lunes, 1 de abril de 2019

Verbo en pasado


Camila Vera


Iniciemos saludando, porque así es como la sociedad ha impuesto la forma de complacer las necesidades rudimentales de los oprimidos, que se ofenden si se suprime esta etapa de interacción social, como si a los que están en altos cargos mirando hacia abajo les importase en lo más mínimo esos individuos que se levantan con pocas horas de sueño y gran carga sobre sus hombros para empezar a caminar por una línea que solo los lleva al abismo, del cual nadie vuelve, donde no serás más que restos patéticos de lo que un día fuiste o soñaste ser, junto con las lágrimas hipócritas derramadas sin cuidado con sus comentarios de la honrada persona que en algún momento recuerdan pero que desgraciadamente «se les adelantó». No se preocupen que es el mismo recorrido para todos, solo puedes sentarte a esperar tu fatídico final y rogar al dios que esté de turno para que no sea una desgracia y si por azares del destino lo es, la gente dirá que el karma ha actuado. Pero muchas veces este llega antes del final de la historia, quizás en el primer párrafo del cuento; en el que estás descubriendo de qué tratará para continuar o dejarlo arrimado junto a las cosas que te propones pero eres un maldito cobarde, me salté del tema porque era necesario decirlo. Esta es la bienvenida a mi vida, a la perspectiva de esta, a mi delirio de grandeza que terminó siendo una miserable realidad compartida. Así empezó todo, no terminó igual, nunca terminó.

He pensado que los finales son solo un mito que la gente ha inventado para poder crear esperanza; creer que lo que está pasando terminará entrega impulso a los soñadores, como el que escribe este cuento, para seguir, levantarse y creer que podrá alcanzar eso a lo que le ha invertido su tiempo, pero es relativo y más que eso es efímero, sin control, sin un botón de pausa. Vivimos pensando que tenemos mucho tiempo en el reloj, que simplemente nos esperan cosas mejores al otro lado de la cortina, que la suerte está de nuestro lado y que el destino proveerá, pero las cosas pasan sin pedirnos permiso, sin preguntar siquiera; sin darnos cuenta de los actos que cometemos, llegan como una bocanada de aire, como un recuerdo, de la forma menos esperada. Fui padre, tuve el lujo de ver a los ojos de mi hijo y reconocer mis carencias, como una oportunidad que me daba la vida para remediar mis pasos y crear a un buen ciudadano que aportaría su granito de arena y haría grandezas. Fui padre, porque ahora no siento que lo sea, porque mis brazos están vacíos y no tienen entre ellos al dulce niño que alumbró a mi vida un marzo ocho.

Fui esposo, amaba a mi mujer como nunca otro ha podido amar, porque nadie ama igual, gracias al cielo nadie más lo hace, porque no he vuelto a reconocer entre las mujeres libidinosas que me han encontrado, siquiera una chispa o una llama del amor que profesé por la que fue mi otra mitad. Fui esposo y no creo que lo vuelva a ser aunque en mi dedo coloquen otro anillo y el «Sí, acepto» salga ahogado de mi labios, porque solo una vez fui esposo, de la mujer que desde algún lugar de otro universo ahora está acostada sobre un prado viendo las nubes y dibujando sobre ellas una historia, una de la que no soy parte por dejarme aquí entre mortales avaros e insensibles. Fui esposo de mi ilusión de secundaria, de mi primera fantasía sexual, del amor de mis días y el deseo de mis noches, fui esposo…

¿Qué soy ahora?, no sabría responder a esa pregunta sin antes entregarles un recorrido por mis pesares, en el que me convertí en un verbo en pasado, en el que me perdí. Todo empezó con una historia feliz, porque sin esos momentos no se podrían apreciar de igual manera los deplorables. Nos casamos en una finca a la salida de la ciudad, con toda nuestra familia que se volvió una esa noche para aplaudir junto a nosotros y nuestros ahorros la forma más despilfarradora de celebrar el amor, lo cual no me importó en lo más mínimo porque al fin tenía frente a mí al futuro. Nos mudamos a un departamento en un concurrido barrio donde la comida chatarra estaba en abundancia, la gente era muy alegre y muchos niños salían al parque a andar en bicicleta, nos pareció encantador el lugar, desde ese instante lo llamamos hogar.

Mi mujer se llama Jude, sus padres le pusieron así por la madre de uno de ellos, ya no logro recordar por quién. Cuando la conocí llevaba el cabello hecho una maraña, y reía con gran potencia, de esa forma como todos deberíamos hacerlo; estaba con sus amigas y me dije: «La quiero para mí». No fue fácil nuestro camino, tenemos temperamentos completamente distintos, ella es más nocturna, le da por conversar en la noche cuando solo aspiro a acostarme a ver televisión, no le gusta que apague la luz de la habitación, pero ama ir a lugares oscuros. Me gustaba en demasía el lunar que tiene en uno de sus dedos de la mano derecha, me encantaba besarlo, estaba en el lugar ideal para poner un beso. Pasaba mucho tiempo cantándole la canción de los Beatles que lleva su nombre, creía, y aún creo, que tiene la capacidad de coger una canción triste y mejorarla, siempre me consideré esa canción triste. Si no has escuchado la canción, considero oportuno que te detengas para buscarla, es un buen fondo para terminar de leer estas letras llenas de ella.

Avanzamos, porque no hay otro camino que al frente, intentamos tener hijos, la gente nos presionaba constantemente con ese tema, esa idea nos tuvo tres años entre pruebas y decepciones, no lográbamos cumplir la siguiente meta. A Jude le afectó demasiado el ver a sus amigas embarazadas y cayó en una gran tristeza que me contagiaba las ganas de querer acabar con las relaciones de amistad que habían quitado la sonrisa de mi hogar, ¿qué se creían ellos para declarar el momento indicado? Un médico y después otro fueron los necesarios para el inicio de un tratamiento costoso que nos daría ese fruto del matrimonio, a los doce meses de intento, Jude encargó en su útero a quien se convertiría en la luz de nuestras vidas.

Nuestro hijo creció y creció en el vientre fecundo de mi amada mujer, la cual mantuvo cada una de las precauciones que se le indicó. Soñaba con el rostro del ser que crecía, peleamos en algunas ocasiones por el nombre y si estaría en una escuela pública o privada. Escuchábamos su corazón latir como la melodía más maravillosa que pudimos percibir, nos acercamos a la religión porque queríamos ser los padres modelos que la sociedad ha creado. Nos comprometimos a amarnos más y más por él. Nunca antes habíamos sido más felices. Cuando nació creo que nos volvimos locos de inmediato, creímos tocar la realización, no sé qué habrá sentido Buda en sus paseos astrales, pero para mí cuando vi sus ojos, se volvió mi nirvana.

La vida es una constante alternancia entre la felicidad y la tristeza, se diría que eso da equilibrio, el vivir en abundancia perennemente sería tomado como una locura, pero nadie busca en su vida que la desgracia toque a su puerta y se ponga cómoda en el sillón viendo de cerca cómo su misión se cumple mientras los demás sufren. Creo que la desgracia llegó y se enamoró de mí, porque ahora la llevo como un prendedor, me guiña el ojo y se ríe de lado. En este momento viene la parte que lo desencadenó todo.

Era una mañana de noviembre, nuestro hijo, al que llamamos Paul ─está de más explicar qué cantante nos inspiró esa elección─, cumpliría ocho meses desde su llegada, el primer viaje familiar. Siempre nos gustó la playa, la encontrábamos como un escape accesible al bolsillo de la familia de clase media y mi hermana rentaba casas en ese lugar, ofreciéndonos donde poder quedarnos y pasar la noche de forma cómoda. Jude no estaba convencida, pero no había salido de casa hace tanto por el cuidado del niño, renunció a su trabajo para dedicarse a ser madre, la mejor mamá que un niño de casi ocho meses pudo haber elegido ─si es que tuvieran la opción de elección.

Íbamos escuchando música, Bon Jovi sonaba con It´s my life, cantábamos a todo pulmón porque nos sentíamos los malditos reyes del universo. Jude tenía a Paul en sus brazos, mis bellos copilotos, debí decirles que vayan en el asiento de atrás, pero uno no toma las debidas precauciones en la vida, éramos los malditos reyes, ¿cómo podíamos imaginar que pasaría algo? Recorrimos la carretera sin prisa, el destino no se movería, lamentablemente los autos no opinaban de la misma forma que nosotros. En un instante veo los ojos de mi mujer, sus ojos reían, no puedo explicar cómo, pero en ese momento había felicidad. Recuerdo tan bien todo porque ahí fue que dejamos de ser una familia.

Había una curva, la música cambió por una que era nuestra canción, se la dediqué cuando me dio el «Sí» y engloba cada parte de este amor, se llama Lucky de Jason Mraz y Colbie Caillat, sería bueno para esta parte que la busques, así entenderás el sentimiento que  acompaña la historia. Mientras le decía lo afortunado que soy por enamorarme de mi mejor amiga en todos los sentidos que pueden existir, otro auto perdió la pista al querer rebasar, intentó frenar, pero ya estaba derrapando hacia nosotros. En ese momento solo tenía en frente los ojos de mi mujer que cambiaron en microsegundos para expresar horror, ahí fue cuando miré a la muerte de cerca. Ese no era el único auto que había perdido el control, ahora éramos nosotros ante un final destinado por una persona que no quiso esperar con paciencia detrás de un camión, el cual en su intento de arreglar la situación empeoró más las cosas, tres vehículos hacia la fatalidad.

