martes, 24 de abril de 2018

Loquito


Horacio Vargas Murga


Era el regalo más inusual que había recibido en su vida. Desde que empezó a trabajar como ingeniero obtuvo diversos obsequios de parte de sus trabajadores de construcción civil: frutas dulces que acariciaban el paladar; verduras suaves que transitaban libremente por el estómago; legumbres exquisitas; carnes con un sabor y textura envidiables; cuyo sonido y olor al cocinar despertaban una salivación repentina y unas ganas imperiosas de deglutir; hasta comida con un aroma que impregnaba todos los sentidos, pero esta vez uno de ellos apareció en la casa con un gallito de pelea. «Para que se entretenga al verlo pelear, ingeniero», dijo con emoción el modesto señor de estatura pequeña, tez trigueña y chompa de lana gris. Mi hermano lo recibió con una mezcla de sorpresa y agrado.

Dentro de casa, mi hermano llamó a toda la familia: mis padres, mi hermana, mi cuñado, mis dos sobrinas y yo. Meciendo al gallo en el aire, exclamó: «¡Miren lo que me han regalado!». Entre sus brazos, el gallo se mostraba tranquilo, sus ojos se mantenían alertas, mirándonos con cierta extrañeza, ladeando el rostro, como hacen las aves. Era agradable ver esa figura reluciente, con una mezcla de colores en su plumaje: cabeza roja, cuello anaranjado, cola azul; pecho y tronco en una combinación de esos tres tonos. Su belleza era impresionante, mucho más que en las revistas o pinturas.

Lo colocó en el jardín interior de la casa, pero él prefería deambular por el patio, junto al colgador de la ropa. Desde aquel día, pasó a ser el centro de atención de la familia. En una oportunidad, cuando caminaba por el pasadizo, sentí un picotazo cerca del talón derecho. Al voltear vi al gallito cuadrado frente a mí, como si esperara algo. Se me ocurrió alzar el pie y enseñarle la punta de mi zapato. Fue entonces que levantó las alas y empezó a realizar una danza en círculo, luego saltó sobre mi zapato colocando su pico sobre la punta, a la vez que propinaba patadas y aletazos consecutivos. Me pareció sumamente gracioso y divertido. Todos los días la escena fue repitiéndose. Previamente llamaba a varios miembros de la familia para que vieran este memorable espectáculo, que siempre entretenía a todos. Mi hermano riéndose dijo en una ocasión: «Se pone como un loco, es un loquito». A partir de ese momento, todos en casa empezamos a decirle: Loquito.

En otras oportunidades lo cogía con mi mano y lo elevaba lo más que podía paseándolo por la sala. Mi hermano se intranquilizaba y me decía: «¡Bájalo, lo vas a marear!». Otras veces lo ponía sobre mi hombro y camina con él, quien se mantenía inmóvil y vigilante. Mi hermano, otra vez intervenía: «No lo pongas en tu hombro, no es un loro». Mis sobrinas lo colocaban sobre sus piernas y lo acariciaban con mucha ternura. Se encantaban con la textura suave y el color de su plumaje. Mi hermano al verlas les increpaba: «No lo acaricien mucho, se va a volver maricón».

A los pocos meses, mi madre recibió de regalo una pareja de pavos por parte de un ahijado. Colocamos en el jardín a los nuevos inquilinos. El gallito al ver al pavo emprendió un feroz ataque, pero el pavo huyó subiéndose a un árbol, desde el cual miraba aterrado mientras le latía una vena en el cuello. La pava enseguida se arrojó contra el gallito sin darle opción a defenderse, y con fuertes aletazos, picotazos y patadas, lo lanzó al aire. El gallito se recuperó inmediatamente y le devolvió la golpiza, por lo que tuvimos que intervenir para que no continuaran haciéndose daño. Después de ese episodio convivieron sin mayores conflictos, pero sin relacionarse mucho, llevando sus vidas de manera independiente.

Semanas después mi madre recibió una gallina de una prima. Era grande, casi redonda, gorda y anaranjada. Desde que la vio el Loquito, mostró un interés especial. Era gracioso verlos juntos, ya que ella lo duplicaba en tamaño y grosor. Empezó a llamarnos la atención que, cuando le servíamos maíz, el gallito no ingería ni un solo grano.  Mis sobrinas lo cargaban y le acercaban con la mano los granos de maíz a su pico. Igual se negaba a comer. Cansados de insistir lo dejaban en el patio junto con los granos en el suelo para que coma solo. Lo sorprendente era que después de un tiempo, cuando pasábamos por el patio, ya no estaba el gallito ni tampoco los granos. Decidimos hacer una prueba, lo dejamos con los granos y nos fuimos, pero permanecimos cerca de la puerta. Él se mantenía parado y miraba de reojo. Pasados unos minutos empezó a emitir un sonido agudo: «cocococo, cocococo». La gallina apareció y se acercó con grandes pisadas que retumbaban sobre el piso. Al llegar al lugar, con picotazos furibundos arrasó con todos los granos. Fue entonces que una de mis sobrinas dijo: «Es un sonso».

En los días siguientes esta misma escena se volvió a repetir, para fastidio de los espectadores. Sin embargo, al quinto día, el gallito introdujo una variante. Mientras comía la gallina, empezó a danzar como lo hacía cuando iba a pelearse con mi zapato y luego saltó sobre ella, cogiéndola por la cabeza con su pico, mientras agitaba las alas emitiendo fuertes sonidos. Fue allí que entendimos su verdadero propósito. Lamentablemente, sus intentos eran en vano. La gallina se resistía y aprovechando su tamaño y grosor, terminaba tirándolo contra el suelo.

El tiempo pasó y el gallito era como un miembro más de la familia. En una oportunidad le dije a mi hermano:

—Es un gallo de pelea y hasta ahora no ha peleado con otros gallos, creo que es conveniente que lo entrenemos.

—No, todavía no, más adelante.

—Lo estamos criando como una mascota.

—¡Yo soy su dueño y decidiré cuándo hacerlo!

No insistí más, sabía que nunca lo convencería, era difícil que un joven de veintitrés años convenciera a un ingeniero que ya había pasado los treinta años. Mientras tanto, las peleas entre el gallo y mi zapato eran cada vez más intensas, tanto que ya me estaba doliendo el pie. El tiempo pasaba y la situación se mantenía igual, hasta que llegó un nuevo gallo a la casa. Lo envió un primo que vivía en la sierra. Era grande, gordísimo, de plumas blanquísimas y cresta colorada. Cuando estuvo en el jardín de la casa, se mostró desconcertado frente a la pareja de pavos y al gallito que lo miraba receloso. Fue entonces que el gallito empezó a cuadrarse y mi hermano lo cogió inmediatamente diciendo: «Mi Loquito no se chupa, llamaremos a toda la familia para que vean cómo mi gallito lo suena a este gallo».

La familia en pleno se acercó al jardín y mi hermano soltó al Loquito, que de inmediato se cuadró frente al enorme gallo y empezó con su baile característico. Poco después arremetió contra este, quien recibió el embate desconcertado y respondió de la misma forma, entablándose una pelea pintoresca, semejante a la de los coliseos, que  terminó cuando el gallo grande puso su pata sobre el cuello del Loquito, que se encontraba empolvado y vencido. Mi hermano le tiró una patada gritándole: «¡Abusivo!» y recogió del suelo a su gallito de pelea que estaba medio adormecido. Al ver un rastro de sangre dijo: «Esta sangre está sobre su pico, es del otro gallo, le ha sacado sangre mi Loquito, él ganó la pelea». Nadie se atrevió a contradecirlo ni se comentó la pelea. Al día siguiente el gallo grande fue sacrificado y repartido en nuestros platos junto con un tallarín rojo, cuyo sabor, olor y textura deleitaron a toda la familia.

Se acercaba mi cumpleaños y tendríamos visitas en la casa. Mi madre tomó la decisión de sacrificar a los pavos y a la gallina. Ese día comimos a lo grande y la pasamos muy bien, pero no sucedió lo mismo con el gallito. Estuvo buscando a la gallina por todas partes, emitiendo su característico: «cocococo, cocococo». Nos daba mucha lástima verlo así. Continuó varios días con esa conducta. Decidimos comprar una gallina, esta era más pequeña y más joven, tenía el plumaje plomizo. Sin embargo, el Loquito no mostró mayor interés por ella y al final nos la terminamos comiendo.

El gallito dejó de cantar en las mañanas y se le veía siempre cabizbajo, cada vez comía menos, su plumaje poco a poco se iba desluciendo. Un día empezó a estornudar y agitarse. Mi hermano dijo: «Tiene moquillo, eso les pasa con frecuencia a las aves». Mi madre le dio un preparado que funcionaba bien con los pollos que hemos tenido en la casa, pero él parecía no responder. Poco después, mi hermano y yo lo encontramos tendido en el patio. No se movía ni reaccionaba. Al cogerlo estaba húmedo. Había fallecido. Todos tuvimos una pena enorme. Lo enterramos en el jardín y colocamos un cartel con su nombre.

Siempre lo recordaremos con cariño, como alguien de nuestra familia. A pesar de que nunca peleó en un coliseo, siempre mostró su valentía innata, además fue romántico y sensible, quedando su imagen grabada en nuestra memoria.

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