viernes, 25 de febrero de 2022

Prisión y libertad

Amanda Castillo Tenorio

 

Fernando cursaba cuarto semestre de derecho en la Universidad Distrital. Siempre fue un chico apacible, pensativo y dispuesto al diálogo. Era un estudiante aplicado, responsable, buen hijo y un hermano amoroso.

Meses atrás, estando en la biblioteca de la universidad, una chica se le acercó para preguntarle algo sobre un libro que necesitaba. Él le respondió con amabilidad y ella le preguntó sí podía sentarse en la misma mesa junto a él. A partir de ese día se volvieron inseparables. Ella era cinco años mayor que él y estaba finalizando su carrera de ingeniería civil, sin embargo, la diferencia de edad no fue un impedimento para que el amor creciera entre ellos.  Fernando por primera vez se sentía enamorado, a pesar de que notaba algunos comportamientos por parte de Laura que le despertaban cierta inquietud.

La pareja perdía todo contacto entre sí los fines de semana, ella no le había querido compartir su número de celular, sus redes sociales, ni ninguna dirección física donde él la pudiera ir a buscar. Cuando él le mencionaba esta situación, Laura se ponía a la defensiva y argumentaba que ella era una de las pocas personas libres de la adicción causada por la tecnología. Dado el carácter apacible de Fernando, las conversaciones sobre el tema siempre quedaban a medio terminar.  

—No quiero ser esclava de las redes sociales, ni de los celulares. Prefiero verte a los ojos cuando te hablo.

—No se trata de eso, Laura. Es normal compartir cierta información entre novios.

—¡Vamos, pregunta lo que quieras! ¿Qué más quieres saber acerca de mí?

—Ya, no te enojes —le decía él—. No volveré a tocar el asunto.

Fernando no era muy dado a participar en marchas o protestas, por el contrario, siempre prefería el diálogo y la concertación pacífica. Sin embargo, la vehemencia de Laura al defender la protesta social como medio efectivo para garantizar los derechos de las clases menos privilegiadas socialmente, era de tal magnitud, que llegaba un punto donde a él se le acababan los argumentos. Fue así que como después de una inolvidable noche de pasión, Laura lo convenció para que asistiera a una marcha programada para el día siguiente. Ella prometió no separarse de él ni un momento, pero él debía hacer exactamente todo lo que se le dijera.

A pesar de la intensa lluvia la plaza de Nariño estaba abarrotada de estudiantes universitarios y trabajadores oficiales agremiados en los diferentes sindicatos. Era el tercer día de marchas y protestas motivadas por el proyecto de ley que pretendía aumentar los impuestos y reducir el monto de las transferencias a las universidades públicas del país.

Fernando estuvo puntual a la hora acordada, y Laura llegó acompañada de dos hombres que él nunca había visto, los presentó como sus amigos.

Uno de los hombres extendió su mano para entregarle al muchacho un morral envejecido.

—Tome hermano, este es su paquete.

El muchacho no comprendió y levantó las cejas en señal de pregunta.

Hubo un incómodo silencio entre los cuatro, pero enseguida Laura tomó la vocería:

—Mi amor, esto es parte de los insumos que debemos llevar. Como es mucho material lo repartiremos entre todos.

—No me habías dicho nada de ningún material, ¿qué contiene?

Laura guardó silencio y por un momento evitó la mirada de su novio.

—¿Qué contiene esto? —insistió Fernando.

Sin pensarlo dos veces el chico hizo el ademán de abrir el morral, pero este fue arrancado con prontitud de sus manos por parte de uno de los acompañantes de Laura.

—¡Vámonos ya! —dijo el hombre.

Había un automóvil esperándolos en la acera de enfrente, y los cuatro se subieron sin pronunciar palabra.

Una vez estuvieron en la plaza, los compañeros de Laura se dispersaron entre la multitud. Él se mantuvo junto a ella como habían acordado. El ambiente era tenso. Había una enorme cantidad de policías, e inclusive soldados en el perímetro de la plaza. La gente gritaba arengas en contra de la desigualdad, la pobreza y la corrupción de los políticos. Los líderes de la marcha usaban los megáfonos para hacerse escuchar en medio del bullicio, mientras avanzaban de manera lenta, pero segura hacia la línea donde se encontraban los policías. La intención era ingresar a la fuerza al capitolio nacional.

Varios hombres encapuchados salieron de en medio de la muchedumbre lanzando piedras y tratando de sobrepasar la barrera conformada por hombres de la policía. De inmediato se empezaron a escuchar explosiones y disparos. El caos fue total.

Fernando se alarmó mucho más cuando descubrió que Laura ya no estaba junto a él. No podía ver bien a causa del ardor en sus ojos originado por los gases lacrimógenos que lanzó la policía. Empezó a gritar bastante asustado:

—¡Laura!, ¡Laura!, Laura!

Él sabía que, en medio del caos, nadie lo iba a escuchar. Entonces decidió dirigirse hacia el otro lado de la plaza, buscando una salida de ese infierno. Mientras corría, a su encuentro vinieron dos uniformados con pistola en mano.

—¡Alto! —le gritaron al cerrarle el paso.

—Necesito salir de aquí  —dijo Fernando sintiendo que se ahogaba por el humo.

Los hombres lo sujetaron con fuerza, uno por cada brazo y lo llevaron hasta un camión estacionado en un callejón. Él intentó hablar y explicar lo que estaba haciendo en aquel lugar, pero no tuvo tiempo de hacerlo. Fue empujado hacia dentro del vehículo, los policías no pararon de darle puños y patadas hasta dejarlo inconsciente.

