Juan Esteban Sierra Quiceno
Aquella
mañana Tilia no había pronunciado una palabra y prolongaba su mutismo
forzándose a realizar cábalas meteorológicas tras cada secuencia de grillas que
escuchaba. Alisio, sintiendo la tensión del ambiente, se limitaba a mirarla
ahí, toda rígida, con esa postura más bien artificiosa que tanto gustaba a los
pajaritos.
—¿Escuchaste
anoche los cantos de las lagartijas? —preguntó Alisio con frescura,
pretendiendo iniciar una conversación cualquiera.
—No
eran lagartijas, que esas no cantan… sería otro bichejo.
—¿Qué
otro bichejo?, eran lagartijas, Tilia. Y te digo que estas sí cantan.
—¿Y por
qué iba a cantar una lagartija?
—Bueno…
pues, con seguridad, no lo sé —dijo Alisio tremolando juguetón con las punticas
de Tilia—. A lo mejor cantan por despecho. A mí me sonaban como a serenatas
tristes, de esas que se dedican a las hembras malas.
—¿Serenatas
tristes?, ¿hembritas malas?, parece que ese bamboleo constante por fin te
revolvió los sesos. Mirá, admitamos que el sonsonete de ayer lo produjeron tus
lagartijas, okey. Pero no fue ninguna
serenata melancólica, no: fue, simple y llanamente un conjunto de chillidos que
tus buenas para nada lagartijas
inventaron con el único propósito de fastidiarle al prójimo la noche entera.
—Dios,
¿qué es esa retahíla que decís? Las lagartijas no son así. Yo, por ejemplo, he
conocido lagartijas verdaderamente hacendosas…
Tilia
lo interrumpió con un crujido incrédulo.
—De
veras, una, incluso, la conocí aquí mismo. Se llamaba Lizardo, y me consta que
se partía el traslúcido lomito correteado de sol a sol por esa tapia.
Inflexible
en sus opiniones, como en lo demás, Tilia pareció observar la vieja tapia de
cemento que limitaba el jardín, y luego preguntó:
—¿Y qué
ganaba recorriendo de un lado al otro esa tapia destartalada?
—…
—¿Ves?
No haces sino probar mi punto de que no sirven para nada.
—Has
dicho.
—He dicho.
—Ole,
Tilia, estás tan rara hoy… Acaso, ¿querés decirme algo?
Tilia
hizo una pausa como para tomar aliento percibiendo, clarísimo, ese perfume de
flores dulces que de manera vaga intuía desde antes del amanecer.
—¿¡Anoche
arrullaste a Jazmín!? —lanzó con tanta aspereza que sobresaltó a la bandada de
pájaros que hacía poco había cautivado.
—Jazmín
—replicó Alisio con un susurro nervioso, pero después continuó con más fuerza—.
¡Eso es ridículo! ¿No creerás que yo también me desvivo por pegármele cada
mañana, como el bobo del Rocío?
—¿Por
qué no? ¿No es acaso su aroma mejor al mío, que nunca he tenido flores?
—¡Otra
vez con lo de las flores! Te he dicho mil veces que no me gustan…
—Ya sé,
ya sé.
—En
serio no me gustan las flores, Tilia. Sabés que lo que en verdad me gusta es
mecerte bajo los rayitos de un sol de verano.
—¡No!
No sé nada, ya no sé nada. Solo sé que eres ligero: lo fuiste antes y lo
seguirás siendo.
Indignado,
Alisio se sacudió despeluznando el prado, y avivando también, aquel maldito
aroma floral que se negaba a irse del todo.
—Claro
que soy ligero, como somos todos los Alisios, pero eso no significa nada.
Entonces
Tilia se estremeció con talante circunspecto, o quizá fue, simplemente, Alisio
que en un intento de reconciliación acarició sus brazos sin demasiada
delicadeza.
—No me
convencen tus caricias presurosas —alegó Tilia e inmediatamente continuó inmovilizada
por la ira—. Eres tú quien cada noche difunde por doquier ese empalagoso olor,
que más que primaveral, hiede como a zorrita en celo.
—¿Tanta
envidia le tenés? Pero si luce como un arbustejo
con ese corte que le hacen, de verdad que nada vale en comparación contigo, con
ese tronquito largo y esbelto que me mata.
—Agradezco
el piropo, pero si pretendés que nos acostemos no te será tan fácil.
—Claro,
claro… sé muy bien que eres pudorosa, si ni siquiera para dormir te acuestas.
—¡Y
ahora te burlas! Tan corriente como siempre.
—No me
burlo —contestó Alisio acelerándose—. Solamente quiero saber por qué no podemos
echarnos sobre la yerba alguna vez.
—¡Sobre
la yerba! Primero muerta, y puede que ni aun después de eso.
—¿Qué?,
¿también pensás morir de pie?
—¿Y por
qué no? Es casi una tradición en mi familia, excepto por mi tío Pineda, que se
consideraba un portento y afirmaba tener madera para todo, hasta que un día un
leñador coincidió con él.
—Ah… No
me hablés de tu familia, que ninguno me interesa.
Tilia casi
palideció y hasta se desgajó un poco de la rabia que le entró:
—¿¡No!?
Perdona, pero creía lo contrario desde que me enteré que jugueteabas con las
sámaras de Arcelia, mi primita canadiense que solo tú soportas, porque no hace
sino mencionar, como de casualidad,
claro, lo bien que quedó su efigie en su bandera nacional…
Entonces
Alisio, sabiéndose descubierto, decidió recurrir a palabritas zalameras y toqueteos
cariñosos, que comenzó a administrarle a Tilia por aquí y por allá. Pero ella,
demás está decirlo, no iba a transigir así como así, y contestaba a aquellos
roces con una quietud indiferente.
Dolido
por aquel desaire, cómo no, Alisio daba vueltas alrededor de Tilia aumentando
gradualmente la velocidad. Lo motivaba un ensañamiento infantil: sus giros
difícilmente le conseguirían el perdón, claro, pero le devolverían, al menos,
la atención de Tilia.
Y los
pájaros, esas avecillas que minutos atrás habían vislumbrado en aquel bonito
jardín, con su briza fresca y su robusto árbol, un bucólico paisaje para anidar
por siempre, se largaron de allí. Antes de desaparecer del todo, eso sí,
lanzaron unos trinos enloquecidos que opacaron el siseo de las hojas al caer,
porque Tilia, aunque dura, ya comenzaba a ceder y, una a una, iba despojándose
de todas sus hojitas para que participasen en las volteretas de Alisio. La
danza resultante, tan violenta como sensual, incrementaba exponencialmente su
fuerza ciclónica derribando arbustejos
aromáticos, luego tapias destartaladas, y al final, desarraigando a la mismísima
Tilia, quien por primera vez acabó acostadita y dispuesta sobre el prado despelucado.
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