Adrián González
Sentado frente a un espejo
enmarcado con luces, Renato se dispone a maquillar cuidadosamente su rostro a
fin de cubrir esas arrugas a ambos lados de los ojos y suavizar las bolsas
debajo de ellos. «No hay mucho que hacer con los cachetes mofletudos, colgados,
al igual que la papada», observa. Su mirada colmada de hastío, los hombros caídos
y una frente cada día más amplia, denotan una edad de la que él nunca ha estado
cierto. Al observarse a sí mismo, en su memoria aparece aquel viejo indigente y
borrachín, que conoció bajo un puente aquella noche de lluvia cuando él,
adolescente aún, vagaba por las calles buscando refugio. «Solo me falta la
barba sucia», cavila, y parpadea sacudiendo ligeramente la cabeza como para
evitar posibles conjeturas.
Detrás de él, entre penumbras, Silvia
lo observa con complacencia a través del espejo; ciertamente lo sigue amando. Su
cabello asoma canas; siempre flacucha, ahora se ha encorvado, aunque es un
hecho que su postura cambió desde que él cojea. «Lo hace intencionalmente, como
para seguirme el paso», especula en sus pensamientos. —Sus miradas se cruzan, no
requieren hablar para comunicarse—. Renato toma una almohadilla para cubrirse
de polvo blanco la cara y el cuello; continúa con la sombra en los ojos, parece
sencillo, pero en realidad requiere de mucha precisión, deben estar afinadamente
simétricos para dar profundidad a la mirada, pero sin que esta cause temor;
pasa a delinear los labios con un lápiz rojo para que parezcan mas delgados,
prolongando los extremos hacia abajo a fin de simular desconsuelo. —Alza la
vista y Silvia ya no está ahí, a sus espaldas solo hay oscuridad—. «La nariz»,
recuerda, y saca de un cajón la pintura roja, ya no usa la de bola, un
triangulo de esquinas redondeadas que inicia justo abajo del tabique —roto
desde que se dedicó al boxeo— hasta cubrir sus fosas nasales, es suficiente;
tampoco aquella peluca anaranjada, en cambio enfunda su cabeza con una gorra plástica,
blanca y ajustable que lo hace parecer calvo. Los detalles son importantes:
acercándose al espejo retoca la cara, el cuello, las orejas y la cabeza con la gorra,
pues deben quedar perfectamente blancas y de apariencia natural; el resultado…,
«un verdadero fantasma —concluye al observarse—, son muchas las veces que así
me siento». Por último, una lágrima roja sobre los pómulos bajo cada ojo. «¿Por
qué se fue Silvia? —Se pregunta en voz alta—. Necesito que me ayude a ponerme
el traje», e inicia a meter con dificultad brazos y piernas —una rodilla no
logra doblarse— en el disfraz blanco de payaso, que más bien pareciera un gran
piyama de bebé; la colocación de los zapatos le hace refunfuñar. De vuelta
frente al espejo coloca sobre su cabeza un sombrero negro de copa alta
absurdamente pequeño, que lo hace ver ridículamente pueril.
Cuando por fin sale al escenario,
lo hace con calma, su representación ha de transmitir cierta parquedad en su
paso, lento, mesurado, fingiendo una discapacidad que en realidad sí padece y dando
tiempo a los aplausos del público antes de iniciar su acto. Ya no es aquel
joven que hacía malabares con agilidad e ingenio causando risas hilarantes y
festivas, su actuación se ha vuelto una poética expresión silenciosa de
emociones encontradas donde la gente, a través de su mímica, pasa de la risa
sutil al llanto disimulado —nadie se atreve a emitir sonido alguno durante su acto—,
sus cejas se alzan o su mandíbula cae de vez en vez por los destellos de
lucidez en la narrativa fingida pero, tan real, que la audiencia entera se
siente identificada y a la vez descubierta, expuesta.
No hay escenografía, Renato se
mueve —aparentemente con torpeza, pero en realidad cuidando hasta el último
detalle ensayado— entre la oscuridad y trémulos juegos de luz. Por momentos se
escuchan truenos, lluvia, hojas al viento, el canto de algún pájaro o un tren a
lo lejos, pero de su boca no se escapa nada, «soy un espectro, una aparición», piensa
para sí, completamente inmerso en su papel. Al finalizar, sus oídos son sordos
al estrepitoso aplauso; toda su atención está en Silvia, sentada en primera
fila del teatro mirándolo a los ojos. Detrás de ella, todo son penumbras.
«¡Despierta!», escucha Renato, al
tiempo que recibe un fuerte golpe en la cabeza, que no sabe si es real o parte
de sus sueños. «Dame todo lo que traes. ¡Pero ya!», vuelve a oír los gritos.
Tratando de reaccionar abre los ojos, al tiempo que lleva su mano a la cabeza
como reacción al golpe y observa con dificultad entre la oscuridad, a un hombre
mal encarado vociferando frente a él, mientras apunta una pistola hacia su
frente. Más como reacción que habiéndolo decidido, agarra el cañón del arma con
la misma mano que se había llevado a la cabeza y el forcejeo comienza. Un
disparo retumba ensordeciendo el oído de Renato por el que pasa rozando y rompiendo
la ventanilla tras de él. La gente grita. Desde su asiento en ese autobús
Renato jala con fuerza al hombre y ahora lo tiene encima, ambos se golpean con
la mano que tienen libre. La joven sentada en el asiento trasero sale al
pasillo ante el riesgo de resultar herida. Renato tira puñetazos con todas sus
fuerzas y golpea con su cabeza el rostro del agresor, pero su posición es
incómoda, sus golpes no tienen el impacto deseado, su pierna rígida le impide
moverse con destreza. Otro disparo. Los pasajeros corren desesperados tropezándose
entre ellos para salir del autobús que ahora se ha detenido en medio de la
carretera. Por fin alguien golpea al hombre por la espalda una y otra vez hasta
que este desfallece. Cuando Renato logra quitárselo de encima y se levanta, observa
el tacón puntiagudo de una zapatilla de mujer clavado en la nuca del asaltante y
a la joven del asiento trasero con mirada impávida, parada ante él con un pie
descalzo.
—¡Mira lo que has provocado! —grita
desde el frente el chofer, mientras se aproxima por el pasillo.
—¿Qué? —pregunta confundido
Renato, al ver al hombre vociferar pues, aturdido por los disparos, no escucha
nada.
—Simplemente le debías entregar
lo que trajeras —le increpa nuevamente, el chofer—. ¿Es que nunca te han
asaltado?, en estas carreteras es común. Ahora vas a responder a los federales
por… —voltea a mirar a la joven que mató al ladrón—, un muerto.
En ese momento, la oscuridad de
la noche es interrumpida por los destellos intermitentes rojos y azules de una
patrulla de la Policía Federal de Caminos deteniéndose tras el autobús. Los
pasajeros parados junto a la carretera la rodean inmediatamente, todos hablan
al mismo tiempo, tiritan de frío y señalan hacia el interior del autobús.
—¿Qué sucedió? —pregunta el
oficial al chofer al subir al autobús y ver la escena.
—Subió como pasajero; a media
noche se levantó y empezó a asaltar —responde, señalando el cadáver entre los
asientos.
—Y…, ¿quién lo mató? —pregunta
ahora, mirando a la joven.
—Fui yo —responde Renato, aún con
el arma tomada por el cañón en su mano—, cuando forcejeaba vi en el piso esa
zapatilla, la alcancé y se la clavé. Solo me estaba defendiendo —aclara al
oficial, quién lo ignora y voltea a ver de nuevo al chofer.
—«No hagas nada, no te resistas.
Tu vida y la de tus pasajeros está en riesgo…, cuando todo pase, conduce al
poblado más cercano y llama a las autoridades». Esas son mis instrucciones,
pero este hombre —explica el chofer señalando a Renato— provocó todo esto.
Una vez en el puesto de policía a
la entrada de la siguiente ciudad, Renato y la joven descienden esposados del
asiento trasero de la patrulla. Ya en el interior, a él lo sientan en un
pasillo y a ella la conducen a una pequeña oficina; a través del cristal, él
observa cómo la interrogan en tanto vacían sobre un escritorio el contenido de
su maleta y su bolso, dos paquetes pequeños como ladrillos envueltos salen a
relucir. Luego de un rato se escucha el frenar de lo que parecen ser unas
camionetas arribando afuera de las oficinas, seguido de unos portazos y varias
voces. La puerta se abre y entra un hombre de mezclilla y botas, que se dirige directamente
a la oficina pasando de largo frente a Renato, quien observa un arma entre su
cinturón y la espalda; la discusión da inicio, pero el zumbido en su oído no le
permite escuchar lo que dicen. Por fin el hombre sale llevando sujeta del brazo
a la joven y en su otra mano uno de los paquetes; al pasar, renqueando en un
solo tacón, ella lo mira de reojo.
Sin entender lo que está
sucediendo, Renato, aún esposado, es conducido de nuevo a una patrulla por un
par de oficiales.
—¿Por qué cojeas? —le pregunta
uno de ellos, luego de un rato de trayecto sobre la carretera.
—Tuve un accidente.
—¿A dónde te dirigías?
—Quiero llegar a la frontera.
—¿A qué?
—Espero encontrar a mi esposa
—responde—. ¿A dónde me llevan? —pregunta, sin recibir respuesta, en tanto el
que conduce se desvía hacia un camino secundario de terracería.
Dándose cuenta de que algo está
mal, Renato, se acuesta en el asiento y patea con ambas piernas y todas sus
fuerzas el cristal de la portezuela a su lado. Está a punto de amanecer; la
patrulla acelera hacia un desértico paraje y se frena con fuerza tras unos matorrales
secos.
«Eres un vulgar ladrón y asesino
que huyo del camión después de matar a un pasajero que te enfrentó. Tenemos el
arma que abandonaste en el autobús con tus huellas», le dice uno de los
oficiales al abrir la puerta trasera e intentar sacarlo del vehículo, en tanto
Renato trata de impedirlo defendiéndose a patadas recostado en el asiento,
hasta que el otro oficial lo saca por la puerta opuesta con un fuerte jalón de
cabellos. Renato, hincándose en la tierra, voltea en todas direcciones —el sol
en el horizonte lo deslumbra con sus primeros rayos—, se da cuenta de que no
hay a dónde huir, mira a los oficiales, ambos con lentes oscuros y expresión imperturbable,
mismo cuerpo fornido, misma estatura. Una patada en la espalda lo hace yacer en
el suelo seguida inmediatamente por otra en su cara; la sangre brota y salpica la
tierra árida. Patadas y puñetazos se alternan una y otra vez —el amanecer proyecta
largas sombras de los hombres en movimiento sobre el desolado paisaje, al tiempo
que una nube de polvo se levanta y cubre toda la escena—. Renato se revuelca
tras cada golpe, las costillas le punzan y siente que el abdomen le va a
estallar —en su mente aparece el rostro de su esposa—; ambos federales parecen
no cansarse de golpearlo y solo se detienen hasta que él deja de moverse. Sucio
de pies a cabeza, solo la sangre de su rostro se asoma entre la tierra seca y
blancuzca que lo cubre por completo. Dándolo por muerto, los oficiales le
retiran las esposas y lo abandonan, alejándose lentamente en su patrulla.
El polvo en el aire empieza a
descender poco a poco, Renato yace sin conocimiento sobre el desértico terreno,
las horas transcurren y el sol eleva inmisericorde la temperatura. Una iguana
surge de los matorrales, avanza lentamente, se deteniene a su lado por unos segundos
y de repente trepa sobre su cuerpo hasta la cabeza para erguirse estoica hacia
el sol, no hay señal de que él respire, pareciese que la iguana tampoco.
Anochece. «¡Levántate!», escucha Renato
a lo lejos, pero los músculos no responden. Un rato después siente un dolor
intenso. «Si no te levantas, las hormigas te comerán vivo», le exhorta la voz; pero
es imposible, él continua inmóvil. «¡Levántate!», le insta de nuevo la voz.
Abriendo con dificultad un ojo,
Renato ve luz de día y a un niño agachado frente a su cara. «No querrás morir
aquí. ¿O sí? —le dice—. Las hormigas casi han cubierto tu pierna, pronto
estarán sobre todo tu cuerpo». Renato trata de enfocar la cara del niño entre
sus pestañas pegadas por la sangre y la tierra, su respiración es corta y aun
cuando el dolor en su pierna es agudo, es incapaz de moverse. En ese momento,
el niño se levanta de prisa y se aleja un poco para regresar de la mano de una
mujer. Ambos usan ropas humildes y zapatos rotos. Ahora ella también se agacha
frente a él. Renato la reconoce. «Mi madre…, ¿cómo?», se pregunta, dirigiendo
su mirada al niño. «¡Yo!», exclama en su mente. «¿Recuerdas aquella noche
cuando, cansado de correr para escapar de esos niños del barrio, te escondiste
bajo una coladera del drenaje? —pregunta el niño—. Apestaba tanto que sentías
que no podías respirar. Tuviste que permanecer ahí agachado aguantando los
calambres en tus piernas hasta que se cansaron de buscarte y cuando trataste de
salir no te podías mover, como ahora». Renato siente las manos de su madre
sobre sus hombros tratando de darle vuelta en la tierra; al segundo impulso lo
logra. Ahora, de cara al sol, la ve de reojo alejarse hasta una nopalera y
hurgar debajo entre otros cactus; cuando regresa le retira los pantalones y
abre su camisa; pronto siente alivio en su pierna, algo suave y fresco es
untado sobre su piel, ahora el pecho, la frente. «Agua…», escapa de sus labios.
«Esto ayudará más», responde su madre, mientras le da a chupar del trozo
abierto de un cactus. Pronto siente que vuelve a perder el sentido, por más que
lucha no puede mantener los ojos abiertos; pero ahora su cuerpo se reconforta
con la frescura del cactus que su madre desliza sobre su piel, apaciguando al
mismo tiempo el dolor en su pierna.
De pronto, Renato se incorpora y
observa a su alrededor y hacia el cielo, maravillado por los colores brillantes
e intensos de todo lo que le rodea, el cielo ha pasado a ser rosa y la tierra, árida
y seca, ahora es azul. «¡Siempre quise conocer el mar!», exclama en su mente,
al ver el suelo moverse ondulante bajo sus pies. Un soplo de viento color
violeta golpea con fuerza su cara trayendo aromas extraños. Su vista se agudiza
y se nubla; conforme trata de enfocar, piedras y arbustos cambian de forma como
si fuesen elásticos, se estiran y encogen desprendiendo aromas y sonidos
melodiosos. «¿En dónde estoy?», se pregunta, a la vez que trata de dar un paso
al vacío que lo hace caer sumergiéndose en el mar de arena azul, dando
volteretas que lo empapan de sensaciones desconocidas e inexplicables que arrebatan
y confunden sus sentidos. «Nunca había olido los colores —reflexiona—. Tampoco
las cosas habían tenido música propia». Extasiado por su experiencia, siente un
gozo como jamás había creído posible experimentar, toda su piel, ahora
hipersensible, le transmite emociones mezcladas con visiones extrañas, en las
que, de repente… aparece la cabeza de una enorme hormiga acercándose a él,
abriendo sus mandíbulas para devorarlo, mirándolo fijamente a los ojos y
rozando sus antenas sobre su cabeza. La alucinación es terrible, Renato trata
de huir, grita y se revuelca quitándose de encima las antenas con sus brazos,
esquivando las mandíbulas, pero todo parece inútil, la hormiga, completamente
encima de él, sometiéndolo con sus múltiples patas, está a punto de cercenar su
cuello cuando, sin poderse contener empieza a vomitar una y otra vez, arqueando
su vientre en un esfuerzo doloroso por vaciar su estómago.
—Así es con el peyote, unos echan
risotadas y otros gritan con espanto —le dice la mujer a Renato, cuando por fin
se recupera y la mira agachada frente a él.
—¿Qué…?, no entiendo —responde él,
sentado en la tierra.
—Su frente estaba ardiendo, decía
barbaridades —interviene el niño, dándole a beber un trago de agua de una
pequeña garrafa—, pero mi madre sabe curar.
—Aquí está su ropa, le sacudimos
todas las hormigas —vuelve a hablar la mujer, extendiéndoselas con una sonrisa—.
Ya no nos podemos quedar más tiempo; si nos apuramos, podemos alcanzar al grupo
antes de cruzar para el otro lado.
Renato, adolorido y confundido,
trata de seguirle el paso a aquella mujer y su hijo, que se mueven con pericia
saltando piedras y zigzagueando entre los arbustos, volteando hacia todos lados
e internándose en las depresiones de los arroyos secos, por momentos se
detienen y de repente se apuran sin que él entienda del todo su actuar. Él
tropieza, cae, se levanta, jadea, tose, pero ellos no se detienen, ya perdieron
mucho tiempo en salvarle la vida, ahora la de ellos también peligra, el agua no
les durará un día más y él sabe bien que sin ellos no logrará salir de ese
inhóspito valle.
Por la noche suspenden su marcha,
la mujer saca de su morral una tortilla rancia para cada uno y después de
comerla con unos tragos de agua, abraza a su hijo y ambos se quedan dormidos
recargados en una gran piedra. El frío mantiene despierto a Renato, no sabe en
dónde está ni qué día es, todo el cuerpo le duele, su pierna está inflamada por
los piquetes de hormiga, al igual que su rostro por los golpes y siente que
podría tener más de una costilla rota; voltea a ver el cielo despejado y
repleto de estrellas, de la oscuridad a su alrededor, poco a poco y cada vez con
más fuerza, surgen ruidos extraños que lo inquietan. «¿Insectos, reptiles?, seguramente
hay víboras», imagina. Más tarde, la vigilia lo lleva a la introspección,
recordando el sueño que tuvo en el autobús antes de recibir el golpe del
asaltante en la cabeza. «¡Tan real! El sueño de toda mi vida», cavila,
recordando el tiempo que trabajo en aquel circo y más allá, cuando de niño
hacía de payaso en los semáforos. «Nunca había estado tan cerca de la muerte
—piensa—; hasta ahora, en toda mi vida, no he hecho más que sobrevivir»,
recapacita. Voltea a ver a la mujer y su
hijo perdidamente dormidos enredados en el reboso de ella. «Pobres como yo,
pero diferentes, ellos son de campo —infiere al observarlos—, piel oscura pero además
requemada por el sol, sus pies agrietados, su forma de andar y hablar, vienen
del sur, largo camino han recorrido. ¿Por qué se habrán detenido a ayudarme?»,
se pregunta. Muchas historias escuchó de los peligros que corren los que intentan
cruzar la frontera, ahora sin buscarlo, él se encuentra entre ellos. Renato
dormita de cansancio, pero no puede retirar a Silvia de su mente. «Quisiera que
me llevaras a la frontera —pedía— para indagar sobre mi madre. ¡Quizás algún
día regresó a buscarme al orfanato! ¡Quizás dejó alguna dirección, algún dato
para mí!», insistía ella cada vez con más melancolía. Él nunca quiso
desanimarla, pero siempre pensó que sería infructuoso un viaje a buscar a quien
la abandonó a su suerte de niña, para irse a arriesgar todo —incluso su vida—,
para buscar del otro lado al padre de Silvia. «Es inútil —pensaba siempre él—, sobre
todo después de tantos años». Pero ahora que ella lo abandonó, la frontera o,
mejor dicho, esa última ciudad antes de cruzar, es el único lugar que se le
ocurre para buscarla.
Cuando por fin el cansancio lo
vence, Renato se ve a sí mismo en penumbras, subiendo con dificultad las
escaleras del viejo edificio donde habitaba con Silvia. Jadea, tropieza, se
detiene de las paredes y casi gatea en los últimos escalones antes de llegar a
la azotea, donde se ubica su pequeño cuarto. Encuentra la puerta abierta. Un
agudo dolor en su rodilla y otras heridas no lo dejan pensar con claridad,
siente que la cabeza le da vueltas como si aún estuviera en ese auto volcado.
Ha amanecido y sabe que se debe mover con rapidez, sin embargo, todo parece
suceder con lentitud. Al entrar no encuentra a Silvia; revisa a su alrededor
solo para comprobar lo que teme. Se ha ido.
Antes del amanecer los tres emprenden
la marcha a paso acelerado. Apenas empieza a levantar el sol cuando observan a
lo lejos al grupo de migrantes, todos sentados en la tierra frente a unos
hombres armados con tres camionetas tras de ellos. Renato se detiene y se tira
al suelo para tratar de ocultarse tras unas piedras.
—No se esconda, ellos nos dirán
por dónde cruzar. También nos darán agua —le anima el niño con una sonrisa—
solo hay que hacer de mulas.
—¿Cómo? Yo no quiero cruzar —responde
Renato, aún oculto, al no entender lo que el niño dice.
—Si no lo hacemos, entonces sí
nos matan —le aclara con seriedad—. Solo hay que entregar la mochila con mota
del otro lado.
Pero los han visto, una de las camionetas
se aproxima con velocidad hacia ellos. El chofer baja y saca de su espalda una
pistola, Renato se da cuenta de que es el hombre que recogió a la chica del
autobús en la estación de la policía federal; tras él, sentada en la camioneta,
está ella. El hombre inmediatamente apunta a Renato con su arma y engatilla; la
chica baja de la camioneta y le grita que espere. «Si no fuera por él, el
ladrón se hubiera llevado los dos paquetes», le dice, deteniéndolo del brazo.
Ambos proceden a marcharse en la camioneta con la mujer y su hijo en la batea.
Al alejarse, la madre señala algo con el brazo. «¡Hacia allá está el último
pueblo!», grita el niño. Renato los observa entre la polvareda que levantan las
camionetas, cargadas de gente, respira profundo y echa a caminar en la
dirección señalada. «¡Tengo que encontrar a Silvia!», se dice a sí mismo.
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