viernes, 12 de agosto de 2022

Fiebre de sábado por la noche

Roberto Murcia


Corrían los años setenta. Recién se había presentado en las salas de cine la película Fiebre de sábado por la noche, que impulsó la música disco, convirtiéndola en un fenómeno sociocultural que incluía una variedad de pasos de baile y una forma particular de vestir.  Alex, cuando estaba en su habitación, disfrutaba oyendo rock y baladas románticas, aunque en casa se escuchaba de preferencia música clásica, algo por completo comprensible pues su madre, Casandra Fiori, era cantante profesional de ópera. Él la acompañaba con frecuencia a sus presentaciones, las cuales observaba extasiado. Le agradaba la reacción del público que aplaudía de pie, de manera entusiasta, por lo que se debía abrir el telón una y otra vez para corresponder a los aplausos incesantes, hasta que la concurrencia se daba por complacida. Luego salían a los pasillos del teatro comentando cuánto habían disfrutado la velada.

En sus inicios, después de graduarse del conservatorio, ella interpretó papeles secundarios en obras de bajo perfil, que le ayudaron a sortear los años de escasez económica, pero sin un ingreso estable, por lo que se vio obligada a recurrir a trabajos accesorios. En más de una ocasión la excitación nerviosa la traicionó y su canto se vio afectado, algo que mejoró con la asiduidad. Su suerte cambió cuando Andreas Berg, el director de la ópera estatal, acudió a una presentación y le ofreció el rol protagónico en la próxima obra a estrenarse en esa ciudad, Fidelio de Beethoven. Tuvo una participación exitosa y recibió excelentes críticas de la prensa especializada. Así que con el paso del tiempo había solidificado un nombre en el difícil campo del arte. Su modelo a seguir, por quien sentía extrema admiración, era María Callas, «La Divina». Al igual que la diva, Casandra poseía un amplio registro vocal, por lo que le era dado representar papeles de la tesitura soprano ligera, dramática e incluso mezzosoprano.

Alex nació como producto de una relación ocasional que tuvo con un hombre casado y con hijos, quien además le llevaba veinte años. No fue nada importante, un error de juventud. No volvió a verlo ni lo deseaba, él tampoco la buscó. Al enterarse de que estaba embarazada se alejó sin decir adiós ni volver a ver atrás. Para ella era mejor así, criaría a su hijo sola, no tendría que darle cuentas a nadie de sus decisiones ni pelear por una pensión alimenticia. Por fortuna, cuando el bebé vino al mundo, ya contaba con un ingreso adecuado.

En esa época el nombre de Casandra Fiori gozaba de reconocimiento en el ambiente artístico nacional e internacional, un logro ganado a pulso, o, mejor dicho, a voz, con años de esfuerzo y trabajo, cual debe hacerlo una verdadera artista. Poseía carisma escénico, dramatismo y cualidades vocales innegables. Al igual que otras artistas de alta performance, tenía una personalidad histriónica e impulsiva. Si bien sus exabruptos eran efímeros, así como llegaban se iban, rápido y sin dejar huella. Al mismo tiempo, era muy emocional y se conmovía con facilidad. Su presencia se hacía notar en cualquier lugar al que iba y vestía de manera un tanto extravagante. Sus relaciones de pareja no eran duraderas, pues demandaba mucha atención y se enojaba si no la obtenía.

Alex creció en ese ambiente tras bastidores en el que se crea la magia del espectáculo. Sabía de memoria muchos pasajes de las óperas en que aparecía su madre, no obstante, cada vez que las presenciaba aprendía algo nuevo, un gesto sutil, matices inesperados, pequeños errores. Ella complacía todos sus caprichos y lo mimaba en exceso; sin embargo, al enojarse podía ser muy grosera. Después se arrepentía y le pedía que la disculpara. En uno de esos arrebatos le gritó: «No sé por qué no te aborté como me aconsejaron cuando salí embarazada de ti».

En el teatro de la ópera, Alex, se trasportaba durante unas horas al mundo mágico de los sueños, donde no experimentaba las presiones sociales.

Esa noche su madre al llegar a casa le confió algo que había temido:

―Hola, Alex, tenemos que hablar. Conocí a un hombre. Es una buena persona…

―¿Otra vez, mamá? ¿Ya olvidaste lo que pasó con tu último novio?

