miércoles, 11 de marzo de 2020

Una conversación natural


Juan Esteban Sierra Quiceno

Aquella mañana Tilia no había pronunciado una palabra y prolongaba su mutismo forzándose a realizar cábalas meteorológicas tras cada secuencia de grillas que escuchaba. Alisio, sintiendo la tensión del ambiente, se limitaba a mirarla ahí, toda rígida, con esa postura más bien artificiosa que tanto gustaba a los pajaritos.
—¿Escuchaste anoche los cantos de las lagartijas? —preguntó Alisio con frescura, pretendiendo iniciar una conversación cualquiera.
—No eran lagartijas, que esas no cantan… sería otro bichejo.
—¿Qué otro bichejo?, eran lagartijas, Tilia. Y te digo que estas sí cantan.
—¿Y por qué iba a cantar una lagartija?
—Bueno… pues, con seguridad, no lo sé —dijo Alisio tremolando juguetón con las punticas de Tilia—. A lo mejor cantan por despecho. A mí me sonaban como a serenatas tristes, de esas que se dedican a las hembras malas.
—¿Serenatas tristes?, ¿hembritas malas?, parece que ese bamboleo constante por fin te revolvió los sesos. Mirá, admitamos que el sonsonete de ayer lo produjeron tus lagartijas, okey. Pero no fue ninguna serenata melancólica, no: fue, simple y llanamente un conjunto de chillidos que tus buenas para nada lagartijas inventaron con el único propósito de fastidiarle al prójimo la noche entera.
—Dios, ¿qué es esa retahíla que decís? Las lagartijas no son así. Yo, por ejemplo, he conocido lagartijas verdaderamente hacendosas…
Tilia lo interrumpió con un crujido incrédulo.
—De veras, una, incluso, la conocí aquí mismo. Se llamaba Lizardo, y me consta que se partía el traslúcido lomito correteado de sol a sol por esa tapia.
Inflexible en sus opiniones, como en lo demás, Tilia pareció observar la vieja tapia de cemento que limitaba el jardín, y luego preguntó:
—¿Y qué ganaba recorriendo de un lado al otro esa tapia destartalada?
—…
—¿Ves? No haces sino probar mi punto de que no sirven para nada.
—Has dicho.
He dicho.
—Ole, Tilia, estás tan rara hoy… Acaso, ¿querés decirme algo?
Tilia hizo una pausa como para tomar aliento percibiendo, clarísimo, ese perfume de flores dulces que de manera vaga intuía desde antes del amanecer.
—¿¡Anoche arrullaste a Jazmín!? —lanzó con tanta aspereza que sobresaltó a la bandada de pájaros que hacía poco había cautivado.
—Jazmín —replicó Alisio con un susurro nervioso, pero después continuó con más fuerza—. ¡Eso es ridículo! ¿No creerás que yo también me desvivo por pegármele cada mañana, como el bobo del Rocío?
—¿Por qué no? ¿No es acaso su aroma mejor al mío, que nunca he tenido flores?
—¡Otra vez con lo de las flores! Te he dicho mil veces que no me gustan…
—Ya sé, ya sé.
—En serio no me gustan las flores, Tilia. Sabés que lo que en verdad me gusta es mecerte bajo los rayitos de un sol de verano.
—¡No! No sé nada, ya no sé nada. Solo sé que eres ligero: lo fuiste antes y lo seguirás siendo.
Indignado, Alisio se sacudió despeluznando el prado, y avivando también, aquel maldito aroma floral que se negaba a irse del todo.
—Claro que soy ligero, como somos todos los Alisios, pero eso no significa nada.
Entonces Tilia se estremeció con talante circunspecto, o quizá fue, simplemente, Alisio que en un intento de reconciliación acarició sus brazos sin demasiada delicadeza.
—No me convencen tus caricias presurosas —alegó Tilia e inmediatamente continuó inmovilizada por la ira—. Eres tú quien cada noche difunde por doquier ese empalagoso olor, que más que primaveral, hiede como a zorrita en celo.
—¿Tanta envidia le tenés? Pero si luce como un arbustejo con ese corte que le hacen, de verdad que nada vale en comparación contigo, con ese tronquito largo y esbelto que me mata.
—Agradezco el piropo, pero si pretendés que nos acostemos no te será tan fácil.
—Claro, claro… sé muy bien que eres pudorosa, si ni siquiera para dormir te acuestas.
—¡Y ahora te burlas! Tan corriente como siempre.
—No me burlo —contestó Alisio acelerándose—. Solamente quiero saber por qué no podemos echarnos sobre la yerba alguna vez.
—¡Sobre la yerba! Primero muerta, y puede que ni aun después de eso.
—¿Qué?, ¿también pensás morir de pie?
—¿Y por qué no? Es casi una tradición en mi familia, excepto por mi tío Pineda, que se consideraba un portento y afirmaba tener madera para todo, hasta que un día un leñador coincidió con él.
—Ah… No me hablés de tu familia, que ninguno me interesa.
Tilia casi palideció y hasta se desgajó un poco de la rabia que le entró:
—¿¡No!? Perdona, pero creía lo contrario desde que me enteré que jugueteabas con las sámaras de Arcelia, mi primita canadiense que solo tú soportas, porque no hace sino mencionar, como de casualidad, claro, lo bien que quedó su efigie en su bandera nacional…
Entonces Alisio, sabiéndose descubierto, decidió recurrir a palabritas zalameras y toqueteos cariñosos, que comenzó a administrarle a Tilia por aquí y por allá. Pero ella, demás está decirlo, no iba a transigir así como así, y contestaba a aquellos roces con una quietud indiferente.
Dolido por aquel desaire, cómo no, Alisio daba vueltas alrededor de Tilia aumentando gradualmente la velocidad. Lo motivaba un ensañamiento infantil: sus giros difícilmente le conseguirían el perdón, claro, pero le devolverían, al menos, la atención de Tilia.
Y los pájaros, esas avecillas que minutos atrás habían vislumbrado en aquel bonito jardín, con su briza fresca y su robusto árbol, un bucólico paisaje para anidar por siempre, se largaron de allí. Antes de desaparecer del todo, eso sí, lanzaron unos trinos enloquecidos que opacaron el siseo de las hojas al caer, porque Tilia, aunque dura, ya comenzaba a ceder y, una a una, iba despojándose de todas sus hojitas para que participasen en las volteretas de Alisio. La danza resultante, tan violenta como sensual, incrementaba exponencialmente su fuerza ciclónica derribando arbustejos aromáticos, luego tapias destartaladas, y al final, desarraigando a la mismísima Tilia, quien por primera vez acabó acostadita y dispuesta sobre el prado despelucado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario