lunes, 25 de febrero de 2019

El sueño


Adrián González


Sentado frente a un espejo enmarcado con luces, Renato se dispone a maquillar cuidadosamente su rostro a fin de cubrir esas arrugas a ambos lados de los ojos y suavizar las bolsas debajo de ellos. «No hay mucho que hacer con los cachetes mofletudos, colgados, al igual que la papada», observa. Su mirada colmada de hastío, los hombros caídos y una frente cada día más amplia, denotan una edad de la que él nunca ha estado cierto. Al observarse a sí mismo, en su memoria aparece aquel viejo indigente y borrachín, que conoció bajo un puente aquella noche de lluvia cuando él, adolescente aún, vagaba por las calles buscando refugio. «Solo me falta la barba sucia», cavila, y parpadea sacudiendo ligeramente la cabeza como para evitar posibles conjeturas.

Detrás de él, entre penumbras, Silvia lo observa con complacencia a través del espejo; ciertamente lo sigue amando. Su cabello asoma canas; siempre flacucha, ahora se ha encorvado, aunque es un hecho que su postura cambió desde que él cojea. «Lo hace intencionalmente, como para seguirme el paso», especula en sus pensamientos. —Sus miradas se cruzan, no requieren hablar para comunicarse—. Renato toma una almohadilla para cubrirse de polvo blanco la cara y el cuello; continúa con la sombra en los ojos, parece sencillo, pero en realidad requiere de mucha precisión, deben estar afinadamente simétricos para dar profundidad a la mirada, pero sin que esta cause temor; pasa a delinear los labios con un lápiz rojo para que parezcan mas delgados, prolongando los extremos hacia abajo a fin de simular desconsuelo. —Alza la vista y Silvia ya no está ahí, a sus espaldas solo hay oscuridad—. «La nariz», recuerda, y saca de un cajón la pintura roja, ya no usa la de bola, un triangulo de esquinas redondeadas que inicia justo abajo del tabique —roto desde que se dedicó al boxeo— hasta cubrir sus fosas nasales, es suficiente; tampoco aquella peluca anaranjada, en cambio enfunda su cabeza con una gorra plástica, blanca y ajustable que lo hace parecer calvo. Los detalles son importantes: acercándose al espejo retoca la cara, el cuello, las orejas y la cabeza con la gorra, pues deben quedar perfectamente blancas y de apariencia natural; el resultado…, «un verdadero fantasma —concluye al observarse—, son muchas las veces que así me siento». Por último, una lágrima roja sobre los pómulos bajo cada ojo. «¿Por qué se fue Silvia? —Se pregunta en voz alta—. Necesito que me ayude a ponerme el traje», e inicia a meter con dificultad brazos y piernas —una rodilla no logra doblarse— en el disfraz blanco de payaso, que más bien pareciera un gran piyama de bebé; la colocación de los zapatos le hace refunfuñar. De vuelta frente al espejo coloca sobre su cabeza un sombrero negro de copa alta absurdamente pequeño, que lo hace ver ridículamente pueril.

Cuando por fin sale al escenario, lo hace con calma, su representación ha de transmitir cierta parquedad en su paso, lento, mesurado, fingiendo una discapacidad que en realidad sí padece y dando tiempo a los aplausos del público antes de iniciar su acto. Ya no es aquel joven que hacía malabares con agilidad e ingenio causando risas hilarantes y festivas, su actuación se ha vuelto una poética expresión silenciosa de emociones encontradas donde la gente, a través de su mímica, pasa de la risa sutil al llanto disimulado —nadie se atreve a emitir sonido alguno durante su acto—, sus cejas se alzan o su mandíbula cae de vez en vez por los destellos de lucidez en la narrativa fingida pero, tan real, que la audiencia entera se siente identificada y a la vez descubierta, expuesta.
No hay escenografía, Renato se mueve —aparentemente con torpeza, pero en realidad cuidando hasta el último detalle ensayado— entre la oscuridad y trémulos juegos de luz. Por momentos se escuchan truenos, lluvia, hojas al viento, el canto de algún pájaro o un tren a lo lejos, pero de su boca no se escapa nada, «soy un espectro, una aparición», piensa para sí, completamente inmerso en su papel. Al finalizar, sus oídos son sordos al estrepitoso aplauso; toda su atención está en Silvia, sentada en primera fila del teatro mirándolo a los ojos. Detrás de ella, todo son penumbras.

«¡Despierta!», escucha Renato, al tiempo que recibe un fuerte golpe en la cabeza, que no sabe si es real o parte de sus sueños. «Dame todo lo que traes. ¡Pero ya!», vuelve a oír los gritos. Tratando de reaccionar abre los ojos, al tiempo que lleva su mano a la cabeza como reacción al golpe y observa con dificultad entre la oscuridad, a un hombre mal encarado vociferando frente a él, mientras apunta una pistola hacia su frente. Más como reacción que habiéndolo decidido, agarra el cañón del arma con la misma mano que se había llevado a la cabeza y el forcejeo comienza. Un disparo retumba ensordeciendo el oído de Renato por el que pasa rozando y rompiendo la ventanilla tras de él. La gente grita. Desde su asiento en ese autobús Renato jala con fuerza al hombre y ahora lo tiene encima, ambos se golpean con la mano que tienen libre. La joven sentada en el asiento trasero sale al pasillo ante el riesgo de resultar herida. Renato tira puñetazos con todas sus fuerzas y golpea con su cabeza el rostro del agresor, pero su posición es incómoda, sus golpes no tienen el impacto deseado, su pierna rígida le impide moverse con destreza. Otro disparo. Los pasajeros corren desesperados tropezándose entre ellos para salir del autobús que ahora se ha detenido en medio de la carretera. Por fin alguien golpea al hombre por la espalda una y otra vez hasta que este desfallece. Cuando Renato logra quitárselo de encima y se levanta, observa el tacón puntiagudo de una zapatilla de mujer clavado en la nuca del asaltante y a la joven del asiento trasero con mirada impávida, parada ante él con un pie descalzo.

—¡Mira lo que has provocado! —grita desde el frente el chofer, mientras se aproxima por el pasillo.

—¿Qué? —pregunta confundido Renato, al ver al hombre vociferar pues, aturdido por los disparos, no escucha nada.

—Simplemente le debías entregar lo que trajeras —le increpa nuevamente, el chofer—. ¿Es que nunca te han asaltado?, en estas carreteras es común. Ahora vas a responder a los federales por… —voltea a mirar a la joven que mató al ladrón—, un muerto.

En ese momento, la oscuridad de la noche es interrumpida por los destellos intermitentes rojos y azules de una patrulla de la Policía Federal de Caminos deteniéndose tras el autobús. Los pasajeros parados junto a la carretera la rodean inmediatamente, todos hablan al mismo tiempo, tiritan de frío y señalan hacia el interior del autobús.

—¿Qué sucedió? —pregunta el oficial al chofer al subir al autobús y ver la escena.

—Subió como pasajero; a media noche se levantó y empezó a asaltar —responde, señalando el cadáver entre los asientos.

—Y…, ¿quién lo mató? —pregunta ahora, mirando a la joven.

—Fui yo —responde Renato, aún con el arma tomada por el cañón en su mano—, cuando forcejeaba vi en el piso esa zapatilla, la alcancé y se la clavé. Solo me estaba defendiendo —aclara al oficial, quién lo ignora y voltea a ver de nuevo al chofer.

—«No hagas nada, no te resistas. Tu vida y la de tus pasajeros está en riesgo…, cuando todo pase, conduce al poblado más cercano y llama a las autoridades». Esas son mis instrucciones, pero este hombre —explica el chofer señalando a Renato— provocó todo esto.

Una vez en el puesto de policía a la entrada de la siguiente ciudad, Renato y la joven descienden esposados del asiento trasero de la patrulla. Ya en el interior, a él lo sientan en un pasillo y a ella la conducen a una pequeña oficina; a través del cristal, él observa cómo la interrogan en tanto vacían sobre un escritorio el contenido de su maleta y su bolso, dos paquetes pequeños como ladrillos envueltos salen a relucir. Luego de un rato se escucha el frenar de lo que parecen ser unas camionetas arribando afuera de las oficinas, seguido de unos portazos y varias voces. La puerta se abre y entra un hombre de mezclilla y botas, que se dirige directamente a la oficina pasando de largo frente a Renato, quien observa un arma entre su cinturón y la espalda; la discusión da inicio, pero el zumbido en su oído no le permite escuchar lo que dicen. Por fin el hombre sale llevando sujeta del brazo a la joven y en su otra mano uno de los paquetes; al pasar, renqueando en un solo tacón, ella lo mira de reojo.

Sin entender lo que está sucediendo, Renato, aún esposado, es conducido de nuevo a una patrulla por un par de oficiales.

—¿Por qué cojeas? —le pregunta uno de ellos, luego de un rato de trayecto sobre la carretera.

—Tuve un accidente.

—¿A dónde te dirigías?

—Quiero llegar a la frontera.

—¿A qué?

—Espero encontrar a mi esposa —responde—. ¿A dónde me llevan? —pregunta, sin recibir respuesta, en tanto el que conduce se desvía hacia un camino secundario de terracería.

Dándose cuenta de que algo está mal, Renato, se acuesta en el asiento y patea con ambas piernas y todas sus fuerzas el cristal de la portezuela a su lado. Está a punto de amanecer; la patrulla acelera hacia un desértico paraje y se frena con fuerza tras unos matorrales secos.

«Eres un vulgar ladrón y asesino que huyo del camión después de matar a un pasajero que te enfrentó. Tenemos el arma que abandonaste en el autobús con tus huellas», le dice uno de los oficiales al abrir la puerta trasera e intentar sacarlo del vehículo, en tanto Renato trata de impedirlo defendiéndose a patadas recostado en el asiento, hasta que el otro oficial lo saca por la puerta opuesta con un fuerte jalón de cabellos. Renato, hincándose en la tierra, voltea en todas direcciones —el sol en el horizonte lo deslumbra con sus primeros rayos—, se da cuenta de que no hay a dónde huir, mira a los oficiales, ambos con lentes oscuros y expresión imperturbable, mismo cuerpo fornido, misma estatura. Una patada en la espalda lo hace yacer en el suelo seguida inmediatamente por otra en su cara; la sangre brota y salpica la tierra árida. Patadas y puñetazos se alternan una y otra vez —el amanecer proyecta largas sombras de los hombres en movimiento sobre el desolado paisaje, al tiempo que una nube de polvo se levanta y cubre toda la escena—. Renato se revuelca tras cada golpe, las costillas le punzan y siente que el abdomen le va a estallar —en su mente aparece el rostro de su esposa—; ambos federales parecen no cansarse de golpearlo y solo se detienen hasta que él deja de moverse. Sucio de pies a cabeza, solo la sangre de su rostro se asoma entre la tierra seca y blancuzca que lo cubre por completo. Dándolo por muerto, los oficiales le retiran las esposas y lo abandonan, alejándose lentamente en su patrulla.

El polvo en el aire empieza a descender poco a poco, Renato yace sin conocimiento sobre el desértico terreno, las horas transcurren y el sol eleva inmisericorde la temperatura. Una iguana surge de los matorrales, avanza lentamente, se deteniene a su lado por unos segundos y de repente trepa sobre su cuerpo hasta la cabeza para erguirse estoica hacia el sol, no hay señal de que él respire, pareciese que la iguana tampoco.

Anochece. «¡Levántate!», escucha Renato a lo lejos, pero los músculos no responden. Un rato después siente un dolor intenso. «Si no te levantas, las hormigas te comerán vivo», le exhorta la voz; pero es imposible, él continua inmóvil. «¡Levántate!», le insta de nuevo la voz.

Abriendo con dificultad un ojo, Renato ve luz de día y a un niño agachado frente a su cara. «No querrás morir aquí. ¿O sí? —le dice—. Las hormigas casi han cubierto tu pierna, pronto estarán sobre todo tu cuerpo». Renato trata de enfocar la cara del niño entre sus pestañas pegadas por la sangre y la tierra, su respiración es corta y aun cuando el dolor en su pierna es agudo, es incapaz de moverse. En ese momento, el niño se levanta de prisa y se aleja un poco para regresar de la mano de una mujer. Ambos usan ropas humildes y zapatos rotos. Ahora ella también se agacha frente a él. Renato la reconoce. «Mi madre…, ¿cómo?», se pregunta, dirigiendo su mirada al niño. «¡Yo!», exclama en su mente. «¿Recuerdas aquella noche cuando, cansado de correr para escapar de esos niños del barrio, te escondiste bajo una coladera del drenaje? —pregunta el niño—. Apestaba tanto que sentías que no podías respirar. Tuviste que permanecer ahí agachado aguantando los calambres en tus piernas hasta que se cansaron de buscarte y cuando trataste de salir no te podías mover, como ahora». Renato siente las manos de su madre sobre sus hombros tratando de darle vuelta en la tierra; al segundo impulso lo logra. Ahora, de cara al sol, la ve de reojo alejarse hasta una nopalera y hurgar debajo entre otros cactus; cuando regresa le retira los pantalones y abre su camisa; pronto siente alivio en su pierna, algo suave y fresco es untado sobre su piel, ahora el pecho, la frente. «Agua…», escapa de sus labios. «Esto ayudará más», responde su madre, mientras le da a chupar del trozo abierto de un cactus. Pronto siente que vuelve a perder el sentido, por más que lucha no puede mantener los ojos abiertos; pero ahora su cuerpo se reconforta con la frescura del cactus que su madre desliza sobre su piel, apaciguando al mismo tiempo el dolor en su pierna.

De pronto, Renato se incorpora y observa a su alrededor y hacia el cielo, maravillado por los colores brillantes e intensos de todo lo que le rodea, el cielo ha pasado a ser rosa y la tierra, árida y seca, ahora es azul. «¡Siempre quise conocer el mar!», exclama en su mente, al ver el suelo moverse ondulante bajo sus pies. Un soplo de viento color violeta golpea con fuerza su cara trayendo aromas extraños. Su vista se agudiza y se nubla; conforme trata de enfocar, piedras y arbustos cambian de forma como si fuesen elásticos, se estiran y encogen desprendiendo aromas y sonidos melodiosos. «¿En dónde estoy?», se pregunta, a la vez que trata de dar un paso al vacío que lo hace caer sumergiéndose en el mar de arena azul, dando volteretas que lo empapan de sensaciones desconocidas e inexplicables que arrebatan y confunden sus sentidos. «Nunca había olido los colores —reflexiona—. Tampoco las cosas habían tenido música propia». Extasiado por su experiencia, siente un gozo como jamás había creído posible experimentar, toda su piel, ahora hipersensible, le transmite emociones mezcladas con visiones extrañas, en las que, de repente… aparece la cabeza de una enorme hormiga acercándose a él, abriendo sus mandíbulas para devorarlo, mirándolo fijamente a los ojos y rozando sus antenas sobre su cabeza. La alucinación es terrible, Renato trata de huir, grita y se revuelca quitándose de encima las antenas con sus brazos, esquivando las mandíbulas, pero todo parece inútil, la hormiga, completamente encima de él, sometiéndolo con sus múltiples patas, está a punto de cercenar su cuello cuando, sin poderse contener empieza a vomitar una y otra vez, arqueando su vientre en un esfuerzo doloroso por vaciar su estómago.

—Así es con el peyote, unos echan risotadas y otros gritan con espanto —le dice la mujer a Renato, cuando por fin se recupera y la mira agachada frente a él.

—¿Qué…?, no entiendo —responde él, sentado en la tierra.

—Su frente estaba ardiendo, decía barbaridades —interviene el niño, dándole a beber un trago de agua de una pequeña garrafa—, pero mi madre sabe curar.

—Aquí está su ropa, le sacudimos todas las hormigas —vuelve a hablar la mujer, extendiéndoselas con una sonrisa—. Ya no nos podemos quedar más tiempo; si nos apuramos, podemos alcanzar al grupo antes de cruzar para el otro lado.

Renato, adolorido y confundido, trata de seguirle el paso a aquella mujer y su hijo, que se mueven con pericia saltando piedras y zigzagueando entre los arbustos, volteando hacia todos lados e internándose en las depresiones de los arroyos secos, por momentos se detienen y de repente se apuran sin que él entienda del todo su actuar. Él tropieza, cae, se levanta, jadea, tose, pero ellos no se detienen, ya perdieron mucho tiempo en salvarle la vida, ahora la de ellos también peligra, el agua no les durará un día más y él sabe bien que sin ellos no logrará salir de ese inhóspito valle.

Por la noche suspenden su marcha, la mujer saca de su morral una tortilla rancia para cada uno y después de comerla con unos tragos de agua, abraza a su hijo y ambos se quedan dormidos recargados en una gran piedra. El frío mantiene despierto a Renato, no sabe en dónde está ni qué día es, todo el cuerpo le duele, su pierna está inflamada por los piquetes de hormiga, al igual que su rostro por los golpes y siente que podría tener más de una costilla rota; voltea a ver el cielo despejado y repleto de estrellas, de la oscuridad a su alrededor, poco a poco y cada vez con más fuerza, surgen ruidos extraños que lo inquietan. «¿Insectos, reptiles?, seguramente hay víboras», imagina. Más tarde, la vigilia lo lleva a la introspección, recordando el sueño que tuvo en el autobús antes de recibir el golpe del asaltante en la cabeza. «¡Tan real! El sueño de toda mi vida», cavila, recordando el tiempo que trabajo en aquel circo y más allá, cuando de niño hacía de payaso en los semáforos. «Nunca había estado tan cerca de la muerte —piensa—; hasta ahora, en toda mi vida, no he hecho más que sobrevivir», recapacita.  Voltea a ver a la mujer y su hijo perdidamente dormidos enredados en el reboso de ella. «Pobres como yo, pero diferentes, ellos son de campo —infiere al observarlos—, piel oscura pero además requemada por el sol, sus pies agrietados, su forma de andar y hablar, vienen del sur, largo camino han recorrido. ¿Por qué se habrán detenido a ayudarme?», se pregunta. Muchas historias escuchó de los peligros que corren los que intentan cruzar la frontera, ahora sin buscarlo, él se encuentra entre ellos. Renato dormita de cansancio, pero no puede retirar a Silvia de su mente. «Quisiera que me llevaras a la frontera —pedía— para indagar sobre mi madre. ¡Quizás algún día regresó a buscarme al orfanato! ¡Quizás dejó alguna dirección, algún dato para mí!», insistía ella cada vez con más melancolía. Él nunca quiso desanimarla, pero siempre pensó que sería infructuoso un viaje a buscar a quien la abandonó a su suerte de niña, para irse a arriesgar todo —incluso su vida—, para buscar del otro lado al padre de Silvia. «Es inútil —pensaba siempre él—, sobre todo después de tantos años». Pero ahora que ella lo abandonó, la frontera o, mejor dicho, esa última ciudad antes de cruzar, es el único lugar que se le ocurre para buscarla.

Cuando por fin el cansancio lo vence, Renato se ve a sí mismo en penumbras, subiendo con dificultad las escaleras del viejo edificio donde habitaba con Silvia. Jadea, tropieza, se detiene de las paredes y casi gatea en los últimos escalones antes de llegar a la azotea, donde se ubica su pequeño cuarto. Encuentra la puerta abierta. Un agudo dolor en su rodilla y otras heridas no lo dejan pensar con claridad, siente que la cabeza le da vueltas como si aún estuviera en ese auto volcado. Ha amanecido y sabe que se debe mover con rapidez, sin embargo, todo parece suceder con lentitud. Al entrar no encuentra a Silvia; revisa a su alrededor solo para comprobar lo que teme. Se ha ido.

Antes del amanecer los tres emprenden la marcha a paso acelerado. Apenas empieza a levantar el sol cuando observan a lo lejos al grupo de migrantes, todos sentados en la tierra frente a unos hombres armados con tres camionetas tras de ellos. Renato se detiene y se tira al suelo para tratar de ocultarse tras unas piedras.

—No se esconda, ellos nos dirán por dónde cruzar. También nos darán agua —le anima el niño con una sonrisa— solo hay que hacer de mulas.

—¿Cómo? Yo no quiero cruzar —responde Renato, aún oculto, al no entender lo que el niño dice.

—Si no lo hacemos, entonces sí nos matan —le aclara con seriedad—. Solo hay que entregar la mochila con mota del otro lado.

Pero los han visto, una de las camionetas se aproxima con velocidad hacia ellos. El chofer baja y saca de su espalda una pistola, Renato se da cuenta de que es el hombre que recogió a la chica del autobús en la estación de la policía federal; tras él, sentada en la camioneta, está ella. El hombre inmediatamente apunta a Renato con su arma y engatilla; la chica baja de la camioneta y le grita que espere. «Si no fuera por él, el ladrón se hubiera llevado los dos paquetes», le dice, deteniéndolo del brazo. Ambos proceden a marcharse en la camioneta con la mujer y su hijo en la batea. Al alejarse, la madre señala algo con el brazo. «¡Hacia allá está el último pueblo!», grita el niño. Renato los observa entre la polvareda que levantan las camionetas, cargadas de gente, respira profundo y echa a caminar en la dirección señalada. «¡Tengo que encontrar a Silvia!», se dice a sí mismo.

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