―Esta vez todo será distinto, estoy segura. ¡No me voy a pasar toda la vida en soledad! ¡No nací para quedarme a vestir santos! —manifestó alzando la voz.

―A veces es mejor estar solo que mal acompañado.

―¡Eres un egoísta! —dijo con gesto de disgusto—. ¡Alex!, ¡Alex! —En ese momento él se había retirado hacia su habitación.

Para el chico esa era una mala noticia. Desde pequeño fue muy celoso con su progenitora y no deseaba compartirla con nadie, por lo que saboteaba los intentos de esta por establecer relaciones sentimentales. Ella tuvo algunas en el pasado y todas habían finalizado mal. Comenzaba con un enamoramiento en que todo era color rosa, perfecto, luego pasaba a escenas de celos, discordia e incluso agresiones físicas, al final la aventura terminaba cuando el novio, cansado de esa situación, se marchaba. Ella lloraba, caía en depresión, con frecuencia durante esos conflictivos noviazgos, amenazaba con apresurar su muerte y en más de una oportunidad lo intentó, ingiriendo sedantes con ese propósito, por lo que terminó en el hospital. A su manager le fue difícil mantener las circunstancias de sus hospitalizaciones en secreto, ya que la información, de alguna manera, se filtró a la prensa. Se aclaró mediante comunicados oficiales, en cada acontecimiento, que había sido hospitalizada por inconvenientes de salud, sin especificar la razón. Surgieron especulaciones en los medios, algunos afirmaron que su vida corría peligro; hasta se habló de problemas con las drogas, extremo que fue negado por su representante con prontitud. Lo bueno es que la publicidad resultó beneficiosa a pesar del escándalo y sus presentaciones posteriores fueron exitosas, con llenos en cada función. Nadie parecía querer recordar los incidentes.

Esa noche llegó el admirador de su mamá, Alberto Saravia, era de mediana estatura, delgado, sin ser flaco; con cabello oscuro y grandes entradas en la frente que le daban un aire intelectual. Asistía de forma asidua a las presentaciones de Casandra y se hizo notar entre la multitud por sus envíos de enormes ramos florales. Ella le permitió visitarla en su camerino en agradecimiento por los detalles y al verse por primera vez, surgió una atracción mutua instantánea. Llevaban saliendo por más de un mes. Al llegar Alberto, Alex no ocultó su desagrado, se negó a saludarlo y se comportó de manera malcriada con el propósito de ahuyentarlo. Sin embargo, este no mostró que eso le afectara. Su madre lo recriminó por el comportamiento impertinente exhibido ante el invitado y le pidió que se retirara, por lo que Alex se marchó frustrado a su habitación al ver que la estrategia no dio resultado. Más temprano había recibido una llamada de su compañero de estudios, Leo, para invitarlo a que asistieran a una fiesta en casa de Gina, una amiga común. Quedaron de verse cerca de su casa, ya que eran vecinos.

Alex salió sin que nadie lo notara, cuando Casandra se encontraba en su dormitorio con Alberto. Sabía que Leo lo esperaba junto con un conocido llamado Edie. Este último aprendió a conducir el automóvil de su padre y lo tomaba prestado sin su consentimiento. Alex era el más pequeño de los tres, aunque Leo le llevaba tan solo un año, era mucho más alto y mostraba cambios físicos propios de la pubertad que lo hacían parecer mayor; él, en cambio, aún conservaba su apariencia infantil. El tercer joven tenía dieciocho, de constitución alta y musculosa, tez morena, quijada grande y cuadrada, poblada de vellos negros de tres días. Su desarrollo físico era el de un adulto. La casa no quedaba lejos y fueron caminando. El auto estaba aparcado en el lugar habitual. «Vamos, ―dijo Edie―. Ahora es el momento. Mi papá está fuera de servicio. Siempre que bebe se queda dormido y ni un terremoto lo despierta». Él había conseguido la llave que su progenitor dejaba sobre una repisa en la puerta de entrada. Se dirigieron sin hacer ruido hacia donde los guiaba. Sacó del carro un depósito plástico con capacidad para varios litros, una pequeña manguera y los llevó con dirección a otro vehículo, situado más abajo, explicándoles que debían ordeñarlo. Mostrando la habilidad que solo podía darle la experiencia, quitó el tapón del tanque, introdujo el tubo y succionó con su boca por un extremo hasta que la gasolina comenzó a transferirse al recipiente. Escupió líquido que penetró en su interior al realizar la maniobra, mientras un gesto de disgusto se dibujaba en su rostro, «¡Uugh, puta, qué feo sabe!». Cuando hubo suficiente, colocó de nuevo la tapadera como si nada hubiera pasado e hizo el procedimiento inverso para trasladar el carburante a su coche. Según les dijo, de esa manera su papá no repararía en la reducción en el nivel de combustible.

