viernes, 10 de abril de 2020

Un solo deseo

Diego Velásquez González



Lucía mi compañera fiel, la mujer que ha estado a lo largo de la vida a mi lado, entra a la habitación sin mirarme en una actitud un poco taciturna e indiferente. «A propósito Enrique la próxima semana cumplirás cien años» se escucha decir en voz baja. Guarda silencio y hace algún esfuerzo por arreglar el cuarto. Toma el cojín del lado izquierdo de la cama, lo observa por un momento y lo deja en la silla al lado de la puerta. Dobla su pijama y se va. Parece llorar. Sus palabras me hacen recordar mi cumpleaños número doce, momento en el cual, según la costumbre de la época, ya podía usar pantalón largo, lo que indicaba que me empezarían a ver como un verdadero hombre y participar en el mundo de los adultos y que mis palabras tendrían validez en el mundo de los adultos. Ese día, una gitana me dijo que tendría una larga vida hasta llegar a los noventa años. Y ese presagio quedó marcado en mi mente. Desde ese momento, tuve la certeza que nada malo podría pasar. Hoy tendría que hacerle a la gitana un reclamo. Quisiera verla y decirle que he superado con creces sus expectativas y que falló en sus poderes adivinatorios.

La semana anterior a mis efemérides, aquella mujer había llegado al pueblo junto con un circo itinerante. Decían que venían de España. La verdad nadie les creyó porque tenían el típico acento mexicano. En aquel tiempo, Santa Rita, el lugar en el cual habitaba con mi familia, se parecía a uno de esos pueblos fantasmas, no solo por el abandono de las fachadas de las casas y la plaza, sino porque podía haber días enteros en que no se veía nadie en algunas calles. Era pues un pueblo muy solitario. Cerca de cincuenta familias habitábamos tanto la parte urbana como en los alrededores, especialmente, en las fincas que circundaban aquella aldea metida en un pequeño valle rodeado de montañas. Después del visto bueno del alcalde, el cura y el policía del pueblo, se ubicaron en las afueras, a dos cuadras de la plaza, en el lugar donde acostumbrábamos ir a jugar pelota.

A lo largo de la semana, después de la escuela, siempre iba con Luis Antonio, un amigo a ver los avances. En la mañana del sábado ya se podía ver la carpa instalada. Y aquel mismo día dio inició la promoción de la presentación para las horas de la tarde. Un hombre grande, obeso, vestido de payaso, con cierto aire maquiavélico, y por momentos mal encarado, iba por las calles anunciando: «Por primera vez en Santa Rita, un gran espectáculo nunca antes visto, el Circo de los Hermanos Pérez» ―seguido de toda una retahíla que prometía trapecistas, animales que nunca vimos, y una gran diversión.

Casi a escondidas, después de medio día, me puse el pantalón largo de drill, color café y una camisa de manga corta blanca que mis padres habían encargado a la ciudad. Al observarme, sentía que era un hombre y estaba orgulloso. Salí de casa con un poco de temor, porque mi padre había dicho que no nos llevaría, que debíamos terminar las tareas de la escuela o ayudarlo en la construcción de los cuartos que habíamos empezado hacía cinco meses en la parte de trasera de la casa, quitándole espacio, tanto a las gallinas del patio como a los menguados recursos familiares. Fui hasta la casa del primo quien había prometido acompañarme. Mi madre estaría toda la tarde donde las vecinas y mi padre en la plaza del pueblo bebiendo como le gustaba hacerlo sagradamente los sábados. Tímidamente, llegamos al circo y nos pusimos a curiosear. De pronto aparece una anciana que sale de una carpa. Me observa con atención, creo que tendría quizás más años de los que me apresto a cumplir porque se veía con todas las arrugas imaginables en su rostro. Camina hacia nosotros. Tenía un chal de colores vivos y un viejo vestido gris cuyo largo alcanzaba un poco más abajo de la rodilla. Al llegar frente a mí observa con atención mis ojos como si estuviera buscando algo. Sin permiso toma mis manos que ya empezaban a tener callos por el trabajo y las contempla con curiosidad. Sentí sus manos secas y ásperas, llenas de pecas y con un aspecto similar a las hojas de papel envejecidas al contacto. «Sufrirás mucho», empezó a decir al observar mis manos ante sus ojos. Miré a mi primo de reojo, quizás buscando apoyo, pero él tenía la mirada fija en mis manos embobado por la presencia y las palabras de la gitana. De pronto, luego de un silencio que se hacía demasiado largo, levanta nuevamente su mirada. Entonces puedo ver sus ojos verdes que irradiaban una mirada profunda. Creí que aquella mujer observaba mi propia alma y sentí verdadero temor. «Pero al final» ―agregó con una sonrisa un poco picará, quizás tratando de rebajar el tono trascendental de sus palabras― «serás feliz y tendrás la recompensa de una larga vida. Llegarás a los noventa años».

En mi familia, yo he sido junto a mi padre uno de los más longevos. El murió a los ciento cinco años de edad. En el hogar fui el menor de trece hermanos, nueve hombres y cuatro mujeres. A todos me correspondió enterrarlos, menos a Ernesto. Algunos a pocas horas de haber nacido. Entonces nos apresurábamos a bautizarlos para evitar que fueran a dar al limbo como se nos enseñaba en la misa de los domingos. Otros murieron al llegar a la adolescencia. Ernesto, quien era cinco años mayor que yo se marchó pronto de casa. Más bien se fugó apenas tuvo los medios para valerse por sí mismo. Yo traté de emularlo, pero no pude. Mi voluntad llegó hasta el pueblo vecino cuando fui consciente que no tenía dinero para seguir el viaje. Envié un mensaje a la casa para que mi padre viniera por mí. Al regresar, el viejo casi me revienta a correazos. Como resultado no me quedó otra que ser un buen hijo.

Pasado el tiempo, sentía que mi vida no avanzaba. Un sábado cualquiera, el único día en que la plaza del pueblo hervía de vida, en medio de esa rutina asfixiante que me torturaba luchando con mis dos hermanos menores que apenas sobrevivían junto a mis padres para salir adelante, encontré al amor de mi vida. Era una época en la que todo el que pudiera hacer algo por sus propios medios, aportaba a la casa. Yo cargaba mercados y mis hermanos ayudaban en la sacristía los domingos cuando su salud se los permitía. De igual manera, algunos fines de semana iba a cuidar ganado o ayudar a ordeñar vacas en las montañas. Me las arreglé para quedarme en el parque eludiendo la obligación de cuidar el ganado de una finca vecina donde vivimos un tiempo mientras mi padre se emborrachaba. Pregunté su nombre. «Lucía» me dicen. Sentí que aquella hermosa chica de ojos expresivos y un cuerpo delgado era un ángel enviado a mi vida para salvarme. Después de dudar mucho, al fin pude hablarle. Ella siempre ha dicho que aquella vez al presentarme no entendió nada pues apenas balbuceaba, pero algo en mí le pareció simpático. Era tres años menor que yo y había llegado al pueblo con su familia de Medellín a probar fortuna cuando el pueblo había empezado a crecer y despertar interés para personas de otros lugares. Como consecuencia, poco a poco la vida en Santa Rita empezó a perder ese aspecto fantasmal que le era tan característica.

Con Lucía la cuestión fue definitiva. O me iba a vivir con ella, bien sea casados o en unión libre, o me arriesga a quedar atrapado en aquel pueblo. Allí las cosas poco avanzaban. Creo que incluso diez años atrás el circo llegó por accidente, quizás se habían perdido en los caminos de la región. Juntos parecíamos estar condenados a la fatalidad hasta que decidimos marcharnos. Ensayamos vida en Medellín, Cartago y Manizales, ciudades que prometían un futuro y finalmente llegamos acá. Y mientras tanto, Dios empezó a concedernos hijos, uno tras otro. Pero mi mujer, cuando llegamos al quinto retoño, dijo de manera vehemente que los servicios quedaban cerrados, que no podíamos seguir teniendo hijos si no les podíamos garantizar condiciones de vida adecuadas. A partir de ese momento entendí lo que significaba una familia. Aquella idea que cada hijo llega con el pan debajo del brazo no era viable. Desde ese día decidí que las cosas tendrían que cambiar. Además, cada que teníamos una discusión, amenazaba con irse para donde sus padres, la casa familiar, lugar del cual jamás debió salir con un muerto de hambre. Y entonces, me comprometí a trabajar y cree una empresa en la cual me encerré veinticuatro horas para garantizar un nivel de vida adecuado a la familia. Y he de reconocer, ese esfuerzo valió la pena y del mismo modo he de señalar que la empresa ha sido exitosa y hoy es dirigida por mi nieto Rodrigo, el hijo de José Carlos.

