Rosita Herrera
Y si volviera a
nacer, ¿qué no repetiría? Posiblemente lo haría todo con calma, confiaría en la
vida, me alejaría de ciertas personas y disfrutaría de mi compañía. Ahhh, hay
tanto que arreglar en el pasado, creo que es una tarea ardua, inútil y poco
inteligente detenernos en su análisis, aunque nos jale con fuerza queriendo a
toda costa que esto suceda, debemos quitar sus sucias manos de nuestros
atuendos y con firmeza y algo de ira decirle que no.
Estos pensamientos
eran constantes en Zoe cuando atravesaba el umbral de una habitación y sentía
la tentación de dejar su mano más tiempo de lo necesario en la manilla y contar
hasta diez.
«¡Rayos! Ha vuelto
el condenado, no te detengas… no te detengas, sigue adelante y nada de que por
si acaso, ahí está la trampa y retomarás el hábito que será el primero de una
larga lista de ‘por si acasos’, ya estás grandecita, lo entendiste todo, por lo
que no tienes excusa».
Lograr la hazaña
de ir de la habitación al living y luego salir sin demorarse en cada cruce,
significaba para ella un atisbo de libertad, aquella que por mucho tiempo se
había alejado de su camino y que, una vez de regreso, no la volvería a perder.
Al amanecer había
recibido un mensaje de su hermana menor señalando que su madre estaba hospitalizada,
el diagnóstico era el siguiente: neumonía, infiltración al pulmón, cáncer de
boca. Nada más ni nada menos, pero ¿cómo un ser humano puede permanecer en este
mundo de tal manera? Nadie debería someterse a tal suplicio, ni siquiera
debiera ser opción el intentar salvarle la vida, para qué, para medio vivir o
medio morir, cuando solo se les debiera dar una medalla de honor por haber
resistido en las mejores condiciones posibles y, luego, darles un boleto en
primera clase al más allá. En fin, mamá yacía agonizante en una cama de
hospital y yo no podía asistirla, hacía mucho tiempo que estaba muy alejada de
la familia y no tenía contacto con ninguno de ellos.
Sola en Nueva York,
habitando en un frío departamento de una concurrida calle, me encontraba
sentada en un sillón cercano a la luz de un gran ventanal donde tomaba
lentamente un café, miraba caer la nieve y observaba el apresurado caminar de
la gente.
No sabía qué
hacer, lo único que tenía claro era que en algún próximo momento debía viajar a
Chile y reencontrarme con mi familia en trágicas circunstancias que me llevarían,
sin lugar a dudas, al pasado.
Lo estaba
asimilando de a poquito, mientras racionalizaba mis tendencias a no soltar de
inmediato, sin el respectivo ritual, el tazón de café sobre la mesa o el
pestañear tres veces seguidas antes de cerrar los ojos por un momento y, eso no
era todo, faltaba el apagar los interruptores de luz cuando me fuera a dormir, posando
mis dedos con firmeza diez segundos en
cada uno, si es que quedaba tranquila, sino sería repetir la acción otros diez
más. Mis fantasmas se habían mantenido dormidos por más de veinte años, hoy,
con mucho temor, los presentía queriendo manifestarse.
Transcurrieron los
días y no había noticias desde Chile, no obstante, temía que lo no deseado
llegara sin preámbulos ni consideraciones y así fue. Cerca de media noche trabajaba
en la corrección de un artículo para el New York Times antes de tomar el avión al
día siguiente, cuando suena la campanilla de mi celular y aparece el ícono de
Mariela… luego, su mensaje: Murió la mamá.
Una daga se había
enterrado en mi corazón, un dolor punzante que se trasladaba hacia mi estómago.
Me sentía vacía, miserable e indigna por no haber corrido al primer llamado,
había una infinidad de excusas a las que poder acudir para quitarme un poco de
culpa, pero no quería, sentí que cargar con su peso me haría expiar todo lo mala
hija que fui por tanto tiempo.
Cada tanto, desde
que me convertí en adulta, me preguntaba cómo reaccionaría a su muerte, quedaba
pensativa conectando con aquella sensibilidad y apego que sufrí de niña hacia
ella, sin poder hacerlo del todo, hay demasiados baches, heridas que se fueron
instalando como un muro entre las dos. La adolescencia vivida en un contexto de
carencia emocional y económica donde todo el peso recaía en una mujer que
escasamente podía con su propio autocuidado y de un momento a otro se vio a
cargo de tres nenas a las que les traspasó sus penas y miedos mientras creaban
los propios. Me descubro botando un papel en el basurero y demoro demasiado en
tirarlo, nuevamente me preocupo por tomarlo de la forma adecuada antes de
soltarlo y proceder a poner la intención en dicho acto, para ello visualizo a
la persona o situación que representará al ser eliminado… mi peor enemigo, los disturbios mundiales,
esta maldita guerra biológica… no da igual a quien sitúe en esta acción, pero
me doy cuenta de que estoy demorando mucho y que seguirán manifestándose con
fuerza todos estos trastornos obsesivos compulsivos que al parecer no te
abandonan, se duermen, esconden, son parte de uno como lo son nuestros temores,
oscuridades y pudores humanos.
Había que sacar
una cantidad de documentos para el viaje atestiguando el no ser portador de COVID-19
y no haber estado en contacto con nadie que tuviera síntomas; otro que señalara
hacia dónde voy específicamente y el motivo, acreditado con documentos; y, por
supuesto, el pasaje. En fin, cuando pisé el aeropuerto fue inevitable sentirme
como Clint Eastwood en la película Alcatraz donde algún movimiento en falso o
un documento faltante podía costarme la cancelación de mi vuelo. Estaba todo en
orden, no obstante, la imponente imagen de guardias de seguridad, asistentes de
control sanitario y militares por doquier, hacían dudar y temblar a cualquiera.
En fin, el punto es que no estuve tranquila hasta atravesar la pasarela de
acceso a la aeronave con destino a Chile. Una vez sentada en la butaca de la
fila f, asiento veintiséis, lado ventana, sonreí satisfecha, casi feliz,
después de todo disfrutaría un poco de libertad auspiciada por la muerte de mi
madre. Se agradecía en este tiempo de holocausto y vigilancia extrema.
Al desembarcar y
dirigirme hasta mi ciudad natal, no sin antes haber retrocedido y avanzado ante
innumerables líneas en las resplandecientes cerámicas del piso de los
aeropuertos, metido y sacado más de tres veces la billetera y otros adminículos
en mi bolso, hasta asegurarme muy bien que no había dejo de incertezas en mis
acciones de tomarlos de la forma adecuada y no azarosa, es que nadie podría
entender que el hecho de no poner tal cuidado significaría una inagotable
persecución de mi mente hasta que corrigiera tal proceder, de lo contrario algo
podría pasar… o no pasar.
Se habían
declarado, mis innumerables TOC no me amenazaban con aparecer, sino que lisa y
llanamente estaban operando en mí y, qué diablos, había que dejarlos fluir, aunque
resulte paradójica y absurda tal resolución ante semejante monstruo de control
mental.
Renté un automóvil
y recorrí la ciudad que me había visto crecer, buscar mi camino sola o acompañada
de amigos y personas que se detuvieron a compartir mis pasiones y sueños y que
luego se fueron dejando huella en mi vida.
Me detuve en la
casa donde mi alma se había roto, estaba a la venta y una mujer acababa de
poner el letrero.
―¡Buenos días!
Pasaba por aquí y me encuentro con esta sorpresa: La casa de mi infancia está en venta, lo que
me da la oportunidad de poder visitarla, digo, si no le importa, claro.
―¡Claro que no!
Pase, yo estaré acá un buen rato, pues vendrá un cliente en una hora más.
Al entrar, una
oleada de olor a pintura fresca se me vino encima, lo mismo ocurrió cuando
ingresé por primera vez de la mano de mi madre hace veinticinco años atrás.
Había una gran sala al inicio, con escasos muebles que la hacían todavía más
grande y unas lámparas que armonizaban el ambiente, lo curioso es que nadie
pasaba tiempo allí, quizá hacía siempre frío, así como lo siento ahora y huyo
de este sector y visualizo la cocina donde mamá guisaba mientras yo hacía mis
tareas, no era siempre así, pero hubo un gran período en que ella estuvo en
casa recuperándose de… aquel accidente que le dejó su rostro lleno de
cicatrices por los vidrios que se incrustaron en su delicado rostro luego de
que su compañero de ruta cruzara con el semáforo en rojo.
Comienzo a
recordar, subo las escaleras, hay una pequeña niña sentada en el suelo al lado
de su cama, encorvada recortando o dibujando algo, no logro atisbar qué, está
muy motivada con lo que hace, me siento en el lecho, la observo, tiene como nueve
años, su pelo es largo, castaño, recogido en una moña sin mayor gracia, no hay
vanidad en ella, aún lleva puesta la ropa del colegio y su chaquetón de
invierno, tiene frío, pero no lo percibe, su obra es lo más importante en este
momento. Al parecer escribe un poema para la mamá… que no está en casa. Ya es
tarde, oscurece, lleva una bandeja a la cocina, luego se dirige a mirar por la ventana junto a la entrada,
llueve a cántaros, un trueno la asusta y se retira, se percata de la hora en un
pequeño reloj que hay sobre una mesita que sostiene una lámpara y una
fotografía de sus dos hermanas mayores, las extraña, solo falta un par de
semanas para que se reincorporen a la nueva casa y al nuevo compañero de mamá
que por el momento la hace feliz. La lluvia la angustia, la oscuridad le quita
la esperanza, algo sucede, pobre pequeña le digo, pero no me escucha, se sienta
en un rincón cerca de la ventana y se pone a llorar «mamita, mamita, Diosito,
¿dónde está mi mamita?, ¿por qué no llega? Ya es tarde, ¿hice algo mal?, ¿es mi
culpa?, por favor, no sé qué hacer, a quién llamar…» Quiero abrazarla, decirle
que aquí estoy yo, que no está sola, que no es su culpa y que ya pronto pasará
esta oscuridad, pero no puedo traspasar su dimensión, ya han transcurrido
muchas horas de angustia… de pronto… tocan la puerta, la pequeña abre y aparece
un joven:
―Zoe, tu mamá está
en mi casa, tuvo un accidente, debemos ir ahora.
―¿Mamá? ¿Qué le
pasó? ¿Por qué viniste tan tarde?
―No sabíamos que
estabas sola. Nos dieron aviso del accidente hace muy poco y los trasladaron a
mi casa, con mi padre… ¡Dios! Ya casi son la una de la madrugada, vamos.
La pequeña
desapareció en la penumbra y su vocecita emanaba un sinfín de preguntas.
Aparece por la
misma puerta la dueña de la casa, con una dulce sonrisa le avisa que su cliente
está por llegar.
―Oh, sí, muchas
gracias, no sabe lo importante que ha sido para mí estar aquí ―Le doy la mano y
me escabullo hacia el automóvil.
Todavía no había
visto a su madre y a la familia, ahí acabaría todo y podría regresar a Nueva
York. Sentía la necesidad de ordenar sus pensamientos y entender su gran
herida.
Condujo con su
mente en piloto automático hasta llegar a un recinto humilde y poco acogedor
donde estaría el cuerpo, visualiza fuera del lugar a quien fuera esa niña dulce
que llegó a alumbrar el corazón roto de mamá luego de un devastador abandono de
su pareja y padre de Mariela cuando yo tenía quince años, pero que con el
tiempo se había convertido en una mujer dura y llena de resentimiento,
probablemente, por la desidia de su progenitor ¿Cómo poder congeniar en estos
momentos aquellos recuerdos en que era
una luz en mi atribulado camino a la adultez? De no haber sido por ella
mi vida hubiera sido más oscura aún… ahora, no era más que una mujer… como
tantas hay en este mundo. Detrás de mí estaciona Beatriz, dulce, compasiva y
virtuosa, qué más se le puede pedir a
una hermana mayor que luchó contra toda adversidad hasta llegar a la adultez
sin perder su dulzura e integridad, pero si de gracia humana hablamos… falta
una…, pero ella no está, se fue hace muy poco, no era de este mundo, los
ángeles no viven en la tierra, nos dejan pronto y así lo hizo Claudia, la
segunda de las mujeres de la descendencia de mamá.
Un sinnúmero de
personajes fue apareciendo, reconocí a la mayoría y supongo que ellos a mí, se
asomó el saludo cortés y uno que otro gesto de simpatía. Finalmente, la vi,
serena, liviana, en paz. Alguien se preguntaría «¿Viajaste para esto? ¿Qué
sentido tiene?» Sí, viajé para esto y tiene todo el sentido que la humanidad le
ha otorgado desde el principio de los tiempos: Despedir a nuestros muertos,
cerrar el ciclo, llorarlos y desearles un feliz retorno. Si no lo hiciéramos, los
llevaríamos por el resto de nuestros días a cuestas y ya cargamos demasiado. Me
despedí de ella como lo hacía siempre que la visitaba, cariñosa y con esa pena
que hace aflorar los apegos infantiles. Toqué el vidrio varias veces y,
también, la madera de su urna, lo hice antes de quedar situada en la fosa.
Sostengo lo dicho,
es una gran pérdida de tiempo analizar el pasado y detenerse en tratar de
repararlo, he dejado que la vida me guíe y me muestre lo que sea necesario
reparar. Abrazaré a aquella niña indefensa y llena de miedo por el resto de mis
días, juntas enfrentaremos las dificultades para poder sanar. Gracias, madre,
aquella niña te sigue adorando en mí.
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