Camilo Gil Ostria
Luz, eso era lo
único que faltaba en el cuarto.
Uriel estaba agarrándose
las piernas contra su pecho en una cama. Deseando un poco de claridad, una
pizca de aire: sentía que se asfixiaba, pensaba que iba a morir, y bueno, ¿en
su situación quién no lo haría?
Miedo, Uriel temía
la muerte, ¿quién sabe qué hay al otro lado?
Nadie, y eso lo
atemorizaba. Él era un joven filósofo, deseaba saber y saberlo todo, no dejar
que nada se le escape, ver con sus grandes ojos y sus gafas –que ahora quién
sabe dónde están– la inmensidad del mundo, sin perderse detalle alguno. También,
le gustaba leer, incluso tocaba el piano, todo antes de que esto pasara.
Sus secuestradores
se lo llevaron el veinticinco de marzo, saliendo del colegio. Le pusieron, de
una forma cruel, una tela negra que cubría hasta más de la mitad de los brazos,
evitando que pueda mover casi toda la parte superior, y así, defenderse.
Aunque eso les
salió por suerte, en realidad, solo querían evitar que pueda ver algo, y
aquello también fue bien, pues de mucho gritar y del poco aire que tenía, Uriel
se desmayó y no pudo ver nada. Apareció en ese cuarto oscuro, con todas las ventanas
clausuradas.
En el suelo había
criaturillas moviéndose, él imaginaba que podían ser ratas, o –Dios no lo
quiera– arañas de gran tamaño. Para colmo era aracnofóbico, por eso es que
estaba en su cama, sin atreverse a mirar el piso.
Escuchó una voz,
era la de una mujer. La puerta se abrió y ella le gritó que salga del cuarto.
Él respondió que tenía miedo a las ratas, irritada preguntó “¿¡Cuáles ratas!?”
–confirmando así la sospecha de Uriel– luego, éste gruñó que temía lo que fuera
que caminase por el suelo.
La mujer se rió,
luego le dijo a alguien –no a Uriel, por lo que estaba con alguien más–: “¡Que maricón!,
son simples tarántulas, ni siquiera pican.”
Uriel escuchó y
explicó que no tenía recelo a todo, sino que solo temía a los arácnidos,
también dijo que ya no era un niño, que tenía quince años, pero ella no prestó
atención a esto último. La secuestradora entró al cuarto dando un portazo y
sacó al secuestrado jalándolo por su polera, todas las ventanas se encontraban
selladas, por lo que no podía hacerse una idea del lugar en el que estaba.
El clima era
cálido y un leve olor dulzón –como a café, muy diferente al de una ciudad– se
esparcía en el aire, no estaban en La Paz y eso era seguro. Se escuchaba el constante
sonido de los grillos; estaban en el campo. La casa, con su interior hecho
completamente de madera y con decoración rústica solo confirmaba lo mismo.
Uriel moría acalorado, su ropa paceña no estaba preparada para tales
condiciones.
La mujer era
joven, tenía unos veinticinco años, quizá veintiséis pero no más. Tenía el pelo
negro ondulado y, éste, le caía hasta la media espalda. Su piel morena era
intensa, al igual que su mirada, que parecía golpear a Uriel cada vez que la
posaba en él. Se notaba que ella era fuerte, incluso su forma de andar lo
demostraba.
La secuestradora
estaba con otro chico, él tendría sus dieciocho años, más o menos. Ella andaba
con unos pantalones cortos, hechos de jean
y una polera de un tono rosa desteñido. Sus piernas eran largas, sus pies
pequeños y calzaban unas sandalias del mismo tono de la polera. El joven en
cambio no era tan complicado, vestía zapatos deportivos y pantalones cortos. No
tenía ninguna clase de polera y exhibía unos músculos que Uriel jamás había
visto en sus compañeros de curso.
La bolsa de tela negra volvió; pero esta vez él no
se desmayó. No salieron de la casa, pero
él sintió que caminaban por un pasillo, iban a la derecha, luego pasaban por
alguna clase de sala donde había más gente y finalmente por una cocina, cuyo
piso de cerámica era delatador:
Triángulos
naranjas, así estaba principalmente compuesta la cerámica, eran como naves
espaciales, que luchaban por el bien o por el mal interminablemente, como en
una película de George Lucas. Él miró eso apenas, separando un poco la bolsa
del cuerpo con sus brazos. Dejando así un mínimo espacio para poder ver –y
respirar–. La mujer indicó que se sentará, él lo hizo y cayó al piso, ella
gritó que todavía no debía hacerlo, sino cuando sintiera la silla detrás suyo.
Pero de hecho ese incidente fue afortunado, pues indicó a los secuestradores
que Uriel estaba desatento y no podía ver nada.
Éste anotaba
cada detalle en su cabeza –aunque en verdad no eran muchos–. El chico lo ayudó
a pararse, la mujer puso la silla y él se sentó. Lo único que sabía del cuarto
donde estaba actualmente es que su piso era de madera, al igual que la mayoría
de los cuartos, excepto la cocina.
Alguien ató sus
brazos, la bolsa fue retirada.
Él sabía que
había alguien a sus espaldas, quizá dos personas, al frente suyo estaba ella. Separada
por una mesa de típico cuarto de interrogatorio, con un cuchillo entre manos. Sus
ojos estaban posados en los del chico. Las chicas solían decir que los ojos
verde-azulados de Uriel eran verdaderamente hermosos, talvez por eso su mirada
se suavizó un poco. Un fuerte olor a mandarina fue lo que más llamó la atención
de Uriel.
Ella jugaba con
el cuchillo mientras lo miraba y eso lo ponía nervioso.
Hizo eso por
alrededor de un minuto, luego de pronto se detuvo y por encima de la mesa se
abalanzó para agarrar a Uriel por el cuello de su polera en “V”. Él no se
asustó, solo la siguió mirando a los ojos. Ella sonrió; miró hasta los pies de
éste, luego volvió a los ojos y le dijo:
–Eres lindo…
pero eso no te salvará.
Él siguió
mirándola, como extrañado, con una fría calma que incluso la incomodó. Le
pareció que la lámpara, sobre sus cabezas, se mecía lentamente.
–Tu valentía te
hará esto un poco más soportable –lo soltó y se sentó al otro lado de la mesa–.
Dime, y no me mientas, ¿cuánto pagarán tus padres por rescatarte?
–Como me secuestran
cada semana y siempre se pide lo mismo –empezó con sarcasmo, luego hizo una
pausa y con tono frío añadió–: yo diría que nada…
La secuestradora
hizo una seña hacia alguien detrás de Uriel, un golpe le llegó directamente en
la cabeza. Un dolor atronador hizo que todo le diera vueltas por algunos
segundos, luego volvió a recomponerse, miró a la mujer, ahora su mirada era más
dura.
–El niño había
sido más resistente de lo qué pensé… –los guardias a su espalda rieron, él
reprimió las muchas ganas que tenía de gritarle que no era un niño, cuando
terminaron las risas, siguió hablando–. Ahora no me vengas con estupideces, sé
que sabes cuánto ganan mensualmente tus padres, yo también lo sé. Pero para
evitar traumas, quiero que tú me digas cuánto pagarían por ti. Sino entraremos
al mundo de las ofertas y contraofertas y posiblemente no salgas de aquí por un
buen tiempo…
–Medio millón de
dólares… –dijo él en tono seco, pero mentía.
Otra seña, otro
golpe. Y con éste él empezó a ver triángulos anaranjados como los de la cocina,
cuando se recompuso ella habló:
–Tus padres
acaban de vender una empresa (de las muchas que tienen) por trescientos
millones de dólares, ¡no me jodas conque te quieren tan poco como para solo dar
menos de un pinche millón! –hizo una pausa, se calmó un poco y continúo–: Dame
una cifra mayor a quinientos millones de dólares y obviamente tus padres
deberán confirmar una forma segura para salir del país, sino sufrirás otro
golpe que no estoy segura si podrás soportar.
Él sabía lo de
la empresa, sabía más de las finanzas de sus padres que ellos mismos, pues
quien en verdad hacía que todo siga adelante era su hermano mayor, y él le
enseñaba lo que necesitaba saber, con la esperanza de poder manejar el imperio,
algún día, juntos.
–Golpéame, solo
tú saldrás perdiendo si me matas.
El golpe llegó,
él cayó desmayado nuevamente, amaneció en el mismo cuarto oscuro de antes, en
esta ocasión no tenía la polera puesta, eso lo perturbaba un poco, pero también
lo agradecía, el calor era insoportable.
Las arañas
seguían corriendo por el piso, entonces recordó a su secuestradora, hermosa,
pero de mente un tanto extraña, le había parecido bastante insensible,
ambiciosa y, si molestaba un poco, estaba seguro de que conseguiría que lo
cambien de cuarto. Ya no soportaba las tarántulas.
–¡Ey!
¡Secuestradores! ¡Sáquenme de aquí! –gritó, y gritó por unas cuantas horas,
hasta que la mujer entró al cuarto y preguntó en un rugido:
–¿¡Qué mierda
quieres, mocoso!?
–Primero deberás
dejar de llamarme niño o mocoso, soy un hombre. –Ella ahogó una risa, luego vio
que eran exigencias serias, o lo más serias que podrían haber sido viniendo del
joven.
Una pausa.
–Y segundo, quiero
que me cambien de cuarto, odio las arañas y esto no es saludable para mí.
–Ok, hombre…
–dijo con tono despectivo, enfatizando en la palabra “hombre”–. No te voy a
cambiar de cuarto aunque pueda sacar mil millones de dólares, que es la
cantidad que pedí a tus padres, pero dejaré de llamarte niño o mocoso.
–¡No! ¡Me
sacarás ahora de este cuarto!
–¿Me estás dando
una orden? –ella estalló en risas, una vez calmada dijo–: Acabas de perder tu
derecho a no ser llamado niño, eres un mocoso con agallas y solo por eso no te
mato… Y también porque en este momento vales mil millones de dólares.
Ella cerró la
puerta y se marchó. Al parecer Uriel no había pensado bien su estrategia, pero
poco podía hacer desde una situación como esa, por ahora su objetivo sería que
sus dos peticiones fuesen cumplidas y para lograr eso, era necesario conseguir
el agrado de su secuestradora.
Esa mujer no
estaba loca –o por lo menos era la más racional ahí– como los otros dos
guardias, ellos eran violentos y estúpidos, uno más fuerte que el otro. Sabían
que no debían matarlo, costaba tanto dinero como el que nunca verían en toda su
vida.
Una vez intentó
negociar con uno de esos brutos, no le respondió nada, solo se quedó en la
puerta, sin saber que decir, luego la cerró y no volvió a abrirla más que para
darle su primera comida del día siguiente.
Sus desayunos
consistieron en frutas: naranjas, mandarinas, plátanos… Sus almuerzos eran más
fruta, su té era té con fruta y su cena era fruta. Por suerte venían de todas
las variedades, para la desgracia de Uriel, a él nunca le habían gustado, sin
embargo comió, pues no le quedaba otra opción y el hambre era más fuerte que
las papilas gustativas. A veces –para alegría del secuestrado– le daban pollo
frito, aunque eran en extremo raras esas ocasiones, seguramente algún
cumpleaños, o una fecha festiva, aunque él nunca se enteraba de qué.
Unos días
después de hacer su primera petición volvió a intentarlo:
–¡Guardia!
¡Guardia! –gritó y el escolta abrió la puerta, desde ahí, con voz ronca y
malhumor, respondió:
–¿Qué?
–Llama a la
mujer, quiero hablar con ella.
–No.
–¡Llámala!
–No. –Sus
respuestas fueron negativas, pero Uriel insistió e insistió tanto que la
trajeron finalmente.
