteré de que existían otros lenguajes propios de los turistas y comencé a conocer el inglés y también el español, algo de francés.

Esos días me dediqué en parte a profundizar y conocer qué buscaban esos turistas. Escuchaba en forma reiterada que uno de los sueños más comunes entre los viajeros que se acercan a Marruecos y Argelia, era trasladarse en mitad de las dunas del desierto bajo un manto repleto de estrellas, vivir la experiencia de dormir en un campamento haimas donde poder disfrutar de la paz más absoluta y comprobar por sí mismos cómo es el silencio del desierto. Y por otra parte, conseguí trabajo temporario alimentando los burros y camellos, que en unos cuántos días partirían en caravana para trasladar a un gran grupo de turistas. Quedé pensando en base a todo lo que había escuchado esos días, cómo podría yo ofrecer un servicio que alojase a los turistas en el desierto, los cuales pretendían descubrir nuestra forma nómada de vivir, pero sin pretender perder completamente su acostumbrada buena vida. Disponer de su propio campamento, con camas confortables, una buena mesa con alimentos típicos pero bien elaborados y buen vino, un buen baño y los traslados. De esta manera a su regreso, los turistas tendrían una aventura para contar en sus monótonas vidas, retornando a su habitual vida y ocupaciones.

Mientras pensaba, recordé a la mujer que me regaló mi primera experiencia sexual.

Capítulo 6

Regresé al campamento después de casi un mes fuera. Llevé medicinas para mí padre, una melhfa para mi madre, golosinas a mis hermanos y toda la comida que me permitió comprar el trabajo y llevar caminando. El aprendiz se había ocupado bien de los animales. Hablé con la familia sobre el movimiento del pueblo y de los turistas.

Las haimas forman una parte muy importante en la vida de los nómadas. Las componen mantas, alfombras y cojines que convertimos en un agradable espacio donde formamos nuestro hogar que compartimos en familia en cada campamento.

Les conté a la familia, en base a lo que había visto y pensado en el pueblo, lo que pretendían los turistas, y que les parecía la idea primaria de traer un reducido grupo, con el ánimo que conocieran nuestras costumbres a cambio del pago de nuestra labor. Nuestra familia nunca antes había conocido el dinero, los negocios que realizaban los mayores siempre se basaban en el intercambio.                                                                                                       
Les dije:  Para lograr este servicio, tenemos que confeccionar otra haima donde alojarlos, brindarles buena y auténtica comida del desierto, un buen baño, y los traslados.                                                                                                                      
¿Pero de dónde sacaríamos dinero para estos gastos? ¿Cómo confeccionar el baño y solucionar el tema de suministro de agua para las duchas?       

Eran muchas interrogantes, difíciles de contestar para nuestra humilde posición. Y en esto continué pensando, día tras día.

Retomando mi actividad al cuidado de los animales, también pensaba tontamente en Malika, la joven argelina que me hizo conocer el amor en el establo aquella noche. Ella llegó a mí desesperada, buscaba el burro que su padre le había encomendado cuidar y al despertar de su siesta, se le había escapado. Cerré el establo y sin dudar la acompañé al lugar donde se había dormido. Mi destreza en el desierto buscando huellas de animales perdidos no me falló, seguí el rastro del animal y al rato lo encontramos. Ella complacida me acompañó al establo y tirándose sobre mí, bajó mi pantalón, subió su falda y me pagó montándome con ahínco como se monta a un camello al galope, mientras, exhibía sus espectaculares y turgentes pechos, invitándome a tocarlos y saborearlos.

Capítulo 7

He abrazado el desierto y el desierto me ha abrazado. He observado que de forma imperturbable nos ofrece abrigo para que vivamos en él, y con él morimos un poco cada día. Dicen que acá puedes alcanzar las estrellas con las manos, que la paz es infinita y el silencio que se respira en el corazón es único. También nos llaman beduinos, o moradores del desierto.

Epílogo

Tres meses más tarde, con la ayuda de mi padre que mejoró gracias a la medicación, a mi madre que fabricó hermosas cerámicas y realizó la decoración donando sus mejores melhfas, junto a mis adorables hermanos que colaboraron en todo, a Duhar, el niño adiestrado que continuó cuidando los animales y al trabajo en el pueblo que me permitió ahorrar suficiente, armamos otras dos haimas en nuestro campamento.

Tuve que instalarme en el pueblo otros seis meses, para ahorrar otra cantidad suficiente para alhajar las tiendas, comprar comida y buenos vinos, preparar los tanques de alimentación de agua, adquirir maderas y cojines para confeccionar las camas, sillas y mesas, costear toda esa mudanza y demás elementos para empezar a ofrecer el primer servicio de estadía para los turistas en nuestro campamento, que mudamos por última vez más cerca de las dunas grandes.

Recuerdo las lágrimas cayendo de mis ojos el día que llegamos al campamento, con los animales grandes de mi padre cargados con las ropas y excentricidades de los cinco primeros turistas que montaban los camellos alquilados, yo guiándolos junto a Kalima.  La familia se distinguía a lo lejos, ya tenían todo pronto para recibirnos. Qué momento.

Actualmente funcionamos como parada de alojamiento, con servicio de comida y ducha, para la mayoría de los tours que pasan por la zona. Los turistas paran en nuestros haimas, ellos aprenden de nosotros sobre nuestra forma de vida, sobre el silencio de las estrellas, el manejo de los camellos, a fabricar cerámicas, y a manejarse con muy poco. Nos dejan ropas, huevos, comida y fotos. Nosotros aprendemos su idioma y cómo atenderlos como ellos quieren.  Gracias a este nuevo trabajo vivimos mejor, hay comida en nuestra mesa, agua en nuestras vasijas y madera para nuestro fuego.

Durante el día llevo a los turistas de paseo en camello que alquilo en haimas cercanas, a una zona llamada “Merzouga”, un lugar turístico con dunas muy grandes donde descansan, se refrescan y comen algo ligero. En las noches armamos una gran fogata en nuestro campamento, donde les ofrecemos danzas con música bereber que realizan mis hermanas, con una comida típica beduina estilo gourmet que prepara mi madre, quien después de llenarles la panza y hacerles tomar mucho vino, les vende sus cerámicas. Mi padre siempre en el campamento, comenzó a fabricar una casa junto a mi hermano, quien ya empezó a cuidar el rebaño. Yo tengo dos hijos con Kalima y tenemos nuestra propia haima. Todos estamos felices.

Ahora tengo veinticinco años y estoy cercano a los veintiséis. Siento que hemos progresado, tenemos trabajo, salud y estamos todos juntos. Al fin logro entender lo que significa tener un futuro.

miércoles, 18 de octubre de 2017

El caso Violeta

Rosario Allpas


Dieron las siete de la noche y el turno de la tarde había terminado. El reemplazo de Carmen estaba listo para hacerse cargo de la instrumentación de la cirugía abdominal que estaba en curso. Antes de abandonar la sala de operaciones Carmen se sacó los guantes y los tiró al balde e hizo una señal de adiós con la mano y salió. Luego se despojó del mandilón, el gorro y la mascarilla dejándolos caer en el cesto de ropa usada. Fue por sus llaves y finalmente se quitó las botas de tela verdes, empujó la puerta de vaivén de la unidad y se dirigió al vestidor de enfermeros ubicado entre el centro quirúrgico y el servicio de emergencia. Caminó por el pasadizo hasta llegar a la puerta del vestidor; más allá el servicio de emergencia bullía de gente, las camillas estaban en fila, pacientes y familiares se confundían con el personal de salud. Antes de abrir la puerta, un atento empleado de limpieza la saludó, quien venía de limpiar el servicio de emergencia dejando a su paso un suave aroma a pino. Carmen respondió el saludo sonriendo, luego giró el picaporte y entró.

—¡Hola, Carmencita! —dijo Gladys al verla aparecer—. Vaya, qué turno, ¿eh?

—¡Hola! Estoy supercansada. —Se dejó caer pesadamente en el sofá y continuó diciendo—: Necesito un momento de relax antes de irme a casa.

Carmen había pasado por casi todas las unidades hospitalarias durante el proceso administrativo de rotación de turnos y de servicios, el que dura más o menos entre uno a dos años, para luego instalarse en sala de operaciones desde hacía cinco años dada su destreza en la instrumentación quirúrgica y pericia en el uso de aparatos modernos que existen en gran número en la unidad. Trigueña clara, de ojos grandes y rasgados, nariz y boca pequeñas. Menuda y delgada que daba la sensación de ser frágil; parecía una muñeca japonesa de porcelana, siempre sonriente y segura de sí misma, sincera y noble, puntual y recta en el cumplimiento de sus obligaciones.

—Sí, yo también —contestó Gladys—. He tenido mucho trabajo en emergencia y desde luego que necesito un pequeño descanso. ¿Sabes? Todo este barullo me hizo recordar al caso Violeta.

—Ni me lo recuerdes. Me da vergüenza traerlo a mi memoria.

—¿Por qué? No seas tan dura contigo misma. A cualquiera de nosotras nos hubiese pasado. Tú eres una muy buena enfermera.

—Sí, pero…, debí haberme dado cuenta.

—Todos saben que no fue culpa tuya. Tómalo como una experiencia más y nada… —Sonrió Gladys.

Carmen levantó los brazos y puso sus manos debajo de la cabeza y también sonrió, recordando…

Era la década de los noventa y el Hospital Santa Rosa, eminentemente materno infantil, había ampliado su cobertura atendiendo a mujeres en los servicios de medicina y cirugía; los varones, sin embargo, solo recibían cuidados de urgencia; si estos requerían internamiento, tenían que ser derivados a otros hospitales. 

Una tibia mañana de verano, hizo su aparición en el servicio de emergencia una mujer que acusaba dolor abdominal. Trigueña, delgada, tenía el cabello largo y lucía un aspecto pálido y ojeroso. Vestía falda negra, blusa estampada y zapatos de tacón bajo. La acompañaba su pareja, un hombre también delgado y trigueño, de edad indeterminada, pues vestía de modo moderno y juvenil, pero se perfilaban pequeñas y finas arrugas en su cara llena de preocupación.  

—¿Su nombre? —preguntó el médico a la paciente.

—Violeta Sánchez —respondió. 

El galeno, tras hacer un reconocimiento, ordenó análisis de sangre y luego de ver los resultados, anotó: «Apendicitis aguda. Tratamiento: Apendicectomía».

Informado el personal de emergencia, empezó a preparar a la paciente para la intervención quirúrgica. En ese momento, confluyeron otros eventos que urgían una rápida atención, otros pacientes habían venido congestionando la emergencia de manera tal que hizo que el personal, escaso desde siempre, como cualquier hospital del estado, no pudiese darse abasto; por ello, cuando Violeta se ofreció a realizarse el imprescindible rasurado de la zona abdominal y genital, dejaron que ella se hiciese el procedimiento dándole las instrucciones respectivas para el mismo, mientras que su pareja se encargaba de comprar las medicinas necesarias. Una vez satisfechos los requerimientos, le proporcionaron bata, gorro, botas y quedó expedita para la cirugía.

La llevaron al centro quirúrgico. Allí, cumpliendo las reglas, revisaron las medicinas, historia clínica, orden de operación. Inspeccionaron a la paciente y le permitieron el ingreso sin mayores contratiempos. En la mesa de operaciones, el anestesiólogo aplicó la epidural. Al recostar a la paciente para la cirugía descubrió que Violeta no era mujer.

—Pe… pero… ¿Qué pasó? —preguntó el anestesiólogo más que sorprendido—. ¿Quién es usted?

—Darío Sánchez —contestó el paciente con un hilo de voz.

Se armó la barahúnda en plena sala de operaciones con el paciente anestesiado y los cirujanos habilitados para realizar la intervención. 

—¿Cómo pudo suceder esto? —preguntó el anestesiólogo consternado ante el desconcierto de todos.

—¿Por qué el paciente se hizo pasar por mujer? —Quiso saber el asistente.

—¿Dónde va a ir luego de la operación, si no tenemos sala de internamiento de varones? —murmuraron atónitas las enfermeras.

—¿Quién revisó al paciente? —preguntó enérgico el cirujano.

—Yo —respondió Carmen— pensé que llevaba una toalla sanitaria. ¿Cómo iba a figurarme que era un esparadrapo ancho con una gasa que escondía el pene llevándolo hacia atrás?

Una sonrisa se dibujó en la cara de todos, la que duró pocos segundos, dentro del caos alcanzado hasta ese momento.

—¿Cómo afrontaremos esto? —preguntó el anestesiólogo volviendo serio el asunto.

—Con el paciente anestesiado, no hay posibilidad de una transferencia y siendo la operación urgente no nos queda más remedio que intervenirlo —dijo el cirujano, dando solución inmediata al problema—, después pensaremos qué hacer; mientras tanto, hablen con su pareja e infórmenle que el hospital no tiene sala de internamiento para varones; por lo tanto, este será transferido a otro nosocomio—. Resopló molesto. 

Afuera, la pareja de Darío esperaba caminando de un lado a otro tratando de hacer pasar los minutos en cada paso que daba. Se le informó de la situación que corría su novio en sala de operaciones, pero él tergiversando el mensaje, creyó que expulsarían a Darío por haber mentido. De inmediato fue a un teléfono público y realizó llamadas para denunciar la medida por considerarla injusta. Vino la prensa a cubrir la noticia.

Al día siguiente se desató una tormenta de titulares: «Hombre fue operado como mujer en el Hospital Santa Rosa». «Quieren expulsar del Hospital Santa Rosa a paciente por mentiroso». «Entró a sala de operaciones del Hospital Santa Rosa como Violeta y salió como Darío».  

El director, furioso, iba y venía por el pasillo de emergencia, donde finalmente terminó el operado. Corrieron memorandos a la velocidad de la luz, tanto a los implicados del servicio de emergencia como a los de sala de operaciones. Los primeros días, el hospital fue el hazmerreír de toda la población debido a la prensa que hacía de la noticia un melodrama de nunca acabar. El director y el personal del hospital eran señalados y las risas burlonas en los pasillos constituían el pan de cada día. El servicio de emergencia, como nunca, estuvo bastante concurrido por los hombres de prensa. El vigilante de la sala de urgencias estaba confundido, no sabía si dejar pasar a los encargados de la información o exigirles el permiso firmado por el director porque si no los dejaba ingresar se armaba el bochinche y era peor.

Sin embargo, todo cambió cuando Darío y su pareja fueron entrevistados en el ambiente donde fueron ubicados.  

—¿Cómo está usted? —preguntó el periodista—. ¿Está siendo bien atendido en el hospital?  

—Bien, muy bien. La atención en general es muy buena —respondió Darío con una sonrisa para las cámaras de video y los flashes. 

La prensa dio cuenta de la noticia con las fotos felices de paciente y pareja, los periodistas cambiaron el tenor de sus reportajes; el hospital se empinó y estuvo en la cresta de la ola de su popularidad. La satisfactoria atención al paciente fue la bandera que empezó a enarbolar el director y supo aprovechar esta oportunidad para dar un anuncio a la comunidad masculina:

«Pronto habrá beneficios de hospitalización para varones en los servicios de medicina y cirugía».

Todos aplaudieron este avance. Los titulares volvieron a lucir loas al director y al hospital.

Darío Sánchez no se infectó, salió de alta en buenas condiciones una semana después de la intervención quirúrgica.

—El final es lo que cuenta —dijo Gladys, dándole palmadas suaves en la espalda a su colega—. El hospital salió favorecido. El director saboreó el poder de la prensa y cómo esta influenció para hacer que una situación peliaguda cambiara para bien.

—Cierto —respondió Carmen.

—Nuestro hospital fue recordado por la buena atención que brindó al paciente.

—Sí, después de todo, eso es lo que pasó. —Y dejando el cómodo sofá le contestó—: Bien, basta de descansos debo irme a casa.

—Yo también. ¡Vamos!

Dejaron sus uniformes turquesa en los respectivos clósets, vistieron trajes de calle y salieron a respirar el aire tibio de la noche veraniega de Lima.

viernes, 13 de octubre de 2017

El accidente

Adrián González


«¡Puje con más fuerza!», indica el oficial de policía. «¡Aaaaaaay!», es, sin embargo, todo lo que sale de la boca de Silvia. «¡Necesita pujar, no gritar!», insiste. «Voy a contar hasta tres y respire conmigo lo más profundo que pueda. ¡Una, dos…, respire hondo! Eso es, ahora sostenga el aire y puje, no suelte el aire hasta la cuenta de diez. ¡Uno, dos, tres…!». «¡Aghggggggh!», gruñe ella, más que pujar. «…nueve, diez. ¡Una vez más, con fuerza! Ahí viene…».

Silvia continúa —entre gritos y pujidos—, esforzándose por dar a luz en el asiento trasero de la patrulla. «¡Aaaaaaay!», se escucha nuevamente. «Ya asomó la cabeza. Tiene mucho cabello», comenta él volteando a verla a los ojos. Ella quisiera sonreír, pero el dolor es insoportable. «¡Aghggggggh!», vuelve a pujar. «Así…, un poco más, bien, sí, otra vez», continúan las instrucciones. —Por fin, el bebé asoma la cabeza completa—. «¡Ya no puedo más!», grita ella. «¡Claro que puede! ¡Tranquilícese!», le habla con firmeza el oficial.

Mientras tanto, el segundo oficial, al volante, continúa insistiendo en la radio por el apoyo de una ambulancia. Está a punto de anochecer y a la desesperante situación —en plena vía rápida y bajo una lluvia intensa— se agregan las bocinas de los autos que no dejan de sonar insistentemente en señal de protesta por el tráfico que ha causado la patrulla detenida.

«¡Póngame atención, señora! Intentaré girar al niño para sacar su primer hombro. Cuando yo le diga, vuelva a pujar con todas sus fuerzas, ya falta poco. ¿Me escuchó?». Silvia, con expresión de dolor, los ojos cerrados y lágrimas escurriendo por sus mejillas, asiente con la cabeza y procede a tomar una gran bocanada de aire para empezar a pujar, cuando repentinamente el oficial la detiene. «¡Espere…! El niño trae el cordón umbilical enredado en el cuello», advierte. «¿Qué pasó con la maldita ambulancia? ¿Ya viene, o no?», pregunta a gritos, exasperado, a su compañero. «Me confirman que salió para acá, no debe de tardar en llegar», responde el oficial al radio. «Mire, señor —indica el oficial que atiende a Silvia, volteando la cara para dirigirse a Renato que, enmudecido y con la cara blanca, permanece parado tras él, fuera del vehículo, empapado por la lluvia y sin saber qué hacer—, el hospital más cercano es la Cruz Roja, donde pedimos la ambulancia, intentaremos llegar, no puedo seguir atendiendo a la señora en estas condiciones. Siéntese con cuidado aquí junto a su mujer y sostenga de esta manera la cara de su hijo, dándole oportunidad de arrojar las flemas y esperando en Dios que en cualquier momento respire. Usted, señora —se dirige ahora a Silvia, mientras coloca su chamarra doblada bajo su pelvis—, mantenga las caderas lo más alto que pueda, haremos todo lo posible, no tenemos mucho tiempo».

Parándose en medio de la avenida para detener la circulación, el oficial da el paso a la patrulla, que inmediatamente enciende la torreta y arranca con prisa rumbo al hospital.  —Silvia llora con desconsuelo—. «Trate de respirar rítmicamente, sin pujar, señora, y recuerde, los milagros existen», señala el oficial al mando, dándose ánimo a sí mismo. «¿Es su primer hijo?», pregunta el que va al volante. —Los limpiaparabrisas giran a toda velocidad y los destellos de las luces de los autos encandilan impidiendo ver con claridad—. «Sí —responde Renato, completamente turbado—. Es nuestro primer hijo».

Dos cuadras más adelante, ven venir de frente la ambulancia.

—No tienes idea de cuánto lloré y le rogué a mi madre para que no me abandonara —cuenta Silvia, acurrucada en su vieja cama a media noche, con lágrimas en los ojos y voz entrecortada—; aún me dan piquetes en el corazón cada que me acuerdo; angustias, creo que le llaman, ¿no?

—No sé, pero no te acuerdes de eso ahora; te lastimas tú y puede hacerle daño al bebé —le dice Renato, tratando de tranquilizarla, mientras acostado junto a ella, acaricia su cabeza, dándose cuenta que está temblando—. ¿Tienes frío? Cobijaré tus pies.

—Tengo miedo —le susurra, mirándolo a los ojos—. Me preocupa ser mamá así como vivimos amontonados en este cuarto tan húmedo, el salitre brota de las paredes y hay goteras. Ya falta menos tiempo para que nazca nuestro bebé y no quiero que se vaya a enfermar.

Mientras tanto, del otro lado del cuarto, don Abel y Lucho se hacen los dormidos, cada uno en su catre. La pequeña habitación —en la azotea de ese viejo edificio en un antiguo barrio del centro de la ciudad— se encuentra casi totalmente a oscuras, solo un ligero resplandor se filtra a través de los periódicos que cubren su única ventana. Afuera hay luna llena.

—Yo también tengo miedo, pero a la vez… ¿sabes?, nunca pensé saber lo que era la felicidad, y ahora creo que lo sé —señala en voz baja él.

—Tú también cobíjate y arrímate para acá —musita con ternura, ella—, hace mucho frío. Nada más no me vayas a apachurrar la panza —le advierte con una ligera sonrisa.

—Vamos a dormirnos ya —propone él, cerrando los ojos, acomodándose la almohada y abrazando con cuidado la gran barriga de Silvia.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta con angustia ella—. No sé cuánto tiempo me tomará poder salir a trabajar con ustedes y no me gustaría andar por las calles cargando con mi hijo en la espalda.

—Deja de preocuparte. Tú cuidarás a nuestro bebé y yo veré qué hacer para asegurarme de que nada les falte. Cierra los ojos —insiste él, en voz baja—, ya es tarde.

—No, no quiero que vuelvas a boxear —le advierte—. Prométemelo por favor —le pide, acurrucándose bajo su hombro.

Pero Renato no responde, tampoco está dormido, solo espera hasta que ella lo esté, para levantarse cuidadosamente y salir a hurtadillas —esforzándose para que la puerta rechine lo menos posible— a tomar el aire fresco de la noche y tratar de despejar su mente. Una vez afuera —entre tinacos y tendederos de ropa—, observa desde esa azotea las luces del barrio a través de una ligera bruma que flota en el ambiente a su alrededor—, respira profundamente y voltea a contemplar la luna llena. —Un involuntario escalofrió recorre su espalda—. Pareciese por su expresión, que el mundo entero se le ha venido encima.

—¿En verdad has pensado en regresar al boxeo? —pregunta Lucho a sus espaldas, provocando que Renato gire rápidamente, sintiéndose sorprendido—. Nos dijiste que ya te habías retirado.

—Nunca te hemos visto boxear, pero ya no eres un joven ­—interviene don Abel, quien también ha salido a tratar de reconfortarlo, evidenciando que ambos escucharon sus cuchicheos con Silvia.

—Lo único que sé —responde él—, es que nuestro trabajo en las plazas y calles, apenas nos da para sobrevivir y pagar la renta de este cuarto. Estoy cansado, a mi edad precisamente, de seguir así.

—Pero… ¡Somos una compañía de teatro urbano! ­—dice con entusiasmo Lucho—. A ti siempre te ha gustado hacer reír a la gente. Llevamos arte y felicidad a…

—¡Somos una bola de fracasados! —interrumpe con enfado, Renato—. Somos un ridículo enano, una contorsionista embarazada, un viejo malabarista y un tonto payaso que va a ser padre; somos unos miserables muertos de hambre a los que la gente arroja una moneda por lástima.

—Ridículo y cosas peores me han dicho muchas veces —dice Lucho, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón—, pero pensé que éramos una familia, y las familias no se hablan así.

—¿Cómo lo sabes? —le increpa nuevamente, alzando la voz—. ¿Has tenido alguna? —Lucho y don Abel se voltean a ver uno al otro desconcertados.

—Ya cálmate —interviene don Abel, mirándolo a los ojos—. Lo que tratamos de decirte es que no estás solo, haremos lo que sea necesario para ayudarte. Y sí, lo que tenemos es una familia, así lo propusiste tú mismo el día que tuvimos que abandonar lo que quedaba del circo; por eso estamos juntos y, tú no eres un tonto payaso, eres un gran mimo.

—El embarazo de Silvia nos ha alegrado la vida —comenta Lucho—. ¿A ti no?

—Por supuesto. Es lo mejor que me ha sucedido. Discúlpenme —musita en voz baja, volteando de nuevo a mirar las luces del barrio entre la bruma, mientras se recarga con sus manos sobre el pretil de la azotea—, es solo que esta no es la vida que quiero para mi hijo.

—Anda, vamos a dormir que pronto amanecerá —propone el viejo, con los brazos cruzados—. Además, el frío arrecia y no nos podemos dar el lujo de pescar un resfriado.

—Adelántense ustedes —responde de espaldas.

Renato se queda contemplando detalladamente la luna que ya casi se pierde en el horizonte, hasta que la alborada lo sorprende en vela —algunos perros ladran, el alumbrado público empieza a apagarse y el ruido de los primeros camiones se escucha a lo lejos—; sin embargo, como esperando una respuesta que no llega, él sigue ahí absorto en sí mismo.

Para cuando Silvia despierta, los tres hombres ya han salido a trabajar, así que, levantándose se enreda con la cobija el cuerpo y se dirige a la hornilla para prepararse un café —al que agrega un poco de leche reservada para ella—, y saca de una bolsa de papel un pan a medio endurecer. Una vez que regresa a la cama, acomoda una almohada en la pared, se recarga en ella y coloca otra bajo su vientre, cobija sus piernas y mirando la luz que entra por la ventana, procede a remojar el pan en el pocillo antes de llevárselo a la boca, para comer ensimismada en sus pensamientos. —El aroma a café invade toda la habitación.

—¡No llores! En cuanto encuentre a tu padre del otro lado, mando por ti.

—¡No me dejes, mamá! —pide a gritos, Silvia—. ¡Tengo mucho miedo!

—No te va a pasar nada —le advierte su madre—. Solo toca la puerta de la casa hogar que te enseñé. Si no te reciben ahí, hay otros orfanatos en los que seguramente te recibirán.

—¡No te vayas, por favor! —suplica llorando desconsolada.

—¡Ya cállate! —le ordena—. Me tengo que ir, cuida muy bien de tu hermano. Tú me respondes por él. ¡Entendiste!

Silvia, tomada de la mano de su hermano menor —que al igual que ella, llora a gritos con desesperación y angustia en la mirada—, ve a su madre correr y subirse a la camioneta llena de indocumentados, para dirigirse a alguna parte en el desierto. Volteando para todos lados, como buscando a donde dirigirse, empieza a caminar en la gran ciudad fronteriza; en su espalda carga una pequeña mochila con alguna ropa vieja, una botella de agua y dos plátanos. Un perro callejero los sorprende con sus ladridos, ella —muerta de miedo— se coloca entre el animal y su hermano; siguen avanzando; gente extraña camina junto a ellos, los hombres usan botas y sombreros, las mujeres minifaldas y tacones, todos se les quedan viendo; música y hedor a cerveza escapan de una cantina, de otra; tienen que correr para cruzar la calle, hay basura por todos lados; todo es tan extraño, tan atemorizante; se han extraviado.

Días pasaron hasta que un policía la recogió una mañana; estaba deshidratada y hambrienta, sucia y flacucha, escondida bajo un puesto en el mercado ambulante, llorando aferrada al cuerpo sin vida de su hermano, que había fallecido de pulmonía esa madrugada. No fue en el primero ni en el segundo orfanato donde la aceptaron. «Esta ciudad está llena de menores que como ella, fueron abandonados por sus padres —dijeron—, tenemos más niños de los que podemos atender», y cerraron sus pesadas puertas. Por fin fue aceptada en un hogar para niñas, donde aguardó —hasta perder toda esperanza— a que algún día apareciese su madre.

«Son pocos los padres que regresan a buscar a sus hijos abandonados», le aclara su “tía” asignada, en la casa hogar. «Otros —para no arriesgarse a cruzar de nuevo—, los mandan traer con los “coyotes”, pero solo Dios sabe si logran sobrevivir en el camino o si en verdad los entregan a sus padres, o peor aún, si ven que la “migra” se acerca, los abandonan en el desierto para ellos escapar», continúa contándole. «Ya pasaron años, lo mejor es que te hagas a la idea de que no tienes a nadie. En poco tiempo tendrás que salir a buscar por ti misma techo y sustento», sigue explicándole. «Y, a ver dime, ¿qué vas a hacer?, no le digas a nadie, pero yo conozco a una mujer que te puede dar trabajo; tú eres bonita; flaquita, pero eso se resuelve; tendrás cama y comida; confía en mí, no te va a pasar nada».

Poco después de esa plática, siendo ya una adolescente, Silvia escapa de la casa hogar a la primera oportunidad. Sin rumbo fijo, pide un «aventón» en la carretera, cuando ve la caravana de un circo que viene saliendo de la ciudad fronteriza con destino desconocido.

Cuando Lucho y don Abel regresan de trabajar cargando con algunos víveres, su presencia inquieta al bebé quien, con algunas patadas en el vientre, despierta a su madre.

—¿Renato? —pregunta, tallándose los ojos con sus muñecas y procediendo a enderezarse.

—Dijo que aquí nos veíamos —responde don Abel—. No tardará en llegar.

Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, hay una discusión.

—Solo le estoy pidiendo una oportunidad —insiste Renato.

—Ha pasado mucho tiempo, no se trata solo de que entrenes y te pongas en forma, simplemente ya no eres el mismo —le señala con firmeza, su antiguo mánager—. ¿Cuántos años tienes ahora? ¿Treinta y cinco? Además, si mal no recuerdo, tus ojos quedaron muy dañados por los golpes y las heridas que tuviste en los párpados y las cejas, tu visión periférica es limitada. ¿Ya lo olvidaste? Si se te desprende una retina quedarás ciego de ese ojo pues no puedes costear una intervención quirúrgica.

—Pero…

—¿Quieres que continúe? —le pregunta con ironía—. Quizás nadie te lo ha dicho, pero los músculos de tu cara están distendidos, como si fueras un borracho, eso viene por traumatismos en la corteza cerebral. ¿Sabes el riesgo que eso implica?

—Solo necesito ganar algo de dinero.

—Mira —le habla ahora en tono conciliador—, fuiste buen peleador pero tu estilo de boxeo era muy rudo —por tus peleas callejeras o yo qué sé—. Entiende que ya recibiste todos los golpes que podías soportar. ¡No te voy a entrenar óyelo bien y es por tu bien! —concluye enfático en voz alta.

Renato se lleva las manos a la cabeza respirando profundo, da la espada al entrenador y sale del gimnasio caminando de prisa y mirando al piso.

Semanas después, como de costumbre los tres hombres salen muy temprano con sus implementos y un maletín con vestuario de trabajo, en dirección a la alameda central, en donde montarán al igual que tantas otras veces, sus diferentes representaciones y pantomimas, en las que hará falta Silvia. Durante el trayecto, en el autobús urbano, aprovechan para contar algunos chistes y entretener a los pasajeros a fin de ganarse unas monedas. Una vez que arriban, al descender en la esquina que forman las dos avenidas principales, esperan la señal del semáforo para poder cruzar el arroyo hacia la plaza que da acceso a la alameda en donde se dispondrán a trabajar. —El tráfico matutino es intenso—. La luz cambia de color y están a punto de iniciar su andar, cuando se escucha el rechinar de las llantas de un carro pasando frente a ellos y que —aún frenando—, se proyecta con velocidad y fuerza sobre los vehículos que de manera perpendicular han iniciado ya su puesta en marcha. —El choque es inevitable—. Como un estruendo se escucha impacto del metal, seguido del estallido de un neumático y cristales de las ventanillas romperse en mil pedazos; el auto impactado a su vez provoca que otros dos —al no alcanzar a detenerse— igualmente se estrellen, uno tras de él y otro en su costado opuesto al choque.

Todo sucede muy rápido: se escuchan gritos, vapor caliente sale del cofre del carro que provocó el accidente y un fuerte olor a neumático quemado invade el ambiente; la gente alrededor se queda pasmada mirando la escena, no acabando de entender lo que sucedió. El primero en reaccionar es Renato, que corre hacia los vehículos para tratar de prestar auxilio, cuando —entre el vapor—, descubre a una mujer que aparentemente ya había iniciado a cruzar la calle y está atrapada con el cuerpo —ya sin vida—, destrozado entre los autos; al interior ambos conductores están inconscientes, uno con el volante incrustado en el pecho y la bolsa de aire desinflada, y el otro con la portezuela del auto oprimiéndolo, la cabeza colgando y la cara sangrando por los cristales incrustados.

Con la ayuda de Lucho —que inmediatamente se interna por una ventanilla rota—, Renato trata de abrir sin éxito, la puerta del primer auto para liberar al conductor; ante la imposibilidad, ambos se dirigen al segundo vehículo y de la misma forma, buscan la manera de sacar por una puerta trasera al hombre que está sangrando. La gente se arremolina alrededor de la escena, los cláxones empiezan a sonar, más de una persona saca su teléfono para empezar a tomar fotografías. «¡En vez de tomar fotos, llamen a emergencias!», reclama alguien a gritos. Por fin logran sacar al hombre sangrando, lo recuestan en plena calle, regresan a seguir tratando de liberar al conductor atrapado por el volante y consiguen abrir la puerta. —Un agente de tránsito aparece y trata de poner orden, dispersar a la gente y hacer circular el tráfico con su silbato—. Renato va a cargar al segundo hombre, cuando siente la mano de Lucho entrar en el bolsillo de su pantalón y depositar algo, voltea a mirarlo, pero Lucho se hace el desentendido, siente una mano en su hombro y es don Abel que, por la espalda, trata de apartarlo de la escena. «Ya terminaste aquí», le dice. Él no entiende nada, hasta que unos muchachos que están revisando las fotos en su teléfono gritan: «¡Hey! Ese enano ratero les sacó la cartera a los heridos. ¡Agárrenlo!».

Inmediatamente la gente rodea a Lucho, empiezan a empujarse por ser los primeros en sujetarlo. —Las bocinas de los autos siguen sonando—. Renato mete su mano en el bolsillo y siente billetes entre sus dedos, estira el cuello entre la gente y alcanza a ver cómo buscan en el pantalón del enano las carteras, da un paso adelante y va a sacar los billetes de su bolsa, cuando don Abel se lo impide sujetándole la mano y mirándolo a los ojos de dice en silencio: «vete», solo moviendo la boca. —El agente de tránsito se acerca a ver qué está pasando—. Entre la confusión y el alboroto, Renato escapa despavorido —como si toda la gente se hubiera dado cuenta y lo fuera a perseguir—; sigue corriendo por las calles alejándose del lugar, hasta que ya no puede más, se detiene y se dobla exhausto, llevándose las manos al estómago y jadeando, pela los ojos y empieza a gritar con furia, golpeándose la cara con sus puños, pareciera que no puede creer lo que acaba de hacer y quisiera infligirse castigo. —La gente al pasar por la acera lo mira atónita y se cruza la calle con temor—. Después de vagar el resto del día por las calles con la mirada perdida, se dirige por fin al cuartucho donde habita con su «familia» en aquella azotea del viejo edificio en un antiguo barrio del centro de la ciudad.

—¡Qué bueno que llegaste! Hace rato que se me reventó la fuente y me han comenzado los dolores —dice Silvia, preocupada—. ¿Qué vamos a hacer?

—Tomaremos un taxi e iremos al centro de salud —responde Renato con serenidad.

—¿Taxi? —pregunta—. ¿Tenemos para pagarlo? —insiste, sin que él responda—. ¿Dónde están Lucho y don Abel? —sigue preguntando, sin recibir respuesta.

Ya en el asiento trasero del vehículo, Silvia —con las contracciones cada vez más fuertes— grita de dolor.

—Pararé a una patrulla para que nos auxilie —dice el taxista—, el centro de beneficencia está lejos, está empezando a llover y el tráfico se está poniendo pesado; los policías sabrán qué hacer.

—¡Ahí viene una! —señala Renato con el dedo, hacia los autos que circulan en sentido opuesto sobre la vía rápida, apresurándose a descender del taxi para cruzar la calle y pararse frente a la patrulla, batiendo sus brazos en señal de alarma para que se detenga.

miércoles, 11 de octubre de 2017

Jugando al detective

Eliana Argote Saavedra


            Cinco de la mañana. Levantarte, abrigarte con un buen chorro de agua caliente y luego, el primer café del día: dulce y amargo. Ya estás bien despierta. Cambiarte, maquillarte, verificar que todo esté en el bolso para no tener que reprocharte por ser tan olvidadiza, salir. Tu elegante figura aparece en la puerta del segundo piso del departamento donde vives, que da directamente a la calle, en plena avenida Principal; observas los alrededores girando la visión con la cabeza erguida, hay cierta indiferencia en tu forma de mirar, mezcla de desdén y elegancia, que despierta envidia en las mujeres, y agrado en los hombres. Sientes que te vigilan, claro que sí, lo sabes bien, son las miradas incisivas de las vecinas que te juzgan tras las cortinas.
  
—Lleva un nuevo vestido, comadre. —Escribe Carmela a toda prisa, con un solo dedo en el Smartphone que registra todas sus tertulias con Mirella, su vecina y compinche en las andadas de «investigadora» que lleva a cabo desde hace ya tantos años.

—¿Cómo es?, ¿cómo es? —pregunta una ansiosa Mirella, acomodando los anteojos que se deslizan hasta la punta de la nariz.

—A ver... —dice rascándose la barbilla— «a la desgraciada», todo le queda bien, mmm, por eso es que los hombres la miran, porque bonita no es, tú lo sabes, pero es que se maneja un cuerpazo. Bueno ya, atenta, atenta, llevamos una semana chequeándola, en cualquier momento sale su amante, vas a ver.
  
            Avanzas hasta el paradero que está en la esquina, no hay nadie aún, «Esta vez les gané a todos», piensas. Comienzan a llegar uno a uno los pasajeros que irán contigo en el bus, los mismos de siempre. De pronto, un ruido familiar anuncia tu espectáculo preferido a esa hora de la mañana: los aspersores se encienden en la berma central y al contraste con el color ámbar del alumbrado público, se crea una bella danza de gotas. Recorres con la mirada los ficus con sus hojas de verdes contrastantes, que parecen brillar tras la estela de agua, «¡Qué hermoso!», te dices, pero entonces, ves algo que capta tu atención: un hombre camina algo encorvado y a prisa por la acera del frente, es de corta edad, bastante delgado y lleva una polera con la capucha puesta, «No seas prejuiciosa», te recriminas cuando percibes que tu frente se contrae; no puedes dejar de verlo, lleva la mano izquierda pegada a la oreja, parece estar hablando por teléfono, la otra, va estirada con una pistola y… «¡¿pistola?!», te preguntas desorbitando los ojos; de inmediato tu mirada vuelve a enfocarse en el extremo de su mano derecha. «¿Una pistola?», ¡no!, claro que no, sin embargo, continúas analizando lo que ves y tu mente insiste en que es un arma.

            Decides ampliar tu foco de atención, al frente, en sentido contrario al sujeto que observas, una muchacha avanza distraída. El tipo que lleva la supuesta pistola está llegando a la esquina, seguro va a cruzarse con ella, te llevas la mano a la boca e imaginas lo peor. Un camión municipal avanza con su monotonía de luces intermitentes y se estaciona delante de ti, estiras la cabeza, la espalda, ¡nada! «¿Es que acaso va a quedarse allí toda la mañana?», te preguntas; con un gesto de contrariedad miras la hora en tu celular, es tarde aunque puedes tomarte diez minutos más e irte en taxi. Mueves la cabeza en señal de aprobación y con paso firme cruzas la avenida adelantando al vehículo. Lastimosamente cuando logras pasar, la luz del día ya se ha instalado, no solo no está la muchacha ni el hombre armado, la arteria está llenándose de gente: estudiantes que avanzan de la mano de sus padres, chicos con sus loncheras, el tráfico normal a esa hora. Te marchas decepcionada. Siempre fuiste curiosa, solo que a los quince, el romanticismo apagaba cualquier brote detectivesco, luego fueron los estudios, aquel fluir incesante de conocimientos, no había tiempo para la imaginación; la realidad existencial, social, política y mundial, «en ese orden», no dejaban espacio para nada, pero de un tiempo a esta parte ves ciertas cosas que antes pasaban desapercibidas, así que decides permitirte dar rienda suelta a tu vocación frustrada de “chismosa de barrio” o “Sherlock Holmes”, dependiendo como quiera verse.

Es el segundo día, te has levantado más temprano. Esta vez no te detienes en el paradero, cruzas, y avanzas por la calle Girasoles que corta la avenida, solo un poco porque el temor que la vida ha sembrado en ti, intenta imponerse. A pesar de la oscuridad puedes apreciar que la pista está asfaltada, aunque solo parcialmente, las construcciones no son parejas, mas hay algunas casas muy bonitas con balcones y colgantes con macetas de flores. Sin darte cuenta, tu observación te ha llevado a avanzar un par de cuadras cuando notas que el cielo está aclarando: revisas el reloj, tienes quince minutos. Tus tacones resuenan al contacto con el asfalto, el ladrido de algunos perros te sobresalta y la vía comienza a llenarse de gente. Decides volver sobre tus pasos, al llegar a la avenida, diriges la mirada hacia el tercer piso del edificio que está en la esquina, sabes que la chismosa de la vecina puede observarte a su antojo, ya sea que estés saliendo de tu casa o caminando por la calle Girasoles porque el ventanal de su departamento tiene vista a ambas arterias. Y allí está ella, la mujer de la que tantas veces te has burlado, seguro está tras la cortina de flores preguntándose qué hace una señora como tú, husmeando por aquí.  No te importa, tal vez ella vio lo mismo que tú, podrías preguntarle, pero es que…, dudas mientras una mueca ladea tu boca, no quisieras involucrarte con ella, seguro tendrías que escuchar la historia de las demás vecinas, que si fulana le saca la vuelta al marido, que si la hija de aquella no vino a dormir, ya lo sabes, las historias de siempre y tú no eres ninguna chismosa. «Por hoy fue suficiente», piensas, y te marchas. Camino a tu centro de labores ves como poco a poco van quedando atrás las curvas del camino y el tímido brillo solar. Pasando el cerro pareces entrar a otra dimensión, una, pintada de gris, lúgubre; mucho asfalto y uno que otro asomo de verde, sin embargo, la llovizna que es como un manto suave que lo envuelve todo y le proporciona al ambiente un toque de película antigua, va bien contigo.

            Estás a mitad de camino y no puedes dejar de pensar, siempre dándole vuelta a las cosas, intentando descifrar ese misterio que tu espíritu perceptivo plantea. ¿Fue cierto lo que viste?, ¿realmente ocurrió?, ¿o solo fue una alucinación? Aclaras la garganta, e intentas reflexionar: «Planteémonos la totalidad de los escenarios», te dices. Primero: fue cierto lo que viste, aunque demasiado rápido para entenderlo, con lo cual, perdiste toda la evidencia, allí ante tus ojos pudo ocurrir un asalto, quién sabe si hasta un asesinato, y casi fuiste testigo de los hechos; de ser así tendría que haber quedado alguna prueba, un cuerpo, rastros de sangre, tal vez hasta el arma homicida. Segundo: Ocurrió a escasos metros de tu casa, ese lugar es uno de las más tranquilos que conoces, por eso te mudaste allí, esa gente sin duda no era de la zona. Tercero: estás consciente de que la urbanización que comienza en la calle Girasoles, no está controlada por el municipio por no ser reconocida, por ende, no cuenta con el servicio de serenazgo. Entonces, podría ser factible que por allí concurra gente de malvivir. Cuarto: desde que te mudaste, hace quince años, jamás te has animado a dar siquiera una vuelta por los alrededores, no sabes qué puede estar sucediendo allí. El resto del día repasas tus hipótesis y casi al final de la tarde has tomado una decisión: aunque te mueras de miedo, irás a dar una vuelta.

            Decides ir con ropa deportiva, así no llamarás la atención, —bien por ti—, te mezclarás por un instante con «la masa», como catalogas al resto de la gente, te sentirás flotar entre aquellos que no tienen los privilegios a los que estás acostumbrada. Buscas en el fondo de tu clóset pues no sueles vestir de esa forma, aquello de los gimnasios y cuidados que «matan de hambre», ya pasó de moda para ti, aceptas tu figura tal cual es, por suerte fuiste favorecida en cuanto a tu metabolismo y a pesar de que ya estás «entrada en años», aún te agrada lo que ves en el espejo. Casi topas el fondo del cajón de pijamas y no lo encuentras, te estás impacientando, te ocurre a menudo, recuerdas clarísimo que compraste un buzo, «¿Dónde carajos lo metí?», te preguntas tirando la ropa al suelo, y entonces, cuando estás a punto de darte por vencida, un sonido plastificado te alerta, «lotería». Lo contemplas, es un hermoso buzo que no pensaste usar jamás, «Qué previsora soy», te dices con un gesto de orgullo dibujado en el rostro perfectamente maquillado «estilo casual», y te lo colocas. El buzo es plomo y rosa, una combinación discreta, las zapatillas jamás estrenadas, asoman por detrás de las botas; tiempo más tarde ya estás vestida. Te observas frente al espejo, te yergues, te pones de lado, un asomo de rollo hace que te pongas aún más derecha, eso es todo, te ves muy bien, estás lista.

            Minutos después, una mujer con actitud extraña avanza por la desolada calle Los Girasoles. Doña Carmela, la vecina, espía por la ventana, «ayer asaltaron la casa de los Gonzales», escribe en el WhatsApp a doña Mirella que le contesta, estratégicamente escondida tras el espeso cortinaje de su ventana, en la otra esquina. Se ven, están frente a frente, solo la pista las separa, pero es divertido enviarse mensajes. Desde que sus nietos les colocaron la aplicación, se han sentido más detectives que nunca.

—Allí está la tía estirada —dice Carmela—. ¿Has visto las zapatillas que se maneja? Cambio.

—Claro, si hasta me daña los ojos de lo blancas que están. Oye, comadre, no tienes que decir cambio, estamos en WhatsApp no en radio.

Ok, y hasta se ha hecho una cola. Cambio.

—Ya pues, comadre, te dije que no se dice cambio.

—Mira, yo digo lo que se me pegue la gana, ¿está bien? Cambio.

De pronto, una sombra es advertida por el rabillo del ojo de Carmela.

—Comadre, creo que la Sherlock Holmes está en la mira de esos «pirañas», ya la vieron, cuando vuelva por aquí, la asaltan.

Efectivamente, de una calle salen dos muchachos, pasan muy cerca de la mujer, mirándola de pies a cabeza, la rodean, pero se alejan. Al día siguiente, Rocío aún tiembla cuando recuerda el intento de asalto, ha decidido dejar de averiguar, «esto no es para mí».

            Tercer día. Regresando del trabajo Rocío se detiene en la panadería; el tendero le informa que se ha terminado el producto, que tal vez en la tienda de Los Girasoles todavía encuentre pan. Duda, tiene miedo, mas decide sobreponerse, aún hay gente por allí. Avanza observando a todos lados, es peligroso ir vestida como está, pero ve a las comadres conversando mientras enrollan la manguera, luego de haber regado el jardín. Saluda, a las mujeres parece agradarles el gesto. Cuando regresa, luego de comprar el pan, ya no hay nadie, falta poco para llegar a la avenida, de pronto, una sombra la sobresalta, con mucho temor voltea, es una puerta con una escalera angosta apenas iluminada por un foco colgado del techo, allí están, se dice, se han escondido, van a atacarme cuando pase. Mirella ve desde su ventana el andar tembloroso de la mujer. De la calle colindante salen los dos muchachos que la asustaron el día anterior, esta vez caminan directo hacia ella, Rocío escucha los pasos, apura su caminar, los sujetos están demasiado cerca, casi la tocan, incluso se separan para flanquearla, la mujer voltea, su rostro se contrae, de pronto, un pito suena muy cerca, tres silbatos largos, otros silbatos parecen responder a este y los muchachos huyen perdiéndose entre las casas.

—¿Viste, comadre? —dice Mirella—, salvé a la Sherlock Holmes.

—Sí, mi querida Watson, tenemos que averiguar qué se trae entre manos, ja, ja; una estirada como ella no vendría hasta acá si no tuviera un motivo, especialmente vestida así.
  
            Cuarto día. Rocío no solo debió quedarse un poco más de tiempo en el trabajo, sino que se siente estresada, estos tres días han sido muy intensos, se ha prometido que sus andadas no continuarán, sin embargo, el taxi en el que regresa decide meterse por la bendita calle Los Girasoles y el auto se malogra. «Señora, mil disculpas, si quiere le devuelvo la plata», ella se niega visiblemente contrariada. Está casi en la avenida, camina observando a todos lados, corre bastante viento así que da una vuelta más a su bufanda. La ropa tendida en los balcones se mueve, las banderas del mes patrio; siente que se congela cuando una sombra parece rozarla. Se pega contra una puerta, ya se ha salvado antes, no tendrá tanta suerte esta vez. Carmela la vigila desde su ventana, la puerta donde está apoyada Rocío se abre. Es de madera ancha y gastada que emite un chirrido. Siente con claridad como la puerta va cediendo ante su peso, ingresa, la poca luz de afuera ilumina apenas el interior. Se queda pegada a la pared hasta que no escucha ningún ruido. Avanza hasta la puerta nuevamente con la intención de salir cuando esta se abre de golpe y casi la estampa contra la pared. Dos hombres entran, llevan algo cargado sobre los hombros, es un bulto grande y largo, y se ve bastante pesado, los sujetos no encienden la luz, solo apuran el paso.

—Falta uno, tenemos que matar dos más para cumplir con la cuota —dice uno de ellos.

—Pero le dijimos al jefe que ya matamos cuatro, acuérdate que uno logró escapar.

