miércoles, 10 de febrero de 2021

Carolina y el sufrimiento

José Camarlinghi


Finalmente estaba frente al mar, aunque no era por los motivos que hubiera deseado. Había hablado tantas veces con su hija, Luisa, de tomar vacaciones y conocer el mar. Ahora, sola, sentada en el balcón de un restaurante, podía oler la sal y las algas en la brisa. Sin embargo, ella no lo advertía. Su mente estaba concentrada en la puerta del club nocturno que estaba en la esquina. El plato que había pedido, un picante de mariscos, se enfriaba frente a ella. Ni lo había probado. Desde el bar, los meseros la miraban extrañados; era el tercer día que hacía lo mismo. Se sentaba desde el mediodía hasta casi la media noche. Pedía comida que casi ni probaba y tomaba innumerables tazas de café. 

A media tarde sufrió un sobresalto. Escuchó la risa de Luisa. Se paró de un salto y por la acera pasó una muchacha acompañada por un joven. No se parecía en nada a su hija, salvo en la risa, franca y potente. La observó hasta que llegó a la otra cuadra y dobló la esquina. Le temblaron las piernas y tuvo que sentarse. Entonces miró a su alrededor como si fuera la primera vez que estaba allí. Dirigió su mirada al mar y el lejano romper de las olas evocó el recuerdo de su hija quien nunca tuvo la oportunidad de escucharlas. 

Desde el año pasado la empresa familiar había tenido un crecimiento inesperado. Después de muchos años de trabajar de sol a sol, Carolina y su marido, Pedro, empezaban a ver el fruto de sus sacrificios. Comenzaba a irles muy bien. Tanto que incluso habían comprado un pequeño coche para su única hija. Luisa no podía creer la suerte que tenía. Ese verano terminaba el colegio y antes de continuar sus estudios en la universidad, tomarían la primera vacación de verdad: irían al mar. 

Esa semana visitó, con una amiga del colegio, unas agencias de viaje que ofrecían vacaciones en la costa. En una de ellas conocieron a una joven muy amable y simpática que les convenció que tenían las mejores ofertas. Luisa le dio su nombre y sus datos para que le mandaran las ofertas a su cuenta de Facebook. 

Un día antes de la fiesta de promoción, Luisa recibió una llamada de parte de la joven de la agencia. Le ofrecía un perfume que estaba de moda a mitad de precio. Fue al lugar de encuentro en su coche nuevo y no volvió más. Esa misma noche llamaron los secuestradores. Tenían a Luisa y pedían una pequeña fortuna para liberarla. 

—Ni se les ocurra llamar a la policía —dijo la voz joven, pero áspera—. Firmarían la sentencia de muerte de la chica. 

—Quiero hablar con mi hija. 

—Ella está bien. Podrán hablar con ella mañana. Llamaremos para decirles cuando y donde nos entregarán el dinero. 

Colgaron y Carolina se paralizó con el silencio en la línea mientras sus ojos se inundaban. Escuchó un lamento gutural, cercano a un aullido, que invadía la sala. No tuvo conciencia que el sonido salía de su propia boca. No pudo responder las preguntas de su marido. No podía articular una sola frase; solo el llanto de animal herido. 

Abrió los ojos y reconoció su dormitorio. Por la cantidad de luz pensó que debía ser ya tarde en la mañana, cerca del mediodía. Estaba acostumbrada a levantarse muy temprano, antes que el sol, para dejar preparado el desayuno y salir a abrir la empresa. Por eso no comprendía que hacía en cama todavía. ¿Era acaso domingo? Luego poco a poco empezó a recordar la noche anterior. La habían sedado. Estaba en tal estado que tuvieron que llamar al médico. Entonces recordó a su niña, a Luisa. Otra vez sintió las lágrimas correr por sus mejillas. Se levantó de golpe y salió tambaleante de la habitación llamando a gritos a Pedro. En la sala de estar encontró a su hermana, Andrea. 

—Han llevado el dinero del rescate —le comunicó—. Deben estar ya retornando. 

Le contó que muy temprano en la mañana habían vuelto a llamar los secuestradores, esta vez al celular de su marido. La suma que pidieron era alta pero no excesiva y le dieron una hora para entregarla. Pedro les dijo que tenía que sacar el dinero del banco y que tendrían que esperar hasta que se abra. El hombre al teléfono volvió a recalcarle que no avisara a las autoridades y que tan pronto tuviera el dinero devolviera la llamada. Entonces le dirían el lugar de encuentro y le recalcaron que lo esperarían a él solo. Pedro no se animó a decirles nada. El esposo de la hermana, Agustín, se había ofrecido a acompañarlo, pero Pedro repetía que le había dicho que tenía que ir solo. 

—¿Y si te matan? ¿Y si te secuestran también? —le había contestado. 

Pedro se quedó pensativo y al final accedió a ser acompañado. 

En ese instante sonó el celular de la hermana. Habían entregado el dinero y estaban retornando. No venían con Luisa. El hombre que les esperaba les dijo que tenía a sus socios en el teléfono y que tan pronto les dijese que el dinero estaba en su poder la liberarían cerca de su casa. Cuando le entregaron el maletín con el dinero, el hombre lo abrió y miró el contenido. 

—Tengo el dinero —dijo en su celular, se dio media vuelta, se subió a una camioneta y se marchó. 

Pedro y Agustín se miraron y ninguno dijo una sola palabra. 

Carolina se paró en la ventana mirando a la calle esperando que Luisa apareciera en cualquier instante. El mundo se le oscureció cuando vio llegar el coche de su esposo. Mientras Pedro les contaba todo el asunto, ella sentía llegar la angustia como si fueran olas. Tenía la esperanza que en cualquier momento Luisa entraría por la puerta, pero el instinto le decía que algo no estaba bien; sin embargo, estaba hecho el pago y por lo tanto debería estar ya en camino a casa. Tal vez la habían dejado en algún barrio alejado de la ciudad y la esperanza volvía con fuerzas; pero la razón le decía que no era normal que Luisa no llamara por teléfono. Mientras pasaba el tiempo las olas de preocupación se hacían más fuertes que los remansos de esperanza. Al final de la tarde estalló. 

—¿Por qué no les dijiste que les dabas el dinero contra entrega de tu hija? —increpó a su marido— ¿Por qué fuiste solo? ¡Deberías haberme despertado! ¡Eres un inútil! 

Pedro no tenía palabras. Paralizado no atinaba a hacer nada hasta que sonó su teléfono. Carolina se lo arrancó de las manos y gritó. 

—¿Dónde la tienen malditos? 

Luego de unos segundos de silencio. 

—Señora. Su hija está muy bien. 

—¡Quiero hablar con ella! 

—Escúcheme primero, luego la comunico. Sucede señora que este encargo se lo di a uno de mis subalternos. No podemos culparlo… es un principiante. 

—¿Qué le han hecho a mi hija? —gritó desesperada. 

—Nada señora. ¿Por quién nos toma? ¡Somos profesionales! Lo que sucede es que les hemos pedido muy poco. Si quiere ver a su niña de nuevo, va a tener que duplicar las suma. 

—¡Pero esta vez me van a entregar a mi hija! ¡Será contra entrega! ¡Solo les daré el dinero si mi hija está presente! ¡Quiero hablar con ella ahora! ¡Póngala al teléfono! ¡Quiero saber de ella misma que está bien! 

Nadie le respondió. El secuestrador había ya colgado. Carolina tiró el celular al piso para descargar su frustración y miró a su marido como diciéndole así se hacen las cosas. 

Pasó un día entero en el que no tuvieron noticias. En la madrugada del cuarto día del secuestro estaban pensando en ir a la policía, cuando llamaron al celular de Carolina. 

—Señora. Cálmese. Que cuando grita no podemos hablar de negocios. 

Carolina pensó que nunca se había imaginado que hablar de negocios incluiría la vida de su hija. Respiró profundo y escuchó el mensaje en el que le indicaban el lugar donde tendrían que llevar el dinero. 

—Disculpe señor —dijo lo más calmada que pudo—. No voy a entregarles el dinero si mi hija no está ahí. 

—Señora —dijo alargando la o en tono de reproche—. Usted sabe muy bien que eso es muy complicado. Nos puede tender una trampa. Le propongo otra cosa. Mande a su esposo a una dirección que le voy a dar. Allí estará su hija dentro de su propio coche. No estará sola por supuesto. Uno de mis subalternos estará con ella. Antes de entregarme el dinero usted podrá llamar a su marido para confirmar. Cuando el dinero esté en mis manos, yo llamaré a mi hombre y dejara a la niña libre. 

Así lo hicieron. Vaciaron la cuenta de ahorros y se dirigieron, cada uno por su lado, a los lugares que les habían convocado. Carolina fue a un terreno abandonado en la parte industrial de la ciudad y Pedro a la entrada de una hacienda en un camino secundario. Ella llegó al lugar temprano y ya la estaban esperando. Indecisa miró a la camioneta que estaba parqueada. Un hombre abrió la ventana y la llamó con la mano. Ella bajó y caminó hasta una distancia prudente. El hombre le hizo gestos urgentes que se acercara. 

—Primero tengo que saber que mi hija está con mi marido—. Sacó el celular y llamó a Pedro.

Él le confirmó que estaba frente al auto, que al volante había un sujeto y a su lado estaba Luisa. Entonces ella se acercó al hombre sosteniendo el teléfono con el hombro y abriendo el maletín con ambas manos le mostró el contenido. Él asintió y marcó un número en su celular. 

—Va entregarme el dinero—dijo secamente en el celular y acotó mirándola imperativo—. ¡Deme el maletín ya! 

Carolina se acercó hasta que el hombre tomó uno de los tiros. Ella sostenía todavía el otro mientras escuchaba por el celular. 

—¿Ya está contigo? —preguntaba repetidamente a Pedro. 

El hombre arrancó de golpe la camioneta y la arrastró unos metros. Ella perdió el equilibrio, hizo caer el celular, fue jalada un par de metros y no pudo sostener el maletín. Desesperada se levantó buscando el teléfono. Ese momento no se percató que se había rasmillado las piernas y que las rodillas le estaban sangrando. Encontró el celular con la pantalla hecha trizas. Estalló maldiciendo a gritos, estrellando el aparato en el suelo y luego zapateando sobre él. Al final, llorando de rabia e impotencia, cayó de rodillas y solo entonces se dio cuenta que le ardían horrores. Se compuso y manejó como loca hasta llegar a casa. Encontró a Pedro sentado en un rincón bebiendo. 

—¿Dónde está mi hija? —le gritó con furia y desesperación. 

Pedro la miró y no pudo articular palabras. Empezó a llorar desconsoladamente. 

Apenas pudo contarle que en el momento que estaba respondiéndole por el celular, sentado en su auto y con la ventanilla abierta, recibió un golpe tan fuerte en la sien que perdió el conocimiento. Ella le reprochó no haber estado atento y hubiera seguido retándolo si no hubiera visto las lágrimas correr por el ojo amoratado. Su relación empezó a deteriorarse a partir de ese día. 

No recibieron más llamadas y nadie respondía en el número con el que los secuestradores se habían comunicado. Pedro se sumió en la depresión y Carolina no pudo evitar sentir desprecio por la debilidad de su esposo. 

A la semana que Luisa había sido secuestrada, Carolina fue a la policía a sentar la denuncia. El agente que le asignaron le reprendió por no haber acudido a ellos al primer momento. Le dijo que si en las primeras cuarenta y ocho horas de cometido el crimen no se han encontrado resultados, era muy difícil que se encuentren a los culpables. Le prometió que se ocuparía del caso y, sin embargo, cuando ella salió de su oficina, archivó los papeles en la gaveta de los casos sin resolver. 

Una semana más tarde fue a buscar al agente. Le dijeron que estaba en vacaciones y que volvía en tres semanas. Ella se puso a gritar y protestar de tal manera que le asignaron otro agente. Nuevamente tuvo que dar todos los detalles del asunto. Dos semanas más tarde empezó a sospechar que la policía no haría nada por su hija. 

Pedro no salía de la casa y bebía todo el día. Carolina intentó ir a trabajar a la empresa, pero no podía concentrarse. Una mañana encontró una nota en su escritorio.

El jefe de la banda se hace llamar Tato 

Alguien de su confianza, que podía acceder a su escritorio, le había dejado el mensaje. Salió de su oficina y miró a los empleados uno a uno con la intención de descubrir una mirada culpable. No pudo encontrar nada y empezó a sospechar de todos y cada uno de ellos. Se quedó callada y decidió observarlos. Volvió donde el agente y le mostró la nota en un último intento de lograr que la investigación tome una dirección. El agente, un tanto burlón, le dijo que no conocía ningún criminal bajo ese nombre pero que haría sus indagaciones. Con todo, nunca fueron a la empresa a interrogar a los empleados. 

Carolina decidió delegar la empresa a su contador y dedicarse ella a la búsqueda de su hija. Tendría que hacerlo sola. No podía contar con Pedro que había caído en un círculo descendente de alcohol y depresión. Le dio lástima no poder ayudar a su marido, pero su hija era más importante. 

Empezó a frecuentar los bares y clubes nocturnos de los barrios bajos de la ciudad. Se compró ropa de una tienda de artículos usados y se disfrazó para iniciar sus pesquisas. Cuando preguntaba por Tato, la miraban de pies a cabeza y le decían que no conocían a nadie con ese nombre. A la tercera noche que visitaba un antro, un barman puso una pistola en la barra. 

—¿Para qué lo busca? —dijo amenazador. 

Carolina intentó demostrar compostura, de todas maneras la voz le salió temblorosa. 

—Quiero preguntar sobre mi hija… No la veo desde hace un mes. 

—Mire doñita, no se anda preguntando por nadie en estos lugares. Si en algo aprecia su vida debería irse a su casa y quedarse calladita —Empuñó el arma y puso su dedo al gatillo mientras la miraba fijamente. 

Con las piernas temblorosas salió del bar. Ya en la calle le vinieron arcadas e intentó vomitar, pero nada salió de sus entrañas. Se fue llorando a casa. 

Despertó tarde, algo que se había vuelto habitual desde la desaparición de Luisa. Casi no dormía en la noche y el sueño la agarraba en la madrugada. Esta vez la despertó su celular. 

—¿Por qué me está buscando? —dijo una voz joven e insolente. 

Carolina se despabiló. 

—¿Tato? 

—¿Qué carajos quiere conmigo? 

—Quisiera preguntar si usted sabe o ha escuchado algo de mi hija. Se llama Luisa Bernal. Ha sido secuestrada hace poco más de un mes. 

—¿Me está acusando? 

—No, no, no —mintió—. Me dijeron que usted podría ayudarme a encontrarla. Ya hemos pagado dos veces su rescate. Puedo pagarle por su ayuda. 

—Doñita —le cortó en seco—. Yo no me dedico a esos trabajos. Pero tal vez puedo colaborarle. Venga en dos días al Mercat. En la tarde. ¿Conoce ese restaurante? Todo el mundo sabe dónde está. Va a llegar. 

A los dos días se presentó en el local en pleno centro de la ciudad. Fue sola. Había expulsado a Pedro de la casa porque lo único que hacía era estar borracho. Desde entonces no sabía nada de él. 

Tato era un hombre joven de mirada metálica. Carolina le contó todo, sollozando a ratos. El hombre le dijo que usaría todos sus recursos para encontrar a su hija. Que no se preocupara. Que normalmente se quedaban con las chicas para que trabajaran para los secuestradores. Que no mataban a los secuestrados porque eso no era negocio. Pero, le dijo, eso nos va a costar plata. Había que pagar a los informantes. Y para que hablen, hay que pagarles muy bien. No sabía cuánto, pero pronto se comunicaría y le daría un monto. 

Pasaron otros dos días hasta que recibió la llamada. El monto era casi tan alto como los rescates que ya había pagado. Le dijo que ya no tenía tanto y preguntó si no se podía rebajar. 

—Lo siento doñita; entonces no puedo ayudarle—. Y colgó. 

En ese instante se arrepintió de haber intentado negociar y devolvió la llamada. Le pidió que esperara unos días. Conseguiría el dinero. 

Esa misma tarde fue a su oficina y preguntó al contador cuánto dinero había en cajas. Sin darle explicaciones se fue al banco y vació todas las cuentas sin considerar los problemas en los que dejaría a su empresa. Al anochecer volvió al restaurante. Tato estaba sentado en la misma mesa conversando con otros mal encarados. La miró y les ordenó que se retiraran. Recibió el dinero y le prometió que en máximo un par de días tendría a su hija entrando por la puerta de su casa. 

Una semana más tarde, seguía sin saber el paradero de su hija. Fue al Mercat. La sacaron a empujones diciéndole que allí no conocían a nadie con ese nombre. Volvió a la policía donde nuevamente tuvo que soportar las recriminaciones de los agentes y la desidia de los jefes. Toda decepcionada, convocó una rueda de prensa. En ella contó su historia. Dejó muy mal parada a la policía que no hacía absolutamente nada a pesar de que conocían el restaurante desde donde Tato operaba. 

La contactó una organización de familiares de desaparecidos y se organizaron protestas. La prensa sacó varios artículos que insinuaban la complicidad de la policía. Las autoridades no tuvieron otra que actuar y allanar el restaurante. No encontraron nada ni a nadie. 

En una de esas protestas se le acercó un señor ya mayor. 

—Hace ya dos años se llevaron a mi hijo. Nunca tuve el valor de salir a buscarlo. Es usted muy valiente. La admiro. Pero, necesita protegerse. Se está convirtiendo en un problema para ellos. 

Le entregó un paquete. Algo bastante pesado envuelto en una chalina. Ella quiso ver y él le pidió que lo haga en su casa. Había mucha gente alrededor. Cuando entró en el baño de su habitación desenvolvió el paquete y de él sacó un arma. Una Makarov, una pistola semiautomática de fabricación rusa. Al principio se espantó y pensó en botarla a la basura. Poco a poco fue digiriendo la idea y para el fin de semana la llevaba en su cartera. 

Una noche soñó con Luisa. Estaban en una playa. Ella en la orilla y su hija caminaba mar adentro. Le gritó que no fuera a lo hondo, no obstante, seguía caminando sin escucharla. El agua ya le llegaba a la cintura. Empezó a llamarla a gritos. Ella giró la cabeza, le sonrió y siguió caminando. Entonces se lanzó al agua y empezó a nadar para darle alcance. La corriente era muy fuerte. Cada vez que intentaba respirar las olas le daban en la cara. Hizo un esfuerzo tremendo para nadar más rápido y sin embargo no avanzaba nada. Sin aire ya, se puso en pie para intentar caminar. Al ver hacia el mar, no vio a su hija. Se despertó llorando. No pudo dormir más. En la mañana le visitó su hermana para darle ánimos. Ella, secamente le dijo que sabía que Luisa estaba ya muerta, luego la dejó sola y sin palabras y salió de la casa a dar vueltas en su coche. 

Pasaron varias semanas en las que no hubo noticias de Luisa ni del tal Tato. A su celular sólo llegaban llamadas del administrador de su empresa y del banco. No las contestaba. Sabía muy bien que había dejado el negocio en quiebra. 

Al no encontrar ningún indicio las autoridades autorizaron la reapertura del Mercat. Y el asunto se perdió entre las noticias de una nueva enfermedad pulmonar que había obligado al gobierno chino a declarar una cuarentena dura en la ciudad de Wuhan. 

Carolina se tiñó el cabello y se puso gafas para vigilar el restaurante. Sentada en su coche miraba a la gente que entraba y salía. Pasaron varios días hasta que un rostro le llamó la atención. Una cara familiar. Una joven mujer. Decidió seguirla. Tomó un bus y Carolina lo siguió en su vehículo. Atravesaron la ciudad hasta los barrios que suben por las faldas de esos cerros que terminan en las montañas de la cordillera. Allí la joven se bajó y caminó a su casa, absorta mirando su celular y desentendida de que la seguían. La vio sacar la llave, abrir la puerta y entrar. Sin recapacitar mucho miró la pistola en la cartera. Recordó lo que había visto en Youtube y desbloqueo el seguro. Nunca había disparado de verdad. A pesar de que siguió paso a paso las direcciones del video, lo hizo con el arma descargada. Dejó el coche unos metros más atrás y caminó a la casa. Tocó la puerta con la mano izquierda mientras agarraba la pistola con la derecha dentro de la cartera. Cuando se abrió la puerta, se llevó la sorpresa de su vida. La que abrió era una de sus empleadas cuyo rostro pasó del asombro a la culpabilidad y finalmente al remordimiento. Carolina reconoció las facciones en la joven que había seguido.

—Tú me dejaste el mensaje en mi escritorio. 

La mujer asintió empezando ya a sollozar. 

—Me obligaron. Dijeron que la matarían si no les daba la información. Mi hija trabaja en ese restaurante. Tuvimos que contarles todo lo que conocíamos de Luisa. Nos dijeron que no la lastimarían. ¡Lo juro doña Caro! —Se arrodilló sosteniendo las piernas de Carolina— Nunca yo hubiera hecho daño a su hijita, usted siempre ha sido tan buena conmigo. 

Tuvo ganas de sacar el arma y pegarle unos tiros, pero pudo más su corazón de madre y se puso a llorar con ella. 

—Déjame hablar con tu hija—. dijo entre sollozos. 

La empleada se levantó y mientras se secaba las lágrimas le hizo entrar en su casa. 

Así fue que se enteró que el Tato se había ido a la costa, a una pequeña ciudad que vive del turismo. El lugar que madre e hija habían soñado visitar cuando terminara el colegio. Carolina ya llevaba tres días sentada en la terraza de un restaurante, observando la puerta de un club de desnudistas. La hija de su empleada le informó que Tato era el hijo del jefe de la banda. Que el negocio principal era vender droga al por menor en las calles y que los secuestros eran negocios particulares del hijo. El padre no sabía de esas actividades paralelas y rompió en cólera cuando intervinieron su centro de operaciones, el Mercat. Tuvo que pagar a algunos jefes policiales y mandó al joven lejos de la atención de los medios. 

—Doña Carolina. Tenga mucho cuidado. Esos hombres no le temen a nada —Le imploró con lágrimas—. ¡Pueden matarla! 

—No te preocupes. Ya estoy muerta. Me mataron el día que se llevaron a Luisa; solo que yo no me daba cuenta. 

La empleada rompió en llanto al escuchar la dura declaración. 

Carolina no sabía a ciencia cierta lo que haría si veía a Tato. No estaba segura de llamar a la policía. Las mafias estaban infiltradas en todos los niveles del estado. Tendría que interrogarle ella misma. Le dispararía en la pierna para que supiera que no andaba jugando. Preguntaría donde tenía a Luisa. Si estaba viva o no. Se dio cuenta que todavía tenía esperanzas de verla de vuelta. Sacudió la cabeza e intentó convencerse de que su niña ya no estaba en este mundo. No quería hacerse ilusiones. Había ya sufrido mucho. Apretó tanto las mandíbulas que no se percató que por sus mejillas caían lágrimas a raudales. 

Entonces el Tato salió del local hablando por el celular. Carolina se paró como un resorte, sacó la pistola del bolso y pasó entre las mesas. Los meseros aterrados la vieron salir de la terraza con expresión de enajenada. Ni siquiera se fijó en el tráfico al cruzar la calle. Levantó el arma y gritó. 

—¡Tato, hijodelagranreputamadrequeteparió! 

Jaló el gatillo y sintió que el golpe del retroceso le subió el brazo. El hombre se volvió para mirar quién gritaba y se encogió al escuchar el primer disparo. Abrió enormemente los ojos pero, no la reconoció. Ella disparó nuevamente y otra vez el brazo se le fue para arriba. Todo empezó a suceder en cámara lenta. Se recriminó el no haber ejercitado con el arma como recomendaba el video. Miró que Tato estaba muy asustado e intentaba volver a la puerta de donde había salido. Apenas alcanzó a la perilla y jaloneó tirando hacia fuera. El tercer disparo llegó a la pared a pocos centímetros de la cabeza del joven que con el susto cayó de rodillas y soltó la puerta. Esta se abrió de golpe hacia adentro mostrando solo un rectángulo negro. En la oscuridad se iluminó una ráfaga. Carolina intentó jalar por cuarta vez el gatillo y se sorprendió de que su dedo se quedó como trabado. Ya estaba tan cerca del responsable de la desaparición de su Luisa que pensó que esta vez no fallaría; pero su mano parecía que ya no tenía la fuerza, o ¿se habría trabado el arma? Nada de eso. No vio pasar su vida en imágenes, ni tampoco la sonrisa de su hija. Simplemente todo se puso negro y el sufrimiento acabó.

1 comentario:

  1. No existe nada que sea mas asfixiante y demoledor que la ausencia de un hij@ y por supuesto tambie el tenerlo ,te felicito José tu capacidad de descripción la dirección de las emociones y la impotencia como concepto es cabal, debes guionizarlo los personajes estan pulcros.Muy buena

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