La casa de Gina era una espaciosa vivienda antigua de estilo español en la cual ofrecía frecuentes reuniones a las que asistían jóvenes de edad escolar. Estaba ubicada en el centro de la ciudad, un área muy concurrida, ideal para ese tipo de actividades. Casi todas las rutas de buses pasaban cerca, por lo que se podía acceder desde cualquier barrio. El regreso era otra historia, se requería de un auto a fin de retornar a sus hogares en la madrugada. La mayoría asistía, si bien no siempre deseaban aceptarlo, con el propósito de encontrar pareja, lo que en términos prácticos significaba besarse con alguna chica o chico, según fuera el caso, y de ser posible, establecer una relación de noviazgo. Muchos coleccionistas solo buscaban besar una nueva en cada velada, después se jactaban con sus amigos sobre cuantas mujeres habían rebanado. Ellos consideraban que ese era un signo de hombría que indicaba cuan machos eran.

Cuando llegaron a la fiesta, los invitados bailaban en la penumbra que brindaba un poco de intimidad. Ya que la mayoría no tenía edad para asistir a bares, colocaron luces de colores que creaban la ilusión de estar en una discoteca. Los visitantes se ubicaban alrededor de la sala, que funcionaba como pista de baile improvisada, o en el patio de la casa, donde podían fumar. Algunos cargaban botellas de bebidas alcohólicas que mezclaban con las sodas que proporcionaban los anfitriones. Un poco de alcohol, el lubricante social ideal, no caía mal, siempre que no bebieran en exceso, lo que adolescentes inexpertos con frecuencia no lograban controlar.

Durante un largo tiempo sonaban varias canciones disco en las cuales cada pareja mostraba sus habilidades para los elaborados bailes que incluían pasos sofisticados, giros tomados de las manos y un derroche de saltos. Cuando los asistentes estaban cansados y el ambiente era propicio, seguía una tanda de baladas románticas, de tempo lento, para bailar pegado. Eso les daba la oportunidad de abrazarse y, en muchos casos, besarse. La música y el efecto mágico que se desprendía de su melodía y ritmo los trasportaba hacia otro lugar en el que los sueños se hacían realidad, aunque fuera por un rato.

Los mejores bailarines llamaban la atención y eran solicitados por las asistentes. Ejercían un poder magnético sobre el sexo opuesto que los demás envidiaban, emanaban seguridad y daban de que hablar en las conversaciones femeninas. Alex los miraba con un sentimiento de envidia, pues pensaba que él no era uno de ellos y nunca lo sería. Se sentía incómodo ya que, si bien deseaba tener novia, se le dificultaba aproximarse a las jovencitas y hablarles —estudiaba en un colegio exclusivo para varones dirigido por sacerdotes, en consecuencia, no estaba habituado al contacto con ellas—, así que las observaba sin atreverse a entablar conversación. En su mayoría las chicas eran más altas que él. Con frecuencia, estas preferían a los que mostraban un desarrollo físico de apariencia adulta y no a los de aspecto infantil, como era su caso.  Leo lo animó para que sacara a bailar a una solitaria chica ubicada al fondo que parecía una víctima propicia. «¿Miras esa que está sola? Ve y sácala a bailar». l lo hizo para demostrarle que no tenía temor de acercarse a ellas —lo cual era falso—, sin embargo, esta lo rechazó, así que regresó con el rabo entre las piernas. Leo ligó con una y se encontraba bailando muy animado con ella, tocándola cada vez que se presentaba la oportunidad, de manera que aparentara ser accidental.

Edie, quien, aunque no quisiera aceptarlo, carecía de habilidad para el baile y eso lo hacía sentirse inferior, había salido al patio a fumar. Discutió con uno de los invitados y amenazaban con irse a los golpes. Ambos salieron al escuchar el bullicio y apoyaron a su amigo en la riña que parecía el inicio de una batalla entre bandos, por lo que la dueña de la casa les exigió a los involucrados que abandonaran la residencia en diferentes momentos a fin de evitar un enfrentamiento.

Una vez en el exterior, los del grupo opositor se marcharon en un auto, animados por sus amigos, y Edie, al advertir que no tenían perspectivas de volver a la fiesta, sugirió que compraran algo para beber. Él era el único con edad para adquirir bebidas alcohólicas. Les solicitó sus respectivas aportaciones y se dirigieron a un supermercado donde él compró una botella de ron. En las afueras del establecimiento, Edie extrajo el licor de la bolsa plástica y dijo: «Ahora vamos a beber por turnos». Destapó el envase, lo empinó sin ceremonia y empezó a tragar directamente de este. El vidrio trasparente permitía observar las burbujas que subían por el fluido marrón, al mismo tiempo que su manzana de Adán se movía de arriba hacia abajo con ritmo constante. Luego se la pasó a Leo y Alex, quienes hicieron lo propio. Este último nunca había bebido de esa forma, solo lo hacía si su progenitora le daba a probar cerveza o vino. Recordó cuando ella le manifestó que consideró abortarlo y pensó que quizá sería mejor no haber nacido. Se imaginó en el vientre de su madre donde nada podía alcanzarlo y de pronto lo arrancaban de allí. Apuró el trago y sintió como el líquido le quemaba la garganta, pero no quiso dar muestras de debilidad e hizo lo que juzgó haría un hombre maduro en su lugar. A continuación, dieron otra ronda, y otra más, hasta que se terminó. Poco después, reían y gritaban a todo pulmón.

Un vecino se asomó a la ventana en el segundo piso de un edificio y gritó:

—¡Dejen de hacer ruido!

—¡Vete al diablo, cara de culo! —respondió Leo, envalentonado por el alcohol.

—¡Cállense o llamaré a la policía!

—¡Nos iremos cuando queramos! ¡Tú no nos mandas, hijo de puta! —espetó Edie.

De todos modos, se marcharon. Mientras caminaban por una callejuela desierta, Leo se detuvo ante un auto que estaba aparcado a la orilla de la calle.

—¡Hey!, reconozco este carro por las calcomanías en el vidrio trasero. Es de un tipo que me cae mal. ¿Por qué no le hacemos un cariñito? —expresó Leo haciéndoles un guiño con el ojo—. Tenga el placer de ser el primero, camarada Edie —continuó, haciéndole una venia, con un giro de la mano e inclinando la cabeza y el tronco, a la usanza antigua.

—Claro que sí, camarada. Gracias por su gentileza —respondió Edie, devolviéndole el gesto con su mano, y a continuación le lanzó una patada al retrovisor, quebrándolo en el acto.

Leo reía de placer y comenzó a rallarlo con el borde de una lata que encontró en un basurero. Al terminar, se detuvo a contemplarlo.

—El trabajo está hecho, muchachos. ¡Una obra de arte! —concluyó Leo, que observaba el resultado—. Vámonos ahora antes de que nos vean.

Mientras tanto, Alex, quien después de lanzar una patada al otro retrovisor trastabilló y cayó al suelo, se esforzaba por levantarse.

—Parece que el camarada Alex necesita de nuestra ayuda —dijo Leo, al tiempo que lo tomaba por el brazo y lo ayudaba a incorporarse.

Hacía mucho viento como presagio de tormenta. Recorrieron las calles desiertas, tenuemente iluminadas, hasta que llegaron a una plaza peatonal a la que confluían varias vías en la que estaban ubicados bares, cafeterías y restaurantes. Allí, grupos de jóvenes entraban, salían de los establecimientos o permanecían fuera. Un olor a asado podía percibirse al pasar frente a un negocio en el que se escuchaba la carne crepitar sobre la parrilla. Un muchacho alto, delgado, que estaba acompañado por dos más, se dirigió a Edie, quien fumaba un cigarrillo:

—¡Oye!, ¿tienes un cigarrillo que me regales?

—Sí, tengo, pero son para mis amigos, no para regalarle a los perros.

