Camila Vera
¿Alguna vez se han puesto a pensar
en la cantidad de historias que uno encuentra si solo se pone a observar
detenidamente?, sé que constantemente debemos estar mirando para saber a dónde
vamos, pero hay algo más profundo que solo logra descubrir quien aprende a
apreciar lo que pasa a su alrededor; me gusta creer que ese es un don con el
que nací y el cual me permite este día compartir algunas historias, en especial
una, acompañada de helado de chocolate.
Me gusta escribir desde que la
curiosidad de coger una computadora me transportó a una hoja en blanco, la cual
se volvió mi mejor amiga. En la escuela los maestros querían que hable sobre fechas
importantes que debía dominar para continuar con mis estudios, pero mi idea iba
más allá de eso. Recuerdo que en clase de literatura, el maestro tomó un libro
llamado Oliver Twist, diciendo que en
el lapso de las vacaciones de verano debíamos realizar un análisis de su
contenido en un ensayo; no negaré que la tarea me resultaba encantadora, pero
mi parte creativa quería más. No sirve de nada saber sobre Oliver, la banda de
delincuentes y las aventuras en Londres, si no tienes conocimiento de lo que
hay detrás de la historia, siempre hay algo que desencadena lo demás. Así que
mi ensayo habló sobre Charles Dickens —el autor— y la fuerte influencia de su propia historia
dentro de las acciones de su personaje.
¿Sabías que para este autor
escribir no era un evento aislado? Este fue uno de los datos que más llamó mi
atención. En ocasiones, cuando había reuniones, Charles llevaba consigo sus
escritos para poder continuarlos y participar de la conversación, una actitud
contraria a una gran cantidad de escritores que buscan la burbuja literaria —aislarse
completamente— en espera de inspiración. Es por ello que cada día vengo aquí, a
un restaurante de comida rápida a dos calles de mi casa, esperando que una
historia me atrape y me haga parte de ella, hasta que me encontró.
Llevo cinco meses graduada de la
universidad como periodista, pero estoy más enfocada en la literatura que en
los problemas sociales que se supone debería investigar; no he logrado
conseguir trabajo estable, aunque tengo un espacio en un periódico de la ciudad
donde coloco mi opinión —o la que me piden que escriba— sobre temas que a veces
creo son solo interés del jefe. Por lo tanto si no estoy en mi casa peleando
con mi gato y el televisor por cable, estoy aquí, escribiendo y observando.
Muchos personajes interesantes
pasan he encontrado, como el señor que compra diez combos pequeños en bolsas
por separado para que su hijo las venda en el colegio y aprenda sobre finanzas,
o aquella pareja que viene discutiendo todo el camino pero que al sentarse a
comer helado se miran de frente y con un beso terminan la discusión. También el
infiel que un día trae a un «amor de su
vida» para el siguiente venir de la mano de
otra persona diferente. Están las historias personales de todos los que
trabajan a diario para entregar un buen servicio sin importar el cansancio. O,
qué me dicen de la cara de alegría de los niños al llegar y la de los padres al
salir sabiendo que ese pequeño gesto será una anécdota que contarán cuando sus
hijos crezcan. Pero este cuento no va a tratar de ninguno de ellos, sino de unas
personas en particular.
Desde el día que proclamé la
tercera mesa a la izquierda como mi lugar de escritura me llamaron la atención
dos personas mayores que venían en un auto color blanco, la señora conducía y
el señor le abría la puerta al bajar, ambos se tomaban de la mano y entraban juntos
para sentarse a dos mesas a mi izquierda. Uno de los chicos que ayuda
recogiendo las bandejas siempre tenía limpia su mesa y dejaba el periódico de
cada día listo para que puedan leerlo. El señor iba a la caja a realizar su
pedido, que ya era muy conocido por la cajera.
—Buenos días, ¿lo de siempre?
—Buenos días, sí, por favor.
—Salen, dos combos medianos, un café cargado,
un jugo de naranja natural y dos helados de chocolate.
—Gracias, estaremos por allá.
—No se preocupe, le haremos llegar su pedido.
No era envidia, pero empecé a observarlos
porque eran los únicos clientes con servicio a la mesa, no importa cuántas
veces llevo sentada aquí, a mí me toca pararme por mi pedido con el miedo de
que mi mesa sea ocupada por los empleados de aquella oficina que les da tiempo
para desayunar a las diez de la mañana.
La señora se llama Adela, pero Tony —el señor—
le dice «Amor» y ella le responde «Corazón». Toda una pareja de jóvenes
atrapados en los años y las arrugas. Durante todo el tiempo que se encuentran
en el lugar hablan de las noticias del periódico, Tony no puede leer muy bien,
al parecer sus ojos no lo permiten, así que Adela lee pero con un tono muy
fuerte porque tampoco es que escuche perfectamente. Al irse se toman de la mano
y sonríen entre ellos como si estuvieran guardando un secreto, me pongo a
pensar en ese secreto cuando los veo caminar; quizás aquí fue su primera cita,
tal vez les recuerda a su juventud, no les gusta cocinar el desayuno o
simplemente son felices al ver que sin importar los obstáculos sus manos siguen
juntas compartiendo helado de chocolate.
En alguna ocasión me sentí comprometida a
adquirir más información, así que le pregunté a uno de los chicos que normalmente
atendía a la pareja.
—Hola, ¿qué sabes de los señores de la mesa de
allá?
—Hola, pues no sabemos mucho, solo que vienen
todos los días, que comen lo mismo y que están casados.
—¿Hace cuánto tiempo vienen?
—Eso no lo sé, desde que empecé a trabajar han
estado aquí, ya son parte de nosotros.
—Pero, ¿y si uno de ellos enferma?
—Pues, ya ha pasado, a veces la señora ha
faltado y lo envía al señor con una nota, creemos que tiene problemas de
memoria o algo así. Viene con su nota, se sienta a comer su desayuno y los dos
helados, dice que es en honor de su esposa.
—Es increíble.
—Sí, da un tipo de paz verlos.
Después de eso se fue a seguir con sus
actividades, cada vez me intrigaba más saber de esa pareja, terminé con mi
novio hace ya unos meses por no poder coordinar el tiempo que nos dedicábamos,
no considero por ahora necesario ir en busca del amor, pero al verlos me nace
la duda de la persona con la que voy a envejecer, espero —si llega ese momento
a mi vida—, sea con alguien que me mire como ella a él.
Una mañana que se encontraban leyendo el
periódico —como siempre—, fueron a la sección de columnas, justamente la que
había escrito hace dos semanas y mi jefe puso en la parte central, no hablaba
sobre cosas que me interesan del todo puesto que me gusta la literatura
contemporánea, pero me asignaron escribir sobre la decadencia de la vitalidad
al llegar a los ochenta. Esta vez me puse muy atenta a lo que podían decir.
—Mira, corazón, según esto no somos lo
suficientemente importantes para la sociedad como lo éramos hace unos años.
—Puras patrañas, amor, estamos igual de
funcionales en todos los aspectos.
—¿Pero qué ridiculez es esta?, nosotros hasta
podemos dar clases de todo lo que podemos hacer.
—Y qué me dices, amor, de esa parte donde
afirmar que no hay actividad sexual.
—Deberíamos hablar con quien escribió esto
para contarle qué hicimos anoche.
En ese momento me puse de pie y saludé.
—Hola, soy la que escribió la columna.
—Mira, corazón, es la chica gato, no sabíamos
que escribías en el diario, no te contaremos nuestras candentes experiencias de
ancianos, no te preocupes.
—¿La chica gato?, ¿a qué se refiere con eso?
—pregunté.
—Pues, todo el tiempo tienes pelitos de gato
en tu ropa, no estábamos seguros si es de gato o de perro, pero sonaba mejor el
apodo con un felino —respondió Tony.
Me reí un poco, era gracioso que también les
pongan apodos a los otros clientes, ya no me sentía mal por decirles los
ancianos de oro.
—Aprovechando que aún no llega su pedido,
quisiera saber un poco de ustedes, si me lo permiten. —Me arriesgué bastante
con esa petición.
—No sé, amor, ¿tú, qué opinas?
—Opino que hay que explicarle porqué los ancianos
somos muy útiles.
—Con respecto a eso, solo es una opinión que
me hicieron crear, no es lo que pienso, pero me encantaría que me cuenten algo
de ustedes.
—Déjame pensar, nos conocimos desde mucho
antes de saber que estaríamos destinados a envejecer juntos, fue algo
accidental la primera vez que nuestros ojos chocaron de frente, en ese momento
fue muy difícil identificarlo como el amor de mi vida, pero sabía que algo me
había cautivado en ese joven flaco de cejas pobladas.
—Yo iba distraído sin imaginar que aquella
jovencita que conocí por casualidad sería quien muchos años después llamaría mi
esposa, compañera y amante —respondió Tony—, se puso testaruda y muchas veces
se iba a descubrir su rumbo.
—Pero uno regresa al hogar, siempre vuelve al
lugar donde se sintió vivo. Nos casamos y tuvimos una hija que ahora vive a
tres horas de la ciudad, es una mujercita que nos dio dos nietos.
—¿Sabes cómo reconocer cuando estás frente al
amor de tu vida? —dijo Adela.
—Supongo que… uno solo lo sabe —respondí.
—Pues no, uno cree saber muchas cosas,
construir edificios porque la universidad lo enseñó, a dar opiniones porque la
vida te puso experiencias, pero uno nunca lo sabe; lo descubre, lo construye y
lo vive. Cuando entiendes que el amor es un compromiso entre dos almas que se
inmortalizan en cada momento, ahí descubres si estás frente a ese verdadero
amor. No pierdas la calma, nos equivocamos todo el tiempo y a veces el daño no
se puede arreglar, pero el amor de tu vida existe y no tiene nada de malo si
ese eres tú mismo… o un gato.
—Al final, la principal utilidad de los
ancianos es recordar a esta generación que corre, que también se puede
descansar, vivir y sobre todo amar; sin importar tus defectos y virtudes, hay
un segundo en el que ves su rostro y te vuelves a enamorar, recordando ese
momento en el que pasó de ser un extraño, a la persona más importante de este
jodido planeta.
Al terminar de decir eso, Tony se paró y le
dio un beso, Adela me sonrió y solo dijo:
—Ahora puedes ver, mi niña, los ancianos somos
la evidencia de que después de todos esos problemas que crees tener, esos que
no te dejan dormir y te hacen correr, hay una vida que sigue, ahora depende de
ti cómo quieres envejecer.
Me quedé reflexionando sobre lo que había
dicho la pareja de oro, en su amor, quizás algo sorprendida de ser «la chica gato»,
pero igual de motivada a poder escribir y buscar lo que quiero hacer con mi
vida, más que escribir columnas impuestas, así que busqué cómo quiero envejecer.
Poco tiempo después me llamaron para una entrevista de trabajo como maestra en
una universidad, dándome el puesto después de tres pruebas, lo que no me
permitía ir a diario al restaurante de comida rápida. Ahora Adela y Tony me
saludaban al llegar y en ocasiones le mandaban saludos a mi gato.
Un sábado después de las diez en que fui a
comprar un café por el apuro de la mañana me percaté de su ausencia, la mesa estaba
vacía. Ocurrió lo mismo en dos o tres ocasiones que fui, nadie sabía nada de
ellos, simplemente desaparecieron. Había acabado el primer trimestre así que
tenía tiempo para conectarme con mi lado escritor, nuevamente iba al
restaurante aunque mi verdadera razón era verlos. Hasta que un taxi se
estacionó fuera del local, del cual bajó Tony, se sentó en la mesa y cerró los
ojos.
Quizás fue atrevido, pero me acerqué y tomé su
mano, estaba helada. Me miró y sonrió. Sus ojos estaban llorosos, era implícito
el suceso que lo hacía llegar solo, pero no dijo nada y pidió que me quedara un
momento para conversar, mientras uno de los chicos cogió la notita con su orden
y fue a prepararla.
—Sus ojos, solo tengo miedo de olvidar sus
ojos, ese verde esmeralda que me encontró entre la multitud, no quiero olvidar
sus ojos. He olvidado muchas cosas antes, no sé cómo llegar a mi casa sin dudar
de cuál es, no sé cómo poder organizar las medicinas, ni sé cómo vivir sin ver
sus ojos.
—Tony, ¿por qué venían aquí?
—Pues, es el punto medio, nuestro punto medio.
Ella se marchó hace años porque no era feliz, solo se fue y yo esperé. Cuando
ella volvió yo no reconocía al mismo amor de secundaria, así que fuimos a un
punto medio, cogimos un mapa desde su casa a la mía y llegamos aquí, a esta mesa,
donde era nuestro lugar. Ella me amó sin necesidad de que lo haga, porque así
es ella, solo ama. Yo la amé porque no quería perderme un solo segundo de su
tiempo, de su piel, de toda ella. Nos amamos.
—¿Ahora, qué hará?
—Amarla, como se merece, hasta el final de los
tiempos, porque de muy pocas cosas estoy seguro en esta vida, pero de esta
estoy convencido, ella es el amor de mi vida. El amor es caprichoso, a algunas
personas las hace esperar, a otras se le pasea constantemente frente la nariz,
también hay un grupo al que no llega; yo soy afortunado, compartí toda mi vida
junto a ella aunque no todo el tiempo estuvo presente, y ahora no está… temo
olvidarla también.
En ese momento llegó el pedido, junto a los
helados de chocolate que comían antes que lo demás, los tomó en la mano y dijo:
—Ella ama el helado de chocolate, porque le
recuerda cuando éramos jóvenes, tontos y despreocupados. Yo amo el helado de
chocolate porque es como verla por primera vez. Tenga —me dijo estirando el
helado—, puede compartir conmigo este helado.
—Señor, no creo que deba.
—Hágalo, querida niña, espero encuentre a su
propio helado de chocolate un día, que la haga sentir viva, como a mí me hace
sentirla a ella, a mi amor.
Poco tiempo después Tony no volvió al
restaurante, nadie supo más de los dos amantes de oro, aquellos que profesaron
su amor para demostrar que este existe, es real y que solo necesitas verlo a
los ojos y así podrás encontrar la historia detrás. Cuando camino por la ciudad
me pongo a pensar en ellos, en la muestra de que el amor está ahí afuera en
algún lugar y perdura, imaginando qué pasó después, quizás Tony fue a vivir con
su hija, disfrutar de sus nietos; o fue tras su amor. Solo me gusta creer que
las historias sin final dan esperanza al que las vive, para cerrarlas de la
forma que le complazca y lo deje dormir en paz, me gusta pensar que donde sea
que estén se volverán a encontrar y comerán helado de chocolate.
Felicitaciones, linda historia.
ResponderEliminarFelicitaciones, muy bueno.
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