Mis adorados hijos pronto hicieron lo que debían hacer, coger camino. Muchas veces reclamaron por mis continuas ausencias. Y a pesar de esto nunca nos olvidaron. Fue un tiempo difícil, cruzado por la escasez. Fue un periodo en el cual no podíamos darnos un gusto. Mi mujer debía estar en casa al cuidado de los niños, entre tanto, yo solo tenía como opción trabajar. Así, al llegar a los noventa años, vivíamos en una casa grande, cerca de la plaza, lejos de aquellos lugares tenebrosos a los que se refería Antonia, la hija menor, objeto de todos nuestros mimos y afectos, como el hueco, nuestra antigua vivienda familiar estaba ubicada prácticamente al final de una calle oscura por la que siempre teníamos que subir para salir a cumplir nuestra vida diaria en la ciudad.

El día del cumpleaños noventa tuve una urgencia médica. Me llevaron al hospital con un dolor en el pecho que no me dejaba respirar. Toda mi vida fluyó en aquel momento. Estuve en compañía de la familia. Algunos vinieron incluso del exterior. Estuvieron acompañando a Lucía. Creo que me alegró volverlos a ver. La mayoría lloraba, pero trataba de controlar sus lágrimas. Se acercaban y me expresaban lo que nunca habían dicho, que me amaban, que me querían, que todo iba a estar bien. Desde aquel día, aunque perdí un tiempo la conciencia de las cosas, los recuerdos borrosos de la mente se hicieron cada vez más claros. Incluso puedo recordar una cantidad de cosas que en la casa han olvidado.

Al final la gitana había dicho que todo iba a ser posible. He sido feliz. A veces Lucía no me habla durante días. Llora y suplica perdón. Quizás su ceguera ha ido aumentando lo que ha hecho de la vida de los dos una situación desesperante. Del mismo modo, he llegado a gritar a Lucía en mi propio dolor. La casa ya es muy grande para los dos. Estamos muy solos. En ocasiones van los nietos. Felipe Andrés, el hijo de Mauricia, mi otra hija, es un niño hermoso. Tiene doce años, la misma edad de cuando recibí el mensaje que marcó mi destino. Habla mucho conmigo. Yo le cuento mi historia y él escribe atentamente en un cuaderno todo aquello. Pero su mamá no le cree cuando lee acerca de nuestras conversaciones. Dice que son inventos y terminaron por no volver a dejarlo ir a la casa de los abuelos. Lo único que sé es que mi historia no se va a perder. Se encuentra en las mejores manos, un hombre que es inteligente, estudioso, algo callado, pero un ser hermoso.

Pasados unos días, hay una misa en casa para celebrar mis cien años. Casi toda la familia está allí. Desde mi silla preferida los puedo ver. El sacerdote una vez termina la eucaristía empieza a hacer oraciones para difuntos. Todos responden. Lucía llora. Se la llevan del cuarto. No sé qué pasa. El sacerdote pide que me marche en paz. Pero ¿por qué me tengo que ir, si aquí estoy bien? ¿Y a dónde voy a ir?, me escucho decirle a Felipe Andrés. De pronto, empiezan a sacar las cosas del cuarto. La ropa, la cama, los nocheros. Hay olor a gasolina. Veo a Ernesto tal y como lo recordaba cuando se fue de casa a sus veinte años. Me dice que me debo ir con él, que me esperan y que si me quedo seré un fantasma más en esa casa. «Lucía está enferma» —agrega― «no la dejas descansar con tus continuos reproches. Además, todos creen que Felipe Andrés está loco, ya lo tienen asistiendo al psicólogo».

Entonces, empecé a comprender y logré decirle a Felipe Andrés que hace diez años tal como lo había previsto la gitana había muerto en el hospital. Y que estos diez años fueron una resistencia, que había quedado anclado en el deseo, un solo deseo, el deseo de vida y ese deseo de vivir no permitía que me liberará y dejará libre a la mujer que amé, que me dio todo, pero que ahora atormentaba.

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