Constanza Aimola
Mi sangre todavía está sobre la
acera. Siempre había fantaseado con mi muerte, la forma en que sería, si me
dolería o qué personas estarían conmigo, sin embargo, esto lo supera todo.
Ahora recuerdo las veces que estuve realmente
en riesgo, las ocasiones en las que sentí que iba a ser el día de mi muerte,
que se hicieron reales solo hasta hace tres días, cuando vi mi cuerpo tirado en
la calle.
Tengo que confesar que lo intenté varias
veces: sobredosis de pastillas para dormir, venas cortadas, golpes en la cabeza
contra la pared y hasta comida descompuesta. En no pocas ocasiones tuve miedo
cuando creí que lo había logrado y trataba de dar aviso y revertir el efecto,
ahora pienso que estaba muerta en vida, me suicidé y me mataron emocionalmente
muchas veces.
Recuerdo pasar días enteros frente a la
ventana de mi habitación. Era pequeña, más bien angosta, aunque de más o menos
dos metros de alto. Todo era muy azul, algo oscura, lo que le daba un aire de
misterio, el tapizado de las paredes, las cortinas, la alfombra, aunque, si
miraba con detenimiento habían rastros de sangre, pertenecían a mí y a mi
primer esposo, ese hombre que siempre encontraba una buena disculpa para pelear
terminando las discusiones con golpes.
Miraba hacia abajo con mucho miedo y
desesperanza. Pensaba que ya no tenía futuro y que era yo o era él. Tenía una
vida llena de incoherencias y contradicciones, me odiaba, este hombre había
trabajado cada uno de los días de su vida a mi lado en sepultar mi autoestima y
hacerme creer que nadie querría estar conmigo, de hecho él lo hacía como un
acto de misericordia.
He tenido que hacer un sobreesfuerzo para
recordar, cuando uno se muere, es difícil. Sin embargo, algunos pensamientos
acerca de lo que sucedió el día que morí y unos días antes, están empezando a
aparecer.
Jugo de naranja, piña en trozos, tocino,
huevos fritos, tostadas de pan caliente, café negro y fuerte, mi desayuno
perfecto, en el lugar perfecto, el antejardín de una casa frente al mar. Estoy
tan feliz, recuerdo esta escena muy cerca del día de mi muerte. Me había
escapado, ahora no recuerdo bien de qué, ocultándome en este lugar que alquilé
por internet.
Deseaba mucho estar en esa época en la que
no existía el celular y éramos solo mi máquina de escribir y yo. Pero me
agobiaban con todas esas llamadas que me distraían de la tranquilidad del lugar
soñado en el que me encontraba.
No puedo quitar de mi cabeza el pavimento
lleno de sangre, una copa grande con vino tinto, yo vestida de rojo, un sofá de
terciopelo púrpura y lámparas negras con lágrimas de cristal. Como en una
pesadilla veo llorando sangre a las paredes, pero no pareciera importarle a
nadie en este sitio que resulta ser un concurrido bar, al que no iba hace más
de diez años.
Hasta ahora estoy haciendo la asociación
de por qué recuerdo ese bar, ahí conocí al hombre que me desposó por cuarta
vez, pasamos momentos agradables, mucho sexo y un falso sentimiento de solos tú
y yo, que al parecer nadie más conocía, porque le llovían las mujeres y él
nunca las rechazaba. No tuvimos hijos debido a su infertilidad, gracias al
cielo, porque no sé qué habría hecho con un heredero de tal ejemplar.
Las escenas de celos que me hacía eran
épicas. Me gritó un par de veces, sin embargo, no creo que haya sido él quien
me mató o me impulsó a suicidarme; todavía no logro recordar con claridad.
Lo que sí recuerdo es el día que nos
conocimos, salí de fiesta muy arreglada, linda pero sencilla, tacones muy
altos, enterizo negro, cabello suelto con rizos que caían naturales sobre mis
hombros. Lo vi en una esquina con un aire de gigoló, muy joven, aunque menos de
lo que realmente era. Ahí estaba yo, de nuevo encontrando hombres problemáticos
y conflictivas relaciones.
Para abreviar y porque además me da
vergüenza contar los detalles, nos empezamos a ver con más y más frecuencia.
Todo terminó ocho meses después, cuando enfureció después de hacerle un
reclamo, sobre un comportamiento que me parecía inaceptable. Me persiguió con
una silla del comedor y me amenazó con tirarme del balcón si llamaba a la
policía. Teléfono en mano me arrinconó a las barandas, en ese momento de verdad
pensé que moriría. Veía su cara huesuda, ojos saltones y mandíbula marcada,
mientras me sujetaba por el cuello con todas sus fuerzas. Sonó el timbre del
teléfono y logré que se distrajera, en ese momento lo empujé, pero me alcanzó y
rompió mi blusa al intentarme retener.
Debido a que sabía que no se iría tan
fácil, me puse la chaqueta y salí corriendo de mi propia casa, lo dejé ahí con
mis cosas y el dinero, en ese momento no me importó que me robara, de hecho lo
hizo en grande. Me fui y no saqué ni las llaves.
Fue un maldito, sin embargo, le perdí el
rastro hace más de veinte años, por lo que creo que no tuvo nada que ver con mi
muerte.
Después del fallecimiento de mi último
esposo, viajé a Ciudad de México, para huir del dolor, gastarme parte de la
herencia y sobre todo evitar a la prensa que había descubierto los engaños de
un abogado que defendía cantantes y actores de cine y televisión.
Tomando mi acostumbrado café de la mañana,
mientras revisaba unos folletos para elegir el destino turístico de ese día, me
fijé en un hombre que me miraba a unas mesas de distancia: más de sesenta años,
no muy atractivo, bastante delgado, en fin, todo lo contrario a mis gustos,
pero logró llamar mi atención porque leía uno de mis libros favoritos —extraño
que un hombre lo hiciera—, un clásico de la literatura escrita por mujeres: Como agua para chocolate.
Cruzábamos miradas y sonrisas, finalmente
se decidió y se acercó a mi mesa. Nos presentamos y bueno, pasamos varias
horas, muchas tazas de café y nos contamos la historia de vida de cada uno.
Resultó un hombre adorable, con cada palabra me encantaba, sus miradas me
embrujaban y su cultura me apasionaba.
Al parecer hoy quiero terminar las
historias rápidamente, será porque se me acabó el tiempo. Pues bien, al salir
de México me había enamorado completa y profundamente de ese hombre. Me siguió
hasta mi país y allí vivimos un idilio, tantas historias y aventuras repletas
de vida.
Meses más tarde volví a México para
conocer a su familia. Había estado casado pero también era viudo y no tenía
hijos. Me llevó a los mejores hoteles, conocí destinos encantadores y viví los
mejores quince días de toda mi existencia. En este viaje me confesó que tenía
cáncer y no quería tener tratamiento. Lloré y juré que estaría a su lado el
tiempo que le quedara de vida. Debí regresar, pero pronto nos reuniríamos para celebrar
las fiestas de fin de año. El veintitrés me llamó una de sus hermanas y me dio
la noticia de su muerte. El mundo se derrumbó para mí como un castillo de
naipes. Sentí pasar la arena caliente de las playas que visitamos, la brisa en
nuestra cara, el sol sobre nuestras cabezas. Por última vez la sal del mar se posó
sobre mis ojos y lo vi quitándome el pelo de la cara, consolándome y haciéndome
sentir tan mujer como nadie lo había hecho.
¡Qué va!, este hombre no tuvo que ver nada
con mi muerte. Para ese momento estaba ya muy lejos.
Mi hermana, la última persona de mi
familia que seguía viva. Apenas cuatro años menor, mi versión mejorada, mi
fanática número uno. Siempre tan hermosa a lo natural, no debía usar maquillaje
porque tenía cara de ángel de porcelana, una mujer maravillosa que llenó mis
días de paz y seguridad, porque siempre estuvo a mi lado. Solíamos tomar el
café con un chocolate y recordábamos la niñez y la adolescencia. Jugábamos a adivinar
el personaje y nos moríamos de risa. Muchas veces también lloramos, nos
abrazamos y consolamos. Otras veces la regañaba por su adicción al cigarrillo y
ella a mí por ser una impuntual sin remedio.
No tuvo éxito en el amor, lo intentó con parejas
de diferente posición social y económica, todos los colores de piel, otras
nacionalidades y hasta los dos sexos, sin embargo, parecía no poder encontrar
su media naranja. Quería volverse estable, encontrar a alguien con quien echar
raíces, tal vez tener hijos. Así que una noche invité a un amigo artista que
creía que cumplía con sus requisitos y los presenté. Se gustaron, enamoraron y
siguiendo en la onda de contar las historias de forma breve, se casaron por un
rito que ellos mismos se inventaron, en una ceremonia poco clásica en la playa.
Pasaron solo tres años y se divorciaron.
Sin embargo, él quería seguir teniendo los beneficios de seguir casado con
ella, sin estar a su lado. La celaba muchísimo, la perseguía, le mandaba
personas a que la espiaran y le llegaba al trabajo, cuando estaba en el cine,
en la biblioteca, el museo y decía que era pura coincidencia. Un día, mi
hermana viajó con un grupo de amigos y al regresar estaba instalado en su casa,
muy ebrio, con la mesa de centro llena de fotos de escenas del paseo del fin de
semana.
Cuando mi hermana entró y prendió la luz,
lo vio ahí sentado con un trago en la mano y de inmediato me escribió un
mensaje. Me contó que tenía mucho miedo y que me necesitaba a su lado. Estuve
tantas veces en su lugar, sabía que estaba paralizada del miedo.
Tomé mi carro y viajé por cuarenta
minutos, porque estaba fuera de la ciudad. Cuando entré a su casa, lo vi encima
de mi hermana. Le pegaba en la cara y ella ya estaba irreconocible, tenía el
rostro morado y los ojos inflamados. Me le abalancé por la espalda, pero
enfurecido me postró en el suelo. Con un pie me pisaba una mano y con la
rodilla de la otra pierna me presionaba el pecho. Mi hermana, siempre tan
fuerte, estaba reducida a carne molida a golpes.
Sacó una pistola de debajo del cojín de un
sofá y balaceándose por su ebriedad, falló tres disparos que sentía como me rozaban
las orejas. Me estrellé contra la pared mientras caminaba hacia atrás.
Finalmente una bala rozó mi cuello y me dejó una herida en la nuca. Caí al piso
y me dio patadas hasta que perdí el sentido. Cuando volví a abrir los ojos, mi
hermana estaba limpiando la sangre y haciendo presión sobre la herida. Había
despertado y lo noqueó con uno de los hierros de la chimenea. Aprovechando su
última fuerza que ya no era mucha, lo arrastró y encerró en una habitación,
trancando la chapa con una silla. Ya había llamado a la policía pero estaban
tardando mucho.
Dejamos de escucharlo, nos acercamos con
cautela, pensamos que mi hermana lo había matado y cometimos el error de abrir
la puerta. Cuando entramos, la cortina se movía al ritmo del viento. El hombre
ya no estaba en el suelo, me aproximé más, cuando sentí que me tomó por el
cabello y sin chistar me tiró por la ventana, siete pisos abajo.
Toda mi vida pasó frente a mis ojos, las
personas, los momentos y mi mexicano, que fue lo último en que pensé antes de
sentir un golpe muy fuerte en todo el cuerpo. Morí instantáneamente y vi mi
alma salir del cuerpo. Subí a la terraza y pude observar mi sangre sobre la
acera.
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