jueves, 28 de febrero de 2019

Resistiendo


María Marta Ruiz Díaz


Una nueva discusión. Otra vez gritos, insultos, portazos. ¿Hasta cuándo iba a soportar este trato? ¿Por qué lo estaba haciendo? Me planteaba estas preguntas cada vez que Ernesto entraba en sus crisis nerviosas. Eran espaciadas, pero cuando se presentaban era mejor desaparecer. Yo, como «lo amaba» permanecía a su lado tratando de hacerlo entrar en razón. Consiguiendo como recompensa, moretones y una terrible desolación.

Nuestra relación había comenzado tiempo después de que me separé de Fabián. Con él tuve años de inmensa alegría, hasta que alcanzó excesiva notoriedad en su profesión, un abogado prestigioso experto en defender a criminales de alta alcurnia a través de juicios que le dejaban fortunas. Siempre triunfaba, no puedo quitarle el mérito, pero se fue convirtiendo poco a poco en un ser tan creído que era imposible mantener una conversación con él. Sus ausencias de casa se acentuaban, varias veces volvía destilando alcohol, claro, festejando sus logros, me decía. Una noche me cansé de esperarlo, armé mis valijas y me fui para nunca más volver. No hizo ningún escándalo, vino a Tribunales, firmó el acta de divorcio y me deseó suerte. Veinte años a su lado para terminar así… por lo menos me dio dos hijos, Virginia y Tomás, mis ángeles custodios, mi vida entera. Ellos tampoco sufrieron la separación, nunca tuvieron una real presencia paterna, acostumbraban a ver en su estudio jurídico fotos y fotos de asesinos, ladrones, drogadictos, sin entender cómo su padre se esmeraba tanto en defenderlos, mientras ellos, sus hijos, no figuraban en ningún marco, ni contaban con la presencia de su padre cuando realmente lo necesitaban, porque siempre estaba apurado, ocupado, complicado, y qué sé yo cuantos verbos más usaba para excusarse ante ellos.

Virginia tenía veintitrés años cuando conocí a Ernesto, Tomás solo once. Se los compró enseguida. Pasaban mucho tiempo juntos, los ayudó con sus estudios y siempre estaba atento a ver si necesitaban algo, parecían hijos de él. Hasta que, pasados cinco años, se desató la primera discusión familiar cuando Tomy regresó borracho a casa. A esa altura vivíamos solo los tres, porque Virginia ya estaba casada compartiendo un pequeño dúplex con su marido. Cuando Ernesto vio en las condiciones en que se encontraba Tomás, lo agarró muy fuerte del brazo, lo empujó contra una pared y comenzó a gritarle e insultarlo de una manera que nunca olvidaré. Tuve que interceder, él no era su padre. Así que intenté calmarlo. Lo único que conseguí fue un cachetazo. A partir de esa vez nada fue igual. Mi vida poco a poco se fue convirtiendo en un martirio. Los pocos buenos momentos se nublaban en mi mente cuando volvía el maltrato. Día a día yo continuaba ahí, esperando que todo cambiara, como si la vida no me hubiera enseñado lo suficiente, sumisa, complaciente, intentando no generar nuevos altercados. Por otro lado Tomy, cada vez que llegaba a casa después de una salida nocturna, tenía que saludar a Ernesto, dejar que lo oliera y le controlara el horario; si todo estaba bien, se iba a dormir, si no venían los retos, las recriminaciones, los golpes… Y yo, consentía todo, sentía que ya no tenía fuerzas para enfrentarlo, ni siquiera para defender a mi hijo.

Cuando me recostaba por las noches al lado de ese personaje que hoy me parece un desconocido y que con tanto amor había recibido en mi lecho pensaba en cuáles serían los motivos que a mis casi cincuenta años hacían que me siguiera equivocando con los hombres que elegía para compartir mi vida. Soy actriz, divertida, me encanta la comedia, algo petiza y rellenita, con buenos rasgos heredados de mi padre. Mi madre tenía la misma pasión y por muchos años representó a un personaje que era una viejita graciosa, con la que hizo reír a infinidad de gente. Cuando ella se enfermó, compartir su agonía incrementó mis problemas con Ernesto. Me dediqué con alma y vida a cuidarla, a acompañarla, a sostenerla hasta su lecho de muerte. El día que partió, me juré seguir representando su papel y así lo venía haciendo hasta hoy. Mucha gente en mi ciudad la conocía y, por ende, me conocen a mí. Trabajo en la universidad nacional como profesora de teatro, soy comediante en fiestas y reuniones, y tengo unas cuantas cosas más que entretienen mi vida, pero no logro superar su ausencia, y ya pasaron más de dos años…

Mi hija también heredó nuestra pasión por la actuación, y se dedicó a eso desde que terminó su escuela. Actualmente también enseña, no a futuros profesores de teatro como yo, sino para los que desean simplemente aprender a actuar. Su figura, alta, delgada y bien proporcionada (herencia de su padre) le dan un toque de distinción especial en el escenario. Su pelo rubio y rojo teñido revuelto en rulos y sus ojos grises (eso debe de venir de algún abuelo) brillan con luz propia. Se ve poco con Fabián, diría que casi nada, capaz para los cumpleaños de ambos. A pesar de que a Ernesto lo adoraba, después de los últimos episodios que Tomás y yo le íbamos contando, lo único que me pedía era que lo sacara de mi vida.

Tomy había logrado terminar el colegio y decidió estudiar agronomía. Se anotó en la universidad nacional e ingresó sin problemas. Él es todo un personaje, un auténtico bohemio. Lleva la música en el alma, siempre anda acompañado de su guitarra, y si otro instrumento llega a sus manos aprende a tocarlo en poco tiempo. Su pelo corto, rubio y alborotado, como lo usan los jóvenes de ahora, le da un aspecto más infantil y cuesta creer que ya tiene dieciocho años. Además, siempre anda de musculosa, bermudas y ojotas o zapatillas. Parece desaliñado, pero contrariamente a su apariencia, es un chico muy ordenado y prolijo en sus cosas. Posee una dulzura increíble y es muy dócil. Para él Ernesto se había convertido en un ser detestable, casi no cruzaban palabras ni miradas. Convivir los tres era cada vez más difícil y yo seguía sin juntar las fuerzas necesarias para decirle a ese hombre que se marchara. ¿A qué le tenía miedo? No era ni demasiado alto, ni muy morrudo. Su pelo renegrido y el ceño fruncido eran lo único que le daba a su rostro una expresión de maldad. Tenía mucha fuerza porque desde chico había practicado artes marciales. Y un deporte que debería haber templado su personalidad, pareciera que le dio poderes de grandeza. Sus golpes eran precisos y secos. Dolían varios días. Jamás nos pidió perdón. Nunca explicó el porqué de su cambio tan brusco, era como si siempre hubiera sido así. Si le hablaba de un psicólogo me insultaba, si le sugería ir al médico se ponía como loco. Era imposible calmarlo cuando le daban sus ataques. El resto del tiempo se mantenía distante, pensativo, altanero. Mi miedo no era físico, una se va acostumbrando a soportarlo, sino psíquico, no podía dejarlo, inconscientemente me tenía atrapada.

Un día, aprovechando su buen ánimo lo invité a tomar un café. Necesitaba salir, airearme un poco. Había sido un sábado lluvioso y el domingo prometía perdonarnos un poco la caída de tanta agua. Estábamos sentados en una mesa frente al vidrio del fondo de la cafetería que daba a un jardín lleno de flores que regocijaba mi espíritu. Al estar la ventana abierta, podía oler un sinfín de aromas distintos, que, mezclados al olor a tierra húmeda, se tornaban muy delicados.

Al dar vuelta mi mirada hacia la izquierda, pude distinguir que se abría la puerta del lugar y entraba un hombre. Tendría alrededor de cincuenta y pico de años, bajo, panzón, medio calvo, con lentes y una hermosa sonrisa, que atrapó mi atención. Lo seguí visualmente con prudencia, y noté que venía hacia a nuestra mesa. Ernesto, que estaba a mi derecha mirando hacia el frente, parecía ensimismado en sus pensamientos, como la mayor parte de las veces.

El desconocido se acercaba cada vez más, para mi sorpresa y gratificación, hasta que en un momento inesperado escuchamos que decía: «¿Ernesto?». Mi pareja levantó la mirada y se puso de pie de un brinco.

―¡Osvaldo! ―exclamó con alegría―, ¡qué linda sorpresa!

―Ja, ja, ja, qué casualidad encontrarte. ¿Cómo estás, viejo?

―Bien por suerte, te presento a Luciana, con ella estamos compartiendo la vida hace varios años.

―Encantando, señora, soy Osvaldo, amigo de la infancia de Ernesto ―respondió mientras me extendía su brazo para saludarme.

Cuando nuestras manos se juntaron, sentí un pequeño escalofrío, lo miré a los ojos y vi la mirada más dulce que jamás hubiera notado en nadie. Ellos siguieron conversando por un buen rato, hasta que al despedirse querían dejarse los números telefónicos. Como Ernesto había olvidado su celular en casa me pidió que le pasara mi número a su amigo. Así lo hice, luego él me llamó para confirmarlo y su número quedó registrado también en mi teléfono. No demoré en sumarlo a los contactos y asignarle su nombre.

El tiempo pasó, la relación con Ernesto se hizo insoportable. Junté coraje y lo dejé. No fue nada fácil, amenazas, gritos, nuevos golpes… Por primera vez mi hijo intervino, se puso frente a él, tapándome con su cuerpo y me defendió de tal manera que mi corazón rebasaba de gozo pese al momento de tensión que estábamos viviendo. No sé qué de todo lo que le dijo Tomy lo hizo reaccionar, pero sin pronunciar más palabras, fue al cuarto preparó sus cosas y se marchó. Hasta hoy no supe más de él. Después de todo lo pasado, yo quedé anímicamente destruida.

Quizás por eso un día me sentía tan sola que comencé a buscar entre mis contactos a quién podría invitar para que me hiciera compañía. Y de pronto entre la lista apareció el nombre de Osvaldo. Mi dedo se paralizó. Sin dudarlo, entré en WhatsApp y le envié el siguiente mensaje: «¿Me perdonás si te cuento que tu amigo no estuvo haciendo bien las cosas?».

La respuesta no se hizo esperar: «Hola, Luciana, lo conozco desde siempre y sé muy bien de quién estamos hablando, sus dos personalidades, sus agresiones sin motivo y paralelamente su amistad o amor incondicional».

A partir de ese momento me abrió una puerta que aproveché inmediatamente, se convirtió en mi confidente, en mi amigo. Estaba radicado en Canadá, por lo que todo era a través de internet, hasta que me avisó que había llegado el momento de volver a su ciudad natal, que lo esperara en unos días.

Por entonces, Tomy había decidido abandonar la carrera de Agronomía y estudiar Medicina, por lo que se inscribió nuevamente en esa otra facultad y se puso a estudiar para el examen de ingreso. Él estaba encantado de verme más animada y feliz. Conocía a Osvaldo solo por fotos, pero por lo que yo le contaba fue asimilándolo como buena persona. Nada peor podría pasar que la experiencia anterior. Por lo menos eso suponíamos.

Tal como me dijo, pasados tres días se presentó en mi casa, nos dimos un abrazo interminable, teñido de magia. Durante más de un mes nos estuvimos conociendo más profundamente encontrando infinidad de coincidencias en gustos y forma de ver la vida. De a poco la amistad se fue convirtiendo en algo mayor, hasta que nos encontró uniendo nuestros cuerpos y almas en un hotel sencillo cercano a casa, donde descubrí por primera vez un amor maduro, verdadero, libre, increíble. Si hasta ese día mi cielo era gris, a partir de ese momento se convirtió en un espectro azul, lleno de estrellas luminosas, cometas y asteroides girando sin parar y una luna llena, brillante y sonriente, acompañando con su luz tanta belleza emocional.

Fui feliz esa noche y soy feliz hoy. Voy en avión rumbo a Canadá. No me fue difícil desligarme de mis tareas de la universidad. Simplemente renuncié. Mis otras tareas como las manejaba de forma independiente no fueron mayor obstáculo. Tomás, mi tan amado hijo, apostó por mí, y viaja a mi lado. En ese país no es fácil conseguir entrar a una universidad, igualmente está decidido a hacer el intento, y si lo logra, quedará junto a nosotros estudiando medicina. Mi hija queda acá, está esperando un bebé y vive muy feliz junto a su esposo.

La vida es un desafío permanente. Osvaldo me ayudó a entenderla. Por eso acá estoy, rumbo a un país desconocido, apostando todo por un hombre que conocí no hace mucho, pero que me hizo descubrir el valor de cada día. Hoy tomé esta decisión por mí. No sé si es el camino correcto. ¿Quién puede saberlo? En lo profundo de mi ser siento que este comienzo de una nueva vida me dará esa ansiada paz que tanto estuve buscando. Mi cuerpo ya no tiene magulladuras, mi espíritu por fin es libre, voy a disfrutar con alegría, hasta que el destino me vuelva a presentar una nueva encrucijada. Ojalá falte mucho para eso.

Me acabo de despertar, estoy en mi cuarto con Ernesto al lado. Me miro el brazo izquierdo y está lleno de moretones. Suena el despertador, no entiendo nada. Sacudo mi cabeza y me levanto. Voy al cuarto de Tomy. Ahí está, rodeado de libros de medicina, al parecer se quedó dormido estudiando para su ingreso. Ernesto me llama para contarme algo. Deja el celular sobre su mesa de luz y veo en su cara un gesto de sorpresa y dolor.

―¿Te acordás de mi amigo Osvaldo que nos saludó aquella vez en la confitería?

―Sí, el que vive en Canadá.

―Él precisamente… Me acaban de avisar que, viniendo para acá, los agarró una tormenta eléctrica y su avión ¡cayó al mar! ¡No lo puedo creer! Prendé la tele, veamos las noticias.

Caigo en la cama y creo que quedaré allí para siempre…

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