Diego Velásquez González
Lucía
mi compañera fiel, la mujer que ha estado a lo largo de la vida a mi lado, entra
a la habitación sin mirarme en una actitud un poco taciturna e indiferente. «A
propósito Enrique la próxima semana cumplirás cien años» se escucha decir en
voz baja. Guarda silencio y hace algún esfuerzo por arreglar el cuarto. Toma el
cojín del lado izquierdo de la cama, lo observa por un momento y lo deja en la
silla al lado de la puerta. Dobla su pijama y se va. Parece llorar. Sus palabras
me hacen recordar mi cumpleaños número doce, momento en el cual, según la
costumbre de la época, ya podía usar pantalón largo, lo que indicaba que me
empezarían a ver como un verdadero hombre y participar en el mundo de los
adultos y que mis palabras tendrían validez en el mundo de los adultos. Ese
día, una gitana me dijo que tendría una larga vida hasta llegar a los noventa
años. Y ese presagio quedó marcado en mi mente. Desde ese momento, tuve la
certeza que nada malo podría pasar. Hoy tendría que hacerle a la gitana un
reclamo. Quisiera verla y decirle que he superado con creces sus expectativas y
que falló en sus poderes adivinatorios.
La
semana anterior a mis efemérides, aquella mujer había llegado al pueblo junto
con un circo itinerante. Decían que venían de España. La verdad nadie les creyó
porque tenían el típico acento mexicano. En aquel tiempo, Santa Rita, el lugar
en el cual habitaba con mi familia, se parecía a uno de esos pueblos fantasmas,
no solo por el abandono de las fachadas de las casas y la plaza, sino porque
podía haber días enteros en que no se veía nadie en algunas calles. Era pues un
pueblo muy solitario. Cerca de cincuenta familias habitábamos tanto la parte
urbana como en los alrededores, especialmente, en las fincas que circundaban aquella
aldea metida en un pequeño valle rodeado de montañas. Después del visto bueno
del alcalde, el cura y el policía del pueblo, se ubicaron en las afueras, a dos
cuadras de la plaza, en el lugar donde acostumbrábamos ir a jugar pelota.
A
lo largo de la semana, después de la escuela, siempre iba con Luis Antonio, un
amigo a ver los avances. En la mañana del sábado ya se podía ver la carpa
instalada. Y aquel mismo día dio inició la promoción de la presentación para las
horas de la tarde. Un hombre grande, obeso, vestido de payaso, con cierto aire
maquiavélico, y por momentos mal encarado, iba por las calles anunciando: «Por
primera vez en Santa Rita, un gran espectáculo nunca antes visto, el Circo de
los Hermanos Pérez» ―seguido de toda una retahíla que prometía trapecistas, animales
que nunca vimos, y una gran diversión.
Casi
a escondidas, después de medio día, me puse el pantalón largo de drill, color
café y una camisa de manga corta blanca que mis padres habían encargado a la
ciudad. Al observarme, sentía que era un hombre y estaba orgulloso. Salí de
casa con un poco de temor, porque mi padre había dicho que no nos llevaría, que
debíamos terminar las tareas de la escuela o ayudarlo en la construcción de los
cuartos que habíamos empezado hacía cinco meses en la parte de trasera de la
casa, quitándole espacio, tanto a las gallinas del patio como a los menguados
recursos familiares. Fui hasta la casa del primo quien había prometido
acompañarme. Mi madre estaría toda la tarde donde las vecinas y mi padre en la
plaza del pueblo bebiendo como le gustaba hacerlo sagradamente los sábados. Tímidamente,
llegamos al circo y nos pusimos a curiosear. De pronto aparece una anciana que
sale de una carpa. Me observa con atención, creo que tendría quizás más años de
los que me apresto a cumplir porque se veía con todas las arrugas imaginables
en su rostro. Camina hacia nosotros. Tenía un chal de colores vivos y un viejo
vestido gris cuyo largo alcanzaba un poco más abajo de la rodilla. Al llegar
frente a mí observa con atención mis ojos como si estuviera buscando algo. Sin
permiso toma mis manos que ya empezaban a tener callos por el trabajo y las
contempla con curiosidad. Sentí sus manos secas y ásperas, llenas de pecas y con
un aspecto similar a las hojas de papel envejecidas al contacto. «Sufrirás mucho»,
empezó a decir al observar mis manos ante sus ojos. Miré a mi primo de reojo, quizás
buscando apoyo, pero él tenía la mirada fija en mis manos embobado por la
presencia y las palabras de la gitana. De pronto, luego de un silencio que se
hacía demasiado largo, levanta nuevamente su mirada. Entonces puedo ver sus
ojos verdes que irradiaban una mirada profunda. Creí que aquella mujer
observaba mi propia alma y sentí verdadero temor. «Pero al final» ―agregó con
una sonrisa un poco picará, quizás tratando de rebajar el tono trascendental de
sus palabras― «serás feliz y tendrás la recompensa de una larga vida. Llegarás
a los noventa años».
