lunes, 22 de abril de 2019

El fin


Adrián González


El sol busca escaparse entre la serranía al poniente del pueblo, creando largas sombras en el desierto, cuyo ambarino y pálido semblante se torna poco a poco en ocre resplandeciente. Las montañas más allá de la planicie, que hasta hace unas horas mostraban sus escabrosas pendientes rematadas de cumbres rugosas como crestas de inmensas iguanas, una frente a la otra, mirándose apacibles e impávidas pero soberbias, se han convertido en imponentes e infranqueables murallas negras; por encima de ellas —como rebelándose a la noche—, fuego ardiente se asoma, resistiéndose a apagar su brío consumidor y lanzando, de último recurso, algunos destellos hacia las escasas y diáfanas nubes que salpican por aquí y por allá un cielo comúnmente escampado.

Reposando desde media tarde sobre una mecedora en el pórtico de su casa a las afueras del pueblo, en un barrio sin pavimento ni alumbrado, Silvia, de cara al crepúsculo, suspira profundamente y voltea con pereza a su costado para contemplar de reojo a la luna, que en forma de hamaca parece quererse mecer colgada de la nada, aproximándose un poco más a cada instante y dejando ver a su lado un pequeño punto que intenta tímidamente centellear en un firmamento que aún no es negro, pero ya no es azul.

—¿Por qué se puede ver esa pequeña estrella junto a la luna y todavía no hay ninguna otra en el cielo? —pregunta intrigada.

—Porque no es una estrella —responde Renato, sonriendo.

—¿Cómo que no es una estrella? —interpela.

—Es un planeta y brilla porque, al igual que la luna, refleja la luz del sol.

—¡Pero si el sol ya se ocultó! —insiste, en tanto Renato vuelve a sonreír, se levanta del banco en el que se encontraba sentado tras de ella, se acerca a darle por la espalda un beso en la mejilla y pone en el cuenco de su mano algunas nueces que acaba de pelar mientras el día se despedía frente a ellos.

—¿Cómo es que ahora sabes esas cosas, viejo?

—No lo sé, lo leí en algún lugar, flaca.

—No me digas flaca.

—No me digas viejo.

—La puesta del sol en esta tierra árida siempre me recuerda aquel terregal seco y salitroso donde nos conocimos —comenta ella con nostalgia.

—Sí, a mí también, aunque prefiero esta tierra llena de nopales y otros cactus, a aquella llena de basura y tolvaneras de polvo. También prefiero a las iguanas y hasta a las culebras, que a aquellas ratas.

—Pero, éramos felices ahí, ¿no, Renato?

—Sí, y me hubiera gustado seguir viviendo en el circo —responde él después de quedarse callado unos segundos.

—Un pobre circo junto a un basurero. —Evoca ella con añoranza—. Nunca te platiqué cómo me convertí en la contorsionista, ¿verdad?

—Cierto. Aunque supongo que ayudó el que fueras delgadita.

—Sí, pero de ahí a torcerse toda, sabrás que hay mucha diferencia —aclara.

—Pues, todavía lo haces muy bien. ¡Ja, ja!

—¡Cállate, burlón! Que ya no hacemos nada. ¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja! Bueno, al menos tú sí sabes cómo me convertí en payaso.

—Está claro que para tapar con la nariz de bola tu propia nariz rota y chueca por tu época de boxeador. ¡Ja, ja, ja!

—Sí, aunque nunca fui buen boxeador... «¡Solo eras un violento peleador!», me aclaró el entrenador cuando regresé a buscarlo para ganarme un dinero porque estabas a punto de dar a luz.
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—Pues nunca te vi pelear como boxeador, pero en la calle nadie podía contigo. Jamás me contaste cómo fue que te metiste a eso.

—Me metí como a todo lo que se atravesó en mi camino, para sobrevivir. Ya sabes que lo de payaso lo hacía desde niño en los semáforos.

—Yo tuve la suerte de que el circo me recogiera cuando me fugué del hogar de niñas aquí en la frontera, donde me abandonó mi madre. Así me entrené desde chica, aunque el dueño del circo decía que ese tipo de cosas ya lo traes en el cuerpo. Como tú lo peleonero, supongo.

—Cuando me escapé de un orfanatorio fue porque pensé que era peor que las calles.

—¿Y sí lo era?

—En las calles por lo menos tienes para dónde correr.

—Extraño a Diego, Renato. Nunca me ha dejado de doler que muriera nuestro hijo —comenta, Silvia, ahora con voz quebrada.

—Pero tenemos a la Chivis —responde él, inclinándose sobre la mecedora para abrazarla y tratar de consolarla—. Claro que a mí también me duele que Diego haya muerto, sobre todo tan chiquito, pero con su enfermedad hubiera sufrido toda su vida.

—También extraño a don Abel y a Lucho, el enano. A la trabajadora social que nos ayudó con Diego y nos dio trabajo. ¡Ah! Se me olvidaba…, ella es la responsable de que aprendieras a leer y ahora sepas todas esas cosas extrañas que parecen mentiras.

—Clara, se llamaba Clara —precisa, ignorando el comentario de Silvia—. Gente buena, como el dueño del circo, mi maestro payaso.

—¿Cómo llegamos hasta acá, pues?

—Ni idea. Solo viviendo, Silvia.

—Pero nos tenemos. ¿No? Renato.

—Sí, nos tenemos, tenemos a nuestra hija y eso…, es llegar muy lejos.

—¿La quieres?

—Como si fuera nuestra.

—¿De quién más va a ser? De no estar con nosotros quién sabe dónde estaría o habría muerto de frío y hambre en la calle —advierte Silvia, con la mirada perdida, recordándose a sí misma de niña y sintiendo una ligera punzada en el corazón. Siempre ha temido que Renato sospeche que la pequeña Silvia es fruto de su soledad y su desesperación estando lejos de él.

—¿Sabes? Cuando te encontré, después de todo ese tiempo, pensé que era tuya, que también era mía, que quizás cuando te fuiste ya ibas embarazada. Hasta parecido le encontré conmigo —asegura Renato, para tranquilizarla. Siempre lo ha sabido; la Chivis es retrato fiel de su madre.

—¿En verdad, Renato? ¡Qué hermoso hubiera sido! Pero ¿por qué no habría de ser así? Silvia es nuestra hija y nosotros somos sus padres. De que me fui, pues ya te pedí perdón, estaba muy asustada, pero no sabes cuánto agradezco que me hayas encontrado, aunque hayan pasado todos esos años.

—Al contrario, perdona que de alguna manera mi vida de delincuente nos alcanzó.

—¡Qué delincuente ni qué nada! Eras un chamaco pandillero más. Como dices, tuviste que hacer lo que fuera para sobrevivir en la calle.

—Ya ni recuerdo cuántas tarugadas hice.

—Ni al caso acordarse.

—Cuando me preguntaste hace un rato si éramos felices en el circo, ¿sabes en qué caí en cuenta? —pregunta Renato, acercándose con ternura a abrazar a Silvia.

—¿En qué? —lo cuestiona ella, levantándose de la mecedora.

—En que nunca había estado más en paz que ahora. Creo que esto es la felicidad que busqué.

—Lo que sí no me explico, es… ¿Cómo fue, pues, que nos emparentamos tú y yo, si ni me gustabas, Renato? —dice Silvia, sarcásticamente, alzando la cara para mirarlo a los ojos, luego de un rato de permanecer abrazados en silencio.

—¡Mira de lo que me vengo a enterar después de tantos años! ¡Ja, ja, ja!

—Entremos para que cenes y no vayas de prisa al trabajo —sugiere ella—, creo que la Chivis ya se acostó a dormir.

