lunes, 20 de mayo de 2019

Una historia con helado de chocolate

Camila Vera


¿Alguna vez se han puesto a pensar en la cantidad de historias que uno encuentra si solo se pone a observar detenidamente?, sé que constantemente debemos estar mirando para saber a dónde vamos, pero hay algo más profundo que solo logra descubrir quien aprende a apreciar lo que pasa a su alrededor; me gusta creer que ese es un don con el que nací y el cual me permite este día compartir algunas historias, en especial una, acompañada de helado de chocolate.

Me gusta escribir desde que la curiosidad de coger una computadora me transportó a una hoja en blanco, la cual se volvió mi mejor amiga. En la escuela los maestros querían que hable sobre fechas importantes que debía dominar para continuar con mis estudios, pero mi idea iba más allá de eso. Recuerdo que en clase de literatura, el maestro tomó un libro llamado Oliver Twist, diciendo que en el lapso de las vacaciones de verano debíamos realizar un análisis de su contenido en un ensayo; no negaré que la tarea me resultaba encantadora, pero mi parte creativa quería más. No sirve de nada saber sobre Oliver, la banda de delincuentes y las aventuras en Londres, si no tienes conocimiento de lo que hay detrás de la historia, siempre hay algo que desencadena lo demás. Así que mi ensayo habló sobre Charles Dickens —el autor— y la fuerte influencia de su propia historia dentro de las acciones de su personaje.

¿Sabías que para este autor escribir no era un evento aislado? Este fue uno de los datos que más llamó mi atención. En ocasiones, cuando había reuniones, Charles llevaba consigo sus escritos para poder continuarlos y participar de la conversación, una actitud contraria a una gran cantidad de escritores que buscan la burbuja literaria —aislarse completamente— en espera de inspiración. Es por ello que cada día vengo aquí, a un restaurante de comida rápida a dos calles de mi casa, esperando que una historia me atrape y me haga parte de ella, hasta que me encontró.

Llevo cinco meses graduada de la universidad como periodista, pero estoy más enfocada en la literatura que en los problemas sociales que se supone debería investigar; no he logrado conseguir trabajo estable, aunque tengo un espacio en un periódico de la ciudad donde coloco mi opinión —o la que me piden que escriba— sobre temas que a veces creo son solo interés del jefe. Por lo tanto si no estoy en mi casa peleando con mi gato y el televisor por cable, estoy aquí, escribiendo y observando.

Muchos personajes interesantes pasan he encontrado, como el señor que compra diez combos pequeños en bolsas por separado para que su hijo las venda en el colegio y aprenda sobre finanzas, o aquella pareja que viene discutiendo todo el camino pero que al sentarse a comer helado se miran de frente y con un beso terminan la discusión. También el infiel que un día trae a un «amor de su vida» para el siguiente venir de la mano de otra persona diferente. Están las historias personales de todos los que trabajan a diario para entregar un buen servicio sin importar el cansancio. O, qué me dicen de la cara de alegría de los niños al llegar y la de los padres al salir sabiendo que ese pequeño gesto será una anécdota que contarán cuando sus hijos crezcan. Pero este cuento no va a tratar de ninguno de ellos, sino de unas personas en particular.

Desde el día que proclamé la tercera mesa a la izquierda como mi lugar de escritura me llamaron la atención dos personas mayores que venían en un auto color blanco, la señora conducía y el señor le abría la puerta al bajar, ambos se tomaban de la mano y entraban juntos para sentarse a dos mesas a mi izquierda. Uno de los chicos que ayuda recogiendo las bandejas siempre tenía limpia su mesa y dejaba el periódico de cada día listo para que puedan leerlo. El señor iba a la caja a realizar su pedido, que ya era muy conocido por la cajera.

—Buenos días, ¿lo de siempre?

—Buenos días, sí, por favor.

—Salen, dos combos medianos, un café cargado, un jugo de naranja natural y dos helados de chocolate.

—Gracias, estaremos por allá.

—No se preocupe, le haremos llegar su pedido.

No era envidia, pero empecé a observarlos porque eran los únicos clientes con servicio a la mesa, no importa cuántas veces llevo sentada aquí, a mí me toca pararme por mi pedido con el miedo de que mi mesa sea ocupada por los empleados de aquella oficina que les da tiempo para desayunar a las diez de la mañana.

La señora se llama Adela, pero Tony —el señor— le dice «Amor» y ella le responde «Corazón». Toda una pareja de jóvenes atrapados en los años y las arrugas. Durante todo el tiempo que se encuentran en el lugar hablan de las noticias del periódico, Tony no puede leer muy bien, al parecer sus ojos no lo permiten, así que Adela lee pero con un tono muy fuerte porque tampoco es que escuche perfectamente. Al irse se toman de la mano y sonríen entre ellos como si estuvieran guardando un secreto, me pongo a pensar en ese secreto cuando los veo caminar; quizás aquí fue su primera cita, tal vez les recuerda a su juventud, no les gusta cocinar el desayuno o simplemente son felices al ver que sin importar los obstáculos sus manos siguen juntas compartiendo helado de chocolate.

En alguna ocasión me sentí comprometida a adquirir más información, así que le pregunté a uno de los chicos que normalmente atendía a la pareja.

—Hola, ¿qué sabes de los señores de la mesa de allá?

—Hola, pues no sabemos mucho, solo que vienen todos los días, que comen lo mismo y que están casados.

—¿Hace cuánto tiempo vienen?

—Eso no lo sé, desde que empecé a trabajar han estado aquí, ya son parte de nosotros.

—Pero, ¿y si uno de ellos enferma?

—Pues, ya ha pasado, a veces la señora ha faltado y lo envía al señor con una nota, creemos que tiene problemas de memoria o algo así. Viene con su nota, se sienta a comer su desayuno y los dos helados, dice que es en honor de su esposa.

—Es increíble.

—Sí, da un tipo de paz verlos.

Después de eso se fue a seguir con sus actividades, cada vez me intrigaba más saber de esa pareja, terminé con mi novio hace ya unos meses por no poder coordinar el tiempo que nos dedicábamos, no considero por ahora necesario ir en busca del amor, pero al verlos me nace la duda de la persona con la que voy a envejecer, espero —si llega ese momento a mi vida—, sea con alguien que me mire como ella a él.

Una mañana que se encontraban leyendo el periódico —como siempre—, fueron a la sección de columnas, justamente la que había escrito hace dos semanas y mi jefe puso en la parte central, no hablaba sobre cosas que me interesan del todo puesto que me gusta la literatura contemporánea, pero me asignaron escribir sobre la decadencia de la vitalidad al llegar a los ochenta. Esta vez me puse muy atenta a lo que podían decir.

—Mira, corazón, según esto no somos lo suficientemente importantes para la sociedad como lo éramos hace unos años.

—Puras patrañas, amor, estamos igual de funcionales en todos los aspectos.

—¿Pero qué ridiculez es esta?, nosotros hasta podemos dar clases de todo lo que podemos hacer.

—Y qué me dices, amor, de esa parte donde afirmar que no hay actividad sexual.

—Deberíamos hablar con quien escribió esto para contarle qué hicimos anoche.

En ese momento me puse de pie y saludé.

—Hola, soy la que escribió la columna.

—Mira, corazón, es la chica gato, no sabíamos que escribías en el diario, no te contaremos nuestras candentes experiencias de ancianos, no te preocupes.

—¿La chica gato?, ¿a qué se refiere con eso? —pregunté.

—Pues, todo el tiempo tienes pelitos de gato en tu ropa, no estábamos seguros si es de gato o de perro, pero sonaba mejor el apodo con un felino —respondió Tony.

Me reí un poco, era gracioso que también les pongan apodos a los otros clientes, ya no me sentía mal por decirles los ancianos de oro.

—Aprovechando que aún no llega su pedido, quisiera saber un poco de ustedes, si me lo permiten. —Me arriesgué bastante con esa petición.

—No sé, amor, ¿tú, qué opinas?

—Opino que hay que explicarle porqué los ancianos somos muy útiles.

—Con respecto a eso, solo es una opinión que me hicieron crear, no es lo que pienso, pero me encantaría que me cuenten algo de ustedes.

—Déjame pensar, nos conocimos desde mucho antes de saber que estaríamos destinados a envejecer juntos, fue algo accidental la primera vez que nuestros ojos chocaron de frente, en ese momento fue muy difícil identificarlo como el amor de mi vida, pero sabía que algo me había cautivado en ese joven flaco de cejas pobladas.

—Yo iba distraído sin imaginar que aquella jovencita que conocí por casualidad sería quien muchos años después llamaría mi esposa, compañera y amante —respondió Tony—, se puso testaruda y muchas veces se iba a descubrir su rumbo.

—Pero uno regresa al hogar, siempre vuelve al lugar donde se sintió vivo. Nos casamos y tuvimos una hija que ahora vive a tres horas de la ciudad, es una mujercita que nos dio dos nietos.

—¿Sabes cómo reconocer cuando estás frente al amor de tu vida? —dijo Adela.

—Supongo que… uno solo lo sabe —respondí.

—Pues no, uno cree saber muchas cosas, construir edificios porque la universidad lo enseñó, a dar opiniones porque la vida te puso experiencias, pero uno nunca lo sabe; lo descubre, lo construye y lo vive. Cuando entiendes que el amor es un compromiso entre dos almas que se inmortalizan en cada momento, ahí descubres si estás frente a ese verdadero amor. No pierdas la calma, nos equivocamos todo el tiempo y a veces el daño no se puede arreglar, pero el amor de tu vida existe y no tiene nada de malo si ese eres tú mismo… o un gato.