En
mi familia, yo he sido junto a mi padre uno de los más longevos. El murió a los
ciento cinco años de edad. En el hogar fui el menor de trece hermanos, nueve
hombres y cuatro mujeres. A todos me correspondió enterrarlos, menos a Ernesto.
Algunos a pocas horas de haber nacido. Entonces nos apresurábamos a bautizarlos
para evitar que fueran a dar al limbo como se nos enseñaba en la misa de los
domingos. Otros murieron al llegar a la adolescencia. Ernesto, quien era cinco
años mayor que yo se marchó pronto de casa. Más bien se fugó apenas tuvo los
medios para valerse por sí mismo. Yo traté de emularlo, pero no pude. Mi
voluntad llegó hasta el pueblo vecino cuando fui consciente que no tenía dinero
para seguir el viaje. Envié un mensaje a la casa para que mi padre viniera por
mí. Al regresar, el viejo casi me revienta a correazos. Como resultado no me
quedó otra que ser un buen hijo.
Pasado
el tiempo, sentía que mi vida no avanzaba. Un sábado cualquiera, el único día
en que la plaza del pueblo hervía de vida, en medio de esa rutina asfixiante
que me torturaba luchando con mis dos hermanos menores que apenas sobrevivían
junto a mis padres para salir adelante, encontré al amor de mi vida. Era una
época en la que todo el que pudiera hacer algo por sus propios medios, aportaba
a la casa. Yo cargaba mercados y mis hermanos ayudaban en la sacristía los
domingos cuando su salud se los permitía. De igual manera, algunos fines de
semana iba a cuidar ganado o ayudar a ordeñar vacas en las montañas. Me las
arreglé para quedarme en el parque eludiendo la obligación de cuidar el ganado de
una finca vecina donde vivimos un tiempo mientras mi padre se emborrachaba. Pregunté
su nombre. «Lucía» me dicen. Sentí que aquella hermosa chica de ojos expresivos
y un cuerpo delgado era un ángel enviado a mi vida para salvarme. Después de
dudar mucho, al fin pude hablarle. Ella siempre ha dicho que aquella vez al
presentarme no entendió nada pues apenas balbuceaba, pero algo en mí le pareció
simpático. Era tres años menor que yo y había llegado al pueblo con su familia
de Medellín a probar fortuna cuando el pueblo había empezado a crecer y
despertar interés para personas de otros lugares. Como consecuencia, poco a
poco la vida en Santa Rita empezó a perder ese aspecto fantasmal que le era tan
característica.
Con
Lucía la cuestión fue definitiva. O me iba a vivir con ella, bien sea casados o
en unión libre, o me arriesga a quedar atrapado en aquel pueblo. Allí las cosas
poco avanzaban. Creo que incluso diez años atrás el circo llegó por accidente,
quizás se habían perdido en los caminos de la región. Juntos parecíamos estar
condenados a la fatalidad hasta que decidimos marcharnos. Ensayamos vida en
Medellín, Cartago y Manizales, ciudades que prometían un futuro y finalmente
llegamos acá. Y mientras tanto, Dios empezó a concedernos hijos, uno tras otro.
Pero mi mujer, cuando llegamos al quinto retoño, dijo de manera vehemente que
los servicios quedaban cerrados, que no podíamos seguir teniendo hijos si no
les podíamos garantizar condiciones de vida adecuadas. A partir de ese momento entendí
lo que significaba una familia. Aquella idea que cada hijo llega con el pan
debajo del brazo no era viable. Desde ese día decidí que las cosas tendrían que
cambiar. Además, cada que teníamos una discusión, amenazaba con irse para donde
sus padres, la casa familiar, lugar del cual jamás debió salir con un muerto de
hambre. Y entonces, me comprometí a trabajar y cree una empresa en la cual me
encerré veinticuatro horas para garantizar un nivel de vida adecuado a la familia.
Y he de reconocer, ese esfuerzo valió la pena y del mismo modo he de señalar
que la empresa ha sido exitosa y hoy es dirigida por mi nieto Rodrigo, el hijo
de José Carlos.
Mis
adorados hijos pronto hicieron lo que debían hacer, coger camino. Muchas veces
reclamaron por mis continuas ausencias. Y a pesar de esto nunca nos olvidaron. Fue
un tiempo difícil, cruzado por la escasez. Fue un periodo en el cual no
podíamos darnos un gusto. Mi mujer debía estar en casa al cuidado de los niños,
entre tanto, yo solo tenía como opción trabajar. Así, al llegar a los noventa
años, vivíamos en una casa grande, cerca de la plaza, lejos de aquellos lugares
tenebrosos a los que se refería Antonia, la hija menor, objeto de todos nuestros
mimos y afectos, como el hueco, nuestra antigua vivienda familiar estaba
ubicada prácticamente al final de una calle oscura por la que siempre teníamos
que subir para salir a cumplir nuestra vida diaria en la ciudad.
El
día del cumpleaños noventa tuve una urgencia médica. Me llevaron al hospital
con un dolor en el pecho que no me dejaba respirar. Toda mi vida fluyó en aquel
momento. Estuve en compañía de la familia. Algunos vinieron incluso del
exterior. Estuvieron acompañando a Lucía. Creo que me alegró volverlos a ver. La
mayoría lloraba, pero trataba de controlar sus lágrimas. Se acercaban y me
expresaban lo que nunca habían dicho, que me amaban, que me querían, que todo
iba a estar bien. Desde aquel día, aunque perdí un tiempo la conciencia de las
cosas, los recuerdos borrosos de la mente se hicieron cada vez más claros. Incluso
puedo recordar una cantidad de cosas que en la casa han olvidado.
Al
final la gitana había dicho que todo iba a ser posible. He sido feliz. A veces
Lucía no me habla durante días. Llora y suplica perdón. Quizás su ceguera ha
ido aumentando lo que ha hecho de la vida de los dos una situación
desesperante. Del mismo modo, he llegado a gritar a Lucía en mi propio dolor. La
casa ya es muy grande para los dos. Estamos muy solos. En ocasiones van los
nietos. Felipe Andrés, el hijo de Mauricia, mi otra hija, es un niño hermoso.
Tiene doce años, la misma edad de cuando recibí el mensaje que marcó mi
destino. Habla mucho conmigo. Yo le cuento mi historia y él escribe atentamente
en un cuaderno todo aquello. Pero su mamá no le cree cuando lee acerca de nuestras
conversaciones. Dice que son inventos y terminaron por no volver a dejarlo ir a
la casa de los abuelos. Lo único que sé es que mi historia no se va a perder.
Se encuentra en las mejores manos, un hombre que es inteligente, estudioso,
algo callado, pero un ser hermoso.
Pasados
unos días, hay una misa en casa para celebrar mis cien años. Casi toda la
familia está allí. Desde mi silla preferida los puedo ver. El sacerdote una vez
termina la eucaristía empieza a hacer oraciones para difuntos. Todos responden.
Lucía llora. Se la llevan del cuarto. No sé qué pasa. El sacerdote pide que me marche
en paz. Pero ¿por qué me tengo que ir, si aquí estoy bien? ¿Y a dónde voy a ir?,
me escucho decirle a Felipe Andrés. De pronto, empiezan a sacar las cosas del
cuarto. La ropa, la cama, los nocheros. Hay olor a gasolina. Veo a Ernesto tal
y como lo recordaba cuando se fue de casa a sus veinte años. Me dice que me debo
ir con él, que me esperan y que si me quedo seré un fantasma más en esa casa. «Lucía
está enferma» —agrega― «no la dejas descansar con tus continuos reproches. Además,
todos creen que Felipe Andrés está loco, ya lo tienen asistiendo al psicólogo».
Entonces,
empecé a comprender y logré decirle a Felipe Andrés que hace diez años tal como
lo había previsto la gitana había muerto en el hospital. Y que estos diez años
fueron una resistencia, que había quedado anclado en el deseo, un solo deseo, el
deseo de vida y ese deseo de vivir no permitía que me liberará y dejará libre a
la mujer que amé, que me dio todo, pero que ahora atormentaba.
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