viernes, 17 de abril de 2020

Que me lo diga ella


Antonio Sardina Cecine 



Se encontraba solo en el jardín, como la mayor parte del tiempo que estaba en su casa, aunque esta era una afirmación que le costaba mucho aceptar, pues nunca sintió esa casa suya en realidad.

La mayor parte del tiempo de su corta vida (once años) vivió en internados en Estados Unidos de donde acababa de llegar para pasar sus vacaciones de verano y a donde tendría que regresar para terminar la primaria. De su casa recordaba estar solo en su cuarto jugando y cuando el tiempo era bueno, salir al jardín, solo, cuidado siempre por la nana en turno.

Su recuerdo en ese momento estaba lleno de su madre, la pensaba siempre guapa y cariñosa con él, pero con una mirada extraña y esquiva que a él le parecía triste sin entender por qué. La amaba sobre todas las cosas y sufrió cuando lo separaron de ella para enviarlo al internado. Lo único que lo consolaba era llegar a verla y volver a aspirar ese perfume único de flores frescas que lo llenaba al abrazarla.

Y ahora le decían que ella no lo amaba, que se había ido sin querer verlo más. Había explotado su mundo llenándolo de un vacío en el estómago y unas ganas inmensas de llorar.

Sabía que eso no era posible, cómo podría ella haberse ido dejando a su hermanita de tres años y a él, cómo podía no quererlos. Sabía que ella sí lo amaba, de seguro era otra mentira de su padre, frío y cruel como siempre, pero si fuera cierto, quería que se lo dijera ella.

Recordaba cómo el miedo lo llenaba cuando escuchaba la puerta abrirse y reconocía los pasos firmes y cortos de su padre llegando a la casa y esperando que no se acercara a su cuarto, ese miedo que también reconocía en su mamá cuando se levantaba presurosa a alisarse la falda y correr a su encuentro. Recordaba a veces el encierro de los dos en la biblioteca o en la recámara principal, los gritos de su padre y los sollozos de ella; y a veces también escuchaba los golpes, veía las huellas rojas en la cara y el evidente llanto reprimido al preguntarle:

–Mami, ¿qué paso, te pegó?

Ella siempre sonreía.

–¿Cómo crees? Me pegué con algo, solo estábamos discutiendo, pero nada importante.

Luis hacía como que le creía porque también había sentido esa misma pena de decir la verdad cuando le pegaba, conocía esa sensación de que tal vez él había tenido la culpa.

Tenía muy claro el recuerdo del verano anterior, cuando la vio muy diferente, con la mirada brillante y aquel aroma a flores frescas distinto, más intenso y con elementos adicionales que no había reconocido, tal vez más cítricos y ella misma más dulce y platicadora, inclusive con su padre en la comida familiar y después sola con don Mariano, el abogado de la familia que iba muy seguido. Con él tomaba café, platicaba y reía en la biblioteca. Él, en ese tiempo, había sido muy feliz, el mejor verano que había tenido desde que fue al internado, sintiendo el amor de su madre más intenso y total que nunca. Por eso no pudo creer que se fuera así.

La casa de su padre era muy grande, seis sirvientes se hacían cargo de ella, y de él se encargaba su nana, que en este verano no estaba, tampoco sabía por qué. Estaba en el barrio de San Ángel. Luis conocía bien el rumbo por acompañar a los sirvientes y a veces a su madre al jardín de San Jacinto o a la iglesia y al mercado, lugar al que adoraba ir porque le fascinaban los colores, olores y sabores de las frutas, flores y comida que se mezclaban en un revoltijo organizado en cada puesto.

Tenía muy presente esa ocasión este último verano, cuando salió con su madre y don Mariano escuchando música, platicando y riendo de todo y nada, jugando a repetir los nombres de las calles tanto en la que transitaban como las que cruzaban, un paseo maravilloso, aunque lo hayan dejado esperando en el auto cuando se bajaron en un edificio y regresaron pasado mucho tiempo, su madre con un semblante extraño y feliz, aunque en el camino de regreso no platicaron mucho.

Al llegar ese pensamiento no lo dudó y aprovechando que ningún sirviente estaba cerca, se enfiló a la puerta del jardín y salió a la calle de Reina, desde donde caminó hasta la avenida de los Insurgentes y subió a un camión por segunda vez en su vida, inspirado por una ansiedad que lo llenaba y un coraje contra su madre, su padre y su vida. ¡Que me lo diga ella!

Supo a la perfección dónde bajarse, estaba seguro que era ahí, caminó una cuadra hacia la derecha adentrándose en la colonia del Valle y dio vuelta a la izquierda hasta que reconoció el edificio.

Tocó el timbre de la portería y por el interfono les dijo que por favor le abrieran:

–Soy el nuevo inquilino y vengo de la escuela, no me sé mi departamento todavía.

La portera contestó:

–Sí claro, el del cuatro, pasa, hijo, si no ha llegado tu madre vienes a la portería y la esperas –sonó el tono de abrir y empujó la puerta, subió al primer piso y llamó al departamento cuatro.

María Aurelia abrió y lo vio, y sintió como nunca antes el dolor y la vergüenza.

Lo abrazó y lloró… y lloraron.

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