—Al final, la principal utilidad de los ancianos es recordar a esta generación que corre, que también se puede descansar, vivir y sobre todo amar; sin importar tus defectos y virtudes, hay un segundo en el que ves su rostro y te vuelves a enamorar, recordando ese momento en el que pasó de ser un extraño, a la persona más importante de este jodido planeta.

Al terminar de decir eso, Tony se paró y le dio un beso, Adela me sonrió y solo dijo:

—Ahora puedes ver, mi niña, los ancianos somos la evidencia de que después de todos esos problemas que crees tener, esos que no te dejan dormir y te hacen correr, hay una vida que sigue, ahora depende de ti cómo quieres envejecer.

Me quedé reflexionando sobre lo que había dicho la pareja de oro, en su amor, quizás algo sorprendida de ser «la chica gato», pero igual de motivada a poder escribir y buscar lo que quiero hacer con mi vida, más que escribir columnas impuestas, así que busqué cómo quiero envejecer. Poco tiempo después me llamaron para una entrevista de trabajo como maestra en una universidad, dándome el puesto después de tres pruebas, lo que no me permitía ir a diario al restaurante de comida rápida. Ahora Adela y Tony me saludaban al llegar y en ocasiones le mandaban saludos a mi gato.

Un sábado después de las diez en que fui a comprar un café por el apuro de la mañana me percaté de su ausencia, la mesa estaba vacía. Ocurrió lo mismo en dos o tres ocasiones que fui, nadie sabía nada de ellos, simplemente desaparecieron. Había acabado el primer trimestre así que tenía tiempo para conectarme con mi lado escritor, nuevamente iba al restaurante aunque mi verdadera razón era verlos. Hasta que un taxi se estacionó fuera del local, del cual bajó Tony, se sentó en la mesa y cerró los ojos.

Quizás fue atrevido, pero me acerqué y tomé su mano, estaba helada. Me miró y sonrió. Sus ojos estaban llorosos, era implícito el suceso que lo hacía llegar solo, pero no dijo nada y pidió que me quedara un momento para conversar, mientras uno de los chicos cogió la notita con su orden y fue a prepararla.

—Sus ojos, solo tengo miedo de olvidar sus ojos, ese verde esmeralda que me encontró entre la multitud, no quiero olvidar sus ojos. He olvidado muchas cosas antes, no sé cómo llegar a mi casa sin dudar de cuál es, no sé cómo poder organizar las medicinas, ni sé cómo vivir sin ver sus ojos.

—Tony, ¿por qué venían aquí?

—Pues, es el punto medio, nuestro punto medio. Ella se marchó hace años porque no era feliz, solo se fue y yo esperé. Cuando ella volvió yo no reconocía al mismo amor de secundaria, así que fuimos a un punto medio, cogimos un mapa desde su casa a la mía y llegamos aquí, a esta mesa, donde era nuestro lugar. Ella me amó sin necesidad de que lo haga, porque así es ella, solo ama. Yo la amé porque no quería perderme un solo segundo de su tiempo, de su piel, de toda ella. Nos amamos.

—¿Ahora, qué hará?

—Amarla, como se merece, hasta el final de los tiempos, porque de muy pocas cosas estoy seguro en esta vida, pero de esta estoy convencido, ella es el amor de mi vida. El amor es caprichoso, a algunas personas las hace esperar, a otras se le pasea constantemente frente la nariz, también hay un grupo al que no llega; yo soy afortunado, compartí toda mi vida junto a ella aunque no todo el tiempo estuvo presente, y ahora no está… temo olvidarla también.

En ese momento llegó el pedido, junto a los helados de chocolate que comían antes que lo demás, los tomó en la mano y dijo:

—Ella ama el helado de chocolate, porque le recuerda cuando éramos jóvenes, tontos y despreocupados. Yo amo el helado de chocolate porque es como verla por primera vez. Tenga —me dijo estirando el helado—, puede compartir conmigo este helado.

—Señor, no creo que deba.

—Hágalo, querida niña, espero encuentre a su propio helado de chocolate un día, que la haga sentir viva, como a mí me hace sentirla a ella, a mi amor.

Poco tiempo después Tony no volvió al restaurante, nadie supo más de los dos amantes de oro, aquellos que profesaron su amor para demostrar que este existe, es real y que solo necesitas verlo a los ojos y así podrás encontrar la historia detrás. Cuando camino por la ciudad me pongo a pensar en ellos, en la muestra de que el amor está ahí afuera en algún lugar y perdura, imaginando qué pasó después, quizás Tony fue a vivir con su hija, disfrutar de sus nietos; o fue tras su amor. Solo me gusta creer que las historias sin final dan esperanza al que las vive, para cerrarlas de la forma que le complazca y lo deje dormir en paz, me gusta pensar que donde sea que estén se volverán a encontrar y comerán helado de chocolate.

2 comentarios: