miércoles, 15 de diciembre de 2021

Augusto y los principios

José Camarlinghi

Su especialidad era asar carne a la parrilla. Le gustaba alardear diciendo que era su don natural; y de alguna manera era cierto, sólo había escuchado una vez a un chef cómo había que hacer y a la primera le salió perfecto. Por eso, para festejar su cumpleaños, invitaba a todos los hermanos y primos de su esposa. Él no tenía familia. Su madre había muerto hace varios años y no conoció ni abuelos, ni tíos, ni primos. La parrillada la organizó por varios años, pero hoy estaban en la mesa solo su mujer y sus dos hijos. Él había llamado a cada uno de sus parientes para invitarlos personalmente. Todos se habían excusado con los pretextos más variados. Augusto sabía cuál era la verdadera razón. Hace unos meses uno de los primos, Daniel, había estado involucrado en un accidente de tráfico. El test de alcoholemia señaló que estaba muy por encima del límite legal para conducir. Las multas eran considerables y se enfrentaba a una demanda casi millonaria por daños y perjuicios. Los otros primos acudieron a él para que les diera una mano. Augusto era oficial de alto rango en la policía. Le pidieron que moviera sus influencias para que el test desapareciera, no le quiten la licencia y se inculpe al conductor del otro vehículo; una mamá que llevaba a sus hijos pequeños a la escuela. 

Él era de los que ven el mundo en blanco y negro; por lo menos en cuanto a las leyes y normas se refiere. Había crecido bajo la tutela estricta de un padrastro, que si bien lo amaba como a un hijo, aunque no lo demostrara; lo educó bajo una rigidez tal que cuando llegó a la Academia de Policías no sintió el cambio. Destacó a los ojos de los instructores por ser metódico, ordenado y perfeccionista. Al año de que se graduó, se casó con Margarita, una joven que lo había cautivado por sus maneras dulces y su voz melodiosa. Pronto ascendió por el escalafón con honores y a la temprana edad de cuarenta y cinco años ya era coronel y subcomandante de la Unidad de Asuntos Internos.   

Recibió a cinco de los parientes políticos en su despacho de comandante y escuchó con paciencia los argumentos. Que en realidad no estaba borracho, dijeron casi sonrientes. Que es asmático y había aspirado su medicamento unos pocos minutos antes del accidente. Que por eso el examen dio tan alto. Que puedes buscar en internet y confirmar que es cierto. Que el pobre primo está atravesando un divorcio complicado y no podría pagar la demanda, ni siquiera la multa. Que necesita su licencia de conducir para ir al trabajo. Que, al final, somos parientes y tenemos que ayudarnos entre nosotros. 

Augusto los miraba uno a uno, asintiendo con la cabeza, mientras hablaban. Nunca le habían caído bien. Los soportaba con amabilidad y cortesía porque eran de la familia de la mujer que amaba. Él creía que la unión familiar debería ser una prioridad y a pesar de que consideraba que ellos eran desordenados, holgazanes y un tanto deshonestos, nunca armó controversia con su mujer. A espaldas de ella hablaba con sus propios hijos, Carlos y Cintia, y les recomendaba en contra del comportamiento de sus tíos y primos. A veces lamentaba no haber tenido más familia que su mamá. Estaba seguro que si hubiera tenido hermanos, sus sobrinos habrían sido mejor educados que los disipados y caóticos jóvenes de su familia política. Desaprobaba la falta de normas y hábitos e intentaba encaminar a los suyos sin pretender crear conflicto entre sus hijos y los otros chicos. 

Abrió un cajón del escritorio y sacó un folder. Repasó las hojas hasta encontrar el documento, muy serio, estiró el brazo y sosteniéndolo del centro lo pasó frente a los ojos de los parientes. Lentamente. Aunque no lo suficiente como para que puedan leerlo. 

—Este es el documento oficial del análisis de la muestra de sangre. No del aliento. —Hizo una pausa mientras miraba a todos—. Estaba tan alcoholizado que no podía pararse. 

Los cinco hombres se sorprendieron y sin comprender se miraron los unos a los otros. Ante el silencio y todavía conteniendo pacientemente su enojo continuó. 

—Tenía tres veces más de lo legalmente establecido. ¡Tres! —repitió aumentando el tono. 

—Querido Augusto —dijo uno de ellos entre risitas entrecortadas y condescendientes—, tú sabes cómo son estas cosas. ¿Quién no comete un pequeño error en la vida? El Danielito es un buen tipo. Nunca antes ha hecho algo así. 

Augusto abrió el folder nuevamente y tiró una docena de papeles en su escritorio. 

—¿Nunca? —Miró fijamente al que había tomado la palabra— ¡Estas son todas las infracciones y accidentes que él ha cometido! 

Los hombres cambiaron sus semblantes como si una nube oscura y amenazante se hubiera formado sobre ellos. 

—Pero… es que somos familia… —atinó a decir uno. 

—¿Por quién mierdas me han tomado? —Estalló augusto—. ¿Creen que soy de su calaña? ¡Borrachos irresponsables! ¡Se han equivocado conmigo punta de putrefactos! Mejor se marchan en este instante si no quieren que los haga arrestar por intentar corromperme. ¡Fuera! ¡Fuera de mi oficina! 

Le dolió mucho que Margarita perdiera el contacto con su familia. Sin embargo, ella lo apoyó. Una noche poco antes de dormir, él quiso disculparse. La mujer llevó la mano a sus labios con cariño para que dejara de hablar. 

—La familia no se escoge y ni tú ni yo somos responsables, muchos menos culpables.

Augusto sintió un gran orgullo y admiración por aquella mujer y se durmió pensando en sus hijos. 

Había jugado con la idea de invitar a sus camaradas a la parrillada no obstante, pensó que el asunto había sido siempre familiar y que de cualquier manera se organizaría un pequeño festejo en su oficina. De manera que el acontecimiento se redujo a las cuatro personas que más amaba. Hablaron de todo menos de los parientes ausentes. 

Ese mismo año Carlos cumplió la mayoría de edad y salió bachiller. Augusto soñaba con que él continuara con la carrera policial a pesar de que el joven tenía otros planes. El padre aprovechaba cada oportunidad que tenía para comentarle las ventajas de pertenecer a la institución, la importancia de seguir un linaje y de continuar las tradiciones familiares. 

—Pero, tú eres el primer policía en la familia —le hizo notar el joven. 

Augusto se sorprendió y no supo qué contestar. Era cierto lo que su hijo afirmaba. Entonces pensó en corregirse y decir que era importante seguir las tradiciones, mas lo único que articuló a decir fue que era «nuestra» familia y no solamente la de él. 

—Nuestra. Sí. Y por cierto ahora reducida al mínimo. 

El padre lo miraba mientras sentimientos encontrados luchaban en su mente. Siempre había sido así con este muchacho. Desde niño le había hecho sentirse en desequilibrio. 

—¿Qué quieres hacer en la vida entonces? 

El joven lo estudiaba pensando si era el momento adecuado de decirle lo que pensaba. Frente a la mirada fija no tuvo otra salida que decirlo de una vez. 

—Voy a ser arquitecto. 

Pasaron varios incómodos segundos silenciosos. Augusto lo miraba asintiendo y Carlos nervioso movía los ojos de un lado a otro para no enfrentar la mirada. 

—¿Sabes tú que la institución financia estudios paralelos una vez que eres oficial? Algunos camaradas han hecho estudios superiores en administración, en ingeniería o incluso en sicología. Nunca he escuchado de arquitectura, pero no veo porque no. 

El joven le sonrió condescendiente. 

—Voy a pensarlo papá. 

En el próximo año académico se presentó en el examen de ingreso a la carrera de arquitectura en la universidad pública. Obtuvo la nota más alta y fue admitido. Augusto no estaba muy contento a pesar de estar convencido de que para ser policía había que tener una vocación especial y sabía que si obligaba a Carlos, él nunca llegaría a ser un buen oficial. Resignado felicitó a su hijo. Fue entonces cuando puso los ojos en su hija. Se llenó de esperanzas. Ella si tenía más pasta para ser policía. Era muy amable y tierna como su mamá y sin embargo consecuente a rajatabla, tenaz, decidida y absolutamente segura de sus ideas y sentimientos. Empezó entonces a elaborar un plan para convencerla de entrar a la Academia. Le faltaban casi tres años y pensó que ese sería tiempo suficiente para lograrlo. 

Una noche volvió tarde a casa después de una reunión en el Comando Nacional. Se discutieron temas delicados respecto al nuevo cartel de narcotraficantes que estaba tomando mucho poder y logrando infiltrarse en todos los niveles de la sociedad, incluso en el gobierno. Se extrañó al ver la sala iluminada y se preguntó quién podría estar de visita tan tarde. Al entrar se sorprendió aún más cuando solamente vio a Margarita y los dos chicos sentados con caras muy compungidas. Augusto observó los ojos llorosos en su esposa y en Carlos. Cintia no lloraba, pero nunca la había visto tan preocupada. 

—¿Qué pasa? 

Margarita se acercó y puso sus manos en el pecho de su esposo. 

—Tienes que considerar que cualquiera puede tener un accidente… 

—Dime qué está pasando —preguntó entre dientes como si estuviera a punto de perder la paciencia. 

