martes, 23 de febrero de 2021

TOC

Rosita Herrera


Y si volviera a nacer, ¿qué no repetiría? Posiblemente lo haría todo con calma, confiaría en la vida, me alejaría de ciertas personas y disfrutaría de mi compañía. Ahhh, hay tanto que arreglar en el pasado, creo que es una tarea ardua, inútil y poco inteligente detenernos en su análisis, aunque nos jale con fuerza queriendo a toda costa que esto suceda, debemos quitar sus sucias manos de nuestros atuendos y con firmeza y algo de ira decirle que no.

Estos pensamientos eran constantes en Zoe cuando atravesaba el umbral de una habitación y sentía la tentación de dejar su mano más tiempo de lo necesario en la manilla y contar hasta diez.

«¡Rayos! Ha vuelto el condenado, no te detengas… no te detengas, sigue adelante y nada de que por si acaso, ahí está la trampa y retomarás el hábito que será el primero de una larga lista de ‘por si acasos’, ya estás grandecita, lo entendiste todo, por lo que no tienes excusa».

Lograr la hazaña de ir de la habitación al living y luego salir sin demorarse en cada cruce, significaba para ella un atisbo de libertad, aquella que por mucho tiempo se había alejado de su camino y que, una vez de regreso, no la volvería a perder.

Al amanecer había recibido un mensaje de su hermana menor señalando que su madre estaba hospitalizada, el diagnóstico era el siguiente: neumonía, infiltración al pulmón, cáncer de boca. Nada más ni nada menos, pero ¿cómo un ser humano puede permanecer en este mundo de tal manera? Nadie debería someterse a tal suplicio, ni siquiera debiera ser opción el intentar salvarle la vida, para qué, para medio vivir o medio morir, cuando solo se les debiera dar una medalla de honor por haber resistido en las mejores condiciones posibles y, luego, darles un boleto en primera clase al más allá. En fin, mamá yacía agonizante en una cama de hospital y yo no podía asistirla, hacía mucho tiempo que estaba muy alejada de la familia y no tenía contacto con ninguno de ellos.

Sola en Nueva York, habitando en un frío departamento de una concurrida calle, me encontraba sentada en un sillón cercano a la luz de un gran ventanal donde tomaba lentamente un café, miraba caer la nieve y observaba el apresurado caminar de la gente.

No sabía qué hacer, lo único que tenía claro era que en algún próximo momento debía viajar a Chile y reencontrarme con mi familia en trágicas circunstancias que me llevarían, sin lugar a dudas, al pasado.

Lo estaba asimilando de a poquito, mientras racionalizaba mis tendencias a no soltar de inmediato, sin el respectivo ritual, el tazón de café sobre la mesa o el pestañear tres veces seguidas antes de cerrar los ojos por un momento y, eso no era todo, faltaba el apagar los interruptores de luz cuando me fuera a dormir, posando mis dedos con firmeza  diez segundos en cada uno, si es que quedaba tranquila, sino sería repetir la acción otros diez más. Mis fantasmas se habían mantenido dormidos por más de veinte años, hoy, con mucho temor, los presentía queriendo manifestarse.

Transcurrieron los días y no había noticias desde Chile, no obstante, temía que lo no deseado llegara sin preámbulos ni consideraciones y así fue. Cerca de media noche trabajaba en la corrección de un artículo para el New York Times antes de tomar el avión al día siguiente, cuando suena la campanilla de mi celular y aparece el ícono de Mariela… luego, su mensaje: Murió la mamá.

Una daga se había enterrado en mi corazón, un dolor punzante que se trasladaba hacia mi estómago. Me sentía vacía, miserable e indigna por no haber corrido al primer llamado, había una infinidad de excusas a las que poder acudir para quitarme un poco de culpa, pero no quería, sentí que cargar con su peso me haría expiar todo lo mala hija que fui por tanto tiempo.

Cada tanto, desde que me convertí en adulta, me preguntaba cómo reaccionaría a su muerte, quedaba pensativa conectando con aquella sensibilidad y apego que sufrí de niña hacia ella, sin poder hacerlo del todo, hay demasiados baches, heridas que se fueron instalando como un muro entre las dos. La adolescencia vivida en un contexto de carencia emocional y económica donde todo el peso recaía en una mujer que escasamente podía con su propio autocuidado y de un momento a otro se vio a cargo de tres nenas a las que les traspasó sus penas y miedos mientras creaban los propios. Me descubro botando un papel en el basurero y demoro demasiado en tirarlo, nuevamente me preocupo por tomarlo de la forma adecuada antes de soltarlo y proceder a poner la intención en dicho acto, para ello visualizo a la persona o situación que representará al ser eliminado…  mi peor enemigo, los disturbios mundiales, esta maldita guerra biológica… no da igual a quien sitúe en esta acción, pero me doy cuenta de que estoy demorando mucho y que seguirán manifestándose con fuerza todos estos trastornos obsesivos compulsivos que al parecer no te abandonan, se duermen, esconden, son parte de uno como lo son nuestros temores, oscuridades y pudores humanos.

Había que sacar una cantidad de documentos para el viaje atestiguando el no ser portador de COVID-19 y no haber estado en contacto con nadie que tuviera síntomas; otro que señalara hacia dónde voy específicamente y el motivo, acreditado con documentos; y, por supuesto, el pasaje. En fin, cuando pisé el aeropuerto fue inevitable sentirme como Clint Eastwood en la película Alcatraz donde algún movimiento en falso o un documento faltante podía costarme la cancelación de mi vuelo. Estaba todo en orden, no obstante, la imponente imagen de guardias de seguridad, asistentes de control sanitario y militares por doquier, hacían dudar y temblar a cualquiera. En fin, el punto es que no estuve tranquila hasta atravesar la pasarela de acceso a la aeronave con destino a Chile. Una vez sentada en la butaca de la fila f, asiento veintiséis, lado ventana, sonreí satisfecha, casi feliz, después de todo disfrutaría un poco de libertad auspiciada por la muerte de mi madre. Se agradecía en este tiempo de holocausto y vigilancia extrema.

Al desembarcar y dirigirme hasta mi ciudad natal, no sin antes haber retrocedido y avanzado ante innumerables líneas en las resplandecientes cerámicas del piso de los aeropuertos, metido y sacado más de tres veces la billetera y otros adminículos en mi bolso, hasta asegurarme muy bien que no había dejo de incertezas en mis acciones de tomarlos de la forma adecuada y no azarosa, es que nadie podría entender que el hecho de no poner tal cuidado significaría una inagotable persecución de mi mente hasta que corrigiera tal proceder, de lo contrario algo podría pasar… o no pasar.

Se habían declarado, mis innumerables TOC no me amenazaban con aparecer, sino que lisa y llanamente estaban operando en mí y, qué diablos, había que dejarlos fluir, aunque resulte paradójica y absurda tal resolución ante semejante monstruo de control mental.

Renté un automóvil y recorrí la ciudad que me había visto crecer, buscar mi camino sola o acompañada de amigos y personas que se detuvieron a compartir mis pasiones y sueños y que luego se fueron dejando huella en mi vida.

Me detuve en la casa donde mi alma se había roto, estaba a la venta y una mujer acababa de poner el letrero.

―¡Buenos días! Pasaba por aquí y me encuentro con esta sorpresa:  La casa de mi infancia está en venta, lo que me da la oportunidad de poder visitarla, digo, si no le importa, claro.

―¡Claro que no! Pase, yo estaré acá un buen rato, pues vendrá un cliente en una hora más.

Al entrar, una oleada de olor a pintura fresca se me vino encima, lo mismo ocurrió cuando ingresé por primera vez de la mano de mi madre hace veinticinco años atrás. Había una gran sala al inicio, con escasos muebles que la hacían todavía más grande y unas lámparas que armonizaban el ambiente, lo curioso es que nadie pasaba tiempo allí, quizá hacía siempre frío, así como lo siento ahora y huyo de este sector y visualizo la cocina donde mamá guisaba mientras yo hacía mis tareas, no era siempre así, pero hubo un gran período en que ella estuvo en casa recuperándose de… aquel accidente que le dejó su rostro lleno de cicatrices por los vidrios que se incrustaron en su delicado rostro luego de que su compañero de ruta cruzara con el semáforo en rojo.

Comienzo a recordar, subo las escaleras, hay una pequeña niña sentada en el suelo al lado de su cama, encorvada recortando o dibujando algo, no logro atisbar qué, está muy motivada con lo que hace, me siento en el lecho, la observo, tiene como nueve años, su pelo es largo, castaño, recogido en una moña sin mayor gracia, no hay vanidad en ella, aún lleva puesta la ropa del colegio y su chaquetón de invierno, tiene frío, pero no lo percibe, su obra es lo más importante en este momento. Al parecer escribe un poema para la mamá… que no está en casa. Ya es tarde, oscurece, lleva una bandeja a la cocina, luego se dirige a  mirar por la ventana junto a la entrada, llueve a cántaros, un trueno la asusta y se retira, se percata de la hora en un pequeño reloj que hay sobre una mesita que sostiene una lámpara y una fotografía de sus dos hermanas mayores, las extraña, solo falta un par de semanas para que se reincorporen a la nueva casa y al nuevo compañero de mamá que por el momento la hace feliz. La lluvia la angustia, la oscuridad le quita la esperanza, algo sucede, pobre pequeña le digo, pero no me escucha, se sienta en un rincón cerca de la ventana y se pone a llorar «mamita, mamita, Diosito, ¿dónde está mi mamita?, ¿por qué no llega? Ya es tarde, ¿hice algo mal?, ¿es mi culpa?, por favor, no sé qué hacer, a quién llamar…» Quiero abrazarla, decirle que aquí estoy yo, que no está sola, que no es su culpa y que ya pronto pasará esta oscuridad, pero no puedo traspasar su dimensión, ya han transcurrido muchas horas de angustia… de pronto… tocan la puerta, la pequeña abre y aparece un joven:

―Zoe, tu mamá está en mi casa, tuvo un accidente, debemos ir ahora.

―¿Mamá? ¿Qué le pasó? ¿Por qué viniste tan tarde?

―No sabíamos que estabas sola. Nos dieron aviso del accidente hace muy poco y los trasladaron a mi casa, con mi padre… ¡Dios! Ya casi son la una de la madrugada, vamos.

La pequeña desapareció en la penumbra y su vocecita emanaba un sinfín de preguntas.

Aparece por la misma puerta la dueña de la casa, con una dulce sonrisa le avisa que su cliente está por llegar.

―Oh, sí, muchas gracias, no sabe lo importante que ha sido para mí estar aquí ―Le doy la mano y me escabullo hacia el automóvil.

Todavía no había visto a su madre y a la familia, ahí acabaría todo y podría regresar a Nueva York. Sentía la necesidad de ordenar sus pensamientos y entender su gran herida.

Condujo con su mente en piloto automático hasta llegar a un recinto humilde y poco acogedor donde estaría el cuerpo, visualiza fuera del lugar a quien fuera esa niña dulce que llegó a alumbrar el corazón roto de mamá luego de un devastador abandono de su pareja y padre de Mariela cuando yo tenía quince años, pero que con el tiempo se había convertido en una mujer dura y llena de resentimiento, probablemente, por la desidia de su progenitor ¿Cómo poder congeniar en estos momentos aquellos recuerdos en que era  una luz en mi atribulado camino a la adultez? De no haber sido por ella mi vida hubiera sido más oscura aún… ahora, no era más que una mujer… como tantas hay en este mundo. Detrás de mí estaciona Beatriz, dulce, compasiva y virtuosa, qué más se le puede pedir  a una hermana mayor que luchó contra toda adversidad hasta llegar a la adultez sin perder su dulzura e integridad, pero si de gracia humana hablamos… falta una…, pero ella no está, se fue hace muy poco, no era de este mundo, los ángeles no viven en la tierra, nos dejan pronto y así lo hizo Claudia, la segunda de las mujeres de la descendencia de mamá.

Un sinnúmero de personajes fue apareciendo, reconocí a la mayoría y supongo que ellos a mí, se asomó el saludo cortés y uno que otro gesto de simpatía. Finalmente, la vi, serena, liviana, en paz. Alguien se preguntaría «¿Viajaste para esto? ¿Qué sentido tiene?» Sí, viajé para esto y tiene todo el sentido que la humanidad le ha otorgado desde el principio de los tiempos: Despedir a nuestros muertos, cerrar el ciclo, llorarlos y desearles un feliz retorno. Si no lo hiciéramos, los llevaríamos por el resto de nuestros días a cuestas y ya cargamos demasiado. Me despedí de ella como lo hacía siempre que la visitaba, cariñosa y con esa pena que hace aflorar los apegos infantiles. Toqué el vidrio varias veces y, también, la madera de su urna, lo hice antes de quedar situada en la fosa.

Sostengo lo dicho, es una gran pérdida de tiempo analizar el pasado y detenerse en tratar de repararlo, he dejado que la vida me guíe y me muestre lo que sea necesario reparar. Abrazaré a aquella niña indefensa y llena de miedo por el resto de mis días, juntas enfrentaremos las dificultades para poder sanar. Gracias, madre, aquella niña te sigue adorando en mí.

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