viernes, 25 de febrero de 2022

Prisión y libertad

Amanda Castillo Tenorio

 

Fernando cursaba cuarto semestre de derecho en la Universidad Distrital. Siempre fue un chico apacible, pensativo y dispuesto al diálogo. Era un estudiante aplicado, responsable, buen hijo y un hermano amoroso.

Meses atrás, estando en la biblioteca de la universidad, una chica se le acercó para preguntarle algo sobre un libro que necesitaba. Él le respondió con amabilidad y ella le preguntó sí podía sentarse en la misma mesa junto a él. A partir de ese día se volvieron inseparables. Ella era cinco años mayor que él y estaba finalizando su carrera de ingeniería civil, sin embargo, la diferencia de edad no fue un impedimento para que el amor creciera entre ellos.  Fernando por primera vez se sentía enamorado, a pesar de que notaba algunos comportamientos por parte de Laura que le despertaban cierta inquietud.

La pareja perdía todo contacto entre sí los fines de semana, ella no le había querido compartir su número de celular, sus redes sociales, ni ninguna dirección física donde él la pudiera ir a buscar. Cuando él le mencionaba esta situación, Laura se ponía a la defensiva y argumentaba que ella era una de las pocas personas libres de la adicción causada por la tecnología. Dado el carácter apacible de Fernando, las conversaciones sobre el tema siempre quedaban a medio terminar.  

—No quiero ser esclava de las redes sociales, ni de los celulares. Prefiero verte a los ojos cuando te hablo.

—No se trata de eso, Laura. Es normal compartir cierta información entre novios.

—¡Vamos, pregunta lo que quieras! ¿Qué más quieres saber acerca de mí?

—Ya, no te enojes —le decía él—. No volveré a tocar el asunto.

Fernando no era muy dado a participar en marchas o protestas, por el contrario, siempre prefería el diálogo y la concertación pacífica. Sin embargo, la vehemencia de Laura al defender la protesta social como medio efectivo para garantizar los derechos de las clases menos privilegiadas socialmente, era de tal magnitud, que llegaba un punto donde a él se le acababan los argumentos. Fue así que como después de una inolvidable noche de pasión, Laura lo convenció para que asistiera a una marcha programada para el día siguiente. Ella prometió no separarse de él ni un momento, pero él debía hacer exactamente todo lo que se le dijera.

A pesar de la intensa lluvia la plaza de Nariño estaba abarrotada de estudiantes universitarios y trabajadores oficiales agremiados en los diferentes sindicatos. Era el tercer día de marchas y protestas motivadas por el proyecto de ley que pretendía aumentar los impuestos y reducir el monto de las transferencias a las universidades públicas del país.

Fernando estuvo puntual a la hora acordada, y Laura llegó acompañada de dos hombres que él nunca había visto, los presentó como sus amigos.

Uno de los hombres extendió su mano para entregarle al muchacho un morral envejecido.

—Tome hermano, este es su paquete.

El muchacho no comprendió y levantó las cejas en señal de pregunta.

Hubo un incómodo silencio entre los cuatro, pero enseguida Laura tomó la vocería:

—Mi amor, esto es parte de los insumos que debemos llevar. Como es mucho material lo repartiremos entre todos.

—No me habías dicho nada de ningún material, ¿qué contiene?

Laura guardó silencio y por un momento evitó la mirada de su novio.

—¿Qué contiene esto? —insistió Fernando.

Sin pensarlo dos veces el chico hizo el ademán de abrir el morral, pero este fue arrancado con prontitud de sus manos por parte de uno de los acompañantes de Laura.

—¡Vámonos ya! —dijo el hombre.

Había un automóvil esperándolos en la acera de enfrente, y los cuatro se subieron sin pronunciar palabra.

Una vez estuvieron en la plaza, los compañeros de Laura se dispersaron entre la multitud. Él se mantuvo junto a ella como habían acordado. El ambiente era tenso. Había una enorme cantidad de policías, e inclusive soldados en el perímetro de la plaza. La gente gritaba arengas en contra de la desigualdad, la pobreza y la corrupción de los políticos. Los líderes de la marcha usaban los megáfonos para hacerse escuchar en medio del bullicio, mientras avanzaban de manera lenta, pero segura hacia la línea donde se encontraban los policías. La intención era ingresar a la fuerza al capitolio nacional.

Varios hombres encapuchados salieron de en medio de la muchedumbre lanzando piedras y tratando de sobrepasar la barrera conformada por hombres de la policía. De inmediato se empezaron a escuchar explosiones y disparos. El caos fue total.

Fernando se alarmó mucho más cuando descubrió que Laura ya no estaba junto a él. No podía ver bien a causa del ardor en sus ojos originado por los gases lacrimógenos que lanzó la policía. Empezó a gritar bastante asustado:

—¡Laura!, ¡Laura!, Laura!

Él sabía que, en medio del caos, nadie lo iba a escuchar. Entonces decidió dirigirse hacia el otro lado de la plaza, buscando una salida de ese infierno. Mientras corría, a su encuentro vinieron dos uniformados con pistola en mano.

—¡Alto! —le gritaron al cerrarle el paso.

—Necesito salir de aquí  —dijo Fernando sintiendo que se ahogaba por el humo.

Los hombres lo sujetaron con fuerza, uno por cada brazo y lo llevaron hasta un camión estacionado en un callejón. Él intentó hablar y explicar lo que estaba haciendo en aquel lugar, pero no tuvo tiempo de hacerlo. Fue empujado hacia dentro del vehículo, los policías no pararon de darle puños y patadas hasta dejarlo inconsciente.

Horas después un baldado de agua fría despertó bruscamente al chico. Poco a poco se dio cuenta del sitio donde se encontraba. No lograba moverse con facilidad, un agudo dolor le punzaba a la altura de sus costillas. Como pudo se puso en pie y gritó a través de las frías rejas de la mal oliente celda:  

—¿Por qué estoy aquí?

—Está detenido mijo —le contestó una voz.

—¿Por qué? ¡Yo no he hecho nada!

—Por bandido, por guerrillero.

—Pero es un error, yo no soy ningún guerrillero —dijo con tono de alarma.

El policía dio la vuelta, sin hacer caso a lo que el muchacho le decía.

Habían transcurrido un par de días y Cristina, la madre de Fernando, no tenía idea donde se encontraba su hijo. Con ayuda de unos vecinos, empezaron su búsqueda en hospitales y estaciones de policía, hasta que por fin lo encontraron en un calabozo de la Fiscalía. Su madre estaba devastada por el estado en que encontró a su hijo y especialmente por las acusaciones proferidas contra él.

Fernando era acusado de ser el líder de las milicias urbanas de un peligroso grupo guerrillero. Según las autoridades había pruebas contundentes que lo incriminaban. La principal acusación era la que provenía de una integrante del grupo, una mujer de nombre Eliana Montoya, alias «Laura» que también había sido capturada y que, en la audiencia preliminar de imputación de cargos, había declarado que el cabecilla de la célula urbana era Fernando Molina Acosta. Al momento de su captura, entregó un morral con explosivos, los cuales, según ella, habían sido entregados por este para ser usados durante las manifestaciones.

Las posibilidades de defensa de Fernando no eran las mejores. Su madre no tuvo cómo pagar a un abogado, y fue representado por uno de oficio, el cual no hizo mayor esfuerzo por ayudar al chico. «Laura» y varios hombres que Fernando nunca había visto, lo acusaron despiadadamente. Como era de esperarse, un juez falló en su contra y condenó al muchacho a quince años de cárcel, acusado de terrorismo y concierto para delinquir.

Al cabo de un año en prisión, Fernando recibió la visita de un familiar, quien le contó que su madre había muerto hacía pocos días y que en adelante su hermana menor se mudaría a vivir con sus abuelos en otra ciudad.

Además de su frustración por la condena injusta, se le sumó el profundo dolor por la pérdida de la madre, sin tener posibilidad alguna de darle su último adiós. Solo un sentimiento lo mantenía en pie, era el motor que lo impulsaba a levantarse cada día y aprovechar las escasas oportunidades que le ofrecía la cárcel. Era el ferviente deseo de vengarse de la mujer que arruinó su vida.

 En sus interminables noches de insomnio había fraguado con detalles un plan. Para hacerlo debía armar una estrategia, y el primer paso era convertirse en el líder que le habían propuesto. En el mismo patio de la prisión donde se encontraba, estaba un moribundo capo del narcotráfico que le había ofrecido al chico heredarle las rutas y el negocio para que él continuara con su legado.  Aquel hombre, alias «don Mauro» vivía agradecido con el muchacho desde la mañana en que este lo salvó de ser violado por dos reclusos en las duchas de la prisión. Si bien intentó defenderse de los atacantes, sus fuerzas estaban diezmadas a causa de la enfermedad.  Este hecho realizado de manera desinteresada por Fernando, le trajo consigo muchos beneficios por parte de «don Mauro» quien en adelante lo consideró como a un hijo, según les decía a todos.

Fernando salió de la cárcel cinco años antes de cumplirse el tiempo de su condena, gracias a la movida de sus nuevos abogados. Habían sido diez largos años de encierro y soledad.  Pero ahora con el negocio heredado y los contactos adquiridos, emprendió la búsqueda imparable de «Laura». Su obsesión por encontrarla no tenía límites. Contrató detectives e investigadores privados, y cuando por fin supo dónde hallarla, planeó la forma de asesinarla. Quería hacerlo él mismo, había imaginado muchas veces causarle una muerte lenta, verla fijamente a los ojos mientras agonizaba.

Cuando todo estuvo listo, Fernando llegó a la casa donde habían ubicado a «Laura». Le abrió la puerta una señora de edad avanzada y él supo de inmediato que se trataba de la madre de ella. Se presentó como un antiguo amigo que quería saludarla. La anciana muy acongojada le contó lo sucedido con su hija. Esta había muerto hacía poco tiempo. Fernando la escuchaba desalentado, sin inmutarse.

Escuchó pasos dentro de la casa y sus ojos se posaron en la niña que llegó a sentarse junto a la mujer.

—Y esta niña, ¿quién es?

—Es Cristina, lo único que me queda de mi hija.

Al oír aquel nombre, Fernando sintió un nudo en la garganta y una extraña sensación se apoderó de él.

—¿Cuántos años tienes? —pregunto dirigiéndose a la niña.

—Diez, dijo ella.

—¿Cómo se llama tu padre?

—Mami dijo que se llamaba Fernando, ¿usted lo conoce?

Fernando sintió que su corazón le dio un vuelco, contuvo el aliento y con mucha calma atrajo a la niña hacia sí. Mientras la abrazaba, un llanto desgarrador y al mismo tiempo liberador, brotó del fondo de su alma.

miércoles, 23 de febrero de 2022

Alicia y el destino

José Camarlinghi Mendoza


Alicia da vueltas en su lecho. Es todavía temprano y a pesar de estar ansiosa por salir de la cama, decide esperar a que sea la hora en la que habitualmente se levanta y se prepara para ir al trabajo. No quiere hacer nada inusual para no levantar sospechas en su madre. La noche anterior se despidió de ella como suele hacerlo todas las noches cuando se va a dormir. Se lavó los dientes, entró a su habitación y preparó, con mucho cuidado e intentando no hacer ruido, su maleta. Había decidido irse con Pedro, su enamorado secreto, a buscar una mejor vida. Antes de acostarse escribió una nota y la dejó en su velador. 

Alicia ha sido, desde niña, bastante gordita. No se percató de ello hasta entrada la adolescencia; cuando sus compañeras de aula empezaron a ensanchar las caderas y acentuar las cinturas. Ella, por el contrario, engrosó el cuerpo de tal manera que solo se distinguía una forma redonda. Había gozado ser el centro de atención en la primaria. Le gustaba tanto la lectura que se sabía de memoria innumerables historias que contaba con  una facilidad sorprendente. En muchas ocasiones reunía varios niños a su alrededor que le escuchaban sin pestañear. Todo cambió con la llegada de la pubertad. A nadie le interesaba escuchar cuentos para niños y, a pesar de que intentó con historias románticas, no logró recuperar la atención. No solo perdió popularidad, también la confianza en sí misma y, poco a poco, el amor propio. A pesar de que había destacado los primeros seis años como excelente alumna, fue decayendo en su rendimiento. Para el año del bachillerato sus notas eran menos que mediocres y ya no tenía amistades. 

Por esas razones perdió todo interés en seguir estudiando y entrar a la universidad. De hecho, no encontraba sentido a casi ningún aspecto de la vida. Vivía por inercia y no tenía objetivos, ni deseos, ni siquiera sueños. No era del tipo depresivo y aunque no le hallaba significado a continuar, tampoco llegó a tener ideas suicidas. De alguna manera se conformó con su destino, encontró un trabajo menor y dejó de pensar en el futuro. 

Se sentía tan mal con su propio cuerpo que ella misma se había aislado. No había sufrido verdadero acoso por sus formas redondas y su casi incapacidad de hacer deporte, pero sabía muy bien a quién se referían cuando escuchaba, de casualidad, que las otras chicas hablaban de «la Gorda» o «la Chancha». Entonces entraba en escena, a propósito, para ver los rostros de quienes decían ser sus amigas. Algunas se sonrojaban y bajaban la vista, otras no podían disimular risitas burlonas. 

En el colegio los chicos fueron diferentes. Al principio la molestaron con apodos hirientes y malintencionados. Un profesor, a quien Alicia caía muy bien, los escuchó y sentó un reclamo en la dirección que terminó con compromisos firmados por sus padres. Alicia no supo qué fue peor, los insultos o el aislamiento. Nunca más le volvieron a dirigir la palabra a no ser de lo estrictamente necesario. Por eso se sintió un poco turbada cuando Pedro, un absoluto desconocido, se acercó y empezó a hablarle como si siempre la hubiera conocido. 

A diez cuadras de la casa de Alicia está Pedro sentado en su camioneta, esperando. El cielo apenas filtra una luz gris y una brisa suave y helada trae el aroma agridulce de la fábrica de cerveza; en la calle no se escucha nada. Mira el reloj con impaciencia. No hay muchos transeúntes a esa temprana hora pero, cuando pasa alguien, se cubre el rostro con un periódico y simula estar leyendo. Intenta permanecer tranquilo y sin embargo su mirada lo delata. Sus ojos se mueven todo el tiempo. Mira los espejos retrovisores sin mover la cabeza y escudriña el paisaje solitario de las calles que tiene en frente. Si alguien lo observaría, tendría la sensación de estar mirando a un felino acechante. 

Pedro vive solo en una vetusta casa al otro lado de la ciudad. No es la primera vez que viene al barrio. Lo ha visitado muchas veces y siempre lo ha hecho escondido en la obscuridad de la noche o la bruma del amanecer. Está acostumbrado a moverse entre las sombras. No le gusta ser observado. No es que sea feo o deforme, pero tampoco es agraciado. Le quedan algunas cicatrices de las golpizas que le daba su padrastro y tiene un cuerpo musculoso. No se fija en eso cuando frente al espejo se cepilla los dientes o se arregla el cabello. Sin embargo, cuando encuentra sus ojos, los mismos le devuelven desprecio. 

Mira por enésima vez el reloj y un flujo de impaciencia le recorre el cuerpo. Respira profundo, contiene el aire por varios segundos y luego exhala muy despacio. Repite la acción varias veces y poco a poco la ansiedad da paso a los recuerdos. Hacía lo mismo en los tiempos en los que vivía con su madre. Cuando el padrastro llegaba a media noche y empezaba a golpearla. Inhalaba hasta que no le entraba más aire e intentaba pensar en otra cosa tapándose los oídos. Entonces trataba recordar los momentos felices que había tenido al lado de su progenitora. Estaba aquella imagen de cuando fueron a la costa y pasaron un par de días echados en la arena mirando las olas. Ellos dos solos. Nunca antes la había visto tan radiante y optimista. Eso le animó a preguntar. 

—¿Dónde está mi papá? 

Una sombra oscura pasó por el rostro materno por unos instantes. Al ver los ojos expectantes del niño, intentó simular una sonrisa e inventar una mentira. 

—Es marinero —dijo rápido señalando el horizonte lejano—. Está trabajando en alguna parte de este mar. 

—¿Y cuando vuelve? 

—No lo sé —y al ver la expresión afligida, acotó—, será pronto. 

Jamás volvió y nunca más se animó a preguntar; no por timidez, sino porque de alguna manera intuyó que no había respuesta. Los que sí volvieron, una y otra vez, fueron los compañeros violentos que escogía la madre en su esfuerzo de encontrar un padre sustituto para Pedro. Después de varios intentos desastrosos, al final se casó con uno de ellos. Parecía un hombre tranquilo y correcto hasta que perdió el trabajo a causa de unos rumores de acoso. A los pocos días llegó ebrio y empezó la nueva pesadilla. La madre intentó apartarse de ese hombre. Nunca lo logró. Siempre volvía con regalos, promesas de cambio. Llegó al punto de denunciarlo y sin embargo, las autoridades no hicieron mucho. Al final la señora perdió también toda voluntad y empezó a consumir drogas para dormir. A veces las mezclaba con alcohol y se quedaba sentada en la sala con la mirada fija en un punto tan lejano como imaginario. Cuando salía del sopor se arrepentía e intentaba atender a su niño. No le duraba mucho. Llegaba el marido ebrio, la golpeaba y la mujer se refugiaba en sus pastillas. 

Una noche no pudo aguantar más. Pedro salió a defenderla. Era apenas un niño y sin embargo logró levantar un pesado sartén con el que le dio en la cabeza. El padrastro aturdido dejó de golpear a la mujer y se acurrucó en un rincón. Ella no entendió lo que pasaba hasta que vio al niño sosteniendo la paila y antes de que pudiera reaccionar el hombre se levantó y le dio tal paliza a Pedro que no pudo ir a la escuela por más de una semana. 

A partir de ese día compartió los maltratos con su madre. El hombre llegaba con los ojos desorbitados y un olor nauseabundo, los agarraba a golpes y los violaba. Lo que más le dolió fue que su mamá nunca hizo nada. Se quedaba impávida mientras el monstruo se ponía encima y le bajaba los pantalones. Primero sintió mucho dolor, vergüenza e impotencia. Luego esos sentimientos se fueron transformando. Pasado un tiempo dejó de sentir y mientras era abusado, su mente divagaba por mundos ajenos. Poco a poco un tremendo rencor le iría creciendo hasta convertirse en odio absoluto. Ese sentimiento lo acompañaría hasta el fin de sus días. Una repugnancia a sí mismo y, algo irónico, hacia las mujeres, que crecería sin cesar. 

Alicia escucha el tintineo de las tazas en la cocina. Poco después le llega el olor a panqueques. Se levanta cansada y se viste con la misma ropa de todos los días. Se acerca al peinador y mira el espejo, ese implacable. Recuerda que hubo una época en la que lo odiaba; tanto que lo cubrió con telas para no verse. Pasaron un par de años en los que evitó mirar su reflejo, hasta que conoció a Pedro. Él le devolvió algo de confianza y amor propio. Entonces descubrió el espejo y volvió a observarse. Se sintió incómoda al verse. Se reconoció. No había cambiado mucho y le sorprendió que pudiera mirar el reflejo sin que le diera desazón; con todo, no podía encontrar una razón por la que un hombre se haya fijado en su persona. Eso la turbaba por unos instantes, pero desechaba cualquier idea negativa y pensaba que si Pedro podía encontrar algo, ella no necesitaba explicaciones. Por eso ahora es capaz de mirarse sin sentir remordimientos a pesar de reconocer que es gorda y que no es bella. Hoy, se da cuenta que se ve peor; tiene un poco de ojeras y la expresión cansada. Saca el maquillaje de un cajón y se prepara para pintarse. Al volver a mirarse al espejo se sonríe, devuelve el estuche al cajón y sale de la habitación. 

Marta está terminando de preparar el desayuno. Un intenso olor a café domina la cocina y los panqueques ya están en la mesa. Todos los días prepara tostadas, pero hoy se levantó con ganas de hacer algo especial. De un tiempo acá su hija, Alicia, ha cambiado. No sólo de humor, también en su apariencia exterior. Una mañana se sorprendió de verla con algo de maquillaje. 

—¿A quién has conocido? —le preguntó sonriente, alegre de que por fin haya encontrado a alguien. 

—¡A nadie! —mintió—. ¿Por qué dices eso? 

—Nunca te habías maquillado. 

Sorprendida por haberse revelado con tanta obviedad, tardó unos instantes en encontrar una respuesta. 

—No necesito haber encontrado a nadie para querer verme un poco mejor —respondió nerviosa y sintiendo que sus mejillas se encendían. 

—Yo me sentiría muy feliz de que encuentres a alguien —acotó intentando darle confianza y que le cuente, pero Alicia se guardó el secreto. 

Pedro le había pedido categórico que no contara a nadie de él. Le dijo que era muy tímido y que le costaba muchísimo entablar relaciones con otra gente. Que había hecho grandes esfuerzos para animarse a hablarle. Que  llegaría el tiempo en el que podría presentarle a su madre y sus amigas. Le recalcó que si hablaba de él con alguien, desaparecería de su vida. Le pidió paciencia para llegar al punto preciso para darlo a conocer. No le dijo cuando sería eso. Ella, siendo alguien que sufría también de la marginalidad social, creyó comprenderlo y se guardó, celosa y cómplice, el secreto. 

Pasaron un par de meses en los que la hija llegaba un poco más tarde de lo habitual. Cuando la madre le preguntaba dónde había estado, le decía que con amigas del trabajo. No le creía, por supuesto. Estaba casi segura que tenía un enamorado, o por lo menos, un pretendiente. No volvió a preguntar al respecto. Le bastaba con que su hija tenga una relación y que, por lo menos en apariencia, le devolviera la alegría y confianza que no le había visto desde que era niña. Aunque, para ser honesta, le inquietaba que no le contara nada y reconocía que le daba cierto temor la idea de perder al único miembro de su familia. Le dolía que después de tantos años de haber estado intentando crear un vínculo, no había avanzado mucho. Se resignaba diciéndose a sí misma que, llegado el momento, le presentaría al hombre. Sin embargo, pasaba el tiempo y Alicia no le comentaba nada al respecto. Empezó, entonces, a sospechar que tal vez no se trataba de un hombre. ¿Podía ser que su hija era lesbiana? Un diluvio de sentimientos encontrados la atacó desprevenida. En principio desechó la idea como si tratara de un asunto, además de impensable, imposible. A los pocos días se dio cuenta que la idea había estado rondando sus pensamientos y que a pesar de que hizo de todo para olvidarla, estaba allí como una espina minúscula de tuna, que se siente pero no se ve. Entonces, ya más serena, cayó en cuenta, o al menos eso creyó, que todo encajaba. Ese era el motivo por el que no le había contado nada. Se le llenaron los ojos de lágrimas y el amor de madre fue más grande que el prejuicio. El fin de semana le diría que no tenía porqué ocultarse. Que la seguiría amando. Se puso a pensar en una manera sutil para abordar el tema y luego todo volvería a ser como antes. 

Marta sabe que no podrá retenerla toda la vida, pero piensa proponerle que traiga a su pareja a vivir en la casa. ¡Ojalá lo acepte! Con esos pensamientos mañaneros se levantó y sintió ganas de hacer algo especial para Alicia. No tenía idea que esos serían los últimos momentos que compartirían. Se pasaría el resto de su vida pensando en aquella mañana. 

Alicia entra en la cocina y saluda a Marta. Finge sorpresa al ver los panqueques y pregunta cuál es la ocasión especial. 

—Ninguna en particular —responde Marta—. Sólo quería hacerte sentir bien. ¡Te gustan tanto! Además, últimamente has estado un poco tristona. 

Alicia se tensa un poco. ¿Se habrá dado cuenta su madre de sus planes? Ya le había pasado antes. Ella se enteraba de todo. Parecía tener una bola de cristal o una red de informantes que la seguía. Pero no. Esta vez no. Nadie sabía de la existencia de Pedro. Bueno, tanto como nadie, no. Algo le había comentado a doña Elvira. Una viejecita que vivía en la casa de enfrente y que, en ocasiones, cuidaba algunos fines de semana. Pero no había mencionado nombres ni planes. Además, ya estaba en la edad en que confundía las historias reales con las fantásticas y las noticias con las telenovelas. 

Nadie sabía que Pedro se había acercado a ella con tal timidez y suavidad que desde el primer día la había conquistado. Poco a poco la fue enamorando con una ternura que nunca creyó podría ser dirigida hacia si misma. Él era un ser especial. Nada que ver con los chicos y hombres que había conocido, vulgares y malintencionados. Por el contrario, era tierno y educado. La trataba con respeto y en ningún momento se tomó libertades. Una tarde que estaban sentados conversando en un parque solitario ubicado en las afueras de la ciudad, se animó a darle un beso en la boca. Fue algo fugaz, apenas un toque en los labios. Sólo para hacerle saber que podía dar ese paso en la relación. Él se quedó tenso y sorprendido mirándola. Ella le sonrió. Pedro se sonrojó, dibujó una especie de sonrisa, bajó la vista y muy despacio acercó su mano hasta tomar la de ella. Cuando levantó la mirada, Alicia pudo ver los ojos aguados, se arrimó y apoyó su cabeza en el musculoso hombro. La rodeó con su brazo y mientras miraban el atardecer, decidió que era tiempo de hacer su propuesta. 

—Ali… Vámonos de esta ciudad. 

Ella lo miró sorprendida. No esperaba algo así. 

—No tenemos futuro en este lugar. —La miró a los ojos—. Míranos. No hay nada aquí para nosotros. Busquemos una vida mejor. 

—Pero, yo tengo a mi mamá… No puedo desaparecer sin más… —respondió turbada. 

—Tengo muy buenos planes y dinero. Cuando nos establezcamos volvemos por ella. Pero no le digas nada ahora, confía en mí. 

Empezó a darle vueltas la cabeza. Tanto tiempo había estado sumida en una especie de sobrevivencia; sin futuro ni esperanzas, que de pronto se iluminó su mundo y quiso creer, con toda su alma, las promesas que se le presentaban. 

Nunca se imaginó donde terminaría el viaje que habían planeado juntos. No podía saber que esa misma noche la golpearía tan duro que perdería el conocimiento y que cuando lo recuperara estaría desnuda en el fondo de un pozo seco, en el sótano de la casa donde Pedro vivía solo. Ni se le pasó por la mente que ese hombre la obligaría, a gritos endemoniados, a ponerse cremas humectantes en todo el cuerpo; que su intención era la de suavizar la piel que después usaría para hacerse un traje. Ella le rogaría que la deje libre. Le preguntaría qué quería de ella y ante el mutismo absoluto se pondría a llorar de espanto. Pedro la miraría desde lo alto del pozo y también lloraría de manera tan desgarrada que parecía que aullaba. A los siete días de encierro, Pedro cargaría su revolver Magnum 45, la mataría de un solo tiro en la cabeza, la desollaría y la fondearía en una laguna fuera de la ciudad. 

A los minutos de haber terminado el desayuno y lavado los trastos, ambas mujeres salieron de la casa. Como todos los días se despidieron en la calle y cada una tomó su camino. Antes de llegar a la esquina, Alicia miró para atrás y vio a su madre tomar otra calle. Entonces volvió a la casa para recoger la maleta que había escondido en la puerta trasera que daba al jardín. Luego empezó a caminar hacia la cervecería, miró la casa donde había vivido toda su vida y tomó el camino de su destino.

miércoles, 9 de febrero de 2022

Señor y señor Jones

Joe Monroy Oyola


Arnold mira la hora en su reloj de pulsera: son las seis con siete minutos de la tarde. Apaga la computadora, toma un portarretrato plateado que está sobre el lado derecho de su escritorio, lo contempla. Levanta el auricular, luego de poner el marco en su lugar, digita un número, pero antes que timbre... corta. Sale de su oficina tocando la puerta del bufete contiguo:                                         

—Buenas tardes, ¿se puede? —pregunta a la vez que va entrando—. Espero haya tenido un feliz primer día de trabajo con nosotros, abogada Estella...

—Buenas tardes, adelante: Estella Rossini es mi nombre. ¡Y, gracias, colega ¿Arnold?! —contesta con una amplia sonrisa mientras que con sus ojos lo recorre. Déjeme mover los expedientes que están sobre esta silla, tome asiento. Pero, llámeme solo, Estella —dice mientras extiende su mano con una pequeña confitera de cristal. ¿Gusta un chocolatito?, se los envían a mis padres desde Italia.

«¡Que cuerpazo de este hombre!, está alto, no tiene anillo de matrimonio, debe tener unos treinta años..., es cortés, viste muy bien, así me lo recetó mi doctor, ¡se ve perfecto!».

—Me llamo: Arnold Jones. No se incomode Estella. Hoy nos presentaron a su llegada, ya estoy de salida, me voy al gimnasio; tan solo quería ponerme a su orden, en caso de que necesitara alguna ayuda no dude en preguntarme mientras se ambienta en nuestro edificio. Gracias por el chocolate, la verdad, cuido el consumo del azúcar y de las calorías.

—A mí, en cambio, me encanta comer chocolates y pastas, mis padres son italianos: Rossini —dice mientras sonríe y se arregla de manera muy delicada su cabello castaño—, no voy a ningún gimnasio, pero me gusta la danza, el baile, así me mantengo.

—Está usted en excelente forma, la felicito.

«¡¡¡¿¿¿Qué diantres me pasó con esta chica para decirle esto???!!!».

Estella sonríe, toma una de las golosinas y le da un pequeño mordisco, intercambian tarjetas, él se despide con un apretón de manos. Ella se mete en la boca dos chocolatitos y se chupa los dedos. Arnold sale del estacionamiento de la oficina en su Audi convertible color azul. Después de unos minutos llega al gimnasio, entra portando un maletín deportivo blanco. Al terminar de trotar sobre la faja caminadora seca su rostro y manos con una pequeña toalla blanca, sigue con una rutina de pesas, de pronto suena su celular, posa las mancuernas sobre el piso que provocan un sonido metálico, se tapa con la mano su oído izquierdo, la música está con volumen alto, el sopor emanado de los cuerpos cubre el ambiente y va opacando los vitrales gigantes, que, en forma de ele, conforman la esquina oeste del gimnasio, los soplidos y pujos condensados de hombres y mujeres, producto de pequeñas victorias o penosas derrotas caen decantados por los vidrios; Arnold saluda a Michael: Disculpa, se me hizo tarde, ya casi termino. Miki le cuenta: te he preparado pescado a la parrilla y tu ensalada de lechuga con queso, pasas, además, almendras; Arnie le responde: ¡Guau, gracias, me baño y te veo pronto!

—Arnold, no olvides que hoy veintiséis de noviembre es cumpleaños de tu papá, llámalo.

—Gracias, lo sé no lo olvidé. Lo llamo del auto; nos vemos luego.

Arnold se dirige a su auto, viste un buzo color negro, zapatillas plomas, el viento otoñal de Texas abre su casaca. Enciende su auto, apaga el radio; tengo años llamándote, no quieres hablar conmigo, ni verme; pero, te llamaré papá..., entonces digita el número, le tiembla la mano y presiona la tecla de llamada; suena el teléfono una y otra vez... George, observa la pantalla del teléfono de casa que está sobre un pequeño tapete blanco tejido a crochet, el mismo que le regaló su abuelita Brinda el día de la boda, está sobre una mesita de madera circular color marrón oscuro, con patas ornamentadas y delgadas, ubicada entre los muebles junto al agasajado: ¡Es Arnie! Musita George; tiene entre sus manos una de las placas de identificación militar en oro que mandó a confeccionar con su nombre, la otra la porta su hijo con su propia información. 

—Amor, debe ser nuestro hijo —expresa Pamela, quien está cocinando pollo al horno.

Ella se acerca al sillón personal reclinable de color verde donde se encuentra George con las piernas estiradas. Las pantuflas, más planas que la pequeña alfombra de la entrada a la casa, están tiradas hacia ambos lados del usuario. El control remoto del televisor en su mano derecha. Está mirando por televisión un partido de fútbol americano, su esposa le toma el brazo y agrega:

—Por favor, contéstale.

El teléfono sigue timbrando mientras Arnold cierra los ojos y pone el celular en su frente...

—¡¡¡Papá, contesta!!! —grita Arnold, sosteniendo su placa de oro con la mano izquierda.

Mientras en el bufete de abogados, Estella sale de su oficina y camina hacia la derecha por el corredor central, está mirando la tarjeta de su colega Arnold Jones, se acerca a la secretaria:

—Buenas tardes ¿señorita...? —pregunta Estella—, buscando con la vista sin encontrar la placa del escritorio con el nombre de la dama que está tipeando;

—¡Buenas tardes! Mucho gusto, soy la señora Whitney. Disculpe, ya puede ver lo ocupados que estamos —contesta esbozando una sonrisa, mientras mueve unos folders que copan casi todo el pupitre.

La abogada se sonroja, sonríe y le muestra la tarjeta, ambas entablan conversación, Whitney mueve la cabeza en forma afirmativa mientras habla, hasta que la secretaria mira para ambos lados y se cubre de forma parcial el lado derecho de su boca con la mano, algo dice.

Estella sin intención deja caer la tarjeta personal, tiene sus labios separados, levanta la tarjeta... La joven abogada le agradece a la señora Whitney, quien le pide que no comente lo conversado. Claro, ni se preocupe le contesta Estella; mientras contempla la foto que la oficinista tiene sobre su escritorio, se la ve abrazada con un hombre de raza negra ambos sonriendo. ¿Es su esposo? La secretaria le confirma que se casaron hace veinte años; esta es nuestra única hija, Jeannette de dieciocho años; ella ha empezado sus estudios de medicina, y le muestra una foto en la graduación de la secundaria. Estamos muy orgullosos. Estella la felicita; y se ofrece para ayudarle a llevar la ruma de expedientes al cuarto de archivos, caminan pasando junto a la pared de vidrio del lado izquierdo que deja ver las puertas metálicas doradas del elevador; entran al área de archivos, se ven cientos, quizá miles de expedientes ordenados en los anaqueles cubriendo todas las paredes, otros que dividen en pasillos esta habitación, Estella dice: se imagina, lo que representan todos estos legajos, cuántas historias de vidas. La secretaria mira hacia el techo; «¿¿y esta, de qué carajos me está hablando?? Que no se haga, si a los abogados solo les interesa el dinero»; la joven letrada inquiere a su acompañante: ¿verdad señora Whitney? ¿Señora Whitney? ¡Sí, claro, tiene razón abogada!, afirma moviendo levemente su cabeza. Estella de regreso en su oficina tipea en la computadora el nombre de Arnold Jones, ve una foto: se toma ambas mejillas al mismo tiempo...

