miércoles, 14 de diciembre de 2022

Durmiente

Cecilia Escobar


Aquella mañana de sol brillante cuando Aurora despertó de su largo sueño, se encontró en una habitación llena de telarañas, olor a gato y polvo acumulado.

Se dio cuenta de inmediato que no podía moverse con facilidad, debido a sus entumecidas extremidades y al hecho de estar casi incrustada en el colchón de paja y lana de su ahora incómoda cama.

Giró la cabeza hacia ambos lados, inspeccionando en silencio la alcoba de grandes ventanas por donde entraba con desvergüenza la luz del mediodía. 

A un costado de la amplia recámara roncaban ruidosamente las hadas gordas y perezosas, que como cada noche se habían emborrachado y jugado al póker. 

Las ancianas benevolentes olvidaron con los años su tarea protectora y se limitaron a holgazanear en el palacio o revolotear por las ciudades recogiendo gatos callejeros o descubriendo nuevos vicios.

En vano esperaron por alguien que con muchos besos, rompiera el encantamiento que pesaba sobre Aurora. Nunca nadie lo intentó, la heredera tuvo siempre mala fama. Con el tiempo la historia se hizo conocida en los reinos más lejanos. 

La decadencia estaba presente en los descoloridos tapices de la pieza, que en su tiempo fueron de valor incalculable. Las hermosas cortinas habían sido desgarradas por los gatos y pendían casi de hilos, otros pedazos yacían en el suelo de alfombras raídas junto a pequeños trozos desprendidos del paramento superior del cuarto, que habían cedido por la filtración del agua de la lluvia, haciéndole perder calidez y confort a la estancia. 

Por esos detalles, la princesa dedujo que había transcurrido mucho tiempo desde que le rogara al hada del bosque, concederle el deseo de dormir profundo hasta que tuviese la mayoría de edad. Aquella visión del lugar no se acercaba ni por asomo a los recuerdos de la infante, causando en ella un sentimiento de melancolía y nostalgia. 

«Algo debió salir mal en el hechizo» pensó Aurora, recordando sus ansias de libertad y lo mucho que la enervaban sus padres. 

«Nunca me casaré ni tendré hijos. Prefiero el abrazo frío de la muerte a la eterna condena de un matrimonio infeliz» —le había dicho alguna vez a su madre. 

Se incorporó muy despacio percibiendo en sus labios aún la humedad de unos besos, sensación que le devolvió su deseo por la vida cotidiana. 

«¿Y si la ninfa Calamidad se equivocó de maleficio?» murmuró pensativa. «Era conocida por ser muy torpe» —agregó con desagrado desperezándose. 

Al poco rato, oyó la voz y enseguida los pasos de alguien subiendo por la escalera de madera que llevaba hasta ella y que ahora crujía con cada movimiento del misterioso visitante. Aurora sintió curiosidad por conocer a su atrevido basoréxico y se quedó observando con atención el último escalón mientras acomodaba su largo cabello alborotado. 

Grande fue su desconcierto al descubrir que su príncipe, era en realidad una princesa andrógina con ojos de cielo y acento francés. Esta avanzaba sonriente hacia ella ofreciéndole una taza con una bebida oscura, caliente y de olor extraordinario. 

«Café» —dijo la chica con picardía. «Una bebida sobrevalorada pero que te hará sentir más viva». 

En la otra mano sujetaba un extraño aparato casi pegado a la oreja, por el cual parecía comunicarse con alguien. 

«Ha despertado con mis besos» ­Exclamó con júbilo. «Se ve hermosa y lozana. Quiero casarme con ella. Por favor traer parte de mis pertenencias al palacio» —Con estas palabras zanjó la conversación, replegó su teléfono y miró fijamente a la perpleja joven que bebía a sorbitos sentada al borde de la cama. 

Turbada por aquel encuentro y la decisión de la muchacha que la tomaba por sorpresa, Aurora huyó despavorida tropezando y cayendo por la escalera con tanta furia, que al final lo único que quedó de ella fue un montículo de huesos secos hechos casi ceniza.

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