María Marta Ruiz Díaz
A pesar de haber crecido junto a diferentes razas de perros y que,
actualmente, además de a su pequeña hija de apenas dos añitos, está criando a
una Golden que le rompe absolutamente todos los juguetes, pero que tolera
porque les da un cariño indescriptible y la hace sentir protegida, Carmen,
madre soltera, siempre tuvo aprehensión por los animales de la calle.
Pero esa tarde, la vio… Acababa de sacar el auto del garaje y estaba por
cerrar el portón, cuando se le cruzó en el camino metiéndose en el jardín de la
casa. Después se acurrucó en un rincón junto a la pared de la tapia y allí quedó
temblando y tosiendo. Su color blanco con grandes manchas negras le recordó a
un pequeño ternero de la raza Holstein. Le fue imposible pensar en sacársela de
encima. Lo primero que atinó fue a darle agua, que la perrita agradeció con la
mirada y bebió durante un buen rato. Después le puso algo del alimento
balanceado, pero el animalito no demostró interés en lo sólido.
No se animaba a tocarla, le era imposible. Buscó una manta y se la tiró
en el piso, notando que a la brevedad la perra se acurrucaba sobre ella. Allí
pudo ver con más detenimiento que tenía las mamas inflamadas, sin duda acababa
de tener cría. «¿Dónde estarán sus cachorros?», pensó Carmen afligida. Después
notó que una de las tetillas estaba excesivamente inflamada, como si tuviera un
tumor o una infección. Cada vez sentía más pena por ese pequeño animal. La tos
no le disminuía y, de a ratos, casi se ahogaba y no podía respirar.
«¿Qué hago?», se preguntaba, mientras su beba Inés, extendía su mano
queriendo acariciar a la recién llegada.
«¿A quién llamo? ¿Y si contagia? ¡No puedo dejarla sola… se va a
morir!». Los pensamientos iban y venían por su mente en milésimas de segundo.
Hasta que recordó a su amiga del colegio que con su mamá recibían y cuidaban a
perritos de la calle. La llamó enseguida. Ella estaba de viaje, pero le
recomendó a un veterinario que no le cobraría y le revisaría a la perrita. Lo
localizó por suerte, y en poco menos de una hora, él se presentó en su casa.
—Tiene varias cosas, pobrecita —expresó él luego de una exhaustiva
revisación.
—¿Usted no conoce a alguien que quiera llevársela? ¡Yo no puedo
tenerla! Ya tengo otro animal y a mi niña, no vaya a contagiarlos…
—Por el contagio no se preocupe, lamentablemente nadie la va a querer
recibir en este estado. Hay que darle antibióticos en breve y algo más para el
dolor. Está sufriendo mucho.
—¿Cuánto me saldrán los remedios? ¡No puedo creer en lo que me metí!
—Señora, esté tranquila, yo no le voy a cobrar la consulta, pero no
tengo muestras de remedios para darle, así que deberá comprarlos. Pero sepa que
todo lo que da, le llega duplicado. Esta perrita por algo eligió su casa. No la
desampare.
—Usted más que un veterinario, parece un pastor, yo no sé si luego me
llegará el doble, el tema es de dónde saco lo que necesito ahora… ¿Cuál es su
diagnóstico?
—Está con una infección en una de las mamas, tiene un pequeño tumor
entre la nariz y el ojo izquierdo, lo que le produce que el mismo se le hinche
y ponga rojo. Además tiene pulmonía, por eso tose tanto. Debe de haber estado
mucho tiempo a la intemperie, con bajas defensas por el parto y probablemente,
algún perro callejero la haya lastimado también, se la ve en mal estado general.
Carmen la miraba ya con ternura, en su interior se iba manifestando el
amor de madre. En ese mismo instante, decidió cuidarla hasta que sanara y
después entregarla a algún hogar que deseara recibirla.
Indira, la perra Golden, la recibió con esa simpatía que caracteriza a
los animales de esa raza, la olfateó largo rato y terminó aceptando compartir
con ella su hogar y a sus protectoras o protegidas, según desde qué lado se
mire. Inés tenía prohibido tocarla, pero más de una vez la suavidad de sus
manitos acarició ese pelaje duro, seco y sucio, brindándole a la perrita un
hermoso momento de cariño.
Por el aspecto deteriorado con el que llegó, Carmen la apodó la Vieja y
le quedó ese nombre que a algún extraño podría parecerle cruel, pero que para
ellas resultaba dulce y hasta simpático. La perrita se fue ganando el corazón
de todas, a cada cuidado que su dueña temporal le hacía, ella le devolvía una
mirada agradecida, que no se puede describir con palabras. De a poco fue
abriendo los ojos, comenzó a caminar despacito, mejoró la infección de su mama,
pero la tos la seguía torturando día y noche, hasta que comenzó también a
sangrar cada vez que tosía. El veterinario iba y venía, agregando medicaciones
para paliar su sufrimiento.
Fueron días de muchísimo calor, en los que Carmen y su pequeña hija
aprovechaban para ir al club y meterse en la pileta, durante lo cual la casa y
las perras quedaban solas por un buen tiempo.
Una mañana en que salían a pasear, ella no se percató de que la Vieja,
al ver el portón abierto había aprovechado para salir y retornar a su mundo.
Cuando notó su ausencia estimó que volvería una vez que diera unas vueltas por
ahí y no se preocupó.
Pero los días pasaban y no había noticias de la perrita. Carmen se dio
cuenta de que se había encariñado sobremanera con ella. Cada vez que llegaba a
su casa, esperaba encontrarla echada en la entrada, pero no aparecía. Hasta que
una noche, cuando estaba guardando el auto en el garaje escuchó a su vecina
gritar: «¡Salí, perra!», «¡Salí, perra!¡No te voy a dejar entrar! ¡Ni lo
sueñes!»
Carmen se le acercó y con gran alegría comprobó lo que suponía, era la Vieja
que se había equivocado de casa y estaba echada en la de al lado. Le preguntó a
su vecina cuánto tiempo hacía que estaba ahí, y para su sorpresa llevaba más de
tres días. «¡Cómo no la busqué!», pensó enseguida. Más lo lamentó cuando la
señora le dijo que nunca le había dado ni siquiera agua, con las altas
temperaturas reinantes…
Y así fue como la perrita retornó a su hogar, volvió a recibir gran
cantidad de medicamentos y de a poco mejoró su enfermedad, aunque obviamente
tanta cosa la había dejado muy debilitada.
Pasado un tiempo, Carmen ya se había acostumbrado a ella, la notaba
mejor, entonces comenzó a dejar el portón abierto, para ver si la perra deseaba
retornar a su mundo. «Los perros de la calle no están acostumbrados a vivir en
el encierro —pensó—, debo darle esa posibilidad, que ella la tome o la deje».
Y no se había equivocado, un día, espiando desde la ventana, la vio
partir. Lentamente salió de la casa, sin siquiera mirar hacia atrás, comenzó a
caminar hacia la izquierda. Carmen salió para ver para dónde iba, pero en pocos
minutos desapareció de su vista. Internamente supo que ya no volvería. Su
corazón latía fuerte y las lágrimas se deslizaban por su rostro, no podría
olvidar esa mirada, agradecida, tierna, increíble. Pero se sentía bien, por
primera vez en su vida, había ayudado a un perro callejero y creía haber
aprendido mucho con esta hermosa experiencia.
El tiempo pasó, Inés cumplió sus tres añitos e Indira las seguía
acompañando con sus locuras y cariños, ya habituada nuevamente a ser la única
protectora del hogar.
Una tarde en que Carmen estaba en el gimnasio, recibió una llamada de la
niñera. La chica gritaba y lloraba desesperadamente:
—¡Señora! ¡Se escapó! ¡No la puedo encontrar! ¡Venga rápido por favor!
—Ceci, por favor, sé más clara, me estás poniendo muy nerviosa, ¿se
escapó la perra?
—¡No, señora! ¡La gordita! ¡Inés! Olvidé cerrar la reja de adelante y se
ve que salió porque no la encuentro…
Carmen se dejó caer en el suelo y al instante, tomó conciencia de lo que
acababa de escuchar, dio un salto y salió del lugar rumbo a su auto. El miedo y
los nervios no la dejaban pensar. Arrancó rumbo a su casa y, mientras lo hacía,
llamó a la policía, a la seguridad privada, a sus padres, pidiéndoles a todos
que fueran urgente a su casa. «¡Tenemos que encontrar a Inés antes de que ocurra
una desgracia!».
Cuando por fin llegó, estacionó el auto en la calle y comenzó a correr
por su cuadra, por las laterales, por las de atrás. Indira la seguía de cerca
olfateando cada espacio. Pero la pequeña no aparecía…
De a poco fue llegando la ayuda, avisaron a los vecinos del barrio,
todos buscaban, la llamaban, pero parecía como si la tierra se la hubiera
tragado. Carmen lloraba desconsolada en brazos de sus padres.
Así pasaron la tarde y la noche sin disminuir la búsqueda, nadie
descansaba, hasta que un policía comenzó a dudar de Ceci, la empleada.
—Señorita, por favor, necesito hacerle unas preguntas.
—Sí, oficial, diga nomás.
—¿Puede volver a contarme cómo fue que desapareció esta pequeña?
—¡No puedo creer lo que hice! Fue un pequeño momento de descuido… Me fui
al baño sin darme cuenta de que la reja de adelante estaba abierta, porque
había salido Indira. La chiquita sabe abrir la puerta de entrada de la casa, y
yo no le había puesto llave. Cuando salí del baño la busqué por todos lados y
no pude encontrarla. Imagino que salió solita, no puedo asegurarle si fue así,
pero ¿de qué otra manera puede desaparecer?
—Me va a disculpar, pero hasta que este caso se resuelva, usted es
sospechosa.
—¿Sospechosa? ¿Yo? ¿De qué me acusan? —la chica tenía la cara
desfigurada de tanto llorar.
—¿No tuvo la visita de algún hombre? ¿Novio? ¿Amigo? ¿Alguien?
—No, no. Estábamos solas, jugando en el sala de estar de la casa. Ella acababa
de almorzar unos fideos que yo le había preparado.
—Imagínese señorita, que así como podría tratarse de una desaparición,
también podríamos estar frente a un secuestro, y un dato preciso suyo orientaría
el rumbo de esta investigación.
—¿Secuestro? Nunca lo había pensado… ¡No! Es imposible, no escuché nada.
—Sí, indudablemente no escuchó nada, ¿estaba con auriculares?, no
entiendo cómo pudo ser tan descuidada. Vaya al auto policial, tomaremos sus
datos.
Ceci caminaba hacia el coche con la mirada fija en el pavimento, se creía
tan culpable que pensaba que si la encerraban tras las rejas, quizás se
sentiría mejor. No se animaba a ver a la mamá de Inés a los ojos.
Por su lado, Carmen, cuando escuchó la hipótesis de un secuestro, rompió
en llanto y corrió hacia su empleada con intención de pegarle. Un policía la
detuvo y la acompañó hasta su casa, ofreciéndole una taza de té caliente. Ella
lo empujó, volvió a salir a la calle y comenzó a llamar a gritos a su hijita.
Ya casi no podía mantenerse en pie, las piernas le temblaban y la cabeza le
daba vueltas y vueltas. Su hermosa cara estaba desfigurada por tanto llanto y
dolor.
De pronto se escuchó la sirena de un patrullero acercándose a la vivienda.
Carmen corrió para ver si traían alguna novedad. Del auto bajó un oficial que
comenzó a conversar con quien manejaba la investigación. Mientras le daba lo
que parecía una explicación positiva, señalaba adentro del vehículo. Al momento
llamaron a Carmen, quien al llegar y mirar en el asiento de atrás tuvo que
hacer un gran esfuerzo para no caer desplomada en el piso. Comenzó a llorar
intensamente, mientras el oficial le abría la puerta del auto. Allí estaba Inés
durmiendo y a su lado… «la vieja». Luego apareció Indira, que comenzó a sacudir
su cola de un lado al otro expresando su alegría, y que, sin que nadie pudiera
impedirlo se trepó al auto y comenzó a lamer a la niñita y a la perra. Al
momento llegaron al auto policial los abuelos, todos se abrazaban haciendo un
esfuerzo por no desfallecer después de tanta angustia contenida.
Inés abrió los ojos y se vio rodeada de todos sus seres queridos, y en
su media lengua comenzó a querer explicarles lo que le había pasado. Nadie
entendió lo que decía, pero la alegría era tan inmensa que todos reían y
lloraban a la vez. La cuadra se fue llenando de vecinos que también festejaban.
Las nubes dieron paso a la luna, que parecía que esa noche sonreía y brillaba
más que nunca.
Esa misma tarde-noche del día de la desaparición, la policía había
logrado dar con unas cámaras que estaban colocadas en un negocio a dos cuadras
de la casa de Carmen. Al ver las grabaciones descubrieron a la niña caminando
solita por la calle, hasta que su amiga, la perrita, se le acercó y con su
cabeza la iba empujando hasta hacerla subir a la vereda. Se las ve irse juntas,
a paso lento. La niña conversa con la perra mientras se alejan hasta perderse
del foco de la cámara.
Con ese dato, y sabiendo la dirección a la que se dirigían, las fueron a
buscar. Después de un largo tiempo, las encontraron. Inés dormía acurrucada en
el piso, y la Vieja la cubría con su cuerpo para darle calor. La situación era
tan tierna, que hasta el oficial dejaba caer unas lágrimas mientras la contaba.
Ceci quedó liberada y Carmen, influenciada por los consejos de sus
padres, la perdonó sin resentimientos. Sabía que había sido un descuido, pero también
que nunca hubo de parte de ella intención alguna de lastimar a su hija,
porque la amaba.
La Vieja no volvió a compartir el techo con ellas. Al bajarla del auto
se acercó a Carmen, quien la abrazó con dulzura. Se dejó acariciar, mimar, pero
después puso rumbo a quién sabe qué lugar. La dejaron marchar, sabiendo que
ella siempre andaría por ahí, vigilándolas, cuidándolas. Un animal que fue
acogido nunca lo olvida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario