miércoles, 23 de febrero de 2022

Alicia y el destino

José Camarlinghi Mendoza


Alicia da vueltas en su lecho. Es todavía temprano y a pesar de estar ansiosa por salir de la cama, decide esperar a que sea la hora en la que habitualmente se levanta y se prepara para ir al trabajo. No quiere hacer nada inusual para no levantar sospechas en su madre. La noche anterior se despidió de ella como suele hacerlo todas las noches cuando se va a dormir. Se lavó los dientes, entró a su habitación y preparó, con mucho cuidado e intentando no hacer ruido, su maleta. Había decidido irse con Pedro, su enamorado secreto, a buscar una mejor vida. Antes de acostarse escribió una nota y la dejó en su velador. 

Alicia ha sido, desde niña, bastante gordita. No se percató de ello hasta entrada la adolescencia; cuando sus compañeras de aula empezaron a ensanchar las caderas y acentuar las cinturas. Ella, por el contrario, engrosó el cuerpo de tal manera que solo se distinguía una forma redonda. Había gozado ser el centro de atención en la primaria. Le gustaba tanto la lectura que se sabía de memoria innumerables historias que contaba con  una facilidad sorprendente. En muchas ocasiones reunía varios niños a su alrededor que le escuchaban sin pestañear. Todo cambió con la llegada de la pubertad. A nadie le interesaba escuchar cuentos para niños y, a pesar de que intentó con historias románticas, no logró recuperar la atención. No solo perdió popularidad, también la confianza en sí misma y, poco a poco, el amor propio. A pesar de que había destacado los primeros seis años como excelente alumna, fue decayendo en su rendimiento. Para el año del bachillerato sus notas eran menos que mediocres y ya no tenía amistades. 

Por esas razones perdió todo interés en seguir estudiando y entrar a la universidad. De hecho, no encontraba sentido a casi ningún aspecto de la vida. Vivía por inercia y no tenía objetivos, ni deseos, ni siquiera sueños. No era del tipo depresivo y aunque no le hallaba significado a continuar, tampoco llegó a tener ideas suicidas. De alguna manera se conformó con su destino, encontró un trabajo menor y dejó de pensar en el futuro. 

Se sentía tan mal con su propio cuerpo que ella misma se había aislado. No había sufrido verdadero acoso por sus formas redondas y su casi incapacidad de hacer deporte, pero sabía muy bien a quién se referían cuando escuchaba, de casualidad, que las otras chicas hablaban de «la Gorda» o «la Chancha». Entonces entraba en escena, a propósito, para ver los rostros de quienes decían ser sus amigas. Algunas se sonrojaban y bajaban la vista, otras no podían disimular risitas burlonas. 

En el colegio los chicos fueron diferentes. Al principio la molestaron con apodos hirientes y malintencionados. Un profesor, a quien Alicia caía muy bien, los escuchó y sentó un reclamo en la dirección que terminó con compromisos firmados por sus padres. Alicia no supo qué fue peor, los insultos o el aislamiento. Nunca más le volvieron a dirigir la palabra a no ser de lo estrictamente necesario. Por eso se sintió un poco turbada cuando Pedro, un absoluto desconocido, se acercó y empezó a hablarle como si siempre la hubiera conocido. 

A diez cuadras de la casa de Alicia está Pedro sentado en su camioneta, esperando. El cielo apenas filtra una luz gris y una brisa suave y helada trae el aroma agridulce de la fábrica de cerveza; en la calle no se escucha nada. Mira el reloj con impaciencia. No hay muchos transeúntes a esa temprana hora pero, cuando pasa alguien, se cubre el rostro con un periódico y simula estar leyendo. Intenta permanecer tranquilo y sin embargo su mirada lo delata. Sus ojos se mueven todo el tiempo. Mira los espejos retrovisores sin mover la cabeza y escudriña el paisaje solitario de las calles que tiene en frente. Si alguien lo observaría, tendría la sensación de estar mirando a un felino acechante. 

Pedro vive solo en una vetusta casa al otro lado de la ciudad. No es la primera vez que viene al barrio. Lo ha visitado muchas veces y siempre lo ha hecho escondido en la obscuridad de la noche o la bruma del amanecer. Está acostumbrado a moverse entre las sombras. No le gusta ser observado. No es que sea feo o deforme, pero tampoco es agraciado. Le quedan algunas cicatrices de las golpizas que le daba su padrastro y tiene un cuerpo musculoso. No se fija en eso cuando frente al espejo se cepilla los dientes o se arregla el cabello. Sin embargo, cuando encuentra sus ojos, los mismos le devuelven desprecio. 

Mira por enésima vez el reloj y un flujo de impaciencia le recorre el cuerpo. Respira profundo, contiene el aire por varios segundos y luego exhala muy despacio. Repite la acción varias veces y poco a poco la ansiedad da paso a los recuerdos. Hacía lo mismo en los tiempos en los que vivía con su madre. Cuando el padrastro llegaba a media noche y empezaba a golpearla. Inhalaba hasta que no le entraba más aire e intentaba pensar en otra cosa tapándose los oídos. Entonces trataba recordar los momentos felices que había tenido al lado de su progenitora. Estaba aquella imagen de cuando fueron a la costa y pasaron un par de días echados en la arena mirando las olas. Ellos dos solos. Nunca antes la había visto tan radiante y optimista. Eso le animó a preguntar. 

—¿Dónde está mi papá? 

Una sombra oscura pasó por el rostro materno por unos instantes. Al ver los ojos expectantes del niño, intentó simular una sonrisa e inventar una mentira. 

—Es marinero —dijo rápido señalando el horizonte lejano—. Está trabajando en alguna parte de este mar. 

—¿Y cuando vuelve? 

—No lo sé —y al ver la expresión afligida, acotó—, será pronto. 

Jamás volvió y nunca más se animó a preguntar; no por timidez, sino porque de alguna manera intuyó que no había respuesta. Los que sí volvieron, una y otra vez, fueron los compañeros violentos que escogía la madre en su esfuerzo de encontrar un padre sustituto para Pedro. Después de varios intentos desastrosos, al final se casó con uno de ellos. Parecía un hombre tranquilo y correcto hasta que perdió el trabajo a causa de unos rumores de acoso. A los pocos días llegó ebrio y empezó la nueva pesadilla. La madre intentó apartarse de ese hombre. Nunca lo logró. Siempre volvía con regalos, promesas de cambio. Llegó al punto de denunciarlo y sin embargo, las autoridades no hicieron mucho. Al final la señora perdió también toda voluntad y empezó a consumir drogas para dormir. A veces las mezclaba con alcohol y se quedaba sentada en la sala con la mirada fija en un punto tan lejano como imaginario. Cuando salía del sopor se arrepentía e intentaba atender a su niño. No le duraba mucho. Llegaba el marido ebrio, la golpeaba y la mujer se refugiaba en sus pastillas. 

Una noche no pudo aguantar más. Pedro salió a defenderla. Era apenas un niño y sin embargo logró levantar un pesado sartén con el que le dio en la cabeza. El padrastro aturdido dejó de golpear a la mujer y se acurrucó en un rincón. Ella no entendió lo que pasaba hasta que vio al niño sosteniendo la paila y antes de que pudiera reaccionar el hombre se levantó y le dio tal paliza a Pedro que no pudo ir a la escuela por más de una semana. 

A partir de ese día compartió los maltratos con su madre. El hombre llegaba con los ojos desorbitados y un olor nauseabundo, los agarraba a golpes y los violaba. Lo que más le dolió fue que su mamá nunca hizo nada. Se quedaba impávida mientras el monstruo se ponía encima y le bajaba los pantalones. Primero sintió mucho dolor, vergüenza e impotencia. Luego esos sentimientos se fueron transformando. Pasado un tiempo dejó de sentir y mientras era abusado, su mente divagaba por mundos ajenos. Poco a poco un tremendo rencor le iría creciendo hasta convertirse en odio absoluto. Ese sentimiento lo acompañaría hasta el fin de sus días. Una repugnancia a sí mismo y, algo irónico, hacia las mujeres, que crecería sin cesar. 

Alicia escucha el tintineo de las tazas en la cocina. Poco después le llega el olor a panqueques. Se levanta cansada y se viste con la misma ropa de todos los días. Se acerca al peinador y mira el espejo, ese implacable. Recuerda que hubo una época en la que lo odiaba; tanto que lo cubrió con telas para no verse. Pasaron un par de años en los que evitó mirar su reflejo, hasta que conoció a Pedro. Él le devolvió algo de confianza y amor propio. Entonces descubrió el espejo y volvió a observarse. Se sintió incómoda al verse. Se reconoció. No había cambiado mucho y le sorprendió que pudiera mirar el reflejo sin que le diera desazón; con todo, no podía encontrar una razón por la que un hombre se haya fijado en su persona. Eso la turbaba por unos instantes, pero desechaba cualquier idea negativa y pensaba que si Pedro podía encontrar algo, ella no necesitaba explicaciones. Por eso ahora es capaz de mirarse sin sentir remordimientos a pesar de reconocer que es gorda y que no es bella. Hoy, se da cuenta que se ve peor; tiene un poco de ojeras y la expresión cansada. Saca el maquillaje de un cajón y se prepara para pintarse. Al volver a mirarse al espejo se sonríe, devuelve el estuche al cajón y sale de la habitación. 

Marta está terminando de preparar el desayuno. Un intenso olor a café domina la cocina y los panqueques ya están en la mesa. Todos los días prepara tostadas, pero hoy se levantó con ganas de hacer algo especial. De un tiempo acá su hija, Alicia, ha cambiado. No sólo de humor, también en su apariencia exterior. Una mañana se sorprendió de verla con algo de maquillaje. 

—¿A quién has conocido? —le preguntó sonriente, alegre de que por fin haya encontrado a alguien. 

—¡A nadie! —mintió—. ¿Por qué dices eso? 

—Nunca te habías maquillado. 

Sorprendida por haberse revelado con tanta obviedad, tardó unos instantes en encontrar una respuesta. 

—No necesito haber encontrado a nadie para querer verme un poco mejor —respondió nerviosa y sintiendo que sus mejillas se encendían. 

—Yo me sentiría muy feliz de que encuentres a alguien —acotó intentando darle confianza y que le cuente, pero Alicia se guardó el secreto. 

Pedro le había pedido categórico que no contara a nadie de él. Le dijo que era muy tímido y que le costaba muchísimo entablar relaciones con otra gente. Que había hecho grandes esfuerzos para animarse a hablarle. Que  llegaría el tiempo en el que podría presentarle a su madre y sus amigas. Le recalcó que si hablaba de él con alguien, desaparecería de su vida. Le pidió paciencia para llegar al punto preciso para darlo a conocer. No le dijo cuando sería eso. Ella, siendo alguien que sufría también de la marginalidad social, creyó comprenderlo y se guardó, celosa y cómplice, el secreto. 

Pasaron un par de meses en los que la hija llegaba un poco más tarde de lo habitual. Cuando la madre le preguntaba dónde había estado, le decía que con amigas del trabajo. No le creía, por supuesto. Estaba casi segura que tenía un enamorado, o por lo menos, un pretendiente. No volvió a preguntar al respecto. Le bastaba con que su hija tenga una relación y que, por lo menos en apariencia, le devolviera la alegría y confianza que no le había visto desde que era niña. Aunque, para ser honesta, le inquietaba que no le contara nada y reconocía que le daba cierto temor la idea de perder al único miembro de su familia. Le dolía que después de tantos años de haber estado intentando crear un vínculo, no había avanzado mucho. Se resignaba diciéndose a sí misma que, llegado el momento, le presentaría al hombre. Sin embargo, pasaba el tiempo y Alicia no le comentaba nada al respecto. Empezó, entonces, a sospechar que tal vez no se trataba de un hombre. ¿Podía ser que su hija era lesbiana? Un diluvio de sentimientos encontrados la atacó desprevenida. En principio desechó la idea como si tratara de un asunto, además de impensable, imposible. A los pocos días se dio cuenta que la idea había estado rondando sus pensamientos y que a pesar de que hizo de todo para olvidarla, estaba allí como una espina minúscula de tuna, que se siente pero no se ve. Entonces, ya más serena, cayó en cuenta, o al menos eso creyó, que todo encajaba. Ese era el motivo por el que no le había contado nada. Se le llenaron los ojos de lágrimas y el amor de madre fue más grande que el prejuicio. El fin de semana le diría que no tenía porqué ocultarse. Que la seguiría amando. Se puso a pensar en una manera sutil para abordar el tema y luego todo volvería a ser como antes. 

Marta sabe que no podrá retenerla toda la vida, pero piensa proponerle que traiga a su pareja a vivir en la casa. ¡Ojalá lo acepte! Con esos pensamientos mañaneros se levantó y sintió ganas de hacer algo especial para Alicia. No tenía idea que esos serían los últimos momentos que compartirían. Se pasaría el resto de su vida pensando en aquella mañana. 

Alicia entra en la cocina y saluda a Marta. Finge sorpresa al ver los panqueques y pregunta cuál es la ocasión especial. 

—Ninguna en particular —responde Marta—. Sólo quería hacerte sentir bien. ¡Te gustan tanto! Además, últimamente has estado un poco tristona. 

Alicia se tensa un poco. ¿Se habrá dado cuenta su madre de sus planes? Ya le había pasado antes. Ella se enteraba de todo. Parecía tener una bola de cristal o una red de informantes que la seguía. Pero no. Esta vez no. Nadie sabía de la existencia de Pedro. Bueno, tanto como nadie, no. Algo le había comentado a doña Elvira. Una viejecita que vivía en la casa de enfrente y que, en ocasiones, cuidaba algunos fines de semana. Pero no había mencionado nombres ni planes. Además, ya estaba en la edad en que confundía las historias reales con las fantásticas y las noticias con las telenovelas. 

Nadie sabía que Pedro se había acercado a ella con tal timidez y suavidad que desde el primer día la había conquistado. Poco a poco la fue enamorando con una ternura que nunca creyó podría ser dirigida hacia si misma. Él era un ser especial. Nada que ver con los chicos y hombres que había conocido, vulgares y malintencionados. Por el contrario, era tierno y educado. La trataba con respeto y en ningún momento se tomó libertades. Una tarde que estaban sentados conversando en un parque solitario ubicado en las afueras de la ciudad, se animó a darle un beso en la boca. Fue algo fugaz, apenas un toque en los labios. Sólo para hacerle saber que podía dar ese paso en la relación. Él se quedó tenso y sorprendido mirándola. Ella le sonrió. Pedro se sonrojó, dibujó una especie de sonrisa, bajó la vista y muy despacio acercó su mano hasta tomar la de ella. Cuando levantó la mirada, Alicia pudo ver los ojos aguados, se arrimó y apoyó su cabeza en el musculoso hombro. La rodeó con su brazo y mientras miraban el atardecer, decidió que era tiempo de hacer su propuesta. 

—Ali… Vámonos de esta ciudad. 

Ella lo miró sorprendida. No esperaba algo así. 

—No tenemos futuro en este lugar. —La miró a los ojos—. Míranos. No hay nada aquí para nosotros. Busquemos una vida mejor. 

—Pero, yo tengo a mi mamá… No puedo desaparecer sin más… —respondió turbada. 

—Tengo muy buenos planes y dinero. Cuando nos establezcamos volvemos por ella. Pero no le digas nada ahora, confía en mí. 

Empezó a darle vueltas la cabeza. Tanto tiempo había estado sumida en una especie de sobrevivencia; sin futuro ni esperanzas, que de pronto se iluminó su mundo y quiso creer, con toda su alma, las promesas que se le presentaban. 

Nunca se imaginó donde terminaría el viaje que habían planeado juntos. No podía saber que esa misma noche la golpearía tan duro que perdería el conocimiento y que cuando lo recuperara estaría desnuda en el fondo de un pozo seco, en el sótano de la casa donde Pedro vivía solo. Ni se le pasó por la mente que ese hombre la obligaría, a gritos endemoniados, a ponerse cremas humectantes en todo el cuerpo; que su intención era la de suavizar la piel que después usaría para hacerse un traje. Ella le rogaría que la deje libre. Le preguntaría qué quería de ella y ante el mutismo absoluto se pondría a llorar de espanto. Pedro la miraría desde lo alto del pozo y también lloraría de manera tan desgarrada que parecía que aullaba. A los siete días de encierro, Pedro cargaría su revolver Magnum 45, la mataría de un solo tiro en la cabeza, la desollaría y la fondearía en una laguna fuera de la ciudad. 

A los minutos de haber terminado el desayuno y lavado los trastos, ambas mujeres salieron de la casa. Como todos los días se despidieron en la calle y cada una tomó su camino. Antes de llegar a la esquina, Alicia miró para atrás y vio a su madre tomar otra calle. Entonces volvió a la casa para recoger la maleta que había escondido en la puerta trasera que daba al jardín. Luego empezó a caminar hacia la cervecería, miró la casa donde había vivido toda su vida y tomó el camino de su destino.

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