lunes, 20 de febrero de 2023

Inmaculada concepción

Rosario Sánchez Infantas


Por error tomé esa vía del poblado andino. Ya salía de ella cuando me atrajo Inmigrant song de Led Zeppelin en un volumen muy alto. Un par de parlantes estaban colocados delante de la puerta abierta de una casita anodina. La mayoría de los pobladores aprovechaba las primeras horas del día festivo para dormir un poco más de lo habitual, por lo cual no esperaba encontrarme con tan ruidosa manifestación. Venimos de la tierra del hielo y la nieve, del sol de medianoche, donde fluyen las fuentes termales, decía Robert Plant. Era, en esa zona residencial, la única vivienda con la puerta abierta. Los diversos objetos exhibidos en ella o colgados del marco de madera, así como la música altísima, sugerían que se intentaba llamar la atención hacia algún negocio.

Veo carillones de cerámica y de aluminio, una escultura con grandes discos de bronce y una inscripción en chino, todos con la pátina del tiempo. Se trata de una pequeña venta de antigüedades. Me acerco y observo diferentes piezas colocadas desde el piso hasta el techo. Me sedujeron unas pantallas de vidrio colorido y dos pequeñas esculturas de Buda. Siempre he gustado de ese tipo de tiendas, pero una creencia adquirida en la infancia me dice que no debería gastar dinero en cosas suntuarias. Ya en el interior de una habitación pequeña y oscura encuentro adosados a las paredes algunos cuadros de diferentes tamaños, motivos y estilos. Ocupando mesitas de diversos tamaños, miniaturas de porcelana, juguetes antiguos, floreros de cristal, cubiertos y fuentes de plaqué. Desde la penumbra me saluda un hombre gentil, de unos sesenta años, de tez blanca con el tono rojizo que ocasiona el clima seco y frío de los Andes. La ropa casual y la barba entrecana le dan un aire bonachón.

Va mencionando y señalando el tipo de objetos que tiene en el pequeño recinto: tallas de madera (algunas toscas y otras exquisitas), mesas de noche de cedro y percheros de madera de haya. Se aleja para encender un foco atrayendo mi atención hacia ese lado de la abarrotada habitación. Por una pequeña ventana, cerca al techo, ingresa luz solar la que al ser interrumpida por los barrotes forma varios haces oblicuos. Fluyen grácilmente muchísimas partículas de polvo en las vías de luz.

Fiel a mi costumbre de ser empática con el vendedor, pienso que debo comprar algo, y observo tratando de hallar algún objeto que valga la pena hacer el gasto imprevisto y que no cueste mucho. Me gusta un aplique ornamental de bronce proveniente de un marco de madera y pregunto el precio y procedencia, pues deseo alejar la atención de ambos de algunas piezas que me producen un sentimiento de vergüenza ajena: pequeños cofres de plástico junto con los de opalina o vidrio, flautas y clarinetes del siglo XIX de fabricante reconocido y flautas plásticas de uso escolar en un mismo recipiente, sencillas réplicas contemporáneas de la torre Eiffel junto con perfumeros de plata inglesa y cristal tallado a mano. Compro el aplique, señalo que regresaré al pueblo el próximo feriado largo de febrero y que, entonces, visitaré la tienda. Sin embargo, algo me lleva al día siguiente a la pequeña estancia de antigüedades.

El anticuario y yo conversamos con más familiaridad, así me entero de que conoce a algunos de mis familiares que viven en la localidad. Compro una pequeña talla que me gustó en mi visita previa. Me cuenta que coloca carteles en los poblados aledaños y con cierta regularidad le traen objetos antiguos que proceden, por lo general, de antiguas haciendas ganaderas ubicadas en los pastizales altoandinos. Decido comprar una hermosa, y barata, acuarela de un paisaje rural. El vendedor se apura en mostrarme otros cuadros, en especial una réplica del siglo XVII de La inmaculada concepción, de Murillo.

No me interesa, pero pensando en ayudarlo, considero que podría comprar el cuadro y me pregunto dónde colocaría ese lienzo o a quién se lo regalaría. El hombre me pide que me acerque a la pintura y anuncia que me revelará dos datos curiosos de ella:

–¡Observe, la virgen es virolita! –afirma.

–¡La modelo era virolita! –digo yo, sonriendo.

Sonríe. Me pregunto dónde he visto antes esa sonrisa.

–Otro dato curioso es lo que encontré insertado entre el marco y el lienzo.

Se dirige a un pequeño escritorio y saca, de entre varios papeles, una fotografía tamaño carnet y me la alcanza. Por cortesía se la recibo pues pienso que no es de mi interés. Está algo ajada y con los bordes dañados. En blanco y sepia veo un rostro de un hombre de mediana edad que me resulta familiar. A fin de mirarla mejor le pido observarla a la luz del sol que entra por la puerta. Tengo un sentimiento de irrealidad, como si se tratase de un sueño. Es el rostro de mi padre a sus cuarenta años. ¿Qué hace aquí? Él no era católico ferviente y nunca vi ese cuadro en casa. Aunque mi madre nació en este pueblo, mis padres, mis hermanos y yo vivimos en otra provincia, ¿cómo llegó esta fotografía a las manos del anticuario?

Tengo la desagradable sensación de que mi familia está expuesta a la curiosidad de cualquiera.

El vendedor se disculpa porque el lienzo no tiene autor reconocido ni tampoco puede darme un certificado de su anterior propietario, por lo cual ofrece hacer un descuento en el precio. Pienso que si compro la pintura puedo indagar más sobre su origen que me extraña sobremanera. Me cuenta que, hace una semana, un joven agricultor le trajo un par de cajas con objetos diversos con los cuales una vecina le terminó de saldar una deuda. La joven mujer, sus padres y sus abuelos habían servido en una hacienda ubicada en las inmediaciones de esta provincia. Muertos los dueños de la propiedad, sus herederos la lotizaron y vendieron tras llevarse lo que consideraban valioso. Dispusieron que lo demás lo tomaran sus antiguos trabajadores. Lo único que el anticuario había sacado a exhibir de dichas cajas era el cuadro y un par de espejos de marco dorado, aún sin clasificar, que me señaló en una de las paredes.

Como no le he pedido rebaja por La Inmaculada Concepción, imagino que el vendedor supone que tengo el dinero o el interés suficientes acerca de la sagrada imagen. Menciona que en el lote que le trajeron hay tallas coloniales, en madera polícroma, del niño Jesús y del arcángel San Gabriel, las cuales me las puede mostrar al día siguiente. Lo que me inquieta es cómo llegó la fotografía de mi padre a esa casa y a ese cuadro. Hago cálculos temerarios y le pregunto:

–¿Cuánto por las dos cajas?

Me mira muy sorprendido. Permanece en silencio; al parecer hace cuentas. Supongo que no debe vender mucho en este poblado pequeño.

–Quinientos soles, pero sin reclamos –afirma con un tono dubitativo–. ¿Le parece bien?

Acepto, pago y decido prolongar una semana mi estadía en el pueblo mientras buscaré respuestas en esas cajas.

A pesar que el pueblo ha ido perdiendo mucho de su campiña, la amplia y silenciosa casa de los abuelos mantiene sus hortensias, trinitarias, geranios, madreselvas y árboles frutales gracias a la pareja que cuida la vivienda. El viento trae el aroma del eucalipto, los cantos de las avecitas y el mugido de algún becerro despistado. El espíritu se sosiega como en las vacaciones escolares, tan lejanas ya. Tras rociar abundante insecticida a las cajas y provista de una mascarilla me instalo en el amplio balcón interno que da hacia el jardín. Escuchando álbumes de Led Zeppelin, que creo serán auspiciosos, empiezo mi búsqueda. En sobres viejos y empolvados encuentro discos de vinilo y de carbón de diferentes dimensiones. Hay música clásica, marchas militares, tangos, valses criollos y la fusión llamada fox incaico, que se permitían los hacendados al final de sus fiestas, cuando la ebriedad inhibía su rechazo a lo nativo. Recuerdo haber escuchado algunos de estos temas en mi casa.

Atadas en paquetes hay revistas desde los años cincuenta en adelante: religiosas, de política nacional y de cine (con la fotografía de Elvis Presley, Kim Novak, Natalie Wood, Víctor Mature, entre muchos otros, en las portadas). También encuentro ejemplares de la revista Life en español, solo les echo una mirada. Cuando niña disfrutaba mucho las hermosas imágenes de esta publicación. Hay muchísimas revistas Selecciones y Mecánica Popular y diversos cursos enviados por correspondencia desde Estados Unidos. Un tesoro aparte son los comics. Me fuerzo a no detenerme en ellos. Es triste verlos sucios y ajados, es como ver la propia infancia con una pátina de suciedad y desencanto. ¿Mi padre sería novio de la dueña de esta casa? ¿Habría trabajado para el dueño? ¿Sería su amigo?

En cajas de diversos tamaños encuentro tarjetas navideñas, capillos con dijes dorados, partes matrimoniales y postales diversas, las más antiguas en blanco y negro. Dado el poco tiempo que tengo y la magnitud de la tarea, me limito a leer los nombres que aparecen en ellos. Rellenando espacios vacíos de las cajas encuentro pequeños objetos frágiles protegidos con envolturas de papel, cartón o tela: medallitas, crucifijos, fotografías enmarcadas, rosarios, misales, insignias de colegios e imágenes de santos y vírgenes. Ya oscurece cuando decido postergar mi labor hasta el día siguiente. El sabor a ilusión que me embargaba cuando veía las hermosas imágenes en mi infancia se ve opacada con la inquietud. ¿Cómo llegó el retrato de mi padre a esa casa? A veces llevaba pasajeros a distintos lugares en su automóvil. ¿En algún viaje perdió la fotografía?

La mañana siguiente, navego en un mar de papeles y voy reconstruyendo la estructura e historia de esta familia. El padre fue un hacendado que proveía madera de eucalipto a la empresa Cerro de Pasco Corporation, además de criar ganado vacuno. La esposa, un ama de casa que mantenía abundante comunicación escrita con sus familiares de distintos lugares del país. Recibos de servicios básicos de varias décadas, escrituras públicas, actas de nacimiento, bautizo y defunción, libretas escolares y diplomas de un hijo y una hija que estudiaron en la capital del país. Pude seguir sus huellas laborales: el hijo que era ingeniero agrónomo trabajó en Instituto Nacional de Innovación Agraria y la hija, pedagoga, fue funcionaria en el Ministerio de educación peruano. Termino la jornada muy agotada, pues para sacar esto en limpio he debido revisar muchos documentos mezclados con fotografías, casetes, discos compactos y álbumes de figuritas. Y, ¡no hay nada que se relacione con mi padre!

Después de un abundante almuerzo, prolongada siesta y café amargo reinicio la tarea. Arremeto una caja con paquetes de postales, cartas y telegramas de épocas diversas y atados mediante cintas, la mayoría. Algunos se han desperdigado y mezclado su contenido con folletos religiosos, libros y material de escritorio echado a perder. Soy una persona curiosa, pero pese a encontrar datos interesantes, expresiones líricas e información histórica, me abate tanta lectura. El rasgo obsesivo de mi personalidad me impide saltarme papel alguno. Me entristece la forma en la cual la última generación de esta familia se deshizo de cosas que en su momento fueron valiosas para otros miembros de su estirpe. Literalmente continúo leyendo con náuseas. De pronto un telegrama atrapa mi atención:

«Envío doscientos. Partera y liquidar la Paulina. Llego lunes mediodía. Envía acémilas».

Recordé a la Paulina nuestra. Tendríamos mi hermana cinco y yo seis años. No sé de qué manera llegó a trabajar como empleada doméstica una adolescente de unos catorce o quince años, analfabeta y que provenía de la puna, región inhóspita y carente de servicios básicos. Imagino que la pobreza extrema de sus padres la había llevado a abandonar su hogar. Debió ser duro el proceso de adaptación a las condiciones de vida de una ciudad cosmopolita como aquella en la que vivíamos. Nunca supe con precisión cuánto tiempo se quedó a trabajar con nosotros la Paulina, ni por qué se fue. Con cierta frecuencia se renovaban las empleadas domésticas de casa. Alguna información subrepticia y confusa nos llegaba a las hijas de las discusiones de nuestros padres. En ocasiones se trataba de pequeños robos, incompetencia, acusaciones de que mi padre había molestado a la empleada y hoy, después de sesenta años, recuerdo que alguna de ellas se fue porque estaba gestando.

Siento como si me hubiera impactado algo contundente en la cabeza. Recién ahora pienso que nuestra Paulina pudo haber sido despedida por estar gestando y no habiendo más hombres en casa, ¡su criaturita sería un hermano mío! ¡Qué infausto trance el de la pequeña! ¡Tener que trabajar a los catorce años, ser violentada y echada tras quedar embarazada!

Me parece muy injusto lo ocurrido en mi hogar como en el de esta familia.

Mi racionalidad me lleva a pensar que es poco probable que la Paulina de esta familia sea la misma persona. Pero los hechos son contundentes. La fecha del telegrama es cercana a la época en que ella estuvo en mi casa. Y, hasta ahora una Paulina es lo único en común que tienen esa familia y la mía. Quizás buscaba trabajo en este pueblo, cuando contactó con mi madre quien la contrató como doméstica en nuestro hogar, fue abusada y al detectarse su embarazo echada sin más.

Posiblemente la desdichada niña regresó a buscar emplearse en este poblado, el de mis ancestros. A lo mejor le permitieron laborar en dicha hacienda hasta que dio a luz, luego la despidieron con unos soles y un bebé en brazos. ¡Pobre criatura! Y si fuera así, ¿con qué intención guardaría la fotografía de mi padre? ¡Y en un lugar sagrado como el cuadro de la Inmaculada Concepción! Imagino la pintura en un cuartucho donde ella y otros empleados dormían. Quizás quería enfatizar lo inmaculada que fue su concepción poniendo como testigo a la madre de Dios. Conmovida pido perdón en nombre de estos dos hogares católicos.

Mi escepticismo reaparece. A lo mejor un novio embarazó a nuestra empleada. El nombre Paulina era frecuente en el ande, donde se solía bautizar a los niños según el santoral católico y existe una santa Paulina. Se trataría de dos jóvenes diferentes. El anticuario podría saber más o darme información del muchacho que le vendió estas cajas. Lo visitaré al día siguiente. Tomo un diazepam e intento dormir. Led Zeppelin martillea en mi cabeza: Así que ahora, es mejor que te detengas/ y reconstruyas todas tus ruinas, / para que la paz y la confianza puedan ganar la batalla, / a pesar de todas tus pérdidas.

A la mañana siguiente, encuentro cerrada la tiendita de antigüedades. En un pedazo de cartulina, adherido con chinchetas a la puerta de madera, se lee:

«Nos vemos en febrero, tendremos novedades».

Los vecinos lo conocen muy poco pues alquila la pequeña vivienda hace un par de meses, siempre se lo vio solo y se rumorea que es escritor. Averigüé también que lleva mi apellido paterno, el cual es el más popular en mi país, por cierto.

Serán veinte muy largos días de espera.

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