Marielena Delgado
«Que el invierno
será bueno, habrá lluvias y buenas cosechas», y para la alegría de los
campesinos las cosechas fueron excelentes.
«Que la tierra
pronto temblaría», y con mucho susto, así fue como pasó.
«Que este año habría
sequía y por ende hambruna», y también sucedió.
Estas y otras
predicciones hicieron de la Maga, una persona muy querida y respetada en el
caserío: «Paraíso de los Ceibos», lugar hermoso rodeado de colinas y bosques de
ceibos del litoral ecuatoriano, de ahí su nombre. En el pueblo habitaban
algunas familias, y todas se conocían entre sí. Sus principales fuentes de
trabajo eran la agricultura y cría de aves. Sembraban maíz, yuca, habichuelas,
y algunas frutas como papaya, piña y sandías, estas últimas, cuando era época
de lluvias. La familia Zambrano Cedeño
procreó cinco vástagos, y la niña Anahí era la segunda de los hijos. Desde muy
pequeña mostró cualidades y talentos especiales. La partera del pueblo que
asistió a su nacimiento ya profetizó que esa criatura estaba predestinada a
grandes cosas. Nació en la madrugada del doce de octubre de mil novecientos
cincuenta y ocho, acompañada de un eclipse solar que casi oscurece por completo
ese día, por lo cual, los campesinos se alarmaron pensando que era el fin del
mundo. Fue un presagio de su nacimiento. Su abuela Nona, dijo «esta bebé será
el orgullo de la familia y del pueblo», así que desde ese día mismo ella se
dedicaría a trasmitirle toda su sapiencia ancestral.
La Nona era la
curandera del pueblo, muy querida por sus conocimientos y siempre presta a
ayudar algún herido de machete, de una picadura de víbora, de una caída, y de
otras cosas comunes que suceden en el rudo trabajo campestre. Cuando le
llevaban heridos ella enseguida buscaba sus plantas curativas y les hacía
emplastos, les daba a beber infusiones de plantas, por lo general eso bastaba
para recuperarlos, solo cuando era un herido más grave, se lo llevaban a lomo
de caballo por dos días hasta llegar al pueblo más cercano donde recibían
atención médica, si es que llegaba, muchas veces se desangraba en el camino y
moría. Por ello la Nona era un personaje muy importante en la localidad.
La abuela, después
de la cena reunía a los niños y les contaba historias y leyendas del lugar,
ellos esperaban con ilusión esos momentos, que les hacía vivir en medio de las
montañas mágicas y nubes de colores, árboles y animales que hablaban,
laberintos y lugares de fantasía. Todos muy atentos alrededor de la terraza en
la casita hecha con madera, adobe y mucho amor. La Nona se daba cuenta de que
la más receptiva era la niña Anahí y tal como ella lo presentía, su
inteligencia era notoria. La niña aprendió a leer y a escribir en forma muy
rápida. Solo había una escuelita básica en el caserío y ya en los primeros años
aprendió todo lo que le podían enseñar y luego se aburría, ya que sus
compañeros aprendían a un ritmo más lento. Anahí, se caracterizaba por ser una
niña dócil y obediente, aunque en ocasiones se la veía muy abstraída.
A los siete años
recitaba los versos que su abuela le enseñó en honor a los ceibos:
… «Amparas las
aves del sol y las lluvias, viejos testigos de mis añoranzas,
símbolos de fuerza
y coraje, tus ramas sedientas a las nubes llegan
Y en tu sentir de
noble hábitat eres del estandarte de mis esperanzas» …
La Nona les
enseñó a amar la naturaleza y les dijo:
—Nietos queridos,
amen a los ceibos, muchos de nuestros vecinos dicen que esos árboles no sirven
para nada, que no tiene frutos, que su tronco es hueco y no se puede utilizar
la madera, y no se dan cuenta de que ellos son los guardianes de las colinas,
ayudan a que la madre tierra no se erosione, ya que sus troncos huecos
almacenan agua en épocas lluviosas y las filtran al suelo en épocas de sequía.
Si no fuera por ellos, esta tierra, se habría convertido en un desierto.
—Pero, abuelita Nona,
ellos cargan lana que nos sirvan para hacer colchones y almohadas
—observó Anahí
algo aprensiva.
—¡Sí, es verdad! —contestó
Paquito, el pequeño de tres años—, ¡también para tus muñecas!
—Así es, me alegro
de que se den cuenta —dijo sonriendo la abuela.
Cuando Anahí
cumplió siete años ya se comunicaba con los ceibos, les ponía nombres a los más
grandes y fuertes, así conversaba con la gorda y frondosa Juana, el gigante
Romeo, que parecía que sus ramas tocaban las nubes, el retorcido Hugo cuyo
tronco semejaba a un gran rostro haciendo muecas, Tina, que tenía las formas de
una espigada bailarina. La niña, después de sus obligaciones diarias, avanzaba
a la colina más alta, donde estaban los más grandes y viejos ceibos, allí
pasaba horas distraída conversando con ellos, acariciaba con sus manitas
blancas los ásperos troncos y pegaba la oreja para escuchar lo que ellos le
decían. «Paco, estás creciendo mucho y te faltan flores, parece que estás mal
genio porque tus ramas están peladas. Luisa, ya empiezan a salirte los copos de
lana, eso me servirá para rellenar mis muñecas. Qué bien, Tina, ¡te estas
engordando!, pero te ves linda y hay muchos pajaritos y flores en tus ramas».
La niña conversaba absorta con sus amigos
ceibos, un día le dijo al gigante Romeo: «Quiero jugar contigo», y una rama
bajó hasta la altura de ella, seguido de esto se agarra fuerte y se eleva muy
alto, al levantarla ella emocionada y feliz empieza a cantar con la voz más
dulce que oídos humanos hayan escuchado, hasta los pajaritos callaron. Los
ceibos se acostumbraron a su presencia y florecían hermosos cada vez que ella
los visitaba. La niña recogía sus mejores flores y se las colocaba a manera de
corona en su cabecita. Los ceibos, entraban en una especie de competencia para
recibir la atención de la niña. La primera vez que la vieron sus familiares a
más de cinco metros encima de los árboles, se asustaron mucho, en especial su
madre, pero pronto se acostumbrarían a esos acontecimientos, puesto que sabían
que la niña tenía ciertos dones fuera de lo común.
A medida que la
niña fue creciendo, tuvo la necesidad de expresar lo que estaba sintiendo. Ella
intuía muchos fenómenos que se avecinaban, por tal motivo, los campesinos le
pusieron el apodo de Maga y le tomaron mucho cariño, sobre todo cuando alertó
de que la tierra pronto temblaría y que es mejor ponerse a buen resguardo. Todo
el pueblo se organizó y pernoctaron en un lugar descampado, tomaron las
precauciones del caso, ya por ese tiempo había hecho algunas predicciones
acertadas y se tomó en serio lo que ella aseguraba. La tierra tembló, tal como
ella lo había dicho, sin ocurrir ninguna desgracia, más que un buen susto.
De cabellos y ojos
oscuros, piel clara, se fue convirtiendo en una bella doncella, en su rostro se
apreciaban unos graciosos hoyuelos cada vez que sonreía, cuando cumplió quince
años, ya era toda una leyenda, venía gente de pueblos lejanos a conocerla y consultarla.
Su abuela, aunque muy orgullosa de su nieta, la protegía, pues esta fama que
había traspasado ya los linderos del caserío, podría perjudicarla. Así que
estaba siempre atrás de Anahí, para aconsejarla y que esta popularidad «no se
le suba a la cabeza», decía su Nona. Sin embargo, la bella Anahí, no se
envanecía, por más que la buscaran los personajes más importantes del caserío,
ella seguía siendo una humilde muchacha del pueblo. Le preguntaban: qué si era
conveniente sembrar ahora; qué si el invierno iba ser bueno o era preferible
guardar los granos, y así muchas cosas más. Ella les respondía con un tono
pausado de abuela sabia.
La Maga, gozaba
del amor de su familia, su abuela ocupaba un lugar especial, pues era su
mentora, Paco, su hermanito era ferviente seguidor de ella y el pueblo la
amaba. A pesar de todo la jovencita caía muchas veces en estados depresivos, le
daba la impresión de encontrarse en un sitio equivocado y se sumía en grandes
silencios, se alejaba hacia las colinas, donde podía sentirse comprendida por
sus hermanos ceibos, que, al notarla en ese estado meditabundo y melancólico,
le arrojaban flores blancas. En la actualidad ya no necesitaba pegar la oreja a
los troncos de los ceibos para saber lo que pensaban.
En ocasiones ella
se daba cuenta de que el gigante Romeo se hallaba fastidiado por unas
maquinarias que hacían temblar la tierra porque estaban construyendo una
carretera a unos pocos kilómetros del lugar. La voluminosa Tina también se veía
afectada. Pero otras veces ellos «olfateaban» prontas lluvias y se ponían
felices.
Ahora se comunicaba con ellos telepáticamente.
Se sentía parte de ellos, la comprendían y trataban de animarla. Le pedían que
cante y que no esté triste.
Gracias a las predicciones de la Maga, el
pueblo prosperó por un tiempo, pero la deforestación continua de las zonas
aledañas causaba la inminente sequía que empobrecía las tierras año tras año.
En pleno verano de
escasez, durante el cual los campesinos se encontraban casi desesperados, llegó
una compañía extranjera que compró muchas hectáreas del bosque seco, talarían
los árboles e instalarían modernos equipos de riego por goteo ya que
planificaban sembrar banano para exportar. Al principio los campesinos estaban
muy asustados pues temían que sus pequeñas parcelas se vean afectadas, pero
después de escuchar las promesas de trabajo, no solo se tranquilizaron, sino
que se entusiasmaron en colaborar incondicionalmente con ellos.
La única que no se
resignaba era la Maga, que desde que empezaron a talar a sus gigantes amigos no
comía, no dormía, solo pasaba llorando amargamente. Su abuela Nona trató en
vano de reunir a su comunidad y sublevarse, pero la pobreza prolongada por la
sequía y la promesa de mejores días fue más fuerte que los lamentos de la Nona
y el estado de la Maga, los mismos, que pasaron inadvertidos.
Ya para ese
entonces la Maga contaba con sus diecisiete primaveras y su cuerpo había alcanzado
los contornos perfectos de una joven mujer, su hermano Paquito la abrazaba y le
pedía que hable con los ceibos para que se salven, que huyan. La Maga sonreía
triste, y le contestaba que los árboles no podían hacer eso porque no tenían pies
para huir.
En una aciaga y
fría tarde de julio, dijo al salir de casa que iría a despedirse de sus amigos,
los ceibos de la colina, ellos serían los últimos en ser talados, o, mejor
dicho, asesinados. El espectáculo era abrumador, todos estaban alicaídos con
sus ramas hacia abajo, como en estado de rendición ante la cruel realidad,
vencidos antes de tiempo, algunos ya en el suelo. Ella caminó hacia el centro
de la loma, donde quedaban algunos de los más viejos ceibos, no sabemos lo que conversarían,
y quizá nunca lo sepamos, pero, después de unos breves minutos la tierra tembló
al mismo tiempo que se escuchó un gran estruendo, casi todos los ceibos cayeron
al unísono cubriendo a la niña. Jamás encontraron su cuerpo. Desde entonces y
hasta la fecha muchos de los ceibos tienen cuerpo de mujer y les brotan flores
blancas en honor a la Maga.
Paquito, ahora es
un hombre de treinta y seis años que vive en la ciudad y ha llevado a su hija
al campo, Anahí, de siete años, cuyo nombre le puso en honor a su extinta y
querida hermana, le señala el lugar donde desapareció ella justo en el centro
de la colina y donde el pueblo construyó una bella capilla rodeada de unos
hermosos ceibos.
Le narra a su hija la historia de su tía y cuánto
amó a su hermana, que a estas alturas ya era toda una leyenda,
—Y así, hija mía,
es que la compañía extranjera agropecuaria no tocó esta colina ya que los aldeanos,
después de lo sucedido se asustaron tanto que fue considerada sagrada.
—Papá, estoy
orgullosa de mi nombre —respondió la niña arrimándose más al brazo de su padre.
Caminaron padre e
hija sobre una alfombra de flores blancas, sintiendo los tibios reflejos de la
luz solar que se filtraban por las copas de los árboles y los envolvía en un
remanso de paz. Se pararon frente a la tumba, donde desapareció el cuerpo de la
Maga para siempre, había una rústica cruz y una lápida de cemento con letras manuscritas
que rezaban:
«Aquí yace, la reina y protectora de los
ceibos Anahí, La Maga, Zambrano Cedeño. 1958-1975».
En las frescas
noches de verano, cuando el viento sopla, los moradores del pueblo escuchan bellísimas
melodías angelicales y afirman que es la Maga cantando y protegiendo a sus
amados ceibos.
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