Adrián González
El sol busca escaparse entre la serranía al poniente del
pueblo, creando largas sombras en el desierto, cuyo ambarino y pálido semblante
se torna poco a poco en ocre resplandeciente. Las montañas más allá de la planicie,
que hasta hace unas horas mostraban sus escabrosas pendientes rematadas de cumbres
rugosas como crestas de inmensas iguanas, una frente a la otra, mirándose apacibles
e impávidas pero soberbias, se han convertido en imponentes e infranqueables
murallas negras; por encima de ellas —como rebelándose a la noche—, fuego ardiente
se asoma, resistiéndose a apagar su brío consumidor y lanzando, de último
recurso, algunos destellos hacia las escasas y diáfanas nubes que salpican por
aquí y por allá un cielo comúnmente escampado.
Reposando desde media tarde sobre una mecedora en el
pórtico de su casa a las afueras del pueblo, en un barrio sin pavimento ni
alumbrado, Silvia, de cara al crepúsculo, suspira profundamente y voltea con pereza
a su costado para contemplar de reojo a la luna, que en forma de hamaca parece
quererse mecer colgada de la nada, aproximándose un poco más a cada instante y dejando
ver a su lado un pequeño punto que intenta tímidamente centellear en un
firmamento que aún no es negro, pero ya no es azul.
—¿Por qué se puede ver esa pequeña estrella junto a la
luna y todavía no hay ninguna otra en el cielo? —pregunta intrigada.
—Porque no es una estrella —responde Renato, sonriendo.
—¿Cómo que no es una estrella? —interpela.
—Es un planeta y brilla porque, al igual que la luna,
refleja la luz del sol.
—¡Pero si el sol ya se ocultó! —insiste, en tanto Renato
vuelve a sonreír, se levanta del banco en el que se encontraba sentado tras de
ella, se acerca a darle por la espalda un beso en la mejilla y pone en el
cuenco de su mano algunas nueces que acaba de pelar mientras el día se despedía
frente a ellos.
—¿Cómo es que ahora sabes esas cosas, viejo?
—No lo sé, lo leí en algún lugar, flaca.
—No me digas flaca.
—No me digas viejo.
—La puesta del sol en esta tierra árida siempre me
recuerda aquel terregal seco y salitroso donde nos conocimos —comenta ella con
nostalgia.
—Sí, a mí también, aunque prefiero esta tierra llena de
nopales y otros cactus, a aquella llena de basura y tolvaneras de polvo. También
prefiero a las iguanas y hasta a las culebras, que a aquellas ratas.
—Pero, éramos felices ahí, ¿no, Renato?
—Sí, y me hubiera gustado seguir viviendo en el circo
—responde él después de quedarse callado unos segundos.
—Un pobre circo junto a un basurero. —Evoca ella con
añoranza—. Nunca te platiqué cómo me convertí en la contorsionista, ¿verdad?
—Cierto. Aunque supongo que ayudó el que fueras
delgadita.
—Sí, pero de ahí a torcerse toda, sabrás que hay mucha
diferencia —aclara.
—Pues, todavía lo haces muy bien. ¡Ja, ja!
—¡Cállate, burlón! Que ya no hacemos nada. ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja! Bueno, al menos tú sí sabes cómo me
convertí en payaso.
—Está claro que para tapar con la nariz de bola tu propia
nariz rota y chueca por tu época de boxeador. ¡Ja, ja, ja!
—Sí, aunque nunca fui buen boxeador... «¡Solo eras un
violento peleador!», me aclaró el entrenador cuando regresé a buscarlo para
ganarme un dinero porque estabas a punto de dar a luz.
—Pues nunca te vi pelear como boxeador, pero en la calle
nadie podía contigo. Jamás me contaste cómo fue que te metiste a eso.
—Me metí como a todo lo que se atravesó en mi camino, para
sobrevivir. Ya sabes que lo de payaso lo hacía desde niño en los semáforos.
—Yo tuve la suerte de que el circo me recogiera cuando me
fugué del hogar de niñas aquí en la frontera, donde me abandonó mi madre. Así
me entrené desde chica, aunque el dueño del circo decía que ese tipo de cosas
ya lo traes en el cuerpo. Como tú lo peleonero, supongo.
—Cuando me escapé de un orfanatorio fue porque pensé que era
peor que las calles.
—¿Y sí lo era?
—En las calles por lo menos tienes para dónde correr.
—Extraño a Diego, Renato. Nunca me ha dejado de doler que
muriera nuestro hijo —comenta, Silvia, ahora con voz quebrada.
—Pero tenemos a la Chivis —responde él, inclinándose
sobre la mecedora para abrazarla y tratar de consolarla—. Claro que a mí
también me duele que Diego haya muerto, sobre todo tan chiquito, pero con su
enfermedad hubiera sufrido toda su vida.
—También extraño a don Abel y a Lucho, el enano. A la
trabajadora social que nos ayudó con Diego y nos dio trabajo. ¡Ah! Se me
olvidaba…, ella es la responsable de que aprendieras a leer y ahora sepas todas
esas cosas extrañas que parecen mentiras.
—Clara, se llamaba Clara —precisa, ignorando el
comentario de Silvia—. Gente buena, como el dueño del circo, mi maestro payaso.
—¿Cómo llegamos hasta acá, pues?
—Ni idea. Solo viviendo, Silvia.
—Pero nos tenemos. ¿No? Renato.
—Sí, nos tenemos, tenemos a nuestra hija y eso…, es
llegar muy lejos.
—¿La quieres?
—Como si fuera nuestra.
—¿De quién más va a ser? De no estar con nosotros quién
sabe dónde estaría o habría muerto de frío y hambre en la calle —advierte
Silvia, con la mirada perdida, recordándose a sí misma de niña y sintiendo una
ligera punzada en el corazón. Siempre ha temido que Renato sospeche que la
pequeña Silvia es fruto de su soledad y su desesperación estando lejos de él.
—¿Sabes? Cuando te encontré, después de todo ese tiempo,
pensé que era tuya, que también era mía, que quizás cuando te fuiste ya ibas
embarazada. Hasta parecido le encontré conmigo —asegura Renato, para
tranquilizarla. Siempre lo ha sabido; la Chivis es retrato fiel de su madre.
—¿En verdad, Renato? ¡Qué hermoso hubiera sido! Pero ¿por
qué no habría de ser así? Silvia es nuestra hija y nosotros somos sus padres.
De que me fui, pues ya te pedí perdón, estaba muy asustada, pero no sabes cuánto
agradezco que me hayas encontrado, aunque hayan pasado todos esos años.
—Al contrario, perdona que de alguna manera mi vida de
delincuente nos alcanzó.
—¡Qué delincuente ni qué nada! Eras un chamaco pandillero
más. Como dices, tuviste que hacer lo que fuera para sobrevivir en la calle.
—Ya ni recuerdo cuántas tarugadas hice.
—Ni al caso acordarse.
—Cuando me preguntaste hace un rato si éramos felices en
el circo, ¿sabes en qué caí en cuenta? —pregunta Renato, acercándose con
ternura a abrazar a Silvia.
—¿En qué? —lo cuestiona ella, levantándose de la mecedora.
—En que nunca había estado más en paz que ahora. Creo que
esto es la felicidad que busqué.
—Lo que sí no me explico, es… ¿Cómo fue, pues, que nos
emparentamos tú y yo, si ni me gustabas, Renato? —dice Silvia, sarcásticamente,
alzando la cara para mirarlo a los ojos, luego de un rato de permanecer
abrazados en silencio.
—¡Mira de lo que me vengo a enterar después de tantos
años! ¡Ja, ja, ja!
—Entremos para que cenes y no vayas de prisa al trabajo —sugiere
ella—, creo que la Chivis ya se acostó a dormir.
Minutos antes de las diez de la noche, Renato arriba para
desempeñar su trabajo de velador a una de tantas maquiladoras extranjeras que se
establecen en la frontera, porque la mano de obra es más barata. Luego de perforar
su tarjeta de asistencia en la caseta de vigilancia, recoge su linterna, el reloj
checador con carcaza metálica y el radio, para iniciar su primer rondín. «Ese
viejo y pesado reloj en cualquier momento no funcionará más —le advierte el
vigilante—. Ahí hay otros más modernos». Él sonríe y sale de la caseta sin
responder nada. La planta es grande y el recorrido cansado, cada vez su pierna
lastimada y los achaques de la edad le molestan más, pero él agradece tener
trabajo. «Payaso y boxeador», cavila, mientras se pierde en los pasillos largos
y solitarios. En su mente aparecen escenas de su niñez, haciendo malabares en
las esquinas por algo de dinero, acompañado de un perro callejero con el que
compartía el poco alimento que llegaba a sus manos. Cada vez mejoraba sus
trucos, inventando nuevas rutinas, tratando de llamar la atención de los
conductores, descubriendo que, si lograba hacerlos sonreír, seguro obtendría
una moneda. «Aunque a veces la sonrisa en sí misma era suficiente paga»,
recuerda.
Al llegar a su primer punto de revisión, hace su registro
y continúa hacia el siguiente, ubicado en el almacén general, cuando una chica
de baja estatura y vestimenta masculina le sale al paso interrumpiéndole la
entrada a la pequeña nave. «¿Qué te trae por acá, viejo?», le increpa, en tanto tres
jóvenes salen de la oscuridad detrás de ella. Renato se detiene y los observa
en silencio, casi los reconoce, les podría llamar por su nombre sin temor a
equivocarse, son idénticos a aquellos con los que convivió muchos años atrás.
«Quizás con otras ropas —analiza—, pero definitivamente son los mismos».
«¡Mejor te quedas quieto!», le advierte el más alto, luego de interponerse en
actitud firme frente a él, al ver que Renato hace por sacar el radio de su
funda en el cinturón «El Monje —piensa Renato, mirándolo a los ojos sin dar un
paso atrás y recordando el apodo de un pandillero igual de alto con el que un
día se enfrentó—, mentira que lo maté». El joven voltea a mirar de reojo a la
chica, esta asiente y Renato recibe una fuerte patada en el estómago, que lo
hace caer de espaldas. El golpe fue contundente, de un solo movimiento, como
dando un paso militar al frente. «Este muchacho está entrenado», reconoce
Renato, tirado en el suelo, intentando soportar el dolor y sin las fuerzas que
antaño tuvo para enfrentarlos. «Por qué mejor no te mueres, viejo —vuelve a
hablar la chica—, por lo visto ya no te queda mucho tiempo». Renato gira el
cuerpo sobre su costado para intentar levantarse, lo hace lentamente,
colocándose primero a gatas de espaldas al joven, quien en ese momento con otra
patada en su trasero lo empuja, haciendo que caiga nuevamente pero ahora de
cara al suelo. Sin rendirse y con la nariz sangrando por el golpe contra el
pavimento, Renato se arrastra pecho tierra con sus codos, tratando de alejarse
para ponerse a salvo de las patadas del pandillero; en su trayecto empuña
disimuladamente su reloj checador que trae en la mano derecha. El joven se
vuelve a acercar, ahora rodeándolo y parándose frente a la cara de Renato, en
tanto los otros jóvenes ríen discretamente. «A este le da placer lastimarme»,
piensa Renato, tomando por sorpresa el tobillo de su oponente para asestar un
fuerte golpe con la carcaza metálica del pesado reloj sobre la rodilla de este.
Una y otra vez Renato golpea con todas sus fuerzas, aferrado con su brazo
izquierdo a la pantorrilla del joven, que ahora ha caído y aun cuando jala de
los cabellos a Renato, este no cesa de golpearlo. La reacción fue rápida y los
otros jóvenes se acercan de prisa a ayudar a su compañero; empiezan a patearlo
una y otra vez. Todo transcurre en silencio, entre las sombras al abrigo de la
noche. Una sirena suena y las luces de algunos reflectores se encienden. «¡¿Qué
pasa aquí?!», grita alguien. Los delincuentes corren. Renato yace jadeando
entre tosidos sangrantes.
Amanece y
Silvia ya está de pie preparando el desayuno para la Chivis cuando tocan a la
puerta. «De seguro tu padre olvidó sus llaves. Ya se le olvida todo —señala—.
¡Apúrate para que no llegues tarde a la escuela! —grita». Al abrir la puerta, Renato
no es quien toca y de alguna extraña manera, ella sabe que no volverá.
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