viernes, 12 de febrero de 2021

Ausencias

Diego Velásquez González 


El día había sido muy ajetreado para Juan Diego quien llega a su casa agotado. Las calles de la ciudad han estado más congestionadas que de costumbre por las nuevas obras viales que obligan a los vehículos a continuos desvíos, haciendo que un trayecto relativamente corto termine siendo una odisea interminable. A él esta situación se le hace cada vez más molesta a pesar de llevar más de cuatro años como taxista, tiempo en el que ya tiene en su mente un mapa de la ciudad con sus vericuetos, aunque de todos modos hay días que siente que se pierde en ese caos. Señala que es muy difícil moverse dentro de semejante berenjenal en que se ha convertido la ciudad. Mira a su madre y la saluda con un beso en la mejilla derecha y le dice: «Dios te bendiga». Se sienta en su silla preferida, casi de manera automática, frente al televisor que está encendido en la sala. Clara, la madre, acostumbra tener aquel objeto encendido así no vea nada. Le basta escuchar las conversaciones y el ruido de aquel aparato de fondo. Dice que es la manera como se siente menos sola y siente la compañía.

En la sala de la casa familiar, ubicada en uno de los barrios populares más antiguos de la ciudad, el olor a sándalo permea el aire al emanar del pebetero eléctrico que le obsequió a su madre en el cumpleaños pasado. Un aroma suave y profundo cubre todo aquel espacio induciendo un estado de armonía y relajación mientras ella se dedica a leer o armar rompecabezas hasta llegar el momento de preparar la comida tanto para ella como para su hijo. Entre tanto, a través de las ventanas de la calle, el aire fresco de la tarde, después de un día caluroso, trae un viento que arrulla las palmas de la sala que cuida con gran entusiasmo cada mañana. Este es el espacio preferido de Clara desde que vuelve de la iglesia a media tarde.

Juan Diego observa su celular y ve que hay pocas solicitudes de servicio de taxi en el sector. Piensa que será una buena oportunidad para quedarse en casa viendo una película y poder descansar. Hace poco logró comprar un nuevo vehículo que él mismo maneja. No ha querido buscar otro chofer. Se le hace que todos los conductores son unos completos inútiles y que solo él puede mantener el vehículo en buenas condiciones. Esto ha hecho que se imponga jornadas extenuantes de trabajo. Por eso, la madre se esfuerza por ser atenta con su hijo. Sabe que la vida no es fácil para él. Ella va a la cocina de nuevo después de saludarlo. Se escucha el ruido ensordecedor de la vieja licuadora que se resiste a cambiar cuando la que su hijo compró en la pasada navidad se les dañó muy rápido y no hubo forma de repararla. Al poco tiempo, se acerca de nuevo a su hijo con un jugo de guayaba en leche, de los que tanto le gustan a aquel.

—Mijo, ¿quiere comer algo?  

 —No, madre, con el jugo basta. Te agradezco.

La madre va de nuevo a la cocina a terminar de lavar los platos. Desde allí, como desde hace unos tres o cuatro meses, la escena se repite. Habla, aunque no sabe si su hijo realmente escucha. Dice que en la iglesia van a realizar un nuevo bingo cuyo propósito es recoger fondos para reconstruir el techo del templo que ya se cae a pedazos. «Ajá», responde Juan Diego. Ella pregunta si quiere ir con ella, y solo vuelve a decir: «Ajá». Y aunque percibe un tono resignado en su respuesta, insiste en hablar y pregunta por su trabajo. Él responde que bien, que gracias por preguntar. De pronto no vuelve a responder a su charla que le pone desde la cocina acerca del incompetente del alcalde, los robos que se han venido dando en el barrio y tantas cosas del día a día. Ella va a la sala y ve que se ha dormido en el sillón. Contempla su rostro. Es la misma cara del niño que se graduó de bachillerato hace ya once años cuya foto se encuentra en la repisa de una de las esquinas de la sala. Tal vez por eso, a pesar de sus veintiocho años, lo sigue viendo como un niño. Su único hijo quien ha sido su compañía en los últimos meses. De pronto despierta de su breve sueño. Ve a su madre mirándolo y se siente molesto. No le dice nada. Siente que en el celular hay una notificación y la observa con atención, indiferente a la presencia de la madre. Se pone los zapatos. Se levanta de la silla, se mira en el espejo y se dispone a salir de nuevo.

―Ahora vuelvo, debo hacer algo ―expresa, le da un beso en la frente y un abrazo recordándole que si se demora no se preocupe, que se acueste tranquila, que él estará bien.

―Está bien ―responde con resignación y va de nuevo a la cocina.

Allí, Clara se queda preparando el almuerzo del día siguiente. Desde que se separó de su esposo y luego de una pelea de años en los juzgados que acabó con los ahorros de ambos, considera que falló como madre. Y aunque él no reclama, no cuestiona o genera molestias, siente que hay un odio de su parte hacía ella. Piensa que debió haber sido más fuerte con él. Su esposo le decía que lo estaba malcriando y que el mocoso era un mimado. Pero Juan Diego, ha sido un muchacho responsable, con sus vainas claro está, pero un buen hijo, al fin y al cabo. Hoy es el hombre de la casa y ella quiere sentirse orgullosa de él y hacer que se sienta cada vez más orgulloso de sí mismo. María Catalina, la hermana de Juan Diego se marchó para España apenas empezó el asunto de la separación que se convirtió en un problema doloroso para todos. Como consecuencia, no se volvió a saber de ella. Esporádicamente hablaba con Juan Diego. Los vecinos pronto afirmaron que la hermosa hija de Clara se había ido a ejercer la profesión más antigua de la humanidad. Su novio tenía fama de ser el clásico proxeneta con aires de matón quien le había costeado dicho viaje.

La señora Clara, como se refieren a la madre de ambos en el barrio, es una mujer de solo cincuenta y dos años, pero refleja muchos más como resultado de una vida sufrida. Desde joven, cuando apenas salía de su adolescencia, época en la cual se quiere conquistar el mundo, se vio obligada a asumir la obligación de reemplazar a la propia madre que murió como consecuencia de un infarto. De cierta manera aquello hizo que madurara a la fuerza. Sus hermanos de trece y nueve años estaban demasiado pequeños y había que cuidarlos. En un primer momento lo aceptó de buena gana, pero cuando el padre de la familia empezó a tomar y pronto murió de cirrosis, se empezó a cuestionar sobre el sentido de eso. Y en cuanto pudo después que sus hermanos lograron ser bachilleres y que pudieron trabajar en algo que les diera algún ingreso, se marchó de la casa y contrajo matrimonio con el primer advenedizo que paso a su lado. «Sabía que no estaba enamorada» siempre lo ha dicho una y otra vez y a manera de queja o explicación no pedida que «pensaba que podría aprender a amarlo, que quizás la costumbre nos llevaría a querer seguir juntos». De ese matrimonio nacieron María Catalina y Juan Diego.

Ahora, Clara cree que ha logrado encontrar la paz que tanto anhelaba en la oración y el servicio a la iglesia. Con los ingresos de la pensión del difunto esposo y los arriendos de una casa de tres pisos en el centro de la ciudad, vive dignamente, además de contar con el apoyo de su hijo. Va al templo donde ha sido una colaboradora fiel. Desde la primera misa, a las siete de la mañana, acompaña al sacerdote en la lectura de la palabra, recoge las limosnas y después en el despacho parroquial asigna las solicitudes de misas, matrimonios, bautismos entre otros menesteres. Por eso, al ver que su hijo no vuelve después de las once de la noche, se acuesta inquieta, pero sabe que debe madrugar. Hace sus oraciones y pide a Dios por su hijo para que lo proteja y lo guíe. Al amanecer el teléfono la despierta. Son las cuatro y media de la mañana. Su hijo fue encontrado muerto y le piden que vaya a hacer el reconocimiento. Llama a sus vecinos en busca de apoyo y compañía. «¿Por qué Dios? ¿Por qué?» pregunta una y otra vez, pero no recibe respuesta mientras llora sin encontrar consuelo a su dolor. Por un momento cree reconocerse en una de las siete palabras de Jesucristo en la Cruz. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

En compañía de una vecina va a medicina legal. De acuerdo a los primeros reportes policiales, le querían quitar el carro. Saberlo le brinda cierto consuelo porque temía que lo habían matado por andar donde no debía o que había vuelto a sus andanzas. Siempre esperaba que dejará sus vicios. Pasados algunos días y luego de las pesquisas correspondientes, la policía captura al asesino, un tipo llamado Carlos, que vivía a cinco cuadras de la casa de ellos. Parece que ambos tenían problemas, eran parte del gremio de taxistas y tal vez estaban en negocios turbios afirmaron en las noticias. Cuando Juan Diego adquirió el carro, la madre pensaba que le traería muchos problemas, pero manifestó alegría por tal evento puesto que le daba otro motivo para vivir. Su hijo había estado sujeto a un tratamiento psiquiátrico y tomaba antidepresivos para superar su intento de suicidio. Ella se sentía contenta porque el hijo se veía más lúcido y comprometido con las cosas del reino de los vivos.

Una semana después del entierro, María Catalina, llama a la mamá y le anuncia que volverá al país a organizar las cosas de Juan Diego. Ella no entiende a qué se refiere. Sabe que tenía un taxi y un apartamento que había terminado de pagar hace poco y que tenía en arriendo. «¿Qué más hay que organizar?», afirma. Se molesta porque no había vuelto a saber nada de su hija desde hace dos años y venir de buenas a primeras a asumir un rol que no le correspondía era algo que no podía aceptarlo. Al llegar a la ciudad, la hermana sabe que debe buscar a Santiago Rivas, estudiante de arquitectura de veinte años y de quien solo tenía vagas referencias. Sabía que había hecho feliz a su hermano y eso le bastaba. Por su parte, la madre se siente desconcertada. A pesar de ser un tipo inteligente y sagaz para los negocios, además de haber terminado sus estudios, la madre no aceptaba que su hijo fuera gay. Eso hizo que él se deprimiera e incluso intentara suicidarse. Durante un tiempo había dicho que prefería un hijo muerto que marica, pero cuando vio que su hijo de nuevo en casa le ofrecía la estabilidad material que el inútil del marido no le había ofrecido guardó silencio. Solo oraba día y noche pidiendo la sanación de su amado hijo y que le diera una buena mujer. El mismo hijo había optado por no volver a dejar que su madre se diera cuenta de su vida personal. Por eso, se tomaba juicioso su medicamento, asistía a las citas con el psiquiatra, a veces salía solo sin decir a donde iba, pero sobre todo trabajaba y aportaba lo necesario para la casa volviendo a vivir con Clara por su propia seguridad según recomendaciones médicas.

Cuando María Catalina encontró a Santiago, se asombró al darse cuenta que el padre de aquel era el asesino de su hermano y que tampoco aceptaba esa relación. La noche del crimen, se había hecho pasar por su hijo tomando su celular y citando a Juan Diego mediante un mensaje de texto al motel donde acostumbraban verse desde que él volvió a la casa familiar al salir de la clínica y de una u otra manera más lúcido. A Carlos no le gustaba. Era hombre y eso bastaba. No era correcto. Él quería que su hijo se casara, que le diera nietos y si quería seguir con sus bobadas era otra cosa. Aquel día, a las afueras del hotel, cuando Juan Diego se bajó del carro para esperar a Santiago, Don Carlos, como él se refería al padre de su amado, se acerca y lo confronta. Le dice que Santiago no quiere volver a verlo, que lo deje en paz. Él responde que su hijo ya era mayorcito y que si él no tenía la valentía de decirlo de frente había fracasado como padre porque su hijo si era entonces un verdadero marica, pero que, al contrario, lo que realmente pensaba, es que su hijo le tenía miedo. Pronto pasaron a los empujones y luego a los golpes.  Ambos sentían que su dignidad estaba en juego. De pronto, sin saber de dónde lo agarró, Carlos propina varias puñaladas a Juan Diego. Con la adrenalina todavía disparada en su cuerpo, lo levanta, y organiza el cuerpo dentro del carro para simular un atraco llevándosele el producido del día y dejándolo en su auto parqueado en el rincón más solitario y oscuro del lugar.

Las dos familias quedan destruidas. Santiago continua sus estudios de arquitectura con el apoyo de un tío y lejos, muy lejos de la casa de sus padres al tiempo que recibe el apartamento y el carro que su pareja había puesto a su nombre. La madre de Juan Diego luchó por un tiempo para que tal cosa no se diera. Siente que ha sido traicionada. «Ellos no son nada, yo soy quien tiene derecho al apartamento» se quejó una y otra vez donde pudo y donde fuera escuchada. Pero Juan Diego había dejado las cosas claras de acuerdo a la ley, el apartamento y el carro recién comprado pasaría a manos de su compañero con quien vivió cuatro años en caso que muriera. Al final, de mala gana, doña Clara acepta lo irremediable y advierte a su hija que se olvide de ella, que ahora había perdido sus dos hijos. Tiempo después, como resultado de su largo encierro y la depresión por su pérdida, Clara se levanta una mañana a primera hora, come cualquier cosa y va a la iglesia. Después de una larga conversación con el sacerdote de la parroquia, vuelve a manejar la agenda de las misas. Se ha vuelto más silenciosa, quizás un poco malhumorada, pero sigue siendo muy eficiente en sus labores. Y en las tardes al regresar a casa, ya no se preocupa mucho por lo que va a comer, solo prepara un jugo de guayaba en leche y se sienta a ver las noticias de las siete de la noche en el sillón de la sala viviendo la ausencia de su hijo.

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