Ella entró al
cuarto, pisando una que otra araña, la puerta se cerró tras de ella.
–¿Por qué me
mandaste a llamar?
Ella intentaba simular
enojo, pero tanto Uriel como ella sabían que en verdad no le molestaba visitar
al muchacho.
–¿Cómo te
llamas? –preguntó Uriel de forma directa. Al principio ella se quedó congelada,
pero él, como era de esperarse, insistió–. ¡Vamos!, tú sabes todo de mí:
nombre, familia, horarios de clases, hobbies… Yo no sé nada de ti, dime algo.
–Mi nombre es
Laura. –Su tono fue frío, pero diferente. Tenía un toque tímido, íntimo, dulce
y extraño, imposible de describir.
–Mucho gusto
Laura –dijo con el tono caballeroso que usaba con las chicas en su escuela– ¿no
quieres sentarte? –hizo campo en su cama y ella aceptó–. ¿Cómo van las
negociaciones, Laura? –en esta ocasión Uriel le dio un toque de dulzura a sus
palabras, especialmente al nombre: Laura.
–Tu padre es tan
testarudo como tú… –una pausa, él sabía que eso no era verdad, seguramente era
su hermano el que estaba detrás de las negociaciones. Lo miró y con una sonrisa
agregó–: eso me gusta.
–Gracias, ¿eso
significa que no va a haber una solución rápida? –la tristeza atenazó con salir
a flote en Uriel, él la mantuvo al margen.
–No, por lo
visto te quedarás aquí mucho más…
–Bueno, hay que
verle el lado positivo, pasaré más tiempo contigo.
–Solo si sigues
gritando tanto, espero que te canses pronto.
–¿Por qué?
¿Acaso no te gusta visitarme?
Un largo
silencio inundó la habitación. El secuestrado pudo sentir como una araña
escalaba por la pared de su derecha, se hizo a un lado y terminó acercándose un
poco más a la secuestradora, y pudo verla con mayor detalle. Su piel morena era
en realidad hermosa.
–Me pone en
riesgo. –Fueron sus únicas palabras.
Se marchó, dejando
a Uriel con gusto a poco. Mas, pensando que había hecho un gran avance. Al día
siguiente continuaría, claro si sobrevivía a ese horrible cuarto una noche más.
Lo hizo, y en la
mañana volvió a gritar, el guardia volvió a decir no, luego aceptó y Laura
volvió a entrar.
–Me siento solo.
–Empezó diciendo– me gustaría que me visites más a menudo…
–Puedes hablar
con tus guardias, yo no estoy aquí para eso. –Su tono fue más frío de lo
normal, Uriel se preguntó si la estaba perdiendo, pero luego recordó que ella
pensaba que hablar con él la ponía en riesgo, debía calmarla un poco.
–¿Y para qué
estás aquí?
Un silencio,
esta vez fue bastante corto.
–Para negociar
con tus padres.
–¿Eso significa
que vas a la urbe y hablas con ellos todos los días, o al menos dos veces a la
semana?
–No voy a la
ciudad, eso lo hacen otros, la mayor parte de la negociación se hace por
teléfono, no puedo desperdiciar cuatro horas solo en ir y volver.
–Sí, así hay
menos probabilidades de ser atrapados, ¿no? –Uriel anotó que estaba a dos horas
de La Paz.
–Exacto… Talvez
podrías ser un gran criminal.
–Jamás tan
grande como tú, no creo que te atrapen, y si lo hacen ¿qué pruebas tendrían en
contra tuya?
–¿Además de ti?
Un montón.
Silencio.
–Yo jamás te
delataría.
–Eso dices, pero
seamos realistas, soy tu secuestradora.
–Me gusta que tú
seas mi secuestradora.
Otra vez silencio,
éste fue ensordecedor para Uriel, quien se acercó un poco a Laura, ella sintió
eso y se marchó.
Al día siguiente
no la llamó, mas ella vino.
–Levántate,
flojo. –Era temprano en la mañana, él se despertó y echado en su cama se
preguntó qué sucedía. Vio la silueta de Laura, con voluminosas y hermosas
caderas, resaltada por la luz del pasillo–. Te cambiamos de cuarto ahora mismo.
Entonces él se
levantó como un rayo, fue jalado por uno de los guardias y le pusieron la bolsa
negra, lo hicieron caminar escasos metros por el pasillo y entró en un nuevo
cuarto, quitaron la bolsa negra y pudo ver que la única ventana estaba
clausurada –“¡qué sorpresa!”, pensó Uriel– pero había un foco en el techo que
colgaba de un largo cable blanco, éste daba luz todo el día, en la noche era
apagado.
Lo mejor es que
ni en el suelo ni en el techo había arañas.
Entonces la
mujer entró tras el chico, los guardias salieron y cerraron la puerta.
–Gracias –dijo
él.
–Yo no tuve nada
que ver con la decisión, fue algo superior. –Ella mentía y no era buena
haciéndolo.
–No mientas, no
hay nadie superior a ti en cuestión a mi secuestro. Gracias –volvió a repetir,
ella sonrió (aunque sabía que tenía un montón de personas por encima, cada una
jalando sus propios hilos) y esta vez él pudo ver su bello gesto–. Me gusta tu
sonrisa…
Silencio, se
notó como ella primero asimilaba el cumplido, se ponía un poco roja y sonreía
nuevamente, luego su expresión cambió de un segundo al otro, se puso tensa y se
marchó.
Al día siguiente
él tampoco la llamó y ella, como a media tarde apareció.
–Tu padre aceptó
pagar ochocientos cincuenta millones. –Su voz reflejaba tristeza– te irás
pronto, ya sabe dónde dejar el dinero y dónde recogerte. Mis asistentes te
llevarán, yo me voy hoy y te dejo solo.
–Aunque suene
raro… te voy a extrañar.
–Y yo a ti.
–Esta vez Laura se acercó a Uriel un poco. Luego él correspondió acercándose
más.
–He llegado a
quererte –mencionó en un susurro Uriel.
–Y yo a ti. –Repitió
como una idiota, hipnotizada ante lo que estaba a punto de suceder. Sus rostros
empezaron a acercarse lentamente, Laura cerró los ojos. Uriel era muy curioso,
solo dejó de ver en los últimos instantes.
Entonces se
besaron. Fue corto, pero dulce.
La policía
interrumpió en ese mismo instante, tiraron gas pimienta a un cuarto de
distancia de donde se encontraban los amantes. Ellos habían detectado ese
escondite por medio de un vecino, que se extrañó por las ventanas clausuradas
que aparecieron de un día al otro y llamó a la policía, avisando, además, como
metían a un niño tapado por una bolsa negra. El vecino pudo describir casi con
precisión el tamaño de Uriel, recordando como la bolsa le quedaba grande. Las
fechas coincidieron y la policía no creyó necesarias más pruebas para tomar el
lugar.
–¡Todos al
suelo! –gritaban, su desorden se escuchaba lejano para Uriel– ¡suelten las
armas!
–Carajo… –dijo
Laura separándose rápidamente de Uriel, luego sacó una pistola de debajo de su polera
y apuntó a la puerta que todavía no había sido rota.
Uriel
instintivamente se agachó, un policía de fuerzas especiales, totalmente
cubierto de artefactos antibalas dio una patada a la puerta, lanzándola hacia
adelante. Entonces vio a la mujer armada; pero ella lo vio antes y disparó… El
policía empezó a disparar segundos después. Ambos cayeron al suelo.
Al poco entró
otro policía, sacó a Uriel, con una expresión de estupidez en el rostro, del
cuarto. Algo en su mente le decía que todo había acabado; pero otra parte, en
su corazón, le decía que recién estaba empezando.
El veinticinco
de marzo, tres años después, Uriel despertó en su cama, cubierto por una ligera
capa de sudor, había soñado con algo perturbador:
Triángulos
naranjas.
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