María Elena Delgado Portalanza
Mi
vecino don Cayetano, como cariñosamente lo llamaban todas las personas que lo conocían,
era un anciano amable de mirada profunda, hablar fluido y algo excéntrico me
atrevería a decir. En su conversación se
reflejaba la sabiduría y la suspicacia que se adquiere con los años.
Se
acostumbró a levantarse con los primeros rayos de luz, sintonizaba su radio
preferida con el programa La hora del
pasillo e iba directo a alimentar a sus aves de corral, que era su
actividad favorita en los últimos años. El patio de su casa no era muy grande, sin
embargo, criaba cinco patos, diecinueve
gallinas y dos gallos. Después de alimentarlos, hablarles, limpiar el
gallinero, el bebedero, entraba a casa a desayunar. Luego salía nuevamente
según como estaba el día y pasaba horas y horas observándolos. Algunos de
ellos, sus preferidos, tenían nombre.
Recientemente
habíamos adquirido una bonita y amplia casa dentro de una pequeña
urbanización cerrada en las afueras de
la ciudad. Por la cercanía al cerro Montecristi, era muy fresca y en las noches
de verano bajaba una fría neblina que nos obligaba a dormir con gruesas
frazadas. Eran solo seis casas y una de
ellas era la nuestra. Estaba muy
ilusionada con mi nuevo hogar, mis hijos ya podían disfrutar de espacios
libres, no me preocuparía por pagar la
renta mes a mes, ¡era propia! Sembramos césped y geranios en el jardín, y en el
patio muchas papayas, al fin teníamos nuestra casa.
La
cerca que dividía mi patio y la de mi vecino Cayetano era muy baja por lo que
se nos facilitaba saludarnos y mantener cortas conversaciones. Después ya
aumentaríamos la altura de la cerca cuando compré un bello ejemplar de dóberman
para mis pequeños hijos.
Don
Cayetano me contaba un día muy animado:
—Mire,
vecina, mi Catalina es la gallina más gorda y hermosa, su plumaje amarillo brilla
con el sol y es muy activa pues pone huevos todos los días de Dios, aunque a
veces pelea con la Gertrudis, que es esa. —Me señalaba con un dedo.
—¿La
del pescuezo pelado y con el copete en la cabeza? —le pregunté.
—Sí.
—Sonreía—. Esa que está como recién salida de un gabinete de belleza, esa es
tremenda, es muy escandalosa, y tengo que siempre andarle cortando las plumas
de las alas porque le gusta salir de casa, saltarse las cercas. —Y poniendo
cara de preocupación continuó diciendo —Hay zorros por aquí y temo que un día
se escape y se la coman. Gertrudis es una dama escandalosa y coqueta, le
encanta darse baños de tierra.
—Pero
eso les gusta a todas, ¿o no? —le respondía.
—Sí
es verdad, pero ella es la más tenaz, ah, ah, y una revoltosa, es una loca
bella. Solo tengo dos gallos, ese grandote de plumas blancas plateadas es el
Jacinto, con esa gran cresta y espolón
poderoso; se cree el dueño del gallinero y con razón, ya le cuento el porqué. Y el Tomás, que es más
mocito pero ya empieza con su canto ronco a despuntar como otro gran macho del
gallinero. Todas las gallinas prefieren al Jacinto, pues este las pisa con
rapidez y con brío. —Y, al decir esto, sonreía con su boca de anciano
desdentado, pero con cierta picardía y complicidad.
—Caramba,
solo dos gallos para todo el gallinero —le dije algo asombrada.
—Así
es mejor vecina. Bueno también está la
Rosaura, otra gallina Guarica que pelea con Gertrudis, a decir verdad
todas se disputan al Jacinto.
No salía de mi asombro cómo era que sabía
tanto de sus animales y seguidamente le preguntaba que si todas tenían nombre.
—No
señora, solo las que más quiero. —Me
contestaba sonriente.
Seguidamente
me obsequiaba una papaya de su cosecha y me aconsejaba que no bote las semillas
y las siembre, pues en este clima se da muy bien esta fruta, me aseguraba. Le
agradecía y nos despedíamos amablemente.
Alberto
Mendoza, (Don Cayetano sería luego su mote) fue el tercero de once hermanos,
nacido el veinticinco de octubre de mil novecientos treinta y uno en la Finca
«Los Mendoza» en las riberas del río Chone, cerca de Bahía de Caráquez. Su
niñez llena de amor y enmarcado en valores y respeto a nuestros semejantes como
a los animales y demás seres vivos. Combinó las labores del campo y sus
estudios escolares. Su padre, hombre honesto y trabajador, tuvo que vender la
finca cuando la situación económica se empezó a debilitar por la caída de los
precios del café, rubro principal de la hacienda. Esto motivó que el joven
Alberto interrumpa sus estudios y se ponga a trabajar, ya que por estar entre
los hermanos mayores, debía ayudar a la economía familiar.
Después
de vender la propiedad toda la familia
se trasladó a vivir al pueblo. Fueron tiempos muy duros sobre todo para Alberto
que se había vuelto más reservado que antes. Extrañaban los días en la finca en
la que parecía que las horas pasaban más lentas, los atardeceres eran más
pintorescos, el despertar con el trinar de los pajaritos, el mugido de las
vacas, el canto de las aves de corral. Aspirar el olor a tierra mojada y a café
recién molido que inundaba los sentidos. Nada se comparaba con esas vivencias.
Sin
embargo, había que continuar como buenos hijos con los cambios que les ofrecía
la vida. Alquilaron una vieja casona en un barrio populoso, en la calle Alejo
Lascano a dos cuadras del Mercado Central, ahora el despertar era entre pitos
de carros, el bullicio de los vendedores y el ajetreo de los comerciantes.
Alberto por este tiempo empezaría a beber licor después de la jornada laboral
con los amigos del pueblo, pasaba en los billares y cantinas. Su padre, hombre
de mucha rectitud, no estuvo de acuerdo con ello y terminó sacándolo de la
casa, pues no permitiría un mal ejemplo a sus otros hijos. Así pasaron algunos
años hasta que conoció a la bella Teresita y su vida se llenó otra vez de luz y
esperanza.
Junto
con ella construyeron un sólido hogar, lleno de disciplina y virtudes. Sus días
de parranda quedaron atrás y fue un responsable padre de familia. Se trasladó a
vivir a la linda ciudad de Manta donde consiguió colocarse de chofer en una
institución pública encargada de velar por la administración del puerto, donde
años más tarde se jubilaría.
Sus
compañeros de trabajo lo apreciaban mucho, ahí le pusieron el mote, que
llevaría hasta el final de sus días; por una película de moda, donde el chofer
del capo de la mafia italiana era Don
Cayetano y físicamente se parecía mucho a él. Don Alberto se sentía tan
identificado con su apodo que cuando le preguntaban su nombre, él decía
sonriendo, solo pregunten por Don Cayetano
y verá como me encuentra.
Fue un padre ejemplar y junto con Teresita
criaron a sus siete hijos con mucho amor y rectitud, hizo énfasis en que sus
hijos culminen una carrera profesional, pues siempre se lamentó no haber tenido
la oportunidad de estudiar. Sus hijos no lo decepcionaron y el que ellos fueran
profesionales constituía su mayor orgullo. Cuando los nombraba decía: ya mismo viene a
visitarme mi hijo Carlos, el arquitecto… o mañana viene mi hijo César, el doctor,
y así por el estilo nombraba a sus hijos con ese orgullo de padre realizado.
Jack,
el cachorro de dóberman, había crecido rápido, por lo que me vi apurada a subir
la cerca, que dividía mi patio con el del vecino Don Cayetano; además nuestro
perro parecía tenerles mucho odio a sus gallinas, su cacareo constante lo ponían
nervioso. Cuando ellas ponían sus huevos empezaba un coro fuerte de cacareos y al mismo tiempo: el perro ladraba, los
niños reían y se formaba una gran algarabía.
Jack
era un gran cazador, ya en su corta edad había matado algunos zorros que
merodeaban el gallinero. En las mañanas yo salía desprevenida a trabajar, al
abrir la puerta, ¡qué susto! Me encontraba con un bulto de gruesos pelos negros,
¡era un zorro muerto! Y Jack feliz meneaba su cola con orgullo por el trofeo de
guerra que exhibía.
Un
buen día hubo una alharaca muy singular; Gertrudis se pasó la cerca que dividía
nuestras casas, Jack, siempre vigilante,
en un santiamén con sus grandes fauces le quebró su elegante pescuezo. Cuando
llegué a casa, Juana, mi asistente doméstica me cuenta el incidente paso a
paso.
—Señora, primero ¡logré quitarle la gallina al perro!, ¡fue difícil, pues no
quería soltarla, nunca lo había visto tan enardecido!, ¡echaba espuma por la
boca!, luego puse a hervir agua para
sacarle las plumas y bien lavadita y sacándole las magulladuras se la puse en
su mejor bandeja y se la fui a dejar al vecino.
—¿Qué pasó luego? —le inquirí con
expectativas y muy apenada.
—Nada,
solo Don Cayetano cuando abrió la puerta y viendo que le traían muerta a su
gallina en una bandeja se tapó la cara con una mano y con la otra me hacía señas
pidiéndome que me vaya por favor, que no quería verla.
Ese
día Don Cayetano no comió y pasó todo taciturno por la muerte de su bella
Gertrudis en manos de Jack, yo me sentía mal no sabía cómo desagraviar a mi
vecino, pues conocía del afecto de él hacia sus gallinas, y Gertrudis era una
de sus preferidas. Pero no era la
primera vez que pasaba algo similar. Dos
hermosas gallinas, la Tomasa y la Rosaura ya habían muerto anteriormente por
infarto. Las alimentaba mucho y luego
sufría su pérdida.
Don
Cayetano vivía con sus dos hijas solteronas y su esposa Teresita y en reunión
familiar le insistieron para que dejara de criar gallinas, que le ocasionaba
muchos inconvenientes y más aún,
este pasatiempo mermaba su economía de jubilado, ya que él no permitía ni que se las coman, ni tampoco
venderlas. Pero era terco y se enojaba. Decía que eso era su única diversión
que lo conectaba a los recuerdos de su niñez en la finca de sus padres.
Solo
cuando su amada Teresita enfermó y luego murió perdió su luz y esperanza por la
vida.
No quiso saber nada de sus gallinas, no le
interesaba nada, ni nadie. Luego sus hijas se trasladaron a una zona más
céntrica de la ciudad, que empezó a aborrecer. Había adelgazado mucho y se
volvió muy melancólico. Pasó un año viviendo, sin vivir. Hasta que una cálida
tarde en que casi no probó bocado se retiró a descansar para ya nunca
despertar.
Estos cuentos cortos, llevan como esencia el recuerdo prístino de lo vivido. Nada como el ayer para leerlo y recordar
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