miércoles, 30 de marzo de 2022

Lávense las manos; la pandemia del desamor

Joe Monroy Oyola


Regresar al barrio donde viví junto a mis padres, Julie y Robert Starr, me traía recuerdos de tantos hechos vividos en aquel lugar. Estuve con ellos hasta los veintidós años, cuando partí hacia California. Era una oportunidad de trabajo en aquel periódico local. Aunque siempre he vuelto a ver a mis progenitores, desde el fallecimiento de papá el año dos mil dieciséis, cada vez que voy entrando me parece que los encontraré juntos en la sala. Tuve la mala suerte, decían mis compañeros en la escuela, que nuestra maestra de historia, la señorita Emily Olsen, vivía en la misma quinta que nosotros. Ella domiciliaba en el número 113, entrando el primer apartamento al lado derecho, la única puerta de color verde olivo.

Las familias residentes en las casas aledañas estaban conmocionadas, al igual que mi anciana madre. La presencia policial en la quinta, sus ruidosas comunicaciones por radio, otros oficiales cubiertos de blanco, guantes descartables celestes, gafas protectoras, máscaras sobre nariz y boca. Iban cercando la entrada del apartamento número ciento trece con cintas plásticas amarillas, las usadas en escenas de crimen. Estas circunstancias hicieron que quizá después de meses, los vecinos estuvieran en la calle viéndose los unos a los otros. Un hedor cubría la quinta.  

Al segundo día tras haber llegado ante tan horrible circunstancia, a pedido expreso de mi madre decidí acompañarla durante algunas semanas. Divorciado, sin hijos, nada como impedimento. Mi trabajo a medio tiempo en la revista de ecología, donde en realidad solo colaboraba ofreciendo espacios publicitarios; y mi labor en el magazín de espectáculos, cuando había algún evento. Podría, por ahora, hacerlo a través del teléfono y vía internet desde Oklahoma. Mi cuarto seguía igual, claro está, mucho más ordenado que cuando yo estaba allí; aún mi casaca color guinda con mangas en tono crema, la que tenía estampado el logo de nuestra escuela secundaria. Estaba colgada sobre el viejo perchero, hecho en cedro, de cuatro brazos. El radio digital que mostraba la hora con números; fabricado en plástico, imitación cual madera verdadera, fue la sensación en los años setenta, seguía dando la hora. No entendí la razón por la que estuviesen aún en mi pequeño closet los juegos de dominó, damas, ajedrez; pero ese frasco lleno con canicas de vidrio multicolores era el colmo de la cursilería. El televisor, aquel del gran trasero plástico, sobre la mesa metálica negra al pie del fiel control remoto ¡tenía pilas y funcionaba! Mi cómoda, sí estaba vacía, ¡los tres cajones! Pensé hacer alguna reseña biográfica sobre la señorita Emily, a lo mejor para las promociones que la tuvimos como maestra. Total, que falleciera una profesora, quien trabajó desde su juventud hasta su jubilación en nuestra escuela ameritaba la intención. Pero, mirándolo por otro lado, dónde publicarla, tal vez lo peor sería: ¿quién la leería? Puse mis maletas sobre la cama, la cual estaba cubierta con aquel edredón confeccionado por mi abuela Inés, la del lado paterno, con retazos de telas en todos los colores y diseños imaginables, ¡la envidia que tendría un arco iris! Cuando escuché el más sublime, armonioso y dulce sonido en este mundo:

 —¡Nelson, hijo, el café está servido! —llamó mi mamá—. Mira quienes han llegado a saludarte.

—¡Señora Pflucker!, Oh, ¡señor Pflucker! Que grata y doble sorpresa —dije, extendiendo mi mano para saludarlos—. Por favor tomen asiento.

—Hijo, te trajeron unos panes recién horneados en casa —añadió mi mamá—. A la vez que llevaba hacia la mesa del comedor la cesta de paja cubierta con una servilleta de tela blanca y cuadros verdes.

—Te dije, Julie, que loíibamos a sorprender. De niño, cuando él olía que yo estaba horneando, se aparecía en la ventana de mi cocina; sus dedos y nariz parecían ventosas de pulpo sobre el vidrio.

—Señor Bob, después de algunos meses que no lo veía —comenté, mientras con mi mano insistí en invitarlos a sentarse.

—Karen, tenemos que visitarnos más seguido —agregó mi madre, mientras tomaba la mano de la señora Pflucker—. Ya estamos bien mayores querida amiga, y junto con Emily que en paz descanse éramos las únicas tres familias que hemos vivido siempre en estos condominios.

