Víctor Purizaca
Engelberth había cruzado un fango
asqueroso y verde antes de llegar al final de la calle Grau. El sol ardía en su
cara, Germán lo guiaba en el intrincado cruce de las cinco esquinas de Sullana.
Había llovido y el día de los enamorados ya era próximo. Germán Cruz, socio
comercial con Engelberth, había ofrecido su ayuda. Engelberth vivía en Cabo
Blanco con su familia desde hace cinco años. Hermoso paraje del norte de Perú. La ciudad de
Lima le proporcionó diversas ideas. Las concretó en el norte del
país. Con
sus ilusiones y su ímpetu inició un negocio de bungalós.
—¿Falta
mucho, angelito?
—Casi
nada, colorado.
Germán
Cruz se acomodó el cinturón, la camisa blanca lucía empapada y con la manga
izquierda se secó la frente. Deslizó los lentes oscuros sobre su cabello color
caramelo. Y con el índice izquierdo señaló un grupo de casuchas contiguas al
cementerio San José.
Engelberth
se sentó sobre un muro, próximo a un pequeño grifo, frente al cementerio. Usaba
un pantalón corto de jean azul, sandalias marrones y un polo blanco hueso con
una inscripción color rojo cereza: Coming
home babe.
—Pregunta
si lo conocen, Germán.
Dos
niños enjutos y con pantaloncillos rotos acompañados de una mujer desmuelada
salieron de una de las casuchas al encuentro de Germán. Gesticulaban y movían
los brazos señalando la casa más pequeña, la calamina apenas alcanzaba a cubrir
toda la casa.
—Ha
salido temprano.
—Ta’ mare Germán. Regreso en la noche.
Germán
había tomado una mototaxi amarilla, era una moto con asientos hechizos
envueltos en cuero viejo, con fierros y tubos añejos.
—Acá
al hotel El Churre, en la cuadra cinco de la calle Sucre.
—Dos
cincuenta.
—Estás
bien…
—Sube,
sube Germán, el sol está que me mata.
Apoyándose
en los parantes traseros de la moto, Engelberth empujó a Germán y ambos se
acomodaron en la parte posterior del vehículo.
Directo
al hotel. Lalo Alcalde jugaba de marcador de punta derecho en la selección de
fútbol del colegio Champagnat de Miraflores. Cerca de la Costa Verde en Lima. Gran
prospecto, palomilla. Cachupín y Villoslada lo acompañaban en la
pendejada. Siempre. Suelta el fallo y
vámonos para La Punta, hay harta hembra rica. Tranquilo chino… Keka, Sebastián
y Segura me habían comentado largo y tendido su estadía en Lurigancho, centro
penitenciario para gente sabrosa en Lima, supe que se recuperó e incursionó en
la culinaria. Hasta lo de la cevichería Arriba Alianza, la pérdida de la
inversión y la recaída. Pobre mi chino. Tengo que ubicar a mi causa.
La miss Edda Chiappe nos acomodaba en una
esquina del salón junto a Tito Sifuentes y Lalo Alcalde. Era el quinto de
primaria C. Tito era trigueño, delgado y callado. Lalo siempre fue vivaracho,
era chino, alto, delgado y pecoso. Futbolista decidido, pierna fuerte para
marcar, gran rematador de penales. Al principio no le hacía caso. ¡Qué bonito
era el Champagnat cuando nos preparábamos para el campeonato de Adecore!
—Engelberth,
vamos a jugar.
Me
invitó a jugar, volvió a insistir con un gesto de las manos.
—Vamos,
pues.
Accedí,
nos volvimos inseparables. El recreo juntos y las bromas cerca del quiosco.
Tito se comenzó a despabilar. Ya era el fin de semana. Salchipapas en el
TipTop. Su risa nos llena de remembranzas. Desde que me llamó Blanquita, la mujer
de Tito para contarme cómo estaba Lalo, ya no era solo la marimba (como
solíamos llamar de chiquillos a la marihuana en Lima) flotaba entre polvo de
ángeles y la pasta. Era domingo a las tres de la tarde, había sido chocante. No
lo veía desde marzo del noventa y siete, junto a la calle Diagonal, en una
reunión con gente del cole. Noche marista de chelas y butifarras. Había salido
librado de ir a Lurigancho, pero esta vez iba cerca de volar. Ketes en puñados y se pasaba de la raya a cada rato. Ya no era juego, ¿qué vendría
después?
—No
pasa nada Engelberth. Todo en paz, hermano.
Quise
saber más de él, invertí en una empresa en Punta Hermosa y otra en Barranco.
Años después me instalé en Los Órganos, Piura. Vaya que me fue bien. Amplié el
negocio de bungalós a El Alto, qué tales culos que venían, qué gringas. Me casé
y se volvió familiar. Mas tengo ojos no soy ciego.
Estaba
en Sullana, Blanquita me dijo que Tito llegaría a Piura el próximo fin de
semana a sacar sea como sea a Lalo de una choza cerca del cementerio de
Sullana. Yo, claro, conocía Sullana, aunque sea solo de pasada. El viernes iría
a ubicarlo.
—Él
llega el sábado siete y media de la mañana a Piura y tú lo esperas en Sullana,
ya tienes ubicado al Lalito. Te mando el nuevo número de Tito por mensajito. Ya
hablamos Engel, bye.
Ojalá
y no huya el chino, dos veces escapó del Centro Victoria de la avenida Guardia
Chalaca en el Callao. La primera recaló en Huaral, la última en Sullana,
intercepción y captura. No se escaparía, pobres sus viejitos.
Germán me dejó en la intersección de la intersección de
las calles Tarapacá y Sucre. Había empezado a
llover fuerte, de un golpe en el hombro izquierdo me despedí de mi socio. El
mototaxi presuroso partió.
—Habitación
333, por favor.
El
recepcionista estiró la mano y partí al tercer piso.
Lluvia
a raudales, vibra el celular, ya me quité el polo. Tito.
—Hola,
hermano, ya lo fui a ver. Un sitio deprimente.
Quedamos
en encontrarnos a las ocho en punto en el hotel donde me hospedaba. El gordo
Germán vendría con su carro esta vez, ya estaba advertido.
El calor era sofocante, apenas y utilicé unos
shorts para dormir, los zancudos devoraban mis piernas. El repelente envuelto
en unas bolsas de supermercado fue desenvuelto con rapidez. Encendí el
ventilador, máxima potencia, y me embadurné del protector antimosquitos. Soñé
con Lalo y Tito, corríamos por la avenida La Marina cerca de Plaza San Miguel, correteábamos a
tres cholas culonas, pasaba un microbús y bajaba un zambo, iba tras Lalo, era
el macho de la hembra a la cual el huevón del
Chino Alcalde le acariciaba las tetas en el sueño. Corre, huevas, corre. Plum. Me caigo de la cama. El celular
no paraba de sonar. Era Germán.
—Oye,
gordo, vente en media hora. Trae la caña.
Hay que sacar a mi brother como sea.
Me bañé rápidamente
y bajé a tomar en la cafetería del hotel un jugo de papaya y degustar un
tamal. Germán se anunció en el hotel con el
recepcionista y vino a sentarse junto a mí. Le ofrecí un cafecito.
—Ya
desayuné, cholito, vamos a ver a tu pata. ¿Y Tito?
—Está
por el peaje, hay que darle diez minutos.
—Dale,
come tranquilo tu tamalito.
—Puta,
que me he quedado en shock, verlo a
Lalo así. Puta madre. Unas chozas hasta las huevas. Fuma caca ese huevón.
—Y
por la noche asaltan nomás. Te iban a comer con zapatos y todo. Tú querías ir
en la noche. Puta.
—Vamos
con tu caña, Tito me acaba de
mensajear, vamo’ a ver.
Un
flaco con una camisa blanca y un sombrero de fieltro bajó de un taxi. Se
acomodaba el pantalón beige y apoyaba los zapatos marrones sobre la vereda alta
del hotel El Churre.
—¡Tito!
Qué bien que viniste hermano.
Un
abrazo fuerte, sobrecogedor, envolvió a Tito y a Engelberth.
—La vieja de Lalo y su familia están
devastadas, puta, hay que desahuevarlo.
—Mira,
este es Germán, mi pata, trabaja en la Caja Municipal de Sullana. Él nos va a
trasladar en su caña.
—De todos modos, mi hermano.
Un
auto Nissan Sentra del 2 010 azul marino rozaba la vereda alta fuera del hotel.
Germán se acomodó delate del volante y con un golpe seco cerró la puerta. Tito
y Engelberth subieron acomodándose en el asiento del copiloto y trasero,
respectivamente. Doblaron por la esquina derecha y esperaron, ya en la calle
San Martín, el cambio del semáforo a color verde. Tito se dobló ambas mangas de
la camisa, mirando el reloj en su muñeca derecha. Engelberth cantaba una
canción de Duncan Dhu.
—¿Cómo
encontraremos a tu amigo?
—Mira
Germán, nos esperas a un metro y…
—Engelberth,
sería mejor que nos esperara en el carro…
—Ni
que fuera un lugar muy amplio… Tito, que nos siga, o va a estar como un toro
salvaje.
El
automóvil se detuvo en el pequeño descampado donde se inicia el cementerio San
José. El calor empezaba a incidir y Kaiserberger lucía un polo blanco manga
corta: Let it be en fucsia. El jean
corto y sandalias franciscanas. Bajó del auto, Tito tomó la salida izquierda.
Se acomodaron y vislumbraron las chozas próximas, salía humo dulzón de palo
santo mezclado con marimba y un niño
corría alrededor de unas motos azules fuera de los armatostes.
—Lalo,
Lalo.
—Puta, esa voz, esa voz…
El
chino Alcalde se acomodaba los flecos del jean harapiento, mostraba las pecas
de su rostro mientras salía de la aporreada casa.
—Hola,
huevóoooonnnn, puta, cachetón, no lo puedo creer, Kaiser…
Un fuerte
abrazo y rascándose la frente Lalo divisa al costado la negra silueta de Tito.
—Negroooo, huevas.
No
tuvo más que correr a los brazos de Tito.
—Puta, qué felicidad huevones.
—Apestas
a mierda, huevón, qué haces acá.
—Engel,
tú no sabes huevón…
—Vamos
a otro sitio, para hablar más tranquilos…
—Yo
no me muevo de acá ni cagando…
—Chino, yo le dije a Engelberth que sí
venías y…
—No muchachos, voy a poner una cevichería,
además yo ya voy a dejar la pichanga
y…
Dos
robustos trigueños de un metro y ochenta centímetros aproximadamente salen de una choza a diez metros
cerca de una de las puertas laterales, nada de humaredas en el horizonte de
hierba y basura quemada, como se suele ver en las riberas del río Chira. Lo
cogen de los brazos, lo inmovilizan y detrás de los dos amigos anonadados de
una casucha de adobe maltrecha sale una diminuta mujercita con una ampolla.
¡Sobre la nalga, sobre la nalga! Señala una delgada figura con un enorme
sombrero, con una pequeña blusa escotada y un short jean celeste. Inyectan el
ansiolítico al Chino Alcalde.
—Sybil,
no seas pendeja, Lalo iba con
nosotros. ¡Oye, oye!
Tito
intentó irse encima de los morenos que sostenían a Lalo, eran inútiles
bramidos, lanzaba puntapiés al aire, pero el muchacho ya había sido reducido y
maniatado.
—¡Eres su esposa, no su verduga, huevona
de mierda! —gritaba Engelberth sin cesar.
—No se va a volver a escapar y debe firmar unos papeles en Lima. No va a
seguir horneándose el cerebro en este pueblo del infierno —sentenció Sybil
con una sonrisa.
Cerca
de ella un hombre con un mandil impecable, moreno con pocas arrugas ya cercano
a los sesenta años hablaba por teléfono celular, Kaiserberger vio en su solapa
cerca de su bolsillo izquierdo la inscripción: J. Castro. Germán lo reconoció,
en Piura era famoso, recetaba a diestra y siniestra clonazepam.
—Clonazepam,
sí, media tableta y… ajá… ajá… también clonazepam, un cuarto nomás.
El
infierno de gritos y llanto colmaba el ambiente, por los gestos de Sybil y la
postura del espigado sujeto con mandil impoluto pude adivinar que era el
psiquiatra. El gordo Germán me lo confirmó mediante una seña con el índice de
la mano izquierda.
Lalo
había sido reducido a un cúmulo de gestos y muecas envueltas en sábanas
amarradas con sogas multicolores. Como saco de papas recién sacadas de la
tierra lo lanzaron al asiento trasero de la camioneta guinda Nissan Hi Lux, de
un golpe. No podía gritar, un pequeño trapo le dificultaba la respiración. Los
dos morenos se apretujaban junto a Alcalde en el asiento trasero. Sybil soltó
un billete de cincuenta soles en la mano de un pequeño moreno que descalzo
recorría la escena.
—Guaaa, muy poco por el loquito, señora.
—Fuera, cholo de mierda.
El
galeno amante del clonazepam se apoyó en el volante para subir y Sybil, la
flamante esposa, de un brinco trepó la cabina en la zona del copiloto. Puertas
cerradas y meten primera. Empinan la cuesta y aceleran.
Engelberth
y Tito vieron a su amigo lanzar un puntapié en la ventana trasera y otro en la
cara de uno de los morenos, entre el aire arenoso y la música de Corazón
Serrano de fondo la camioneta abandonaba la entrada al campo santo. Una sucia
neblina pegajosa anunciaba que ese día llovería de nuevo.
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