Minutos antes de las diez de la noche, Renato arriba para desempeñar su trabajo de velador a una de tantas maquiladoras extranjeras que se establecen en la frontera, porque la mano de obra es más barata. Luego de perforar su tarjeta de asistencia en la caseta de vigilancia, recoge su linterna, el reloj checador con carcaza metálica y el radio, para iniciar su primer rondín. «Ese viejo y pesado reloj en cualquier momento no funcionará más —le advierte el vigilante—. Ahí hay otros más modernos». Él sonríe y sale de la caseta sin responder nada. La planta es grande y el recorrido cansado, cada vez su pierna lastimada y los achaques de la edad le molestan más, pero él agradece tener trabajo. «Payaso y boxeador», cavila, mientras se pierde en los pasillos largos y solitarios. En su mente aparecen escenas de su niñez, haciendo malabares en las esquinas por algo de dinero, acompañado de un perro callejero con el que compartía el poco alimento que llegaba a sus manos. Cada vez mejoraba sus trucos, inventando nuevas rutinas, tratando de llamar la atención de los conductores, descubriendo que, si lograba hacerlos sonreír, seguro obtendría una moneda. «Aunque a veces la sonrisa en sí misma era suficiente paga», recuerda.

Al llegar a su primer punto de revisión, hace su registro y continúa hacia el siguiente, ubicado en el almacén general, cuando una chica de baja estatura y vestimenta masculina le sale al paso interrumpiéndole la entrada a la pequeña nave. «¿Qué te trae por acá, viejo?», le increpa, en tanto tres jóvenes salen de la oscuridad detrás de ella. Renato se detiene y los observa en silencio, casi los reconoce, les podría llamar por su nombre sin temor a equivocarse, son idénticos a aquellos con los que convivió muchos años atrás. «Quizás con otras ropas —analiza—, pero definitivamente son los mismos». «¡Mejor te quedas quieto!», le advierte el más alto, luego de interponerse en actitud firme frente a él, al ver que Renato hace por sacar el radio de su funda en el cinturón «El Monje —piensa Renato, mirándolo a los ojos sin dar un paso atrás y recordando el apodo de un pandillero igual de alto con el que un día se enfrentó—, mentira que lo maté». El joven voltea a mirar de reojo a la chica, esta asiente y Renato recibe una fuerte patada en el estómago, que lo hace caer de espaldas. El golpe fue contundente, de un solo movimiento, como dando un paso militar al frente. «Este muchacho está entrenado», reconoce Renato, tirado en el suelo, intentando soportar el dolor y sin las fuerzas que antaño tuvo para enfrentarlos. «Por qué mejor no te mueres, viejo —vuelve a hablar la chica—, por lo visto ya no te queda mucho tiempo». Renato gira el cuerpo sobre su costado para intentar levantarse, lo hace lentamente, colocándose primero a gatas de espaldas al joven, quien en ese momento con otra patada en su trasero lo empuja, haciendo que caiga nuevamente pero ahora de cara al suelo. Sin rendirse y con la nariz sangrando por el golpe contra el pavimento, Renato se arrastra pecho tierra con sus codos, tratando de alejarse para ponerse a salvo de las patadas del pandillero; en su trayecto empuña disimuladamente su reloj checador que trae en la mano derecha. El joven se vuelve a acercar, ahora rodeándolo y parándose frente a la cara de Renato, en tanto los otros jóvenes ríen discretamente. «A este le da placer lastimarme», piensa Renato, tomando por sorpresa el tobillo de su oponente para asestar un fuerte golpe con la carcaza metálica del pesado reloj sobre la rodilla de este. Una y otra vez Renato golpea con todas sus fuerzas, aferrado con su brazo izquierdo a la pantorrilla del joven, que ahora ha caído y aun cuando jala de los cabellos a Renato, este no cesa de golpearlo. La reacción fue rápida y los otros jóvenes se acercan de prisa a ayudar a su compañero; empiezan a patearlo una y otra vez. Todo transcurre en silencio, entre las sombras al abrigo de la noche. Una sirena suena y las luces de algunos reflectores se encienden. «¡¿Qué pasa aquí?!», grita alguien. Los delincuentes corren. Renato yace jadeando entre tosidos sangrantes.

Amanece y Silvia ya está de pie preparando el desayuno para la Chivis cuando tocan a la puerta. «De seguro tu padre olvidó sus llaves. Ya se le olvida todo —señala—. ¡Apúrate para que no llegues tarde a la escuela! —grita». Al abrir la puerta, Renato no es quien toca y de alguna extraña manera, ella sabe que no volverá.

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