martes, 13 de diciembre de 2022

¿Han visto mis lentes?

Érika L. Ramírez Levín


La mujer, con los ojos desorbitados, llevó el cuchillo hacia su cuello y se desplomó. El hombre brincó de su silla, rodeó la isla de la cocina y se perdió de vista al agacharse para levantarla, pero solo logró apoyarse sobre las rodillas y acomodarla en sus muslos. Sus hijos lo siguieron asustados y, al verlos, liberaron un grito ahogado. 

—¡¿Qué esperas Daniel?! ¡Pide una ambulancia! —vociferó el padre cubierto con el fluido rojizo y viscoso que emanaba de su esposa—. Aguanta, ya viene la ayuda —se dirigió hacia la mujer agónica que, boqueando, luchaba por respirar.

La hija se arrojó junto a ellos e hincada lloraba y repetía sin cesar: «Mamita, perdóname, no quería gritarte así de feo», poseída por un intenso remordimiento. En un acto impulsivo estiró el brazo para remover el cuchillo ensangrentado de la mano de su madre, pero el esposo la despertó de su sopor con un bramido:

—¡No! ¡No lo toques! ¿Quieres que te inculpen?

Fue como si el tiempo se hubiera detenido y nadie supiera qué hacer o cómo reaccionar. El mundo tedioso y rutinario que conocían, ese que la mujer moribunda balanceaba sola, se derrumbaba frente a ellos. 

«¡Cuánto misterio!», pensaba divertida Cecilia una hora antes. En uno más de sus intentos por suavizar su existencia, imaginaba que estaba en una de esas películas de suspenso donde el protagonista aparecía a través de la niebla densa, solo que ella entraba al pequeño cuarto de baño inundado por el vapor y calor pegajoso del ambiente. Su visión se empañó y su temperatura se incrementó en un santiamén.

—Gordo, ¿has visto mis lentes? —preguntó distraída a su esposo—. No los encuentro.  

Camuflado con la bruma cálida y espesa, un hombre robusto de cabello negro pasaba la hoja de afeitar por su gran mejilla derecha retirando con sumo cuidado la espuma blanca que le cubría la mitad de la cara. Cecilia removió las cosas de encima del lavabo, buscó en el armario junto a la regadera y en los estantes sobre el excusado. «¿Dónde los dejé… dónde?», cavilaba mientras salía de ahí y regresaba a la habitación aún oscura.

Abrió y cerró los cajones de la cómoda, de las mesitas de noche, del clóset. Nada. ¡Qué exasperación! Estaba segura de haberlos visto hace poco… ¡¿en dónde?! El saco negro de su esposo se encontraba tirado al borde de la cama; sacudió irritada la cabeza. «¡Ay este señor! Llega tardísimo y avienta todo», dijo agachándose molesta: «¿¡Es tan difícil ponerlo en la ropa sucia?!». Al levantarlo, una ligera brisa le golpeó el olfato cuando percibió un aroma delicado, distinto, mezclado con la loción que Tiburcio acostumbraba usar para el trabajo. «¿A qué… huele?». Acercó la solapa a su cara para aspirar con fuerza. «¿Será una nueva versión de la marca?». 

Dio un gran brinco cuando la puerta del baño se abrió y su marido salió con el torso velludo al descubierto y una toalla rodeándolo de cintura para abajo detenida por el voluminoso vientre que colgaba bajo el pecho.

—Oye, tu saco huele raro —comenzó a decir con voz suave.

—Está sucio —la frenó de modo cortante—. Mándalo a la tintorería con lo demás —ordenó Tiburcio sin inmutarse. 

—Tampoco me tienes que hablar así —espetó la esposa entre dientes.

Sin embargo, el aroma se le quedó impregnado en la memoria como una pieza de rompecabezas por colocar. Seguía aferrada al atuendo forzándose a recordar si distinguía esa esencia de algún otro lado cuando vio el reloj.

«¡Qué tarde es!», chilló desconcertada y, en un repentino impulso cargado de adrenalina, aventó hecha bola la prenda al cesto del clóset. «Si a él no le importa su ropa, a mí menos». Alejó de sí misma la sutil culpa que experimentó y salió apresurada del dormitorio.

«¿Dónde habré dejado mis lentes?». En un acto reflejo volteó a verse las manos vacías: esa impresión de estar buscando algo que acababa de ver o que podría traer encima, la torturaba. Las pantuflas impacientes se arrastraron por el piso hasta llegar a la habitación de su hijo. Un ligero olor a humo provenía de la base de la puerta. Intentó abrirla, pero estaba cerrada por dentro. Tocó suave con los nudillos y acercó la boca a la madera como si hubiera un micrófono integrado.

—Daniel... ¿está todo bien? Ábreme por favor —musitó. No hubo contestación.

—¿Hijo? ¿Estás quemando algo? —Se talló la nariz para alejar el tufo—. Vas a llegar tarde —continuó con tono dócil, pero algo llamó su atención y pegó el oído a la puerta—. ¿Hay… alguien ahí contigo?

Un par de risas seguidas de varios «shhh» rompieron el silencio forzado en el interior.

—¡Quiero dormir! —al fin gritó el chico.

—No te vayas a lastimar, el fuego es peligroso —dijo preocupada.

—Neto madre, ¡déjame en paz! —gritó sin un ápice de consideración hacia la mujer al otro lado del umbral.

—Ya, ya, ¡qué genio! Ah, oye, ¿has visto mis lentes? —concluyó despegándose despacio.

Esperó unos segundos sin obtener respuesta. Consternada, continuó su camino por el pasillo apretando, sin notarlo, los puños. Una súbita sensación de vacío se apoderó de la calma a la que intentaba aferrarse. Algo se le estaba escapando, pero ¿qué? Esta maldita idea la seguía molestando.  Levantó y movió los adornos que vestían los muebles; recorrió hacia adelante los marcos con fotografías en las repisas. Incluso prendió la luz para asegurarse de no perder detalle, mas no tuvo éxito. No obstante, mientras buscaba, se quedó con la vista perdida y una enorme sonrisa la pilló al ver los retratos de dos bebés riendo a carcajadas manchados de pies a cabeza con su primera papilla. Sus dedos dejaron de presionar sus palmas. «¿En qué momento pasó tanto tiempo?», rumiaba alejándose por un instante de su realidad.

Notó que, en la superficie junto al segundo portarretratos, sobresalía una mancha redonda de una tonalidad más tenue que el resto del brillo de la mesa. «¿No tenía yo ahí un adorno de plata?», se distrajo queriendo reconstruir en su mente lo que estaba antes dispuesto en esa zona. En el afán por encontrar sus anteojos, ella misma desordenó las cosas y concluyó que quizá, sin darse cuenta, había movido el adorno a otra mesa. «Tengo que decirle a María que limpie mejor el polvo», cerró y apretó los ojos en un ademán de memorizar lo que acababa de decir. «Van varios adornos que muevo y no sé dónde los dejo, ¡como mis lentes! ¡Qué estúpida!», se increpó golpeándose las sienes con los puños nuevamente apretados. 

Siguió avanzando hasta la cuarta recámara al final del pasillo, junto al otro baño de la casa.

—¿Hija? ¿Ya te despertaste? —preguntó una vez que giró el picaporte, mas igual que con el anterior, se topó con que estaba asegurado por dentro. Del otro lado brotaban sollozos y su angustia se agudizó—. ¿Estás bien Camila?

—¡Lárgate, no te incumbe! —respondió la joven con un alarido doloroso.

—¿Cómo no me va a incumbir si soy tu mamá? —gimió Cecilia con el corazón oprimido—. ¿Por qué lloras?

—¿¡Qué parte de «lárgate» no entiendes!?—se desgañitó al soltar un berrido lastimoso.

—Cami, ¿de pura casualidad sabes dónde dejé mis lentes? —un rugido agudo la interrumpió—. ¡Dios! ¡¿Qué les pasa hoy a todos?!

En vista de sus fracasos matutinos, prosiguió su camino hacia la cocina desviando la mirada a cada paso que daba, buscando. Su pecho se agitaba al ritmo de su frustración. «¿Por qué me gritan así?». Puso a trabajar la cafetera, partió unas naranjas y llenó tres vasos con su jugo. Prendió la estufa y acomodó la sartén más grande en la lumbre a la vez que vertía un poco de aceite en su interior. Abrió el refrigerador y sacó los huevos y el jamón, sin perder la oportunidad de revisar las alacenas, los cajones o las superficies de los muebles por si sus gafas aparecían. 

Apenas el chisporroteo del jamón al tocar la paila caliente rasgó el sosiego del entorno, el aroma inusual que percibió en el cuarto de su hijo volvió a su mente. «Olía como a… ¿una planta quemándose?»; de inmediato se trasladó a su juventud, cuando Tiburcio y ella retozaban en un campo alejado del pueblo, besándose y acariciándose sobre el pasto otoñal y crujiente de hojas secas bajo sus cuerpos semidesnudos. Jadeando de satisfacción, él encendió un cigarro y varias cenizas alcanzaron algunas hojas que comenzaron a arder. Se le erizó la piel tan solo de rememorarlo. Meneó la cabeza para rechazar esa visión. Su inquietud retornó con sus hijos. ¿Y esa voz? Él no tiene tele dentro, ¿estaría escuchando la radio? ¿Y por qué lloraba Camila? ¡Ay no! ¿Reprobaría alguna materia? Voy a preguntarle si quiere que la ayude a estudiar, se propuso. ¿Qué tanto habrían podido evolucionar las matemáticas o el análisis semántico de las oraciones? 

Luego recordó la fragancia del saco de su esposo, tan inusual, aunque de algún modo, conocida. De forma abrupta la imagen de una cena a la que lo acompañó varios años atrás la sorprendió. Iba colgada de su brazo, orgullosa y elegante. Saludaron al jefe de la empresa, a sus compañeros de oficina, a… la… secretaria… su perfume… Como si la hubieran soltado sobre un precipicio, se quedó sin aire y su interior se tambaleó con una intensidad que la asustó.

—¡Imbécil! —gritó Camila al tiempo que Daniel la empujaba hacia el interior de la cocina. El estrépito de la puerta al azotarse disolvió de tajo los pensamientos de Cecilia.

Los tres integrantes, de mala gana y sin mirarse entre ellos, se acomodaron en el desayunador. Cecilia, temblorosa, distribuyó los vasos con los jugos, le sirvió una taza de café a su esposo y repartió los platos frente a cada uno. Nadie levantó la vista ni se oyó algún agradecimiento a pesar de quedarse parada frente a ellos un momento. 

En automático, con paso firme, regresó a la barra y agarró un cuchillo. Comenzó a cortar la fruta absorta en su mundo agonizante y ávido de respuestas, golpeando la tabla de picar con tanto vigor que parecía querer desmenuzar todos los pensamientos que se batían en su mente. La sandía y el melón se convirtieron en un puré jugoso< mientras en su cabeza los retazos acumulados se repetían una y otra vez sin tregua: el saco, el humo, el llanto, el aroma… los lentes. Su respiración se aceleraba al compás de su creciente turbación. Sentía que la respuesta era obvia, como si la tuviera en la punta de la lengua y le quemara las entrañas escupirla sin lograrlo.

Luego de unos minutos, preguntó con tono seco y algo brusco:

—¿Han visto mis lentes?

Empapados de incredulidad, de impaciencia, de una rabia que se había acumulado por años de secretos y mentiras, levantaron la cara y al unísono gritaron:

—¡¡¡Frente a tus ojos!!!

5 comentarios:

  1. Excelente narrativa! Te strapa desde que inicias a leerla! Muy buen manejo de la trama y redacción!

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  2. Gran cuento que absorbe y refleja un día a día muchas veces silencioso y frustrante

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  3. Gran escritora, con gran narrativa! Excelente cuento que te permite adentrarte en la psique del personaje. Más cuentos como este!!!!!

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  4. Este cuento te atrae al primer instante. Aún cuando lo terminas anhelas seguir leyendo. En lo personal, desde los primeros párrafos me causó expectación al no saber que ocurre. ¡Felicidades!

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  5. Que te atrapen a querer seguir leyendo de una historia tan cotidiana, pero tan bien narrada, es un talento extraordinario. Felicidades por escribir de esa manera que el lector no quiere ni voltear a ver dónde dejó su vaso de agua. La historia muy buena, de las miles o millones que suceden a diario y terminan en tragedias o simplemente, es el día a día para la mayoría

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