—Sabes, Nelson, he leído algunos de tus artículos acerca de la farándula; interesantes —mencionó el señor Bob.

—Mi hijo también escribe sobre temas de la conservación de la naturaleza —dijo mi madre.

—Julie, no traje mantequilla, espero que tengas, ya sabes cómo le gusta a tu hijo —agregó la señora Karen.

—En realidad, señor Bob, estar cerca de las estrellas de la música o la actuación tiene sus ventajas, por lo general tengo entradas gratis a los espectáculos.

—No creo que nuestro planeta tenga salvación, solo pierdes el tiempo Nelson —añadió el señor Bob. ¿Conociste en persona a Tom Hanks? ¿Fue por teléfono? Leí tu entrevista.

—No mucha, pero Karen, creo que será suficiente —contestó mamá. 

—La verdad, señor Bob, nunca lo conocí en persona, todo fue por internet.

Parecía que el tiempo hubiese, por capricho, vuelto hacia atrás; esas voces, los aromas de mantequilla recién untada sobre el pan caliente, al mismo tiempo que el vapor de la taza de café iba aproximándose a mí; la textura y el color de esa hogaza...

Si bien no sostenía una comunicación frecuente con la señorita Emily, nos saludábamos en contadas ocasiones por mensajes en internet. En cambio, la amistad entre la maestra y mamá fue siempre cercana. Puedo recordar la última vez que me saludó con un mensaje por mi cumpleaños, un año atrás, donde me dijo, entre otras cosas, que ella hubiese esperado que usara mi talento para escribir cuentos y novelas, y no esas ridículas notas acerca de la farándula.    

Después de algunos días, terminadas las investigaciones, llegaron trabajadores de una compañía de limpieza, dedicada a estos delicados menesteres. Ese mismo día recibí la extraña llamada de un estudio de abogados. Me dijeron, para total sorpresa mía, que la señorita Emily me había incluido entre sus herederos. La lectura del testamento se llevaría a cabo en la oficina ubicada en el centro histórico de la ciudad de Oklahoma, el lunes siguiente, a las diez de la mañana.

El evento se realizó contando con la presencia de la única sobrina lejana, hija de una prima ya fallecida, el único heredero; excepto por un paquete destinado para mí. 

La caja de cartón sellada de manera apropiada tenía unas etiquetas sobre ella. Había información del registro público, números, siglas y mi nombre. Al llegar a casa de mamá, la puse sobre la silla color celeste que estuvo en mi cuarto desde que tuve uso de razón. La dimensión del paquete no era mayor a la de una caja para camisa. Pesaba tal vez algo menos de dos kilos. ¿Qué podría hallar dentro? Aún me sentía ofendido por sus ácidos comentarios acerca de mi trabajo. Pensé en, por venganza, tirar el paquete a la basura. Pero luego vino a mi mente, que tal vez fuera algún dinero en efectivo, en billetes de a dos dólares, quizá los coleccionaba ella. Decían en la escuela, que era tacaña, nunca participó de ningún intercambio de regalos, ni por navidad, que todo lo ahorraba. ¿Quién sabe?

A medianoche, no pude más con la curiosidad, caminé hasta la cocina, encontré un largo cuchillo dentado, aquel que usaba mi madre para partir los panes, y en modo sigiloso lo llevé a mi cuarto...

Puse el paquete sobre la pequeña mesa de madera pintada de blanco, donde solía hacer mis tareas durante el tiempo en la escuela y luego por un año en la universidad, pues dejé para siempre mis estudios de literatura. Prendí una lámpara metálica flexible y direccioné su luz. La sorpresa fue mayúscula, había tres cuadernos de notas, del tipo espiral, quizá los más baratos de su clase. Cada uno tenía un papel pegado en frente que indicaba: 1.-Mi infancia, la familia. El siguiente: 2.-Mi juventud, y el tiempo dictando en la escuela. El último: 3.-Mi vejez.

Me sentí burlado, decepcionado, pudo dejarme algo con valor. Estaba por cerrar la caja con la intención de tirarla; cuando desde la parte interior de la tapa cayó una nota en puño y letra de mi antigua maestra, donde me pedía: “Querido Nelson, por favor, evita tirar estos cuadernos que contienen apuntes personales sin antes leerlos. No son diarios con ociosos detalles cotidianos; tal vez las ocasiones que consideré valedero reservar alguna anotación. Espero encuentres el tesoro que dejé para ti”.

Estuve leyendo por horas. Seguía el orden indicado por Emily. Pude conocer sobre la muerte de su madre durante el parto. Mencionaba, cuánto le hubiese gustado crecer al lado de ella. El amor de su padre, un rudo hombre, que trató de olvidar la muerte de su esposa con trabajo. Supe entonces, que nació el veintinueve de febrero de mil novecientos cincuenta y cuatro, un año bisiesto. Su padre solo le festejó el onomástico al cumplir dos años; coincidió, que el mes de febrero traía veintinueve días también. Ella no tenía recuerdo, o, foto alguna de aquel ágape. Cada veintiocho de febrero su papá le decía: «Ay, pobre mi hijita, que este año tampoco cumplió años».

Aunque fue triste conocer su niñez y el entorno familiar, me resultaba apenas interesante saber sobre su vida. Seguía intentando encontrar alguna pista, tal vez una sigla la cual se complementara con una fecha o lugar. Podría haber un código de apertura para alguna caja de seguridad; continué con la búsqueda...

Abrí el segundo cuaderno, en caso de que el subsiguiente hiciera referencia sobre algún dato de la libreta anterior. Cuando estaba casi por la mitad, cayó una foto en blanco y negro, aunque algo amarillenta, los bordes eran ondeados. Ella abrazaba a un hombre, ambos aparentaban tener edades cercanas. Vestían ropas de baño. Pero me sorprendió la bellísima silueta de Emily, su hermoso rostro. Estaban en la playa, al dorso, una nota: “Para que siempre me tengas presente. De Batman para Robin”. Me di cuenta que no fue un hecho casual el haber encontrado ese retrato en aquella página. Emily escribió una reflexión. “Siempre busqué la perfección, lo más conveniente, preocupada por lo que el hombre con quien me casara pudiera darme y así salir de la pobreza: terminé nuestra relación”.  

Mencionaba lo importantes que éramos sus estudiantes para ella. Citaba la amistad con mi mamá, el potencial descubierto en mí, y del poco interés mostrado para completar mis estudios de literatura. Sentí enfado en verme otra vez juzgado por la señorita Emily, aunque también me sobrevino una gran vergüenza debido al acertado presagio acerca de mi fracaso.

Para entonces, casi había perdido el deseo de leer el tercer cuaderno, nada positivo o conveniente para mis intereses podría encontrar. Pero al voltear la última página del penúltimo cuaderno había otra nota dirigida a mí: “Querido Nelson, tal vez te sientas decepcionado, pero te aseguro que no es solo una aburrida bitácora sobre mi vida. Siempre me conocieron como una persona formal, la cual ha cumplido sus promesas. Confía, y ve al tercer y último cuaderno. Tal vez vendrá a ser lo último importante que hice en mi vida. Es para ti”. 

Hubo algo que me hizo volver a la foto de Emily, junto al atlético y joven galán; me pareció haber visto aquel retrato alguna vez: ¡Imposible, me dije a mí mismo! Estaba algo cansado de la lectura, tuve que poner una pausa. Un correo enviado desde la oficina me encargaba cierta labor. El editor de la revista me pedía una nota sobre la próxima entrega de los Grammy. Debería viajar en una semana a Los Ángeles. Contacté con el agente de Shakira; tenía que concertar la entrevista, lo logré. Dediqué el tiempo a revisar en mi computadora, la información más reciente referente a los cantantes en sus diferentes categorías. Verifiqué cuándo arribarían otros artistas. Preparé el itinerario del viaje. 

Faltando dos días para mi regreso, en auto tal como vine, recordé que me faltaba terminar con el último cuaderno de Emily. Acomodé las cosas para la jornada de regreso, así no olvidaría nada por apurarme en empacar. Me senté entonces en la antigua mesa de estudio de mi cuarto, y abrí el último cuaderno:

Dos carteristas:

Al caminar por la avenida Central, sentía esa brisa fría. Nunca pensé estar sola en mi vejez, tal vez desahuciada de esperanza. En la acera de enfrente vi a un señor de terno marrón. Dos jóvenes con apariencia hispana lo iban siguiendo. Mirando hacia todos lados se acercaron muy rápido a él. Oh, Dios, lo agarraron del cuello, ya le sacaron su billetera, están golpeándolo. ¡Pobre hombre! Cobardes se fueron corriendo; ¿qué podía haber hecho yo? Tan solo quiero hacer mis compras.

El drogadicto

¿Qué pasaba en esa casa?, alcancé a mirar por la ventana a un hombre que golpeaba a una mujer, los conozco de vista, son esposos. Ella gritó:

—¡¡¡Cobarde, te gastaste el dinero de la semana, estás drogado!!! —grita la mujer que es tomada por el cuello —. Trata de liberar su cuello con ambas manos.

—¡¡¡Cállate, o te arrepentirás!!!

Un mendigo minusválido

Pobre mujer, si ya debía de estar arrepentida mucho antes. Sería mejor seguir mi camino. Aún no llegaba a la gasolinera, y ese frío calaba hasta los huesos. ¿Qué hacía aquel mendigo con silla de ruedas en la esquina del frente? Yo lo recordaba. Solo se veía su pierna izquierda. Que yo sepa él caminaba bien, ayer lo vi andando por la tarde con una botella de licor. Ahora estaba mirando hacia ambos lados, ja, creo que no tiene buen negocio hoy. ¡Ya lo decía, se había sentado sobre su pierna derecha! ¡Sinvergüenza! ¡Caminaba raudo empujando su silla de ruedas!

El estigma de la pobreza

Bueno, llegar a esta tienda de la gasolinera me da tranquilidad, es un lugar seguro y aseado. Llenaría mi vaso con un cafecito y de paso sacaría del baño un poco de papel higiénico, ¿por qué se estará escaseando? ¿Qué dice este letrero de papel pegado por dentro en la puerta de la entrada?, me pregunté, lo leí: ¡¡¡Lávense las manos!!!

—Buenos días, señorita —dije, mientras la saludaba también con mi mano. Ni me miró.

—Permiso, señora —me dijo un caballero vistiendo de terno plomo que entró después que yo.

—¡Buenos días, señorita! —saludó el caballero.

—¡Buenos días, bienvenido! —contestó la joven cajera.                                      

Estos baños son tan limpios. ¡¡¡Bendita correa!!! Siempre se me traba para bajarme el pantalón, y para cerrarla luego, aunque ya corrí otro huequito más. Estaba adelgazando muy rápido. Con solo uno pararse e ir saliendo de la cabina, dicen que un sensor hace correr el agua del inodoro. ¡Casi olvidé recoger papel higiénico para la casa! No estaba robando, iba a pagar por el vaso de café, además cumplo con mis impuestos, los dueños deben ser millonarios. Bueno…, casi medio rollo, me alcanza para unos tres días. Mejor mañana compro mi cafetucho, decidí. Se hizo una gran bola en mi bolsillo. Chica mal educada, ni me contestó el saludo. ¡Nada puede decirme!

—¡Nelson, hijo! El almuerzo está servido —avisó mi mamá.

—¡Voy mami!

Noto a mi madre algo inquieta, preocupada... 

—Dime hijo, ¿algo relevante en las notas de Emily? —pregunta, a la vez que me acaricia el cabello— Ya sabes que puedes compartir conmigo cualquier inquietud.

—Gracias, claro que lo sé.

Después de contarle a mi mamá sobre mi regreso a California dentro de un par de días la noté calmada, hasta me pareció aliviada; las atenciones para conmigo debieron haberla agotado. Era tiempo de volver a la lectura del tercer cuaderno, estaba ansioso por poder encontrar alguna información acerca del legado que me dejaba Emily. Llegué a mi cuarto y abrí el cuaderno en la hoja de antemano marcada:

La política

Dicen que hoy veintiséis de febrero, habló el presidente, voy a poner el noticiero nocturno. La relatora mencionó que Donald Trump había dicho que tan solo se había encontrado un caso aislado de coronavirus en California. Era un ciudadano de procedencia china. Ha negado peligro alguno, ningún riesgo de una crisis pandémica para nuestra población; que estamos preparados. Y, es bueno saber que todo está bajo control, el tema del tal coronavirus, debe ser un ataque falaz preparado por los demócratas para hacer ver mal a nuestro presidente. ¡La política apesta!

Honrarás a tu padre y a tu madre

El teléfono sonó; era Cristal; me saludó, y contó entre sollozos que su hijo Albert, en el apartamento de quien vivían, les había pedido que se alistaran para ir a un corto viaje, los tres: ella, su esposo Brian y Albert. En menos de una hora llegaron a un asilo para ancianos. Me pedía que los acogiera, pues su hijo no deseaba tenerlos más en su apartamento de soltero. ¿Qué podía hacer yo? Claro que los recibiría; y eso que todavía Cristal me debe dinero, doscientos dólares, desde hace casi un año. ¡Fresca! Pero al final es más pobre que yo. El día siguiente tendría que usar mi tarjeta donde depositan mi pago de cesantía, para comprar elementos de limpieza, algunos víveres y papel higiénico. Siquiera eso para recibirlos.

La negligencia, un espíritu de estupor

Al terminar el noticiero, esa noche, salí a tirar la bolsa de basura en el contenedor comunitario, casi en la esquina hacia la izquierda. Eran algo menos de las diez. Se escuchaba música en altísimo volumen. Conocía al residente: Patrick, un joven afroamericano; de regreso hacia la quinta, de un carro amarillo estacionado con los vidrios oscuros, descendió otro joven afroamericano. Traía consigo algunas cajas de pizza y una botella de licor. Por precaución me detuve hasta que entrara. Dejó la botella junto a su pie derecho; la canción terminaba, tocó el timbre y golpeó con el puño la puerta; le abrieron:  

—¡¡¡Feliz cumpleaños Patrick!!! —dijo mientras los dos jóvenes se abrazaban.

—Gracias Dwayne, bienvenido a mi covid party. ¡¡¡Esta fiesta va a estar «de muerte»!!!

La llegada de Cristal y Brian

A la noche siguiente sonó el timbre de mi puerta, sabía quiénes eran. Nos abrazamos mi amiga y yo, luego entró su esposo con un par de maletas. Los instalé en el cuarto de visita que yo usaba de almacén. Un plato de sopa de pollo caliente era lo que pude ofrecerles. Después de mostrarles el apartamento, nos dispusimos a descansar.

Hoy, se cumplen dos semanas desde la llegada de Cristal y Brian. Me costó levantarme. Tengo una terrible tos y fiebre. El peor es Brian. Albert, su hijo, me contestó por teléfono, que era una persona muy ocupada, nada podía hacer, y cortó. Ayer llegó hasta la puerta una señorita representante del estudio jurídico. Tenía que hacer un arreglo de mi testamento. Ya recabaron mi firma. Al tomar la calle miré a una ambulancia estacionada en la puerta del apartamento de aquel joven afroamericano Patrick. En ese momento lo llevaban en camilla. Tenía una máscara conectada al oxígeno, los paramédicos cubiertos por entero con unos mandiles celestes, gafas de seguridad, guantes y mascarillas ¿Qué le habría ocurrido? Me alcanzó a ver, él lloraba y tosía. Lo llevaron en la ambulancia. ¡Tanto ruido de la sirena, esas luces rojas! Y, yo, con esta horrible jaqueca. Proseguí mi rumbo, esta vez el viento parecía darme de latigazos en la espalda y pecho.

—¡¡¡Hora de cenar hijito!!! —avisó mi madre—. ¡Tallarines con albóndigas!  ─agregó.

—Pero mamá estoy... ¡¿Tallarines con albóndigas?!

No podía despreciar a mi mamita. Durante la cena conversamos de su posible viaje a California para visitarme. Me preguntó si estaba con alguna enamorada. Le expliqué; estoy solo por ahora, pero serás la primera persona en enterarte de cualquier novedad. Entonces volvió a indagar, si es que había algo que tuviera que compartirle o preguntarle sobre las memorias de Emily. Nelson, hemos sido muy unidos, eres nuestro único hijo. Lo sé mamá, si se diera el caso, claro lo haré. Terminada la cena, me excusé y volví a mi cuarto, seguí leyendo:

Al empujar la puerta de vidrio se veía el mismo letrero pegado por dentro: ¡¡¡Lávense las manos!!! Entré y saludé; como de costumbre la joven cajera me ignoró. Tenía en el bolsillo derecho de mi casaca marrón un vaso plástico con tapa de color crema. Fui al área de las inmensas cafeteras y escuché pasar una ruidosa moto. De manera repentina me sobrevino un espasmo entre el pecho y la espalda. Una incontenible tos me sacudió cubriendo aun el ruido de esa motocicleta. Los comensales presentes se apartaron. Se me cayó el vaso plástico con el contenido, hombres y mujeres salieron despavoridos, dejaron bebidas, dulces, sándwiches. Recogí, lavé el recipiente, me serví otra vez la bebida caliente, y tomé una dona. Cuando llegué al área de la cajera, ella gritó:

—¡¡¡Fuera, váyase, no tiene que pagar nada!!!

Fue hace un rato. Sentí tanta vergüenza; solo dejé las monedas equivalentes al pago, empujé la puerta, creo que por accidente rompí el letrero pues al voltear mi rostro no estaba más en el inmenso vitral.

Algo anda mal en casa. Al llegar quise compartir la bebida y la dona con Cristal. Ella me dijo que su esposo se había quedado dormido, no tosía más y le estaba bajando la temperatura. Me quité la casaca, la tiré a mi lado en la cama por si siento más frío. 

 Estoy dejando estas notas para ti Nelson, por si algo pasara conmigo, me siento cada día peor. Creo que estás listo para revelarte un secreto. Seguro recuerdas la foto que estaba en el segundo cuaderno. Yo tenía veinte años, mi novio veintiuno. Fue un maravilloso hombre: honesto y muy trabajador. Lo dejé pues no era rico, tampoco profesional ni tenía las intenciones de serlo. Lo amé, lo amo aún hoy. Al renunciar a él, lo hice sufrir; con el tiempo se enamoró de una joven humilde y de enorme corazón: ella es tu mami. Nelson, esa es la razón por la que he seguido tus pasos, tú eres hijo de aquel hombre. Nos pusimos por sobrenombre: Batman y Robin. Tu mami y yo tenemos una hermosa amistad, fuimos todos amigos, lo somos aún. Este es el triste ejemplo de un enorme fracaso en la vida; renuncié a un futuro diferente. Fue mi erróneo concepto de la felicidad. Es así como te exhorto a ser valiente; toma el grandioso destino que hay para ti. ¡Escribe esta historia! Atrévete a soñar, pero sobre todo, ¡ama!, como si el último día fuese, ¡hoy! 

Quedé sorprendido. Saber que Emily me cuidaba por ser el hijo del hombre que ella amó. Entendí las preguntas de mamá. Por primera vez en mi vida sentí querer a la señorita Emily. No le diría nada a mi madre, no había necesidad.

A los dos días me reportaba en la oficina. Estaba el editor, quien era mi jefe inmediato, también el gerente general del magazín de espectáculos. Me hablaban de una promoción si lograba entrevistar en exclusiva al cantante John Legend; y un aumento de mi salario, acorde con la nueva posición...

Me levanté y entregué la carta de renuncia, salí de la oficina sin atender los llamados de los ejecutivos. Partí en mi auto a Oklahoma, a casa. Tenía que escribir esta historia sobre la indolencia ante el sufrimiento del prójimo, y, tal vez, solo tal vez, ser un pequeño punto de apoyo; una diminuta vela en la oscuridad, en la eterna lucha contra la pandemia del desamor.

Lo que Nelson Starr nunca pudo saber, a pesar de haber terminado los tres cuadernos, él estaba focalizado escribiendo en su habitación, mientras pasaban los días, semanas y meses; durante el noticiero local daban información de casos criminales:

Un hombre que simulaba ser un minusválido, sentado en estado de ebriedad había caído sobre la pista justo cuando un camión hacía la curva en esa esquina, pasó sobre su pierna derecha que quedó prensada sobre la pista. Los médicos salvaron al hombre, pero perdió su pierna; y mientras se retorcía, dos jóvenes hispanos le habían quitado una bolsa con dinero. La policía está tras de ellos.

El rostro de un hombre denunciado y capturado por cargos de comercialización de drogas, junto con su cónyuge.

En el hospital local, Patrick era desconectado del respirador artificial y cubrían su rostro. Dwayne permanece conectado. El largo timbre proveniente del indicador de los signos vitales conectado a Dwayne hizo volver a la enfermera junto al médico. Menearon la cabeza y desactivaron también la asistencia respiratoria monitorizada.

Donald Trump, el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, se contagió del coronavirus...

A la joven cajera nunca más se le vio, desde el día en que pasaron por televisión las escenas de la anciana Emily Olsen. Pudo ver el letrero que ella misma pegó en la puerta del establecimiento. 

Albert vivió con el cargo de conciencia por su indolencia, desde que vio también en el noticiero, las escenas donde mencionaban a sus padres y a Emily. Fueron hallados muertos en el apartamento 113 en estado de descomposición. La cámara mostraba un abrigo que tenía pegado a una de las mangas, un cartel, el cual decía: ¡¡¡Lávense las manos!!!

1 comentario:

  1. Interesante historia sobre un tiempo que a todos nos marcó de una u otra forma. Caímos enfermos o vivimos temerosos de contagiarnos de un mal que podía llevarnos a la tumba y fuimos testigos del drama de familiares, amigos o vecinos que lucharon contra el mal y perdieron la batalla.

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