Amanda Castillo Tenorio
Fernando cursaba cuarto
semestre de derecho en la Universidad Distrital. Siempre fue un chico apacible,
pensativo y dispuesto al diálogo. Era un estudiante aplicado, responsable, buen
hijo y un hermano amoroso.
Meses atrás, estando en la
biblioteca de la universidad, una chica se le acercó para preguntarle algo
sobre un libro que necesitaba. Él le respondió con amabilidad y ella le
preguntó sí podía sentarse en la misma mesa junto a él. A partir de ese día se
volvieron inseparables. Ella era cinco años mayor que él y estaba finalizando
su carrera de ingeniería civil, sin embargo, la diferencia de edad no fue un
impedimento para que el amor creciera entre ellos. Fernando por primera
vez se sentía enamorado, a pesar de que notaba algunos comportamientos por parte
de Laura que le despertaban cierta inquietud.
La pareja perdía todo contacto
entre sí los fines de semana, ella no le había querido compartir su número de
celular, sus redes sociales, ni ninguna dirección física donde él la pudiera ir
a buscar. Cuando él le mencionaba esta situación, Laura se ponía a la defensiva
y argumentaba que ella era una de las pocas personas libres de la adicción
causada por la tecnología. Dado el carácter apacible de Fernando, las
conversaciones sobre el tema siempre quedaban a medio terminar.
—No quiero ser esclava de las
redes sociales, ni de los celulares. Prefiero verte a los ojos cuando te hablo.
—No se trata de eso, Laura. Es
normal compartir cierta información entre novios.
—¡Vamos, pregunta lo que
quieras! ¿Qué más quieres saber acerca de mí?
—Ya, no te enojes —le
decía él—. No volveré a tocar el asunto.
Fernando no era muy dado a
participar en marchas o protestas, por el contrario, siempre prefería el
diálogo y la concertación pacífica. Sin embargo, la vehemencia de Laura al
defender la protesta social como medio efectivo para garantizar los derechos de
las clases menos privilegiadas socialmente, era de tal magnitud, que llegaba un
punto donde a él se le acababan los argumentos. Fue así que como después de una
inolvidable noche de pasión, Laura lo convenció para que asistiera a una marcha
programada para el día siguiente. Ella prometió no separarse de él ni un
momento, pero él debía hacer exactamente todo lo que se le dijera.
A pesar de la intensa lluvia
la plaza de Nariño estaba abarrotada de estudiantes universitarios y
trabajadores oficiales agremiados en los diferentes sindicatos. Era el tercer
día de marchas y protestas motivadas por el proyecto de ley que pretendía
aumentar los impuestos y reducir el monto de las transferencias a las
universidades públicas del país.
Fernando estuvo puntual a la
hora acordada, y Laura llegó acompañada de dos hombres que él nunca había
visto, los presentó como sus amigos.
Uno de los hombres extendió su
mano para entregarle al muchacho un morral envejecido.
—Tome hermano, este es su
paquete.
El muchacho no comprendió y
levantó las cejas en señal de pregunta.
Hubo un incómodo silencio
entre los cuatro, pero enseguida Laura tomó la vocería:
—Mi amor, esto es parte de los
insumos que debemos llevar. Como es mucho material lo repartiremos entre todos.
—No me habías dicho nada de
ningún material, ¿qué contiene?
Laura guardó silencio y por un
momento evitó la mirada de su novio.
—¿Qué contiene esto? —insistió
Fernando.
Sin pensarlo dos veces el
chico hizo el ademán de abrir el morral, pero este fue arrancado con prontitud
de sus manos por parte de uno de los acompañantes de Laura.
—¡Vámonos ya! —dijo el
hombre.
Había un automóvil
esperándolos en la acera de enfrente, y los cuatro se subieron sin pronunciar
palabra.
Una vez estuvieron en la
plaza, los compañeros de Laura se dispersaron entre la multitud. Él se mantuvo
junto a ella como habían acordado. El ambiente era tenso. Había una enorme
cantidad de policías, e inclusive soldados en el perímetro de la plaza. La
gente gritaba arengas en contra de la desigualdad, la pobreza y la corrupción
de los políticos. Los líderes de la marcha usaban los megáfonos para hacerse
escuchar en medio del bullicio, mientras avanzaban de manera lenta, pero segura
hacia la línea donde se encontraban los policías. La intención era ingresar a
la fuerza al capitolio nacional.
Varios hombres encapuchados
salieron de en medio de la muchedumbre lanzando piedras y tratando de
sobrepasar la barrera conformada por hombres de la policía. De inmediato se
empezaron a escuchar explosiones y disparos. El caos fue total.
Fernando se alarmó mucho más
cuando descubrió que Laura ya no estaba junto a él. No podía ver bien a causa
del ardor en sus ojos originado por los gases lacrimógenos que lanzó la
policía. Empezó a gritar bastante asustado:
—¡Laura!, ¡Laura!, Laura!
Él sabía que, en medio del
caos, nadie lo iba a escuchar. Entonces decidió dirigirse hacia el otro lado de
la plaza, buscando una salida de ese infierno. Mientras corría, a su encuentro
vinieron dos uniformados con pistola en mano.
—¡Alto! —le gritaron al cerrarle
el paso.
—Necesito salir de
aquí —dijo Fernando sintiendo que se ahogaba por el humo.
Los hombres lo sujetaron con
fuerza, uno por cada brazo y lo llevaron hasta un camión estacionado en un
callejón. Él intentó hablar y explicar lo que estaba haciendo en aquel lugar,
pero no tuvo tiempo de hacerlo. Fue empujado hacia dentro del vehículo, los
policías no pararon de darle puños y patadas hasta dejarlo inconsciente.
Horas después un baldado de
agua fría despertó bruscamente al chico. Poco a poco se dio cuenta del sitio
donde se encontraba. No lograba moverse con facilidad, un agudo dolor le
punzaba a la altura de sus costillas. Como pudo se puso en pie y gritó a través
de las frías rejas de la mal oliente celda:
—¿Por qué estoy aquí?
—Está detenido mijo —le
contestó una voz.
—¿Por qué? ¡Yo no he hecho
nada!
—Por bandido, por guerrillero.
—Pero es un error, yo no soy
ningún guerrillero —dijo con tono de alarma.
El policía dio la vuelta, sin
hacer caso a lo que el muchacho le decía.
Habían transcurrido un par de
días y Cristina, la madre de Fernando, no tenía idea donde se encontraba su
hijo. Con ayuda de unos vecinos, empezaron su búsqueda en hospitales y
estaciones de policía, hasta que por fin lo encontraron en un calabozo de la
Fiscalía. Su madre estaba devastada por el estado en que encontró a su hijo y
especialmente por las acusaciones proferidas contra él.
Fernando era acusado de ser el
líder de las milicias urbanas de un peligroso grupo guerrillero. Según las
autoridades había pruebas contundentes que lo incriminaban. La principal
acusación era la que provenía de una integrante del grupo, una mujer de nombre
Eliana Montoya, alias «Laura» que también había sido capturada y que, en la
audiencia preliminar de imputación de cargos, había declarado que el cabecilla
de la célula urbana era Fernando Molina Acosta. Al momento de su captura,
entregó un morral con explosivos, los cuales, según ella, habían sido
entregados por este para ser usados durante las manifestaciones.
Las posibilidades de defensa
de Fernando no eran las mejores. Su madre no tuvo cómo pagar a un abogado, y
fue representado por uno de oficio, el cual no hizo mayor esfuerzo por ayudar
al chico. «Laura» y varios hombres que Fernando nunca había visto, lo acusaron
despiadadamente. Como era de esperarse, un juez falló en su contra y condenó al
muchacho a quince años de cárcel, acusado de terrorismo y concierto para
delinquir.
Al cabo de un año en prisión,
Fernando recibió la visita de un familiar, quien le contó que su madre había
muerto hacía pocos días y que en adelante su hermana menor se mudaría a vivir
con sus abuelos en otra ciudad.
Además de su frustración por la condena injusta, se le sumó el profundo dolor por la pérdida de la madre, sin tener posibilidad alguna de darle su último adiós. Solo un sentimiento lo mantenía en pie, era el motor que lo impulsaba a levantarse cada día y aprovechar las escasas oportunidades que le ofrecía la cárcel. Era el ferviente deseo de vengarse de la mujer que arruinó su vida.
En sus interminables
noches de insomnio había fraguado con detalles un plan. Para hacerlo debía
armar una estrategia, y el primer paso era convertirse en el líder que le
habían propuesto. En el mismo patio de la prisión donde se encontraba, estaba
un moribundo capo del narcotráfico que le había ofrecido al chico heredarle las
rutas y el negocio para que él continuara con su legado. Aquel hombre,
alias «don Mauro» vivía agradecido con el muchacho desde la mañana en que este
lo salvó de ser violado por dos reclusos en las duchas de la prisión. Si bien
intentó defenderse de los atacantes, sus fuerzas estaban diezmadas a causa de
la enfermedad. Este hecho realizado de manera desinteresada por Fernando,
le trajo consigo muchos beneficios por parte de «don Mauro» quien en adelante
lo consideró como a un hijo, según les decía a todos.
Fernando salió de la cárcel
cinco años antes de cumplirse el tiempo de su condena, gracias a la movida de
sus nuevos abogados. Habían sido diez largos años de encierro y soledad.
Pero ahora con el negocio heredado y los contactos adquiridos, emprendió la
búsqueda imparable de «Laura». Su obsesión por encontrarla no tenía límites.
Contrató detectives e investigadores privados, y cuando por fin supo dónde
hallarla, planeó la forma de asesinarla. Quería hacerlo él mismo, había
imaginado muchas veces causarle una muerte lenta, verla fijamente a los ojos
mientras agonizaba.
Cuando todo estuvo
listo, Fernando llegó a la casa donde habían ubicado a «Laura». Le abrió la
puerta una señora de edad avanzada y él supo de inmediato que se trataba de la
madre de ella. Se presentó como un antiguo amigo que quería saludarla. La anciana
muy acongojada le contó lo sucedido con su hija. Esta había muerto hacía poco
tiempo. Fernando la escuchaba desalentado, sin inmutarse.
Escuchó pasos dentro de la
casa y sus ojos se posaron en la niña que llegó a sentarse junto a la mujer.
—Y esta niña, ¿quién es?
—Es Cristina, lo único que me
queda de mi hija.
Al oír aquel nombre, Fernando
sintió un nudo en la garganta y una extraña sensación se apoderó de él.
—¿Cuántos años tienes? —pregunto
dirigiéndose a la niña.
—Diez, dijo ella.
—¿Cómo se llama tu padre?
—Mami dijo que se llamaba
Fernando, ¿usted lo conoce?
Fernando sintió que su corazón le dio un vuelco, contuvo el aliento y con mucha calma atrajo a la niña hacia sí. Mientras la abrazaba, un llanto desgarrador y al mismo tiempo liberador, brotó del fondo de su alma.
Excelente historia... Empiezas y definitivamente no puedes parar hasta llegar al final... Felicitaciones!!
ResponderEliminarExcelente historia. El final lo sorprende de manera dramática
ResponderEliminarMuy buen manejo del lenguaje. Felicitaciones!
Interesante historia. Su autora sabe llevar un hilo conductor que atrapa al lector para seguir leyendo hasta el final. Utiliza un lenguaje sencillo y de fácil comprensión. Logra recoger la historia de Fernando y de Laura basada en la realidad social y política de los países latinoamericanos, especialmente de Colombia. Felicito a la autora.
ResponderEliminar