—Además es tu hijo y no tiene culpa… 

Augusto dio un paso adelante por un costado dejando a Margarita a su espalda. Se paró frente a Carlos con los puños cerrados al costado de sus piernas. 

—¿Qué mier… coles has hecho? 

Carlos quiso responder y lo único que salió de su boca fueron sollozos. Margarita hizo que Augusto se sentara y dejara esa pose tan amenazante. 

—Ha atropellado a alguien —dijo Cintia y continuó—. Se asustó tanto que no se detuvo. 

Augusto levantó un puño y se contuvo al ver las expresiones aterradas de su mujer y su hija. Carlos solo lloraba mirando el piso. Bajó la mano y se mordió un nudillo. 

Pasaron segundos interminables en los que parecía que el tiempo se había detenido. Luego se sentó al lado de su hijo y lo abrazó. 

—Cuéntame lo que pasó —dijo con voz calmada y hasta paternal. 

Carlos le contó que había estado en la casa de un amigo de la facultad organizando un trabajo para la universidad y que no podían resolver unos problemas. Por la hora avanzada de la noche decidieron continuar al día siguiente. Cuando volvía a casa conduciendo el coche que le había prestado su mamá, le mandaron varios mensajes por WhatsApp. Él no los vio pensando en responder cuando llegara a casa sin embargo, el celular sonaba pertinaz e insistente. A poco entró una llamada y en el momento que quiso ver quién era tan porfiado, en solo unas fracciones de segundo, sintió el golpe y vio un objeto salir volando por encima del coche. Se detuvo en seco y miró, en el retrovisor; había algo tirado en la carretera. Salió inmediatamente y se acercó al cuerpo. Con terror descubrió que era un joven como él. Todo ensangrentado. Lo tocó y lo sintió tan flácido que le dieron escalofríos. Por mucho que intentó encontrar pulso en el cuello, no alcanzó a sentir nada. Le pareció que la piel estaba demasiado húmeda y recién se dio cuenta que era sangre. Ya sollozando miró en los alrededores y solo vio un coche estacionado a un lado de a carretera. Al comprender que había matado a alguien, entró en pánico y escapó. 

—¿Has estado bebiendo? 

Carlos lo miró con terror sacudiendo negativamente su cabeza. 

—No me mientas. Tienes que decirme la verdad porque la mentira solo complica las cosas. 

—Solo un vaso de cerveza —dijo entre suspiros. 

—Solo un vaso. ¿Seguro? 

Carlos asintió. 

—Bueno. Esto es lo que haremos. Vamos a ir al lugar del accidente y comprobar si sigue con vida. Luego llamaremos a la unidad de accidentes de tráfico. Si encuentran que has tomado más de un vaso, las consecuencias van a ser más graves. 

Ninguno de los tres lo contradijo. Sabían muy bien como era Augusto. No se podía ni siquiera insinuar en una broma el ir en contra de las normas. La ley es la ley, decía a menudo, y nadie puede discutirla. 

Condujeron hasta el lugar en un silencio tan denso que le empezaron a doler los hombros.  No encontraron nada. Hicieron el recorrido varias veces y no había ni cuerpo ni coche. Augusto pensó que seguramente ya los habían recogido y que sería un serio agravante que Carlos haya huido del lugar sin prestar ayuda. Condujo entonces hasta la estación de policía. Carlos estaba hecho un manojo de nervios no podía articular ni una frase y temblaba como si tuviera fiebre. Sintió pena por su hijo y sin embargo, al mismo tiempo, estaba seguro que entregarse era lo correcto. 

—Espera aquí. Voy a hablar con un camarada y luego vendré a recogerte para que te entregues. 

Carlos asintió y casi inmediatamente abrió la puerta y se puso a vomitar a un lado del coche. 

—¡Buenas noches mi querido coronel! —grito otro uniformado cuando lo vio entrar en la sala principal. Era el que había sido su amigo y compañero desde el primer año de la Academia. Estaba destinado en la unidad de narcóticos por lo que Augusto se extrañó de verlo ahí. 

—Gustavo —dijo como si se hubiera tropezado—. ¿Qué haces aquí? 

—No vas a creer. Asesinaron a Claudio Suarez, el hijo de don Roberto. 

—¿Del jefe del cartel? 

—Exacto. Lo encontraron muerto casi al lado de su coche en una carretera. Parece que lo atropellaron, pero yo creo que lo torturaron, lo mataron a palos y lo tiraron ahí para que parezca un accidente. Estoy esperando el resultado de la autopsia. ¿Y tú? ¿Qué haces tan tarde aquí? 

Augusto no supo qué responder. Sopesó toda la situación y decidió inventarse algo. 

—Bueno… es un asunto clasificado. 

El oficial sabía que Augusto trabajaba de Asuntos Internos. Investigaban a otros policías o fiscales. Le devolvió una sonrisa cómplice y condescendiente y se despidió. 

Augusto volvió a su coche sumido en preocupaciones. Ya no se trataba de solamente cumplir con la ley como lo había jurado cuando se tituló. Era una cosa que Carlos respondiera por sus actos y recibiera su castigo; y era otra enfrentarse a la mafia. Para ellos no bastaría que su hijo pague según la ley. Ellos buscarían una venganza. Siendo el hijo de un policía, se ensañarían con él. 

Carlos no entendía lo que pasaba con su padre, sentado con las manos en el volante y la cabeza entre las manos. Se sorprendió aún más cuando encendió el coche y arrancó de vuelta a casa. El silencio se hizo aún más insoportable. El joven no sabía qué preguntar. ¿Se había arrepentido de entregarlo a la justicia? Lo miró de reojo y sintió el peso de la culpa. Su progenitor estaba rompiendo todo en lo que creía. Sintió al mismo tiempo mucho amor por ese hombre que lo había criado y arrepentimiento por estar haciéndole pasar por esto. 

Llegaron a casa ya pasada la media noche y se reunieron en la cocina mientras intentaban tomar un té. Les explicó la situación. Tendrían que ocultar el crimen para salvar la vida de Carlos. 

Al día siguiente pidió permiso arguyendo que se sentía enfermo. Llevó el coche a un taller ubicado en el otro extremo de la ciudad para que repararan y pintaran el golpe que tenía a un costado. Luego se dirigió a la carretera donde había ocurrido el accidente. Encontró que solamente había dos cámaras de seguridad en todo el trayecto. Una pertenecía a una pequeña empresa distribuidora de alimentos y la otra a una vivienda privada. En ambos lugares, usando su credencial oficial, pidió ver los videos. Aprovechó momentos que lo dejaron solo para borrar las imágenes donde el vehículo de su esposa pasaba con Carlos al volante. 

Dos días después se enteró que la autopsia había confirmado que el joven Suarez había muerto por el impacto de un vehículo y no por torturas como suponía su amigo de Narcóticos. Lo que le preocupó fue que habían encontrado una huella digital en el cuello del cadáver. Esa misma tarde fue al laboratorio de huellas bajo el pretexto que estaba investigando un caso clasificado y que tenía que comparar unas muestras. El técnico a cargo lo ubicó en una oficina de acceso limitado y lo conectó con la base de datos. Augusto buscó la foto digital de la huella dejada en el accidente y la cambió por otra de un criminal ya fallecido. Luego pidió acceso al archivo y allí buscó la evidencia que se había levantado del cuerpo, una cinta adhesiva pegada a una tarjeta con la huella de Carlos. Al encontrarla se quedó mirándola dubitativo. Era casi imposible que los investigadores hicieran coincidir la huella con los dactilares de su hijo. No había manera de conectarlo con el incidente. Él estaba a punto de cometer un grave delito. Robar evidencia de un crimen era, para él, cruzar una línea que nunca se había imaginado pasar. Pero, habiendo adulterado las otras evidencias había ya cruzado. Estaba al otro lado. Cayó en cuenta que nunca más volvería a ser el policía correcto e incorruptible. Tomó la tarjeta y la metió a su bolsillo. Luego salió del laboratorio. 

Carlos intentó acercarse, pedirle disculpas y buscar una reconciliación. Augusto no le dejó. Tan pronto se daba cuenta que el muchacho se abría para decirle cuánto lo sentía, que no podía con su sentimiento de culpabilidad ni con el peso de su conciencia al haber provocado que su padre rompiera todo en lo que creía; Augusto le cortaba en seco y le pedía no preocuparse. Lo importante es que estaba vivo. 

La familia intentó seguir adelante a pesar del fantasma que les rondaba. Todos ellos disimulaban e intentaban hacer como si nada hubiera pasado. En el fondo, sabían que algo se había roto entre ellos. En el próximo cumpleaños invitó a sus camaradas. La parrillada fue un éxito como siempre. Al final de la tarde sólo se quedó su amigo Gustavo, el mayor que trabajaba en la unidad de narcóticos. 

—Has cambiado mucho el último año. Parecería que no eres el mismo —le comentó. 

Augusto se desconcertó. 

—Siempre has sido un excelente policía y un buen hombre. Siempre he admirado tu integridad. 

No podía entender adonde iba la conversación y se quedó mudo esperando. 

—Nosotros solo somos pasajeros en la institución. En unos años nos olvidaran —Se detuvo como midiendo sus palabras y continuó—. La familia es lo más importante. Y nuestros hijos son nuestro legado más preciado. No te preocupes más Augusto. Estamos contigo.

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