—¡¿A quién llamaste perro, hijo de puta?! —respondió, mientras se acercaba y levantaba los puños. Edie hizo lo mismo y quedaron frente a frente. Un hombre corpulento sentenció: «¡Que nadie se meta!». Pronto, los demás concurrentes en la plaza los rodearon con el propósito de observar la pelea. Ambos estaban parados en guardia de boxeo, circulando alrededor del espacio libre sin decidirse a atacar. El primero en soltar un golpe fue el alto, un bolado de derecha que Edie esquivó con un movimiento de cabeza y luego le propinó una patada al abdomen que lo envió al piso. Aprovechando la oportunidad, Edie se montó sobre su pecho y empezó a golpearlo en el rostro a discreción. Los compañeros del desafortunado, al verlo en desventaja, se lo quitaron de encima, sin que Leo, quien intentó impedir que los separaran, pudiera evitarlo. Cuando se levantó, de su boca y nariz manaba sangre que se extendió por la camisa. Un rictus de rabia se dibujó en su semblante y sacó una navaja del bolsillo con la que lanzaba navajazos que Edie esquivaba moviéndose en dirección opuesta. Muchos gritaban y la algarabía se escuchaba a lo lejos. De repente, apareció la policía y todos corrieron en diferentes direcciones.

Edie y Leo huyeron con rapidez, Alex, en cambio, no acertó a seguirles el paso y los perdió de vista. Siguió por una avenida solitaria que conducía al lado de un río, volteó hacia atrás y pudo verificar que no lo seguían. Entonces se dio cuenta de que se había extraviado, pues no conocía esa área. Caminó por largo rato hasta que por fin encontró la ubicación donde habían estacionado el auto y comprobó que sus amigos y el vehículo ya no se encontraban allí. Continuó por varias cuadras más y llegó a la base de un puente, sintiéndose cansado, se sentó. Los faroles eran los únicos testigos mudos que lo contemplaban.

No sabía dónde estaba ni qué rumbo tomar. Comenzó a llover, su piel se erizaba y lamentó no haber llevado un abrigo consigo antes de dejar su casa. Pocos carros circulaban a esa hora, algunos pasajeros lo observaban con curiosidad. Un auto se detuvo junto a él, el conductor bajó la ventanilla y le preguntó:

—Hola, ¿qué haces allí? ¿Te puedo ayudar en algo?

—Estoy perdido. Andaba con unos amigos, pero me dejaron abandonado.

—¿Dónde vives?

—En residencial del Llano, calle Magnolia.

—Sube, yo te llevaré a tu casa. La mía queda en el camino.

Se subió al carro a la par del conductor. Este no debía tener más de treinta, la cabeza con calvicie incipiente. Durante el trayecto le manifestó que era estudiante de medicina y que estaba por terminar su último año de la carrera.

El auto se detuvo y el individuo le dijo: «Este es mi apartamento, tengo algo que hacer, no tardaré mucho. Bájate un momento». Cuando hubieron bajado, lo introdujo a una sala pequeña que olía a moho en la que había dos sillas y un sofá. Le pidió que se sentara y le ofreció un vaso con refresco. Luego sacó un puro de mariguana de su bolsillo, lo encendió, le dio una chupada e invitó a Alex a probarlo. Este hizo lo mismo, y de nuevo, hasta que terminaron. El tufillo característico del cannabis permeaba el ambiente a medida que el humo se esparcía por el aire. Pronto tenía la sensación de encontrarse dentro de una nube. Miraba el rostro de su interlocutor como si se tratara de un alienígena que gesticulaba al hablar, pero al cual no escuchaba, su cara se le antojaba extraña a la luz de la lámpara. Se sintió mareado, débil, no estaba seguro de donde se encontraba en ese instante, ni cómo llegó allí. Perdió la noción del tiempo y le parecía que habían transcurrido horas en lugar de minutos. Un sudor frío recorrió su cuerpo y la desesperación hizo presa de él, pues no lograba evitar lo que experimentaba.

Al observar que su interlocutor no estaba bien, el extraño le expresó: «Si quieres puedes descansar en mi dormitorio, ven», mientras tomaba al jovencito por el brazo, lo dirigió a su habitación y lo acostó en la cama. Encendió una lámpara de noche ubicada al lado de la cabecera, cuya mortecina luz se esparcía por la estancia a través de la pantalla, formando un cono de luz en la parte superior. Le dijo: «Ponte cómodo, te aflojaré el cinturón». Hizo lo que había dicho, le desabotonó la camisa y le acarició el pecho y los pezones.

Al acostarse, a Alex le pareció que todo daba vueltas a su alrededor como si estuviera en una feria, montado en la rueda de Chicago. Realizó el ademán de levantarse y expulsó sobre el hombre un chorro de vómito que así mismo se esparció por el lecho. El tipo se incorporó, se miró los brazos y cuerpo embadurnado de escoria y con expresión de asco gritó: «¡Cabrón, mira lo que has hecho!». Alex se sentó en el borde del colchón y continuó arrojando sin parar. La indumentaria que reposaba en una silla y los libros de medicina ubicados en un pequeño librero también fueron alcanzados. El anfitrión al ver el desastre chilló: «Sal de aquí de inmediato». Lo tomó por las axilas, lo condujo hacia la puerta y lo lanzó a la calle, de manera que terminó encima del piso y continúo expulsando el contenido de su estómago hasta que saboreó el gusto amargo de la bilis. Luego se paró con dificultad, caminó en zigzag por unos metros, cayó dentro de un agujero que había en la vía y perdió el conocimiento. Caía una fuerte tormenta en ese instante.

Horas después, se despertó. No llovía, estaba empapado, sin embargo, no sentía frío. Salió del sitio en que se hallaba y deambuló de forma maquinal, sin rumbo, por callejuelas interminables. Escuchaba el sonido que producían cada una de sus pisadas sobre las baldosas húmedas y los charcos ocasionales. El viento azotaba su rostro, tornándolo insensible cual si fuera una máscara.  Se desplazaba como sonámbulo y todo le parecía irreal. Continuó andando sin descanso hasta que encontró un sitio conocido, por lo que comprendió que se encontraba cerca de casa. El tiempo transcurrido le pareció eterno.

Al llegar a la residencia, su madre lo esperaba en la entrada de la casa, al verse, se abrazaron sin decir nada. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Permanecieron así por largo rato.

Casandra se percató de la ausencia de Alex al ir a su dormitorio con el propósito de constatar si dormía y al darse cuenta de que no era así, llamó a sus amigos para consultarles si lo habían visto esa noche. Después de múltiples intentos, alguien le informó que acudió con Leo y Edie a una fiesta, luego salieron y no se supo más de ellos. Al comunicarse con la familia de Leo, el único al que conocía, se enteró de que este y Edie se encontraban en la comisaría, pues el primero no tenía licencia de conducir y manejando ebrio chocó el carro de su papá contra otro auto, dándose a la fuga, y una patrulla los detuvo. Visitó la estación de policía junto con Alberto, los oficiales les confirmaron que Alex no estaba con sus compañeros en el momento de la detención, aunque salió con ellos, se separaron, por lo que se desconocía su paradero. Visitaron varios hospitales en su busca, pero no lo encontraron.

Casandra colapsó emocionalmente y comenzó a actuar de manera errática, amenazando con suicidarse si algo le pasaba a Alex, por lo que le dieron un ansiolítico. Cuando se calmó un poco Alberto la dejó al cuidado de la empleada doméstica, pues debía atender una pista que señalaba que se encontró el cadáver de un joven dentro de una hondonada en las afueras de la ciudad —no se lo mencionó a ella por cuanto temía que, en caso de tratarse de Alex, esto sería demasiado para Casandra— y decidió ir solo.

Más tarde llegó Alberto. La empleada le abrió la puerta. Sin esperar que esta hablara, le confió en voz baja:

—Mira, ha ocurrido una desgracia. El cuerpo encontrado podría ser el de Alex. Me dijeron que Casandra debe ir a reconocer los restos. ¡No sé qué hacer! ¡¿Cómo decírselo?! —Ella lo miró horrorizada y respondió.

—La señora se fue a acostar después de que usted partió y no ha salido desde entonces.

Entraron en la habitación. Casandra reposaba sobre la cama. Él se aproximó con cuidado y vio que en su mano izquierda sostenía un bote de somníferos vacío. Ella ya no respiraba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario