lunes, 6 de mayo de 2019

Don Cayetano


María Elena Delgado Portalanza


Mi vecino don Cayetano, como cariñosamente lo llamaban todas las personas que lo conocían, era un anciano amable de mirada profunda, hablar fluido y algo excéntrico me atrevería a decir.  En su conversación se reflejaba la sabiduría y la suspicacia que se adquiere con los años.

Se acostumbró a levantarse con los primeros rayos de luz, sintonizaba su radio preferida con el programa La hora del pasillo e iba directo a alimentar a sus aves de corral, que era su actividad favorita en los últimos años. El patio de su casa no era muy grande, sin embargo, criaba cinco patos,  diecinueve gallinas y dos gallos. Después de alimentarlos, hablarles, limpiar el gallinero, el bebedero, entraba a casa a desayunar. Luego salía nuevamente según como estaba el día y pasaba horas y horas observándolos. Algunos de ellos, sus preferidos, tenían nombre.

Recientemente habíamos adquirido una bonita y amplia casa dentro de una pequeña urbanización  cerrada en las afueras de la ciudad. Por la cercanía al cerro Montecristi, era muy fresca y en las noches de verano bajaba una fría neblina que nos obligaba a dormir con gruesas frazadas.  Eran solo seis casas y una de ellas era la nuestra.  Estaba muy ilusionada con mi nuevo hogar, mis hijos ya podían disfrutar de espacios libres,  no me preocuparía por pagar la renta mes a mes, ¡era propia! Sembramos césped y geranios en el jardín, y en el patio muchas papayas, al fin teníamos nuestra casa.

La cerca que dividía mi patio y la de mi vecino Cayetano era muy baja por lo que se nos facilitaba saludarnos y mantener cortas conversaciones. Después ya aumentaríamos la altura de la cerca cuando compré un bello ejemplar de dóberman para mis pequeños hijos.

Don Cayetano me contaba un día muy animado:

—Mire, vecina, mi Catalina es la gallina más gorda y hermosa, su plumaje amarillo brilla con el sol y es muy activa pues pone huevos todos los días de Dios, aunque a veces pelea con la Gertrudis, que es esa. —Me señalaba con un dedo.

—¿La del pescuezo pelado y con el copete en la cabeza? —le pregunté.

—Sí. —Sonreía—. Esa que está como recién salida de un gabinete de belleza, esa es tremenda, es muy escandalosa, y tengo que siempre andarle cortando las plumas de las alas porque le gusta salir de casa, saltarse las cercas. —Y poniendo cara de preocupación continuó diciendo —Hay zorros por aquí y temo que un día se escape y se la coman. Gertrudis es una dama escandalosa y coqueta, le encanta darse baños de tierra.

—Pero eso les gusta a todas, ¿o no? —le respondía.

—Sí es verdad, pero ella es la más tenaz, ah, ah, y una revoltosa, es una loca bella. Solo tengo dos gallos, ese grandote de plumas blancas plateadas es el Jacinto, con  esa gran cresta y espolón poderoso; se cree el dueño del gallinero y con razón,  ya le cuento el porqué. Y el Tomás, que es más mocito pero ya empieza con su canto ronco a despuntar como otro gran macho del gallinero. Todas las gallinas prefieren al Jacinto, pues este las pisa con rapidez y con brío. —Y, al decir esto, sonreía con su boca de anciano desdentado, pero con cierta picardía y complicidad.

—Caramba, solo dos gallos para todo el gallinero —le dije algo asombrada.

—Así es mejor vecina. Bueno también está la  Rosaura, otra gallina Guarica que pelea con Gertrudis, a decir verdad todas se disputan al Jacinto.

No salía de mi asombro cómo era que sabía tanto de sus animales y seguidamente le preguntaba que si todas tenían nombre.

—No señora, solo las que más quiero.  —Me contestaba sonriente. 

Seguidamente me obsequiaba una papaya de su cosecha y me aconsejaba que no bote las semillas y las siembre, pues en este clima se da muy bien esta fruta, me aseguraba. Le agradecía y nos despedíamos amablemente.

Alberto Mendoza, (Don Cayetano sería luego su mote) fue el tercero de once hermanos, nacido el veinticinco de octubre de mil novecientos treinta y uno en la Finca «Los Mendoza» en las riberas del río Chone, cerca de Bahía de Caráquez. Su niñez llena de amor y enmarcado en valores y respeto a nuestros semejantes como a los animales y demás seres vivos. Combinó las labores del campo y sus estudios escolares. Su padre, hombre honesto y trabajador, tuvo que vender la finca cuando la situación económica se empezó a debilitar por la caída de los precios del café, rubro principal de la hacienda. Esto motivó que el joven Alberto interrumpa sus estudios y se ponga a trabajar, ya que por estar entre los hermanos mayores, debía ayudar a la economía familiar.

Después de vender la propiedad  toda la familia se trasladó a vivir al pueblo. Fueron tiempos muy duros sobre todo para Alberto que se había vuelto más reservado que antes. Extrañaban los días en la finca en la que parecía que las horas pasaban más lentas, los atardeceres eran más pintorescos, el despertar con el trinar de los pajaritos, el mugido de las vacas, el canto de las aves de corral. Aspirar el olor a tierra mojada y a café recién molido que inundaba los sentidos. Nada se comparaba con esas vivencias.

Sin embargo, había que continuar como buenos hijos con los cambios que les ofrecía la vida. Alquilaron una vieja casona en un barrio populoso, en la calle Alejo Lascano a dos cuadras del Mercado Central, ahora el despertar era entre pitos de carros, el bullicio de los vendedores y el ajetreo de los comerciantes. Alberto por este tiempo empezaría a beber licor después de la jornada laboral con los amigos del pueblo, pasaba en los billares y cantinas. Su padre, hombre de mucha rectitud, no estuvo de acuerdo con ello y terminó sacándolo de la casa, pues no permitiría un mal ejemplo a sus otros hijos. Así pasaron algunos años hasta que conoció a la bella Teresita y su vida se llenó otra vez de luz y esperanza.

Junto con ella construyeron un sólido hogar, lleno de disciplina y virtudes. Sus días de parranda quedaron atrás y fue un responsable padre de familia. Se trasladó a vivir a la linda ciudad de Manta donde consiguió colocarse de chofer en una institución pública encargada de velar por la administración del puerto, donde años más tarde se jubilaría.

Sus compañeros de trabajo lo apreciaban mucho, ahí le pusieron el mote, que llevaría hasta el final de sus días; por una película de moda, donde el chofer del capo de la mafia italiana era Don Cayetano y físicamente se parecía mucho a él. Don Alberto se sentía tan identificado con su apodo que cuando le preguntaban su nombre, él decía sonriendo, solo pregunten por Don Cayetano y verá como me encuentra.

Fue un padre ejemplar y junto con Teresita criaron a sus siete hijos con mucho amor y rectitud, hizo énfasis en que sus hijos culminen una carrera profesional, pues siempre se lamentó no haber tenido la oportunidad de estudiar. Sus hijos no lo decepcionaron y el que ellos fueran profesionales constituía su mayor orgullo.  Cuando los nombraba decía: ya mismo viene a visitarme mi hijo Carlos, el arquitecto… o mañana viene mi hijo César, el doctor, y así por el estilo nombraba a sus hijos con ese orgullo de padre realizado.

Jack, el cachorro de dóberman, había crecido rápido, por lo que me vi apurada a subir la cerca, que dividía mi patio con el del vecino Don Cayetano; además nuestro perro parecía tenerles mucho odio a sus gallinas, su cacareo constante lo ponían nervioso. Cuando ellas ponían sus huevos empezaba un coro fuerte de cacareos  y al mismo tiempo: el perro ladraba, los niños reían y se formaba una gran algarabía.

Jack era un gran cazador, ya en su corta edad había matado algunos zorros que merodeaban el gallinero. En las mañanas yo salía desprevenida a trabajar, al abrir la puerta, ¡qué susto! Me encontraba con un bulto de gruesos pelos negros, ¡era un zorro muerto! Y Jack feliz meneaba su cola con orgullo por el trofeo de guerra que exhibía.

Un buen día hubo una alharaca muy singular; Gertrudis se pasó la cerca que dividía nuestras casas,  Jack, siempre vigilante, en un santiamén con sus grandes fauces le quebró su elegante pescuezo. Cuando llegué a casa, Juana, mi asistente doméstica me cuenta el incidente paso a paso.

—Señora, primero ¡logré quitarle la gallina al perro!, ¡fue difícil, pues no quería soltarla, nunca lo había visto tan enardecido!, ¡echaba espuma por la boca!,  luego puse a hervir agua para sacarle las plumas y bien lavadita y sacándole las magulladuras se la puse en su mejor bandeja y se la fui a dejar al vecino.

—¿Qué pasó luego? —le inquirí con expectativas y muy apenada.

—Nada, solo Don Cayetano cuando abrió la puerta y viendo que le traían muerta a su gallina en una bandeja se tapó la cara con una mano y con la otra me hacía señas pidiéndome que me vaya por favor, que no quería verla.

Ese día Don Cayetano no comió y pasó todo taciturno por la muerte de su bella Gertrudis en manos de Jack, yo me sentía mal no sabía cómo desagraviar a mi vecino, pues conocía del afecto de él hacia sus gallinas, y Gertrudis era una de sus preferidas.  Pero no era la primera vez que pasaba algo similar. Dos hermosas gallinas, la Tomasa y la Rosaura ya habían muerto anteriormente por infarto. Las alimentaba mucho y luego sufría su pérdida.

Don Cayetano vivía con sus dos hijas solteronas y su esposa Teresita y en reunión familiar le insistieron para que dejara de criar gallinas, que le ocasionaba  muchos inconvenientes  y más aún, este pasatiempo mermaba su economía de jubilado, ya que  él no permitía ni que se las coman, ni tampoco venderlas. Pero era terco y se enojaba. Decía que eso era su única diversión que lo conectaba a los recuerdos de su niñez en la finca de sus padres.

Solo cuando su amada Teresita enfermó y luego murió perdió su luz y esperanza por la vida.

No quiso saber nada de sus gallinas, no le interesaba nada, ni nadie. Luego sus hijas se trasladaron a una zona más céntrica de la ciudad, que empezó a aborrecer. Había adelgazado mucho y se volvió muy melancólico. Pasó un año viviendo, sin vivir. Hasta que una cálida tarde en que casi no probó bocado se retiró a descansar para ya nunca despertar.

1 comentario:

  1. Estos cuentos cortos, llevan como esencia el recuerdo prístino de lo vivido. Nada como el ayer para leerlo y recordar

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