Temerosa era aquella pequeña niña bellamente ataviada
con su vestido celeste y con un moño que le combinaba. Se escondía de las
sombras que se reflejaban en las paredes de su habitación, sombras provenientes
de los árboles frutales del jardín, en los que solía jugar en las mañanas de
verano. La pequeña niña tenía un nombre corto pero significativo, como aquella
vigía de la noche: se llamaba Luna. Su cabello era largo, dorado y ondulado
como las olas; sus ojos de un verde esmeralda y su
piel blanca como la nevada. Tenía seis años y sus días transcurrían en una
maravillosa escuela en la ciudad y una cómoda casa a las afueras de esta, casa que sus padres
habían remodelado sin olvidar ningún detalle: estancias amplias con ventanales
que permitían la entrada de la luz, chimeneas para el invierno, afelpadas alfombras, mullidos muebles y amplios jardines.
Luna era tan tierna y dulce como su madre, pero en
ocasiones su carácter era tan fuerte que preferían dejarla sola hasta que se
calmara un poco. De día era tranquila, creativa, su imaginación no tenía
límites… pero las noches le robaban la tranquilidad. Escuchaba ruidos, los
pisos de madera crujían, el viento soplaba fuerte por las ventanas y ella
sudaba frío. Sentía una voz que la
llamaba desde el jardín: ven, ven… ¡quiero jugar contigo! Luna se levantaba
asustada y corría en busca de sus padres, llamados Antonio y María. Antonio era sicólogo y la forma de
enfrentar lo que Luna vivía cada noche antes de dormir era decirle:
- Todo es producto de tu imaginación, aquí no hay
nadie diferente a nosotros. Además, ¿quién querrá jugar contigo a esta hora?
María en cambio era una madre protectora y sensible. Se
ponía en el lugar de su hija y pensaba que quizás para Luna era difícil enfrentar
las noches y aquella voz que la invitaba a jugar. A escondidas de Antonio hablaba con
Luna, le daba muchos consejos y buscaba a hurtadillas la respuesta a lo que
Luna vivía.
Al amanecer Luna se levantó sobresaltada, pudo
observar que alguien había pasado toda la noche al pie de su cama y que aún
estaba allí… no tenía forma, pero dejaba unas extrañas muescas en el colchón,
respiraba profundamente y un olor desagradable impregnaba la habitación. Luna
se quedó quieta como para evitar molestar a la presencia. Respiraba con
lentitud y su piel estaba tan blanca
como las sábanas de su cama. La presencia fue tomando la forma humana de una
pequeña niña, pelirroja de ojos claros, tan pálida y triste. La presencia
lloraba a cántaros y sangraba. Luna no sabía qué hacer, temía acercarse a ella,
consolarla, gritar a sus padres para que la socorrieran o correr. Pero no, se
quedó quieta y lentamente se fue acercando a la niña y comenzó a hablarle, a
preguntarle qué le pasaba. La pequeña pelirroja se llamaba Lena. Luna le
preguntó que dónde vivía y la sorprendió la respuesta:
- Yo vivo aquí -contestó Lena- ésta es mi habitación.
El sol comenzó a entrar por las ventanas y los padres
de Luna se levantaron aprisa; el reloj daba las ocho. Lena sintió la presencia
de los adultos y despareció. Al abrir la puerta de la habitación observaron a
Luna descansando plácidamente.
Al levantarse, Luna parecía estar contenta y
tranquila, a pesar de aquella visita que recibió en la madrugada. Se vistió con
calma, desayunó, y sus padres la llevaron a la escuela. Al salir de casa,
observó que Lena estaba asomada en la ventana de su habitación. Se sonrieron desde la lejanía. El
día transcurrió con normalidad. Al volver a casa, Luna encontró de nuevo a Lena
sobre su cama. Otra vez lloraba y su vestido estaba manchado de sangre. La
habitación se veía desordenada, los juguetes estaban fuera de su sitio. Al parecer Lena había estado jugando mientras
Luna estaba en el colegio y lo había
revuelto todo. Los padres de Luna entraron al escucharla gritar, no pudieron
entender qué había pasado. Luna les contó que alguien vivía allí, que la había
visitado varias veces, que lloraba mucho y que sangraba. Antonio y María la escucharon e intentaron comprenderla.
La ayudaron a recoger el desorden y Luna les contó qué pasaba con Lena. Lena
era una niña de seis años, que vivía allí hacía algún tiempo, era la única hija
de una familia pudiente que fue asesinada un verano. Lena fue la última en
morir, por eso todavía estaba penando.
Luna les contó que Lena estaba buscando un juguete, que eso no la dejaba
descansar.
En la noche Lena volvió a visitarla, ya no lloraba
pero la sangre aún le salía de la frente. Esta vez estuvieron más tranquilas,
conversaron y Lena le contó dónde estaba la muñeca, que la necesitaba para
poder ir a encontrarse con sus padres. Luna se levantó a buscarla en silencio
para no despertar a nadie; fueron juntas al desván y buscaron de arriba abajo.
En el rincón más recóndito brillaba una bella muñeca de trapo, de cabellos
rojos como Lena. Lena sonrió y dejó de sangrar. Bajaron juntas a la habitación
y se acostaron un rato hasta que Luna se quedó dormida.
Al amanecer, Luna se despertó al sentir la brisa fría.
Lena estaba dándole un beso de despedida en la frente. Sonreía, abrazando su muñeca. Luna estaba tranquila,
nunca más volvió a sentir nada extraño. Solo la luz brillaba para ella y su
familia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario