Paulina Pérez
Alguien tomó su
mano, no distinguía los rostros de quienes le rodeaban ni entendía lo que le
decían, solo eran sombras y ruido. Colocaron algo sobre su boca y nariz, para
cuando despertó se encontraba en una habitación de hospital con sus manos entre
las de sus padres, quienes la miraban sin poder contener el llanto.
Era un hermoso
domingo, el sol había desterrado por completo las nubes y desde la terraza,
Martha con su taza, tipo tazón, llena de café
recién colado, miraba las cumbres nevadas que rodeaban la ciudad. Un
tono musical le anunciaba que a su celular había llegado un mensaje. Los
hermanos Pinto le recordaban la fiesta de cumpleaños que harían en el bar de
Fausto al mediodía.
Martha terminó su
café mientras admiraba el bello paisaje que ese día la naturaleza le obsequiaba
y luego bajó a alistarse para la reunión con sus amigos.
Cristian y Ricardo
Pinto eran mellizos, conocían a Martha desde el colegio. Eran muy divertidos,
amigueros y tenían fama de tener varias novias a la vez, les gustaba mucho
andar de fiesta y de conquista, excelentes bailarines y expertos en saber cómo
hacer sentir halagada a una mujer; caballerosos, detallistas y generosos cuando
estaban interesados en alguna fémina.
Fausto era amigo
de Martha desde la infancia, habían sido vecinos desde que recordaban, fueron
al mismo colegio y él se puso a cargo del negocio de su padre ni bien terminó
el bachillerato, se trataba de un bar cafetería con cierta fama por el ambiente
familiar y acogedor, nada lujoso ni exclusivo. A media mañana de aquel día, Fausto
pasó a buscar a Laura, su novia, que era quien estaba de cumpleaños, y a la
hermana menor de ella, Sofía, para ir al bar. Cuando llegaron Martha, los mellizos
Pinto y Jairo, ya los esperaban.
A Jairo lo habían
conocido recientemente en una fiesta en la que todos habían coincidido. Era un
muchacho bromista, bien parecido, de cabellos negros, ojos oscuros, largas
pestañas, tez blanca y muy alto, su carisma atrajo la atención de Ricardo y
Cristian. Lo llevaban con ellos a todos lados. Tenía un negocio de repuestos de
autos en sociedad con un hermano; apenas terminó el colegio quiso ponerse a
trabajar, no era muy apegado a los estudios pero sí al ejercicio físico y al
cuidado de su apariencia.
Fausto abrió la
puerta a sus invitados y organizaron dos grupos. Él, Laura y Sofía irían al
supermercado para comprar unas picaditas, refrescos y algo para almorzar.
Martha quedaría al mandó de los hermanos Pinto y Jairo para arreglar un poco el
salón, poner música y verificar que las cervezas estuvieran bien frías.
Martha escucho una
canción que le gustaba mucho y empezó a bailar mientras arreglaba las sillas
alrededor de un par de mesas que había juntado para colocar los aperitivos, las
bebidas y la comida. Jairo propuso hacer unos mojitos ligeros para empezar la parranda,
los mellizos lo acompañaron y regresaron al rato con una jarra de hierba buena,
ron y hielo.
Los cuatro
muchachos empezaron a bailar, hacían coreografías con ciertas canciones, reían,
bromeaban. De pronto Martha tomó uno de los micrófonos del karaoke y se subió
sobre la mesa de billar para continuar bailando mientras cantaba, se sentía
llena de energía, eufórica. Los chicos la acompañaban cantando y aplaudiendo.
Martha se sintió
mareada y se dejó caer sobre la mesa, Jairo se acercó con un vaso y le dijo:
—Toma un poco más
y se te pasa el mareo.
Martha accedió pero
sucedió todo lo contrario, sentía todo su cuerpo adormecido. Jairo la acomodó
sobre la mesa de billar.
—Martha, Martha.
¿Estás bien?
Martha escuchaba
la voz de Jairo pero no podía contestarle. Le tomaba tiempo distinguir los
rostros de sus amigos y sus brazos y piernas no le respondían.
Uno a uno fueron
poniéndose sobre ella, no podía moverse, solo sentía el peso de aquellos cuerpos
sobre el suyo, sus rostros sudorosos, sus lenguas violentando su boca, sabía
que le mordían los pezones, la piel alrededor de sus genitales, no sentía dolor
solo impotencia. La pusieron boca abajo y seguían penetrándola y ella ahí sin
poder defenderse, sin entender por qué sus amigos la violaban una y otra vez
entre carcajadas y aplausos.
Otra vez boca
arriba pero ellos ya no estaban sobre ella, sin embargo, sentía que introducían
algo en su vagina, no dolía, no, pero lo sentía. Como si le hubieran puesto un
anestésico que había dormido su cuerpo pero no sus ojos ni sus oídos.
Otra vez boca
abajo y nuevamente ellos, en medio de risas escandalosas, penetraban su ano con
algún objeto.
Gritos y fuertes
golpes desde el exterior silenciaron de golpe a los tres muchachos. Martha no
podía identificar las voces ni la causa de aquel estruendo que reemplazó a la
música y las carcajadas, trató de incorporarse y se desvaneció.
Fausto bajó del
carro con las dos chicas y procedieron a sacar las compras de la cajuela del
auto, empujaron la puerta y como no se abría golpearon, nadie abría. Así que
trató de forzarla porque solo estaba puesto el picaporte interno, Jairo hacía
presión desde adentro para que Fausto no entrara. Fausto presintió que algo
sucedía cuando por la pequeña abertura de la puerta observó a Jairo a medio
vestir y con gotas de sangre en la camisa; pidió ayuda a Laura y Sofía para
hacer fuerza, romper el seguro y entrar. El hallazgo era aterrador; Martha
desnuda y ensangrentada sobre la mesa de billar, un taco de billar, una botella
y un vaso con máculas sanguinolentas, los hermanos Pinto con los pantalones en
las rodillas y manchas de sangre en las manos y el resto de sus ropas.
Fausto empezó a
gritar y a pedir ayuda. La gente que pasaba por allí logró cercar a los
agresores mientras alguien llamaba a emergencias. Martha fue trasladada al
hospital sin que los paramédicos lograran despertarla. Cuando empezó a
reaccionar el dolor de las heridas despertó con ella. La habían destrozado y el
impacto emocional empezaba a desencadenarse. Gritaba, lloraba, maldecía su
vida, quería morir, a los médicos no les quedó otra opción que volver a sedarla
para evitar que se autolesionara o perdiera la razón, no estaba lista todavía
para enfrentar aquella cruel realidad.
Pasaron varios
días hasta que Martha pudo dejar los tranquilizantes y fue sometida a dos
cirugías para reconstruir sus partes íntimas, una sicóloga y un psiquiatra la
visitaban a diario. Una noche escuchó a un par de enfermeras comentando
indignadas sobre publicaciones en redes sociales, en las cuales se acusaba a
Martha de haber provocado a los chicos para luego hacerse la víctima, las pocas
fuerzas que había recuperado para tratar de enfrentar todo ese horror que había
vivido desaparecieron, su agotamiento era tal, que no tenía energía ni para
llorar, suplicaba en silencio morir, morir rápido y acabar con la angustia que
le presionaba el pecho al punto de no dejarla respirar sin causarle dolor. No
lograba comprender por qué continuaba viva.
Los padres de
Martha se turnaban para acompañarla. Una tarde una de las enfermeras le enseñó
a Martha una publicación de Facebook, era una convocatoria a una marcha en
solidaridad con ella para la semana siguiente.
El sábado, antes
de la convocatoria por Martha, en una ciudad cercana, una mujer era asesinada
en plena calle, su expareja la había citado en un pequeño restaurante para
tratar de convencerla de volver con él, estaban esperando un hijo y debían
solucionarlo, ante la negativa de ella, la secuestró a punta de cuchillo; la
chica pidió auxilio y los transeúntes alertaron a la policía sobre el hecho,
luego de noventa minutos, el hombre, totalmente fuera de sí, apuñalaba a su
exnovia hiriéndola de muerte.
El país entero se
conmocionó ante estos dos actos brutales y las mujeres se tomaron las calles
para exigir al estado el derecho a vivir sin miedo y el fin de la impunidad.
Las miles de jóvenes,
profesionales, amas de casa, acompañadas de sus hijas o sus nietas caminando
por las calles de muchas ciudades del país, exigiendo justicia para todas
aquellas que habían sido violentadas, acosadas, maltratadas, explotadas y
asesinadas, le dieron la fuerza necesaria a Martha para empezar a llorar, a
hablar e iniciar así, el largo proceso de sanación.
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