La colisión fue inevitable, mucho ruido, gritos, vidrios y vueltas. No fueron más de unos segundos, pero pasó tan lento todo que alcancé a coger la mano de mi mujer y no soltarla, o al menos eso creo. Lo que recuerdo luego son unas luces rojas y un médico que ponía una linterna frente a mis pupilas, se me imposibilitó hablar pero lo intentaba, mi cerebro no sabía qué pasaba, estaba en el suelo, algo me dolía pero no podía reconocer dónde o si era grave. Me desmayé; ahora me movían en una camilla y la luz molestaba mis ojos, era incandescente, me desorientaba, estaba en un hospital, escuchaba pero no entendía nada, no lograba concentrarme en lo que decían, solo era ruido.

Pasaron algunas horas, ya era de noche, podía ver por una ventana cercana que el día había acabado pero todo empezaba, mi hermana estaba en una silla viéndome abrir los ojos, sonrió y me dio un beso, salió de la habitación y más gente fue llegando, todos se movían rápido y hablaban entre ellos. Cuando el doctor llegó pude preguntar por mi familia, «¿dónde están?» Pero dijeron que no era el momento y me desmayé de nuevo.

Estaba herido pero sanaría pronto, había sufrido un golpe en la cabeza pero el cinturón de seguridad evitó que sea un acontecimiento peor, me dieron varios días libres y orden de quedarme en observación para controlar la contusión, tenía molestia en las piernas pero nada que la rehabilitación no pueda mejorar. Estuve en el hospital por una semana, pasé dormido la mayor cantidad del tiempo, me sedaban porque no podía dejar de pedir noticias de Jude y de Paul.

Una psicóloga llegó a mi habitación uno de esos días en los que la agresividad estaba ya controlando mis intentos por información, me pidió que me calme y me dijo que Jude estaba bien, más herida de lo que se esperaba pero en recuperación de una intervención quirúrgica que fue lo que la mantiene con vida. Pero Paul no había corrido con la misma suerte, después de grandes peleas la verdad había llegado a mí. Salió expedido por el parabrisas, cayendo varios metros a la distancia, está de más decir que un bebé no resistiría tal evento, simplemente fue un punto final.

Los meses fueron de la mano con la desgracia, Jude y yo nos recuperamos físicamente del suceso, nuestra familia fue un elemento importante para evitar que uno de los dos acabara con el otro, pero no estábamos completos, no éramos los mismos. Regresamos al hogar que ahora era solo un recuerdo, uno bonito, pero no más que eso. Jude pasaba en cama todo el día, sin ganas ni de comer aún menos de bañarse, solo junto a lo que fueron las cosas del hijo que tanto nos costó traer al mundo. Le contaba cuentos a la hora de dormir a la cuna que estaba en nuestra habitación, la cual no he vuelto a llamar así hasta este momento, para que tengas una idea clara, no volvió a ser nuestra, era de Paul y Jude.

Me mudé a la sala, no podía ver aquella escena cada mañana, tarde y noche. Poco a poco Jude se fue levantando con la misión de preparar la comida al bebé, de tener su ropa limpia, de cumplir sus obligaciones de madre. Se sentía culpable de haber soltado a su hijo para darme la mano, era parte de su sentimiento de aberración ante el hombre que no pudo mantener a salvo a su familia, al que llamaba «Amor».

Les prometo por lo más sagrado que intenté con cada partícula de mi cuerpo ser el hombre que mi mujer necesitaba para su duelo, pero no lo lograba. Pasaron los meses y la situación empeoró, busqué ayuda, pero se negaba a salir de la casa porque no podía dejar al bebé solo, se encerró cada vez más, hasta que la perdí para siempre. Un día su familia cansada de mi incompetencia en cada uno de los aspectos imaginables ─según ellos─ decidió doparla y llevarla a un centro psiquiátrico, me la arrebató la vida una vez más y yo solté su mano, por esta vez creí que ellos tenían la razón. Mi Jude.

Iba de visita, era una habitación pequeña, con una cama de una plaza, un escritorio en la esquina y una cuna para Paul. Me quedaba la duda cada día si preguntaba por mí, pero para ella yo morí en aquel accidente, recordaba vívidamente mi cuerpo en la acera y hasta que le decía que la amaba, por lo tanto nunca más me presenté como su esposo, sino como un amigo lejano, que cada vez se alejaba más.

Fui padre, de un niño que dio su último respiro antes de sus ocho meses, el cual pudo ser un abogado, un pintor o solo un humano. Fui padre y lo recuerdo tan bien que me niego a dejarlo ir, pero ya no tiene caso seguirlo pensando. Fui esposo, quiero creer que intenté ser lo que necesitaba mi esposa, imaginar que en una de esas ideas recurrentes en la noche se acuerda de mí, al menos por un segundo y me da un beso de despedida. Fui esposo de Jude, la mujer que me dio la mayor suerte que pude pedir, me dio luz. Fui un hombre que amó, me gusta creer que algún día amaré de nuevo, pero luego recuerdo que ahora soy un verbo en pasado.

¿Quién soy ahora?, no lo sé, una estadística más de los peligros de la carretera, una historia médica o un cuento sin final. Porque solo fui y ya no soy más.

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