jueves, 9 de mayo de 2019

La ciudad maltratada


Paulina Pérez


La elegancia, los contrastes y el misterio iban desapareciendo por el abandono y la apatía de quienes la habitaban.

Había nacido entre altas montañas, algunas de ellas con la mitad del cuerpo cubierto por un manto blanco en invierno; cuando el cielo estaba azul, nítido, el paisaje era un verdadero espectáculo. Antes de la llegada del internet, las redes sociales y los teléfonos inteligentes, quien lograba una foto con aquella vista de fondo, la colocaba en la primera página del álbum familiar o en el lugar más visible de la casa, enmarcado o dentro de un portarretratos. La parte histórica de la ciudad es bastante grande; las casas coloniales, cuyos propietarios pertenecían a las familias adineradas e influyentes de la urbe, eran de dos pisos, de adobe, con gruesas columnas, techos de tejas, amplios corredores, y tres patios internos que se usaban respectivamente para lavandería, servidumbre y caballerizas y que con el tiempo, se fueron transformando en patios ajardinados que albergaban grandes macetas con plantas florales de vistosos colores y pequeñas piletas de piedra. Los inmensos portones y ventanas de madera, y los balcones de hierro forjado traídos de Francia, hacían contraste con las blancas paredes. Los pisos de las escaleras, salones y dormitorios eran de tablones de madera muy cuidados y encerados y los de los baños, de piedra. Muchas de estas grandes casas fueron restauradas y la mayoría de ellas ahora son hoteles de lujo, hostales o restaurantes de comida típica y en algunas calles, casi en los límites de la parte histórica y la ciudad moderna se pueden observar centros de tolerancia que conforman lo que se conoce como zona roja.

Las empinadas cuestas y el desordenado crecimiento de la ciudad, más larga que ancha, son parte de su atractivo.

Todavía hay ciertos barrios antiguos y modernos bien conservados, organizados, pero el resto de la ciudad ha ido perdiendo su encanto, incluso la parte colonial. Con nostalgia se recuerda cuando antes de las fiestas de fundación, se hacían los concursos de belleza para elegir a la reina de la ciudad y cada barrio realizaba su propio certamen, luego la nueva gobernante y su corte distribuían refrescos a los vecinos que, organizados en grupos, limpiaban calles, veredas, parques, pintaban las fachadas de las casas y condominios; al final de la jornada, orquestas populares amenizaban el baile en las calles y el canelazo, una bebida de aguardiente, naranjilla y azúcar, abrigaba y animaba a los presentes. Definitivamente eran otros tiempos, épocas de solidaridad, de tradiciones que nos hacían amigos, de anécdotas, de historias que se convertían en leyendas.

La ciudad no pudo hacer a un lado los vientos de cambio. Las áreas coloniales fueron invadidas por escasas construcciones nuevas, sin gusto, además de la contaminación ambiental y visual. Los almacenes, cada uno con su propio equipo de sonido, pasando canciones de moda a todo volumen, hacían imposible una caminata tranquila por aquellas calles. La agitada vida  moderna, el consumismo desenfrenado y el cambio climático la iban lastimando, hiriéndola, enfermándola.

El invierno se desató con furia, la lluvia no cesaba y se alternaba con caída de granizo, la gente trataba de protegerse del temporal bajo los salientes de casas y edificios o entraban a los comercios, cafeterías, esperando que la tempestad amaine mientras, impactados, miraban a través de las ventanas cómo la lluvia formaba ríos violentos de agua que levantaban pedazos de calzada y arrastraban todo lo que encontraban en su camino.

Los vendedores informales se habían tomado desde hace un tiempo las veredas para expender sus productos y los colocaban sobre cajas cubiertas con plásticos o láminas de cartón o madera que apoyaban contra las paredes, el agua cayó sin darles tiempo a nada y desesperados miraban como lo perdían todo.

Las alcantarillas estaban saturadas y las aguas servidas comenzaban a salir por los sifones e invadían los locales comerciales y las viviendas, los truenos y relámpagos atemorizaban aún más a quienes la tormenta atrapó saliendo de sus trabajos, o regresando a ellos después de la hora de almuerzo.

Los canales de televisión pasaban imágenes de personas arrastradas por el fuerte caudal, pasos a desnivel inundados con automóviles y buses atascados. En una hora de intensa lluvia la ciudad colapsó.

Quizás fue un mensaje para sus apáticos e indolentes habitantes que día a día la agredían. La modernidad los había vuelto tan indiferentes y egoístas que los buenos hábitos y costumbres eran recuerdos de tiempos mejores. Ya nadie respetaba los horarios de recolección de desechos, las fundas atiborradas de plásticos y basuras eran destrozadas por los perros callejeros. Los parques convertidos en cantinas públicas, y en servicios higiénicos de las mascotas, las calles atestadas de vehículos conducidos por gente estresada y malhumorada que usaba el claxon sin consideración por los conductos auditivos de los peatones.

Así, de a poco y cada vez más rápido, la ciudad calma, de casas coloniales y grandes plazas en su parte histórica, de barrios residenciales y amigables, de lujosos y modernos edificios en zonas regeneradas, se convertía en un infierno de basura, contaminación, individualismo e indolencia.

Cuando cesó la lluvia, la ciudad parecía una mujer maltratada, el maquillaje corrido, sus vestidos hechos hilachas, su piel llena de cortes y hematomas, sus cabellos enmarañados y quienes la miraban permanecían desolados, con los ojos crispados ante semejante reprimenda de la madre naturaleza.

La ‹‹Carita de Dios›› nombre que había merecido por el contraste entre las estrechas calles de piedra, las elegantes casonas coloniales junto a plazas, parques e iglesias centenarias y los cielos azules o los rojos atardeceres, se había transformado en un rostro demacrado y adolorido. Entre los políticos y la gente que la habitaba acababan con ella, la humillaban, la vejaban sin asomo de remordimiento.

Al día siguiente, ella apenas empezaba a recuperarse de aquel torrencial aguacero y la decepción le asestó un nuevo golpe, no había sido suficiente verla desgarrada por la furia del agua que cayó del cielo como un castigo, ¿qué más tendría que pasarle para que se apiadaran de ella y la ayudaran a renacer?

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