lunes, 23 de marzo de 2020

Sentencia de mujer


Víctor Purizaca

Engelberth había cruzado un fango asqueroso y verde antes de llegar al final de la calle Grau. El sol ardía en su cara, Germán lo guiaba en el intrincado cruce de las cinco esquinas de Sullana. Había llovido y el día de los enamorados ya era próximo. Germán Cruz, socio comercial con Engelberth, había ofrecido su ayuda. Engelberth vivía en Cabo Blanco con su familia desde hace cinco años. Hermoso paraje del norte de Perú. La ciudad de Lima le proporcionó diversas ideas. Las concretó en el norte del país. Con sus ilusiones y su ímpetu inició un negocio de bungalós.
—¿Falta mucho, angelito?
—Casi nada, colorado.
Germán Cruz se acomodó el cinturón, la camisa blanca lucía empapada y con la manga izquierda se secó la frente. Deslizó los lentes oscuros sobre su cabello color caramelo. Y con el índice izquierdo señaló un grupo de casuchas contiguas al cementerio San José.
Engelberth se sentó sobre un muro, próximo a un pequeño grifo, frente al cementerio. Usaba un pantalón corto de jean azul, sandalias marrones y un polo blanco hueso con una inscripción color rojo cereza: Coming home babe.
—Pregunta si lo conocen, Germán.
Dos niños enjutos y con pantaloncillos rotos acompañados de una mujer desmuelada salieron de una de las casuchas al encuentro de Germán. Gesticulaban y movían los brazos señalando la casa más pequeña, la calamina apenas alcanzaba a cubrir toda la casa.
—Ha salido temprano.
Ta’ mare Germán. Regreso en la noche.
Germán había tomado una mototaxi amarilla, era una moto con asientos hechizos envueltos en cuero viejo, con fierros y tubos añejos.
—Acá al hotel El Churre, en la cuadra cinco de la calle Sucre.
—Dos cincuenta.
—Estás bien…
—Sube, sube Germán, el sol está que me mata.
Apoyándose en los parantes traseros de la moto, Engelberth empujó a Germán y ambos se acomodaron en la parte posterior del vehículo.
Directo al hotel. Lalo Alcalde jugaba de marcador de punta derecho en la selección de fútbol del colegio Champagnat de Miraflores. Cerca de la Costa Verde en Lima. Gran prospecto, palomilla. Cachupín y Villoslada lo acompañaban en la pendejada.  Siempre. Suelta el fallo y vámonos para La Punta, hay harta hembra rica. Tranquilo chino… Keka, Sebastián y Segura me habían comentado largo y tendido su estadía en Lurigancho, centro penitenciario para gente sabrosa en Lima, supe que se recuperó e incursionó en la culinaria. Hasta lo de la cevichería Arriba Alianza, la pérdida de la inversión y la recaída. Pobre mi chino. Tengo que ubicar a mi causa.
La miss Edda Chiappe nos acomodaba en una esquina del salón junto a Tito Sifuentes y Lalo Alcalde. Era el quinto de primaria C. Tito era trigueño, delgado y callado. Lalo siempre fue vivaracho, era chino, alto, delgado y pecoso. Futbolista decidido, pierna fuerte para marcar, gran rematador de penales. Al principio no le hacía caso. ¡Qué bonito era el Champagnat cuando nos preparábamos para el campeonato de Adecore!
—Engelberth, vamos a jugar.
Me invitó a jugar, volvió a insistir con un gesto de las manos.
—Vamos, pues.
Accedí, nos volvimos inseparables. El recreo juntos y las bromas cerca del quiosco. Tito se comenzó a despabilar. Ya era el fin de semana. Salchipapas en el TipTop. Su risa nos llena de remembranzas. Desde que me llamó Blanquita, la mujer de Tito para contarme cómo estaba Lalo, ya no era solo la marimba (como solíamos llamar de chiquillos a la marihuana en Lima) flotaba entre polvo de ángeles y la pasta. Era domingo a las tres de la tarde, había sido chocante. No lo veía desde marzo del noventa y siete, junto a la calle Diagonal, en una reunión con gente del cole. Noche marista de chelas y butifarras. Había salido librado de ir a Lurigancho, pero esta vez iba cerca de volar. Ketes en puñados y se pasaba de la raya a cada rato. Ya no era juego, ¿qué vendría después?
—No pasa nada Engelberth. Todo en paz, hermano.
Quise saber más de él, invertí en una empresa en Punta Hermosa y otra en Barranco. Años después me instalé en Los Órganos, Piura. Vaya que me fue bien. Amplié el negocio de bungalós a El Alto, qué tales culos que venían, qué gringas. Me casé y se volvió familiar. Mas tengo ojos no soy ciego.
Estaba en Sullana, Blanquita me dijo que Tito llegaría a Piura el próximo fin de semana a sacar sea como sea a Lalo de una choza cerca del cementerio de Sullana. Yo, claro, conocía Sullana, aunque sea solo de pasada. El viernes iría a ubicarlo.
—Él llega el sábado siete y media de la mañana a Piura y tú lo esperas en Sullana, ya tienes ubicado al Lalito. Te mando el nuevo número de Tito por mensajito. Ya hablamos Engel, bye.
Ojalá y no huya el chino, dos veces escapó del Centro Victoria de la avenida Guardia Chalaca en el Callao. La primera recaló en Huaral, la última en Sullana, intercepción y captura. No se escaparía, pobres sus viejitos.
Germán me dejó en la intersección de la intersección de las calles Tarapacá y Sucre. Había empezado a llover fuerte, de un golpe en el hombro izquierdo me despedí de mi socio. El mototaxi presuroso partió.
—Habitación 333, por favor.
El recepcionista estiró la mano y partí al tercer piso.
Lluvia a raudales, vibra el celular, ya me quité el polo. Tito.
—Hola, hermano, ya lo fui a ver. Un sitio deprimente.
Quedamos en encontrarnos a las ocho en punto en el hotel donde me hospedaba. El gordo Germán vendría con su carro esta vez, ya estaba advertido.
El calor era sofocante, apenas y utilicé unos shorts para dormir, los zancudos devoraban mis piernas. El repelente envuelto en unas bolsas de supermercado fue desenvuelto con rapidez. Encendí el ventilador, máxima potencia, y me embadurné del protector antimosquitos. Soñé con Lalo y Tito, corríamos por la avenida La Marina cerca de Plaza San Miguel, correteábamos a tres cholas culonas, pasaba un microbús y bajaba un zambo, iba tras Lalo, era el macho de la hembra a la cual el huevón del Chino Alcalde le acariciaba las tetas en el sueño. Corre, huevas, corre. Plum. Me caigo de la cama. El celular no paraba de sonar. Era Germán.
—Oye, gordo, vente en media hora. Trae la caña. Hay que sacar a mi brother como sea.
Me bañé rápidamente y bajé a tomar en la cafetería del hotel un jugo de papaya y degustar un tamal. Germán se anunció en el hotel con el recepcionista y vino a sentarse junto a mí. Le ofrecí un cafecito.
—Ya desayuné, cholito, vamos a ver a tu pata. ¿Y Tito?
—Está por el peaje, hay que darle diez minutos.
—Dale, come tranquilo tu tamalito.
—Puta, que me he quedado en shock, verlo a Lalo así. Puta madre. Unas chozas hasta las huevas. Fuma caca ese huevón.
—Y por la noche asaltan nomás. Te iban a comer con zapatos y todo. Tú querías ir en la noche. Puta.
—Vamos con tu caña, Tito me acaba de mensajear, vamo’ a ver.
Un flaco con una camisa blanca y un sombrero de fieltro bajó de un taxi. Se acomodaba el pantalón beige y apoyaba los zapatos marrones sobre la vereda alta del hotel El Churre.
—¡Tito! Qué bien que viniste hermano.
Un abrazo fuerte, sobrecogedor, envolvió a Tito y a Engelberth.
—La vieja de Lalo y su familia están devastadas, puta, hay que desahuevarlo.
—Mira, este es Germán, mi pata, trabaja en la Caja Municipal de Sullana. Él nos va a trasladar en su caña.
De todos modos, mi hermano.
Un auto Nissan Sentra del 2 010 azul marino rozaba la vereda alta fuera del hotel. Germán se acomodó delate del volante y con un golpe seco cerró la puerta. Tito y Engelberth subieron acomodándose en el asiento del copiloto y trasero, respectivamente. Doblaron por la esquina derecha y esperaron, ya en la calle San Martín, el cambio del semáforo a color verde. Tito se dobló ambas mangas de la camisa, mirando el reloj en su muñeca derecha. Engelberth cantaba una canción de Duncan Dhu.
—¿Cómo encontraremos a tu amigo?
—Mira Germán, nos esperas a un metro y…
—Engelberth, sería mejor que nos esperara en el carro…
—Ni que fuera un lugar muy amplio… Tito, que nos siga, o va a estar como un toro salvaje.
El automóvil se detuvo en el pequeño descampado donde se inicia el cementerio San José. El calor empezaba a incidir y Kaiserberger lucía un polo blanco manga corta: Let it be en fucsia. El jean corto y sandalias franciscanas. Bajó del auto, Tito tomó la salida izquierda. Se acomodaron y vislumbraron las chozas próximas, salía humo dulzón de palo santo mezclado con marimba y un niño corría alrededor de unas motos azules fuera de los armatostes.
—Lalo, Lalo.
Puta, esa voz, esa voz…
El chino Alcalde se acomodaba los flecos del jean harapiento, mostraba las pecas de su rostro mientras salía de la aporreada casa.
—Hola, huevóoooonnnn, puta, cachetón, no lo puedo creer, Kaiser…
Un fuerte abrazo y rascándose la frente Lalo divisa al costado la negra silueta de Tito.
Negroooo, huevas.
No tuvo más que correr a los brazos de Tito.
Puta, qué felicidad huevones.
—Apestas a mierda, huevón, qué haces acá.
—Engel, tú no sabes huevón
—Vamos a otro sitio, para hablar más tranquilos…
—Yo no me muevo de acá ni cagando
Chino, yo le dije a Engelberth que sí venías y…
No muchachos, voy a poner una cevichería, además yo ya voy a dejar la pichanga y…
Dos robustos trigueños de un metro y ochenta centímetros aproximadamente salen de una choza a diez metros cerca de una de las puertas laterales, nada de humaredas en el horizonte de hierba y basura quemada, como se suele ver en las riberas del río Chira. Lo cogen de los brazos, lo inmovilizan y detrás de los dos amigos anonadados de una casucha de adobe maltrecha sale una diminuta mujercita con una ampolla. ¡Sobre la nalga, sobre la nalga! Señala una delgada figura con un enorme sombrero, con una pequeña blusa escotada y un short jean celeste. Inyectan el ansiolítico al Chino Alcalde.
—Sybil, no seas pendeja, Lalo iba con nosotros. ¡Oye, oye!
Tito intentó irse encima de los morenos que sostenían a Lalo, eran inútiles bramidos, lanzaba puntapiés al aire, pero el muchacho ya había sido reducido y maniatado.
—¡Eres su esposa, no su verduga, huevona de mierda!  —gritaba Engelberth sin cesar.
—No se va a volver a escapar y debe firmar unos papeles en Lima. No va a seguir horneándose el cerebro en este pueblo del infierno —sentenció Sybil con una sonrisa.
Cerca de ella un hombre con un mandil impecable, moreno con pocas arrugas ya cercano a los sesenta años hablaba por teléfono celular, Kaiserberger vio en su solapa cerca de su bolsillo izquierdo la inscripción: J. Castro. Germán lo reconoció, en Piura era famoso, recetaba a diestra y siniestra clonazepam.
—Clonazepam, sí, media tableta y… ajá… ajá… también clonazepam, un cuarto nomás.
El infierno de gritos y llanto colmaba el ambiente, por los gestos de Sybil y la postura del espigado sujeto con mandil impoluto pude adivinar que era el psiquiatra. El gordo Germán me lo confirmó mediante una seña con el índice de la mano izquierda.
Lalo había sido reducido a un cúmulo de gestos y muecas envueltas en sábanas amarradas con sogas multicolores. Como saco de papas recién sacadas de la tierra lo lanzaron al asiento trasero de la camioneta guinda Nissan Hi Lux, de un golpe. No podía gritar, un pequeño trapo le dificultaba la respiración. Los dos morenos se apretujaban junto a Alcalde en el asiento trasero. Sybil soltó un billete de cincuenta soles en la mano de un pequeño moreno que descalzo recorría la escena.
Guaaa, muy poco por el loquito, señora.
—Fuera, cholo de mierda.
El galeno amante del clonazepam se apoyó en el volante para subir y Sybil, la flamante esposa, de un brinco trepó la cabina en la zona del copiloto. Puertas cerradas y meten primera. Empinan la cuesta y aceleran.
Engelberth y Tito vieron a su amigo lanzar un puntapié en la ventana trasera y otro en la cara de uno de los morenos, entre el aire arenoso y la música de Corazón Serrano de fondo la camioneta abandonaba la entrada al campo santo. Una sucia neblina pegajosa anunciaba que ese día llovería de nuevo.

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