viernes, 8 de marzo de 2019

Todas eran yo


Paulina Pérez


Alguien tomó su mano, no distinguía los rostros de quienes le rodeaban ni entendía lo que le decían, solo eran sombras y ruido. Colocaron algo sobre su boca y nariz, para cuando despertó se encontraba en una habitación de hospital con sus manos entre las de sus padres, quienes la miraban sin poder contener el llanto.

Era un hermoso domingo, el sol había desterrado por completo las nubes y desde la terraza, Martha con su taza, tipo tazón, llena de café  recién colado, miraba las cumbres nevadas que rodeaban la ciudad. Un tono musical le anunciaba que a su celular había llegado un mensaje. Los hermanos Pinto le recordaban la fiesta de cumpleaños que harían en el bar de Fausto al mediodía.

Martha terminó su café mientras admiraba el bello paisaje que ese día la naturaleza le obsequiaba y luego bajó a alistarse para la reunión con sus amigos.

Cristian y Ricardo Pinto eran mellizos, conocían a Martha desde el colegio. Eran muy divertidos, amigueros y tenían fama de tener varias novias a la vez, les gustaba mucho andar de fiesta y de conquista, excelentes bailarines y expertos en saber cómo hacer sentir halagada a una mujer; caballerosos, detallistas y generosos cuando estaban interesados en alguna fémina.

Fausto era amigo de Martha desde la infancia, habían sido vecinos desde que recordaban, fueron al mismo colegio y él se puso a cargo del negocio de su padre ni bien terminó el bachillerato, se trataba de un bar cafetería con cierta fama por el ambiente familiar y acogedor, nada lujoso ni exclusivo. A media mañana de aquel día, Fausto pasó a buscar a Laura, su novia, que era quien estaba de cumpleaños, y a la hermana menor de ella, Sofía, para ir al bar. Cuando llegaron Martha, los mellizos Pinto y Jairo, ya los esperaban.

A Jairo lo habían conocido recientemente en una fiesta en la que todos habían coincidido. Era un muchacho bromista, bien parecido, de cabellos negros, ojos oscuros, largas pestañas, tez blanca y muy alto, su carisma atrajo la atención de Ricardo y Cristian. Lo llevaban con ellos a todos lados. Tenía un negocio de repuestos de autos en sociedad con un hermano; apenas terminó el colegio quiso ponerse a trabajar, no era muy apegado a los estudios pero sí al ejercicio físico y al cuidado de su apariencia.

Fausto abrió la puerta a sus invitados y organizaron dos grupos. Él, Laura y Sofía irían al supermercado para comprar unas picaditas, refrescos y algo para almorzar. Martha quedaría al mandó de los hermanos Pinto y Jairo para arreglar un poco el salón, poner música y verificar que las cervezas estuvieran bien frías.

Martha escucho una canción que le gustaba mucho y empezó a bailar mientras arreglaba las sillas alrededor de un par de mesas que había juntado para colocar los aperitivos, las bebidas y la comida. Jairo propuso hacer unos mojitos ligeros para empezar la parranda, los mellizos lo acompañaron y regresaron al rato con una jarra de hierba buena, ron y hielo.

Los cuatro muchachos empezaron a bailar, hacían coreografías con ciertas canciones, reían, bromeaban. De pronto Martha tomó uno de los micrófonos del karaoke y se subió sobre la mesa de billar para continuar bailando mientras cantaba, se sentía llena de energía, eufórica. Los chicos la acompañaban cantando y aplaudiendo.

Martha se sintió mareada y se dejó caer sobre la mesa, Jairo se acercó con un vaso y le dijo:

—Toma un poco más y se te pasa el mareo.

Martha accedió pero sucedió todo lo contrario, sentía todo su cuerpo adormecido. Jairo la acomodó sobre la mesa de billar.

—Martha, Martha. ¿Estás bien?

Martha escuchaba la voz de Jairo pero no podía contestarle. Le tomaba tiempo distinguir los rostros de sus amigos y sus brazos y piernas no le respondían.

Uno a uno fueron poniéndose sobre ella, no podía moverse, solo sentía el peso de aquellos cuerpos sobre el suyo, sus rostros sudorosos, sus lenguas violentando su boca, sabía que le mordían los pezones, la piel alrededor de sus genitales, no sentía dolor solo impotencia. La pusieron boca abajo y seguían penetrándola y ella ahí sin poder defenderse, sin entender por qué sus amigos la violaban una y otra vez entre carcajadas y aplausos.

Otra vez boca arriba pero ellos ya no estaban sobre ella, sin embargo, sentía que introducían algo en su vagina, no dolía, no, pero lo sentía. Como si le hubieran puesto un anestésico que había dormido su cuerpo pero no sus ojos ni sus oídos.

Otra vez boca abajo y nuevamente ellos, en medio de risas escandalosas, penetraban su ano con algún objeto.

Gritos y fuertes golpes desde el exterior silenciaron de golpe a los tres muchachos. Martha no podía identificar las voces ni la causa de aquel estruendo que reemplazó a la música y las carcajadas, trató de incorporarse y se desvaneció.

Fausto bajó del carro con las dos chicas y procedieron a sacar las compras de la cajuela del auto, empujaron la puerta y como no se abría golpearon, nadie abría. Así que trató de forzarla porque solo estaba puesto el picaporte interno, Jairo hacía presión desde adentro para que Fausto no entrara. Fausto presintió que algo sucedía cuando por la pequeña abertura de la puerta observó a Jairo a medio vestir y con gotas de sangre en la camisa; pidió ayuda a Laura y Sofía para hacer fuerza, romper el seguro y entrar. El hallazgo era aterrador; Martha desnuda y ensangrentada sobre la mesa de billar, un taco de billar, una botella y un vaso con máculas sanguinolentas, los hermanos Pinto con los pantalones en las rodillas y manchas de sangre en las manos y el resto de sus ropas.

Fausto empezó a gritar y a pedir ayuda. La gente que pasaba por allí logró cercar a los agresores mientras alguien llamaba a emergencias. Martha fue trasladada al hospital sin que los paramédicos lograran despertarla. Cuando empezó a reaccionar el dolor de las heridas despertó con ella. La habían destrozado y el impacto emocional empezaba a desencadenarse. Gritaba, lloraba, maldecía su vida, quería morir, a los médicos no les quedó otra opción que volver a sedarla para evitar que se autolesionara o perdiera la razón, no estaba lista todavía para enfrentar aquella cruel realidad.

Pasaron varios días hasta que Martha pudo dejar los tranquilizantes y fue sometida a dos cirugías para reconstruir sus partes íntimas, una sicóloga y un psiquiatra la visitaban a diario. Una noche escuchó a un par de enfermeras comentando indignadas sobre publicaciones en redes sociales, en las cuales se acusaba a Martha de haber provocado a los chicos para luego hacerse la víctima, las pocas fuerzas que había recuperado para tratar de enfrentar todo ese horror que había vivido desaparecieron, su agotamiento era tal, que no tenía energía ni para llorar, suplicaba en silencio morir, morir rápido y acabar con la angustia que le presionaba el pecho al punto de no dejarla respirar sin causarle dolor. No lograba comprender por qué continuaba viva.

Los padres de Martha se turnaban para acompañarla. Una tarde una de las enfermeras le enseñó a Martha una publicación de Facebook, era una convocatoria a una marcha en solidaridad con ella para la semana siguiente.

El sábado, antes de la convocatoria por Martha, en una ciudad cercana, una mujer era asesinada en plena calle, su expareja la había citado en un pequeño restaurante para tratar de convencerla de volver con él, estaban esperando un hijo y debían solucionarlo, ante la negativa de ella, la secuestró a punta de cuchillo; la chica pidió auxilio y los transeúntes alertaron a la policía sobre el hecho, luego de noventa minutos, el hombre, totalmente fuera de sí, apuñalaba a su exnovia hiriéndola de muerte.

El país entero se conmocionó ante estos dos actos brutales y las mujeres se tomaron las calles para exigir al estado el derecho a vivir sin miedo y el fin de la impunidad.

Las miles de jóvenes, profesionales, amas de casa, acompañadas de sus hijas o sus nietas caminando por las calles de muchas ciudades del país, exigiendo justicia para todas aquellas que habían sido violentadas, acosadas, maltratadas, explotadas y asesinadas, le dieron la fuerza necesaria a Martha para empezar a llorar, a hablar e iniciar así, el largo proceso de sanación.

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