En la casa de los padres de Arnie sigue timbrando el teléfono, George hace un ademán a su esposa con el índice derecho hacia ambos lados, entonces se activa la contestadora automática:

—Papá, feliz cumpleaños, espero que te encuentres bien y disfrutes la deliciosa cena que te habrá preparado mamá... Que tengas una buena noche.

Pamela le sirve la cena a su esposo y le pregunta por Ann, la hija de ellos, George le explica que solo tuvieron un hijo: Arnie, no tuvieron más descendencia, le recuerda que después del primer y único alumbramiento encontraron un tumor maligno en su útero, por lo que tuvieron que realizarle una histerectomía total; ella llorando le dice que miente; pero luego se calma y continúan cenando en el comedor, el viejo televisor está conectado al prehistórico betamax como en cada festividad, se ven las imágenes: están sentados alrededor de una mesa metálica color verde colocada en el jardín, las hamburguesas llaman la atención cocinándose sobre las brasas de la parrilla, George tiene un gorrito cumpleañero color verde olivo que tiene una bolita de felpa amarilla colgando entre la ceja y el ojo izquierdo; mira a la cámara riendo con la boca llena. Arnie apenas más alto que la mesa está abrazando por el cuello a su papá, solo se distingue la blanca mano izquierda de Pamela, donde brilla la sortija de matrimonio que le compró George poco antes de la boda, y su voz junto a la cámara indicándoles que se junten más; se escucha la canción de cumpleaños, entonces madre e hijo cantan en desafinado dúo lleno de risas, bocas repletas de comida, el viento que sopla hace salir volando el gorrito, levanta la llama y dispersa el humo de la parrilla; pero en el comedor los esposos sin prestar atención al viejo video, en silencio comen mirando cabizbajos cada quién su plato. Pamela menea la cabeza: el que necesita ir al siquiatra es él yo no volveré jamás a esos hospitales no estoy demente claro tengo una hija Ann o Ida no recuerdo su nombre, pero debo tener alguna en sabe Dios qué lugar no voy a tomar más esas medicinas yo estoy sana no estoy loca

Arnold llega a su casa, apaga el motor, levanta su celular, digita un número, está la foto de su papá, observa la imagen, su mirada se queda firme... El pequeño Arnie está en su dormitorio sobre la cama, en una pared hay un poster de los Dallas Cowboys, en otra, una bandera de los Estados Unidos, debajo la foto del pelotón de marines que integraba su papá; una espada de plástico plateada, camioncitos sobre el piso; Arnie sostiene una pequeña muñeca rubia vestida con falda rosada y blusa blanca, le está peinando la diminuta cabellera con un cepillo de pelo en miniatura, cuando de modo repentino se abre la puerta de su dormitorio:

—¡¡¡Arnie esconde la muñeca, papá viene del garaje!!! —vocifera Pamela cerrando apurada la puerta; el niño se apresura a esconder la muñeca debajo de su almohada y acerca hacia sí unos juguetes desde el otro lado de la cama... George entra al cuarto de su hijo, tiene entre sus manos un trapo blanco con manchas de grasa que van oscureciendo la toalla conforme se limpia en ella, le dice a su niño que estaba limpiando el motor del carro; imagínate toda la grasa que había hasta en la maletera, verás lo bien que la dejé, vente para que me ayudes a limpiar los vidrios; el niño mueve sus labios hacia un lado le dice que claro, iría con él.  George mira sobre la cama: unos tanquecitos de guerra, soldaditos plásticos;

—¡Bien capitán Arnold Jones, ese es mi hijo, serás un marine como tu padre!

—Voy a ponerme mis zapatos, papi...

Arnold se sobresalta con un ruido en la ventana de su carro, era Michael, Miki como lo llama, quien le pregunta si su papá le había contestado, Arnold menea la cabeza, su llanto fue consolado con un abrazo; le comenta que sí llamó a su padre, pero como siempre no le contestó. ¿Está lista la cena? ¡Claro!, le responde Miki. Entran abrazados. 

Mia familia 

Estella llega a la casa de sus padres, en la ciudad de Addison dentro del condado de Dallas, donde también vive ella.

Al cerrar la puerta tira sus zapatos en la entrada. Siente ese frío en los pies. Camina por la sala que luce en la pared derecha un hermoso cuadro de la Torre inclinada de Pisa. Los muebles hechos de caoba labrada con diseños estilo barroco están cubiertos con tela dorada. Pasa por los inmensos ventanales que parten casi desde el piso de madera hasta llegar al cielo raso, dejan ver el jardín bien cuidado, una área del mismo está cultivada con plantas de frutos comestibles: tomates y pimientos.

Toca las largas y blancas cortinas con bobos dorados, el olor a salsa casera que sale de la cocina parece invitarla a seguir los rastros amorosos de mamá. Saluda a doña Sofía, su madre, con dos besos en las mejillas, se cruza camino a la cocina con su hermano menor Giacomo, el ingeniero civil, se besan y abrazan soltando un par de risotadas; sale del baño don Lorenzo, el padre de Estella, con un periódico bajo el brazo, se estrechan, conversan en voz alta. Estella toma a su madre de la mano llevándola a su cuarto. En la intimidad de la habitación, le cuenta a su madre cómo conoció a Arnold en su nuevo trabajo, que era americano, de cabello rojizo, con inmensos ojos verdes; mamá, también es abogado, un hombre respetuoso y amable; dijo que me veía linda, no me quitaba la vista de encima. Doña Sofía le pregunta: pero ¿estás segura de que es soltero?, mira lo que te pasó la última vez con ese tal Bob: guapo, rico, pero te resultó casado y con hijos. No te confíes, averigua en internet como ustedes los jóvenes saben hacerlo, porque los hombres con tal de entretener la sua cosita son capaces de cualquier mentira. Entonces Estella le confiesa a su mamá que ya había revisado, pero que detrás de su foto del perfil personal estaba una bandera del arco iris. Doña Sofía se tomó ambas manos: ¡Que lindo, entonces le gusta la naturaleza ¿será ecologista?! Estella le comparte la confidencia de la señora Whitney en la oficina, que Arnold vivía con un hombre. De la habitación sale un grito: ¡¡¡¿¿¿Te has vuelto loca hija???!!! El once de abril del siguiente año ya cumples veintinueve años; desde que empezaste en esa «iglesia» quieres rescatar gatitos, perros, ayudas con un voluntariado a indigentes, y ahora esto. ¡¿Acaso quieres matar a mi Lorenzo?!, él, sesentón y con su presión alta, no va a soportar esta barbaridad, desgañita la madre. Estella le contesta: Estoy orando mamá: ¡Dios obrará, él lo cambiará! ¡verás madre!

¿Presentimiento, prejuicio? 

George ha terminado de cenar junto a su esposa, vuelve a su «escondite», aquella silla reclinable que le sirve para apartarse del mundo, sin visitar ni conversar con amistades o familia alguna, Pamela estaba lavando la vajilla, el chorro de agua del caño que conveniente cubre el contenido sollozo de un padre. ¿Cómo pasó? ¡¡¡¿Por qué no me di cuenta?!!! Aquel día que lo trajo a casa un año antes de graduarse, ese muchacho se notaba tan delicado, y yo creyendo que a lo mejor era autista, o que pasaba por depresión, tan retraído; nada gané contándoselo a Pamela: Viejo, es tu imaginación me dijo que tal vez por ser militar yo no admitía la debilidad, ¿a quién se me ocurrió preguntarle? Fue toda mi culpa, maldito homosexual con cara de inocente, permití que estuviera cerca de mi hijo. Debí ponerme fuerte para que siguiera la carrera militar, como yo. Ni crea que lo voy a perdonar, la vergüenza de tener un hijo maricón; terminaron yendo a la misma universidad, ahora dice su madre que se van a casar. ¡¡¡Muerto, muerto está para mí!!! El control remoto impacta el piso y ruedan las dos pilas del aparato electrónico, una va hasta debajo de la mesa de centro de la sala, la otra desaparece en algún lugar del comedor.

Cada mañana Estella entra a la oficina de Arnold, saludándose comparten el oloroso café arábico que prepara en la cocina de los empleados, hay ocasiones cuando les toca trabajar en la misma causa, conforman un buen equipo, los casos victoriosos van dando que hablar, la atónita secretaria se convierte de animada espectadora, en leal cómplice de Estella. Una noche Miki intenta comunicarse con Arnold, le marca, son la siete y media; es jueves no le toca gimnasio, teníamos que encontrarnos con los chicos en el bar, es noche de concurso. Desde cuando le conversé que podríamos casarnos y luego adoptar un niño, ha cambiado tanto, hasta dejé de ejercer la abogacía para dedicarme a él y a la casa; ni modo no creí que debíamos dormir más en la misma habitación. Se endereza o lo enderezo, tantos años para nada, no es justo; pero extraño su voz cuando me decía: Dulces noches mi Miki. Y ahora ¿por qué no contesta? Bueno, te lo pierdes. ¡Me voy a ver a los chicos! Michael apaga el celular. Al salir de la casa observa un auto negro con las lunas polarizadas estacionado muy cerca.

—Caray, se está haciendo tarde Arnie, ya me voy. Nos vemos mañana —dice Estella moviendo en círculos el llavero—. Sabes, está fallando mi carro, este sábado lo llevaré al taller de mecánica.

—Claro, no dejes pasar más el tiempo. Hasta mañana Estella —le contesta, y cuando ella sale caminando muy despacio, él se queda contemplando su silueta, la forma en que camina.

Al llegar al estacionamiento de la oficina para tomar su carro, Arnold encuentra a Estella con el capó del auto levantado, se acerca; ¿cuál es el problema?, ella le dice que no arranca y patea la llanta delantera derecha; él le agrega: si gustas te puedo llevar a tu casa, ¿No te resulta una gran molestia Arnie?; el cordial colega le afirma: claro que no, ja, ja, ja, creo que ya somos amigos ¿verdad? Gracias eres un caballero; espero que tu «amigo» Miki no te pegue, Estella se ríe. No, no va a pasar nada, nos tenemos confianza el uno al otro.

—Arnie, te voy a cambiar de nombre, te llamaré «angelito» desde ahora.

«Angelito, me contaste que detestas la mecánica, fue tan fácil desconectar el borne de la batería...».

Michael está bebiendo tequila, esa noche hay concurso de imitadores aficionados, las mujeres representan artistas masculinos, los hombres a las artistas féminas. Miki está bebiendo sentado en la barra, sin control alguno, lleva su quinta copa, viste un pantalón jean azul, polo rosado, zapatillas azules. Uno de los concursantes, un joven afroamericano vistiendo como bailarina de mambo se acerca junto a él y se saludan. Después de mirar juntos el concurso, Michael llama a la chica que atiende en el bar, ella viene disfrazada de Charles Chaplin, y le paga la cuenta; Miki es ayudado a caminar, están a punto de subir al auto del joven afroamericano cuando un vehículo con los vidrios polarizados se acerca, baja un hombre con pasamontañas que cubre su rostro y tiene un bate metálico plateado en sus manos, los sorprende por la espalda golpeándolos, caen las víctimas a la vereda, el agresor los empieza a patear, Michael se sobrepone y forcejea con el atacante, pero un golpe en el rostro lo hace caer exánime. Quedan sobre el pavimento dos cuerpos con los rostros ensangrentados, el reloj de Miki está sobre la vereda, dejó de funcionar a las nueve y cincuenta y un minutos, una de las zapatillas azules llega hasta la pista, hay salpicaduras de sangre junto a los agredidos... 

Cena de familia 

Doña Sofía estaba mirando por la ventana, regresaba a la cocina; Lorenzo mira pasar a su mujer, una y otra vez, su esposa se le acerca: querido, la nena ha llamado, se le malogró el carro y un compañero de trabajo la está trayendo, cámbiate que lo va a hacer pasar a cenar con nosotros, y date una peinadita, dile al nene que se cambie también. Lorenzo le contesta ¿¿Cuál nene?? Giacomo tiene veinticuatro años, además mi ropa no tiene nada de malo; entonces, Sofía le insiste: ¡estás con pijama!

—Baja la velocidad, es en esta casa blanca, no, no, retrocede, es la primera —indica Estella, señalando con el índice de su diestra, mientras con su mano izquierda toca en forma delicada el hombro derecho de Arnold—. Aquí mismo es.

—Déjame ponerme mi corbata, no quisiera mostrar pocos modales a tu familia...

—¿¿¿¡¡¡Ja, ja, ja!!!??? —Mira, cuando mi papá se viste con terno le preguntamos: ¿dónde es la fiesta de disfraces? Estás bien, anda entremos.

—Bueno, como digas.

Antes que Estella abra la puerta, María, una dama guatemalteca que ayuda en la cocina y en la limpieza, los invita a pasar: adelante niña, señor buenas noches; Estella la presenta: es María, quien ayuda a mi mamá, Arnold la saluda: mucho gusto.  Lorenzo baja vistiendo un terno azul camisa celeste, bufanda roja, aunque calzando chalupas, la familia se reúne con el invitado, Giacomo sirve las copas con vino tinto italiano. Doña Sofía engalanada con un vestido negro brillante de mangas largas, el collar de perlas parece competir en brillo con el reloj de pulsera, va bajando por la escalera en curva, a paso lento tomándose del pasamano con la izquierda. Estella mueve su cabeza escondiendo su sonrisa, al llegar a piso firme saluda: Bienvenido joven. La cena transcurre en un ambiente cordial; padre, hijo, hija fluyen graciosos en informalidad. Están en el comedor, comiendo sobre aquella larga mesa de madera con doce sillas, un cuadro muestra una campiña con ocho mujeres vistiendo traje de jornada levantando unos inmensos racimos de uvas negras, Arnold conversa en forma amena con don Lorenzo y Giacomo, por momentos doña Sofía y Estella comparten la plática también. Arnold mira su reloj y nota que son las diez y cuarenta y un minutos. Se levanta de la mesa agradeciendo la cena. Estella lo acompaña hasta la puerta, ambos sonríen, el doble beso en las mejillas hace ruborizar al joven abogado; se cierra la puerta. Mientras cada hermano se retira a su habitación, Lorenzo después de tirar el saco sobre uno de los muebles ayuda a su esposa recogiendo la vajilla y llevarla a la cocina donde María está lavando los trastes; vieja, me encantó este muchacho: educado, buena presencia, profesional, tenemos que hablar bien con nuestra hija, ¡que este no se le escape! Aunque ella está con eso de que está esperando al hombre que Dios mande a su vida; él debe estar muy ocupado allá en el cielo, así que...; Sofía posa su índice izquierdo sobre los labios de Lorenzo, empieza a hablarle en voz baja, ella mueve la cabeza y le caen unas lágrimas; él se queda paralizado, junta los extremos de los dedos de cada mano y menea a la vez ambos brazos de arriba hacia abajo: ¡¡¡Está loca!!! Yo quiero tener nietos que corran, jueguen fútbol, se peleen; él observa a María y le dice a su esposa que mejor hablen en italiano; entonces Lorenzo vocifera:

—¡¡¡Voglio nei nipoti, non delle farfalle che volano via; se nasce un uomo che lo chiama: Giussepe Maria; se nasce una donna: Maria Giussepe, non si sa mai!!!

Entonces, María que está en el lavadero de la cocina estalla en risa. Doña Sofía voltea el rostro hacia la dama guatemalteca, se acerca despacio con el cuello estirado para adelante con los ojos achinados, le quita el celular que tiene en la mano y lee: TRADUCTOR

—¡¡¡Quiero nietos, no mariposas que salgan volando!!! Si nace varón que le ponga por nombre: José María; si nace mujer: ¡¡¡María José, por si acaso!!!

Doña Sofía borra lo traducido, tira el celular cerca del lavadero, se van al dormitorio. 

¿Quién está libre de culpa? 

Arnold, al salir de la casa de Estella revisa su celular, tiene llamadas perdidas de Miki, encuentra un mensaje de texto, sube a su auto. En el nosocomio pregunta por Michael, dos policías se acercan, le hablan. Luego de unos minutos entra al cuarto L 271. Miki está consciente, el recién llegado se sienta al lado, una enfermera le termina de tomar la presión al paciente, revisa el suero y se retira. Para Arnold es difícil asimilar a través de los policías, la declaración de testigos: Michael se estaba besando con la otra víctima del ataque y que se iban juntos al momento de ser atacados; pero él también sabe que está coqueteando desde semanas atrás con Estella. Al día siguiente el joven abogado no se presentó. El domingo dieron de alta a Michael y a la otra víctima. Miki al llegar a casa le pide conversar a Arnold, se sientan en la sala. Están hablando en forma calmada, luego de unos minutos cojeando va a su cuarto, abre el closet de la habitación, empieza a empacar sus ropas. Al cabo de una hora suena el timbre de la casa, desde su cuarto dice: por favor, es el señor del taxi, otro día mando a recoger el resto de mis cosas y sale con una maleta. Un abrazo sella la despedida. Ya en el auto, Michael entrega un papel al conductor; lléveme a esta dirección. Al llegar al destino indicado dice al conductor que por favor lo espere unos pocos minutos...; apoyado con su diestra en un bastón toca el timbre, tiene un sobre pequeño en su mano izquierda. La puerta se abre, una mujer madura lo mira atónita, y lo hace pasar, lo acompaña hasta la sala, George lo mira sorprendido: Buenas tardes, señor Jones. Imagino su sorpresa de verme llegar a su casa; George trata de hablarle: ¿Qué hace...? Michael le pide que no lo interrumpa:

—Sabe señor Jones, sí, soy homosexual, pero también un ser humano con sentimientos, que a pesar de todo lo respeta. Arnie lo ama, pero sufre con su desprecio y condena. Tan solo vengo a decirle que él y yo hemos terminado. Ahora es cuando más los necesita a ustedes, sus padres. Lo quiero, pero sé lo que él aún ignora: algo lo cambió. Él dejó de ser homosexual.  ¡Jamás entenderé cómo pasó! Siento que anhela una familia, hijos, el amor de una mujer.

—¡¡¡Maricón que haces aquí, lárgate antes de que llame a la policía!!! —contesta George de manera desaforada haciendo el ademán de pararse—. ¡¡¡Ustedes los homosexuales son enfermos peligrosos, escoria de la humanidad!!!

—No se preocupe, ya me retiro, pero le traigo dos cosas que perdió: —dijo Michael entregándole el sobre—. Esta primera es algo material; hace unas noches de manera involuntaria quedó en mi poder, ábrala si tiene la hombría de la que se ufana.

George abrió el sobre y dejó caer en su mano derecha el contenido...

—Es la placa que perdió en el cobarde ataque de hace unas noches contra mí y otra persona, en las afueras de un club. La segunda, es la misericordia; su delito podría costarle años en prisión; por ello le muestro compasión; porque todos cometemos errores, ofensas, bajezas. Si no conoce el perdón, no podrá darlo a otro. Pero, no le diga nada a Arnie de la medalla; ¡No lo confunda con su falta de hombría! Michael da la vuelta en la sala, Pamela observa en silencio, la puerta de la casa se cierra. La prenda metálica, sobre la temblorosa mano de George, muestra aún rastros de sangre seca.

El martes siguiente Arnold está en su trabajo. Estella al verlo llegar se acerca con dos tazas de café, se sienta muy junto a él, a través del vidrio se contempla a una mujer tomando las manos de un varón. Ella empieza a orar, él rompe en llanto: Entonces la señora Whitney camina presurosa y sin preguntar abre la puerta de la oficina de Arnold para dejar caer las persianas, cerrar la puerta y poner un letrero plástico que dice: En conferencia.

Estella camina en forma pausada del brazo de don Lorenzo, su papá. La hermosa voz de una soprano, acompañada por el antiguo órgano de la iglesia, regala una bella interpretación del Ave María. Un niño sostiene la larga cola del vestido blanco de la novia. Una niña va dejando caer pétalos blancos.  Pocas personas notan que el vestido tiene pliegues para disimular la barriga de cinco meses. Padre e hija van por el pasillo central. Hacia los lados, dos hileras de bancas de madera decoradas con rosas blancas cuya fragancia cubre la iglesia que está llena de invitados, cada quien más elegante que el otro. Al frente el pastor en los atrios.  Arnold embelesado la espera; a su lado, como testigo su mejor amigo: Miki, a quien George y Pamela saludan. Aparte de familiares y compañeros de trabajo, también asisten amistades comunes de Michael y Arnold; Doña Sofía le hace muecas a Estella que meta la barriga, Giacomo se ríe pues su papá viste un terno plomo brilloso, camisa blanca, corbata negra con rombos blancos, pero un gran juanete en su pie derecho le impidió cambiarse las sandalias por los zapatos negros traídos de Italia. Los novios se contemplan, de pronto, ella siente náuseas, sobreviene una violenta arcada..., el pastor trata de dar un paso atrás...; ocurre justo cuando el fotógrafo toma la foto para la posteridad.