Horas después un baldado de agua fría despertó bruscamente al chico. Poco a poco se dio cuenta del sitio donde se encontraba. No lograba moverse con facilidad, un agudo dolor le punzaba a la altura de sus costillas. Como pudo se puso en pie y gritó a través de las frías rejas de la mal oliente celda:  

—¿Por qué estoy aquí?

—Está detenido mijo —le contestó una voz.

—¿Por qué? ¡Yo no he hecho nada!

—Por bandido, por guerrillero.

—Pero es un error, yo no soy ningún guerrillero —dijo con tono de alarma.

El policía dio la vuelta, sin hacer caso a lo que el muchacho le decía.

Habían transcurrido un par de días y Cristina, la madre de Fernando, no tenía idea donde se encontraba su hijo. Con ayuda de unos vecinos, empezaron su búsqueda en hospitales y estaciones de policía, hasta que por fin lo encontraron en un calabozo de la Fiscalía. Su madre estaba devastada por el estado en que encontró a su hijo y especialmente por las acusaciones proferidas contra él.

Fernando era acusado de ser el líder de las milicias urbanas de un peligroso grupo guerrillero. Según las autoridades había pruebas contundentes que lo incriminaban. La principal acusación era la que provenía de una integrante del grupo, una mujer de nombre Eliana Montoya, alias «Laura» que también había sido capturada y que, en la audiencia preliminar de imputación de cargos, había declarado que el cabecilla de la célula urbana era Fernando Molina Acosta. Al momento de su captura, entregó un morral con explosivos, los cuales, según ella, habían sido entregados por este para ser usados durante las manifestaciones.

Las posibilidades de defensa de Fernando no eran las mejores. Su madre no tuvo cómo pagar a un abogado, y fue representado por uno de oficio, el cual no hizo mayor esfuerzo por ayudar al chico. «Laura» y varios hombres que Fernando nunca había visto, lo acusaron despiadadamente. Como era de esperarse, un juez falló en su contra y condenó al muchacho a quince años de cárcel, acusado de terrorismo y concierto para delinquir.

Al cabo de un año en prisión, Fernando recibió la visita de un familiar, quien le contó que su madre había muerto hacía pocos días y que en adelante su hermana menor se mudaría a vivir con sus abuelos en otra ciudad.

Además de su frustración por la condena injusta, se le sumó el profundo dolor por la pérdida de la madre, sin tener posibilidad alguna de darle su último adiós. Solo un sentimiento lo mantenía en pie, era el motor que lo impulsaba a levantarse cada día y aprovechar las escasas oportunidades que le ofrecía la cárcel. Era el ferviente deseo de vengarse de la mujer que arruinó su vida.

 En sus interminables noches de insomnio había fraguado con detalles un plan. Para hacerlo debía armar una estrategia, y el primer paso era convertirse en el líder que le habían propuesto. En el mismo patio de la prisión donde se encontraba, estaba un moribundo capo del narcotráfico que le había ofrecido al chico heredarle las rutas y el negocio para que él continuara con su legado.  Aquel hombre, alias «don Mauro» vivía agradecido con el muchacho desde la mañana en que este lo salvó de ser violado por dos reclusos en las duchas de la prisión. Si bien intentó defenderse de los atacantes, sus fuerzas estaban diezmadas a causa de la enfermedad.  Este hecho realizado de manera desinteresada por Fernando, le trajo consigo muchos beneficios por parte de «don Mauro» quien en adelante lo consideró como a un hijo, según les decía a todos.

Fernando salió de la cárcel cinco años antes de cumplirse el tiempo de su condena, gracias a la movida de sus nuevos abogados. Habían sido diez largos años de encierro y soledad.  Pero ahora con el negocio heredado y los contactos adquiridos, emprendió la búsqueda imparable de «Laura». Su obsesión por encontrarla no tenía límites. Contrató detectives e investigadores privados, y cuando por fin supo dónde hallarla, planeó la forma de asesinarla. Quería hacerlo él mismo, había imaginado muchas veces causarle una muerte lenta, verla fijamente a los ojos mientras agonizaba.

Cuando todo estuvo listo, Fernando llegó a la casa donde habían ubicado a «Laura». Le abrió la puerta una señora de edad avanzada y él supo de inmediato que se trataba de la madre de ella. Se presentó como un antiguo amigo que quería saludarla. La anciana muy acongojada le contó lo sucedido con su hija. Esta había muerto hacía poco tiempo. Fernando la escuchaba desalentado, sin inmutarse.

Escuchó pasos dentro de la casa y sus ojos se posaron en la niña que llegó a sentarse junto a la mujer.

—Y esta niña, ¿quién es?

—Es Cristina, lo único que me queda de mi hija.

Al oír aquel nombre, Fernando sintió un nudo en la garganta y una extraña sensación se apoderó de él.

—¿Cuántos años tienes? —pregunto dirigiéndose a la niña.

—Diez, dijo ella.

—¿Cómo se llama tu padre?

—Mami dijo que se llamaba Fernando, ¿usted lo conoce?

Fernando sintió que su corazón le dio un vuelco, contuvo el aliento y con mucha calma atrajo a la niña hacia sí. Mientras la abrazaba, un llanto desgarrador y al mismo tiempo liberador, brotó del fondo de su alma.

3 comentarios:

  1. Excelente historia... Empiezas y definitivamente no puedes parar hasta llegar al final... Felicitaciones!!

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  2. Excelente historia. El final lo sorprende de manera dramática
    Muy buen manejo del lenguaje. Felicitaciones!

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  3. Interesante historia. Su autora sabe llevar un hilo conductor que atrapa al lector para seguir leyendo hasta el final. Utiliza un lenguaje sencillo y de fácil comprensión. Logra recoger la historia de Fernando y de Laura basada en la realidad social y política de los países latinoamericanos, especialmente de Colombia. Felicito a la autora.

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