—Y si supiera nos mata —responde el primero.

Rocío se tapa la boca, no puede creer lo que escucha, sus ojos desorbitados están clavados en el bulto; de pronto uno de ellos tropieza y casi tira al suelo el paquete, algo queda colgado.

—Un braaazo —dice Rocío aterrorizada.

Los hombres voltean y aunque no distinguen bien de quién se trata, se miran y terminan por tirar al piso el bulto. La mujer sale corriendo de allí. «¿Me habrán seguido?» Se pregunta mientras seca las gotas de sudor que caen presurosas de la frente. 

            Este nuevo acontecimiento te deja espantada y te prometes otra vez que no volverás a las andadas, así que enrumbas a casa, pero una vez allí, luego de haberte aturdido con la limpieza de la cocina y el acomodo de alguna ropa que quedó desordenada, vas a la cama con un libro que finges leer, pero no puedes dejar de preguntarte sobre lo que acabas de presenciar. Necesitas saber, no cesarás hasta que descubras qué había en ese bulto. Y así, sin darte cuenta, otra vez estás inmersa en el juego detectivesco que comenzaste. Al día siguiente llamarás al trabajo diciendo que estás enferma, podrás empezar una nueva búsqueda. Ya el tema del arma que viste inicialmente ha quedado atrás, casi no lo recuerdas, este es un asunto más truculento, dos hombres cargando un muerto. Sí, ellos lo dijeron, aún faltaba matar dos, intentas recordar con más detalle para armar una teoría convincente. Está resuelto, piensas, mañana por la mañana irás hasta aquella dirección, debes saber qué sucede allí. 

            La mañana siguiente, el puesto de don José permanece cerrado luego de la borrachera del día anterior, su proveedor sabe que ese día el negocio no atenderá porque estuvo hasta tarde con el tendero, la mercadería puede malograrse, está cansado. En otra oportunidad se hubiese dedicado a limpiar antes de ir a dormir, pero ha bebido demasiado, así que guarda todo en la congeladora, en el piso han quedado huellas de sangre. Se va a casa y desconecta el despertador. Esa mañana dormirá como un bebé.
  
            Cuando Rocío llega hasta la dirección donde vio a los hombres cargando el bulto, en una de las esquinas de Girasoles con la avenida Principal, observa con cuidado, es una casa, o lo que aparenta serlo. Pasa una, dos y hasta tres veces. Doña Carmela, que ya está en la ventana, puntual como siempre la vigila y se apresura en alertar a su comadre.

—No sabes, comadre, la Sherlock Holmes, ha vuelto al ataque.

—¿Ah, sí? —responde Mirella mientras termina de abotonar el vestido— y ahora, ¿qué hace?

—Ay, si te contara. Es que tienes que verlo con tus propios ojos —dice riendo pues ha visto a Rocío entrar en casa de Mirella.

Doña Mirella aguza la visión, busca por toda la calle.

—Pero no la veo comadre. 

            Mientras tanto, Rocío se ha detenido frente a la puerta de madera, resuelta a entrar, apenas toca, esta se abre. Ingresa, está algo oscuro, una débil luz se filtra por un hueco de la cortina, el suelo está manchado de sangre. Se tapa la boca horrorizada. «Entonces era cierto», se dice retrocediendo hasta apoyarse en la puerta que vuelve a cerrarse, «ese pobre hombre a quien colgaba un brazo, dos más dijeron, y la muchacha, seguro que ella también está aquí». Activa la linterna de su celular y avanza hasta la congeladora recordando las imágenes de tantas películas de terror que ha visto, se ve a sí misma abriendo la tapa y encontrando trozos humanos. Retrocede unos pasos y su espalda choca con algo sólido. El terror se apodera de ella, sabe que debe voltear, no quiere hacerlo, siente, o cree sentir el aliento tibio de una persona en la nuca; en ese instante se enciende una luz que proyecta una sombra en la pared, trae algo en la mano, «Es una pala», piensa horrorizada, creyendo que su destino será ir a hacerle compañía a los demás muertos, en ese instante se enciende la luz de la habitación obligándole a cerrar los ojos. Voltea, a medida que lo hace la sombra también se mueve y al girar por completo tras de sí, descubre a Mirella, con los brazos en jarras.

—¿Qué estás haciendo en mi casa? —le pregunta la mujer empinándose para alcanzarla.

Rocío la observa completamente confundida.

—¿Tu casa? No puede ser, es que yo…

—¡Fuera de mi casa!, si no quieres que llame a la policía.

—Pero, es que, déjame explicarte por favor, anoche, anoche yo iba…

—¡Claro!, ya me imagino lo que vas a decir, que anoche andabas de chismosa por el barrio, tratando de enterarte qué hace la gente.

—No, por favor cómo crees, yo soy una señora decente, es que el otro día casi me asaltan…

—Eso lo sé muy bien —interrumpe Mirella—, fue gracias a mí que no te asaltaron.

—No, no, no fueron ustedes, fue el serenazgo que hizo sonar su sirena.

—¿Serenazgo?, ¡ja!, a mí con serenazgo, fui yo la que tocó el pito, mamacita, o sea que le debes a este pechito que no te robaran, pero en lugar de agradecerme, te metes en mi casa, Dios sabe con qué intenciones.

—¡Seguro está buscando a tu marido!, yo la vi el otro día —grita Carmela que acaba de entrar permitiendo que se filtre el bullicio de la gente que se ha aglomerado en la calle.

—¡No!, eso es una calumnia, yo andaba detrás de un hombre que...

—¡Ah!, o sea que lo confiesas, andabas detrás de un hombre.

            En ese instante, debido a los gritos, ya los vecinos han hecho venir una patrulla, ingresan dos serenos, uno de ellos observa a las mujeres y mueve la cabeza, «otra vez ustedes», dice con fastidio. «pero es que, oficial…», intenta explicar Mirella, este la detiene. «A la comisaría», indica. Una vez allí, el primer oficial informa a su jefe respecto al altercado, recordándole que en varias oportunidades esas dos señoras han alterado el orden público y que merecen una sanción.

—Bien —dice el comandante—, todas pasarán unas horas en la cárcel hasta que se aclaren los hechos.

Rocío mira a todos por encima del hombro y se dispone a salir, un oficial se lo impide.

—Usted no va a ninguna parte, señora, tiene que acompañarnos.

—Pero, ¿a dónde?

—Al mismo lugar donde irán sus comadres.

—¿Yo?, ¿con ellas?, pero, oficial, usted no puede comparar.

—Las tres solo son unas chismosas, así que se la van a pasar bien, compartiendo sus experiencias por algunas horas.

            Luego de unos minutos se abren los barrotes de la celda donde las comadres están retenidas, una asustada Rocío ingresa, ya no va erguida ni con poses, le han hecho colocarse un overol plomo, igual que a las otras. Horas después, entregan la llave de la celda a la vigilante, «Saca a esas tías, ya es hora de que se vayan a casa, ojalá hayan aprendido la lección. ¡Ah!, ten cuidado con una de ellas, no vaya a ser que presente cargos, es una tía estirada».


            Al rato vuelve la celadora; «Ya las solté», dice, «Están cambiándose de ropa, pero si había una tía estirada, te aseguro que ya no existe. En la celda solo hay tres chismosas arrepentidas».