Laura Sobrera
Julia despertó
sobresaltada. Sintió una especie de corriente eléctrica entumecer su cuerpo. No
era la primera vez que un sueño la estremecía. Aturdida, igual que cuando
dormitaba recostada en el sillón después del almuerzo en alguna posición
forzada, notó la consciencia todavía perdida en el mundo onírico.
Se incorporó poco
a poco y con pereza. El cuerpo le pesaba. Manos y pies le hormigueaban, sin
embargo, pudo superar ese abandono físico para moverse.
Tenía sed. Se
dirigió hacia la cocina para saciarla con agua fresca. De pantuflas y bata,
como le gustaba estar en casa y viendo que el líquido bebido no era suficiente,
se preparó una infusión, segura de que eso calmaría la sequedad de su boca.
No necesitaba
despabilarse mucho, por lo que todo aquello podía hacerlo en piloto automático.
Como otras veces después de dormir con profundidad por un tiempo que pareció
extenso, las imágenes vividas en el sueño aparecían en su mente sucediéndose a
gran velocidad.
Apretó sus sienes
en un loco afán de detenerlas. El pitido de la caldera la hizo volver a la
realidad. Preparó el té y se sentó en la sala de estar a degustarlo.
Se dio cuenta que
la televisión había quedado encendida, pero en silencio. La dejó así, no quería
que nada alterara ese lapso de paz mientras saboreaba la infusión frutal.
Entre tanto, a su
mente que divagaba acudieron algunas palabras importantes para ella: rituales y
pertenencia.
Sonrió para sí
mientras bebía a sorbos el té caliente que calmaba la sed. El pensamiento fue
hacia esos conceptos en los que se vio envuelta, sobre todo por su ausencia, o
por estar convencida que faltaron en los momentos más importantes.
Se detuvo por un instante
en los ritos, esos considerados tan necesarios y que nada tenían que ver con
religiones. Había estructurado su vida de una manera rígida, siguiendo códigos
que ella creó a partir de su mundo interior y la educación recibida.
Su mente siempre
iba al ejemplo que parecía explicar esta idea a la perfección. Para una
relación hay determinados pasos que son imprescindibles: conocerse, ennoviarse,
comprometerse, casarse y formar una familia. Julia consideraba esto como una
fórmula de exactitud matemática. Lo mismo sucede con la pertenencia, se
cumplían ciertos ritos y de inmediato la persona pasaba a formar parte de algo
o alguien.
Escuchó su propia
carcajada. Le había llevado años comprender que nada es así. Por fin se sentía
completa sin tanta precisión.
El ruido de su
propia risa la devolvió a su sueño. Que ella estuviera presente era normal,
después de todo era su subconsciente, pero nunca había estado en una situación
onírica semejante. Estaba en el cine y la película que pasaban la tenía como
protagonista. Las escenas se sucedían de acuerdo a sus deseos más íntimos
alejados de la cruda realidad.
A pesar de esto,
lo que estaba viendo le daba nostalgia y hasta lo veía como algo con cierto
refinado humor. Solía reírse de ella misma y eso mismo apreciaba en el sueño.
De vuelta a la
realidad, habiendo terminado el té, fue hasta el baño y se duchó. El agua
caliente alivió su cuerpo todavía entumecido. Tenía ropa que aún no había
estrenado y decidió que era hora de usarla.
Se vistió,
maquilló, arregló con un dejo de coquetería su cabello y usó su perfume
favorito, bueno, era el único que tenía, pero importado, uno de sus pocos vicios.
Lo hacía cuando la melancolía o los sueños la invadían.
El espejo le
devolvió una imagen interesante, entre casual y sofisticada. Decidió salir a
caminar para despejarse de esas sensaciones. Un abrigo liviano, por si
refrescaba a la vuelta. Estaba pronta para salir cuando una llamada perdida le
dio ganas de ver a sus hijos, ya que no había remedio mejor para la apatía que
la visitaba.
Entró sin más pues
la puerta estaba abierta, como de costumbre cada que había invitados.
Aunque la pandemia
había terminado, estaban acostumbrados a no besarse, por lo que no era extraño que
nadie lo hiciera.
En la casa estaban
sus hijos, nietos, nueras, y algunos amigos de los primeros. Sorprendida al
verlos reunidos pues no recordaba haber sido invitada, pero tampoco era
extraño. La charla era amena, pero no tan ruidosa como la acostumbrada. Las
risas comenzaban estruendosas, pero inmediatamente bajaban de volumen.
Se había
acostumbrado a escuchar más de lo que hablaba. Ya no necesitaba mostrar orgullo
por la familia, era obvio que así se sentía, se le veía en la cara y las
actitudes.
Decidió ir a
servirse un refresco, pasó al lado de su hijo y lo escuchó decir:
—Todavía me parece
sentir su perfume preferido.
—Me sucede lo
mismo —contestó Sofía, su cuñada.
Julia se sintió
extraña, ella estaba allí, ¿por qué hablaban como si no estuviera?
—Mamá no querría
vernos tristes, siempre decía que ni lágrimas ni sufrimiento, por eso estamos
todos aquí hoy, para celebrarla viva —musitó Joaquín, el menor.
Llegado este
momento, Julia estaba confundida: sintieron el aroma de su perfume, pero
nadie la miraba a los ojos. Había venido de su casa, tomó un té, se duchó,
vistió y usó su loción preferida, pero ¿qué estaba pasando? Todos actuaban como
si hubiera muerto y eso no era posible, se sentía muy viva.
De repente sus
nietos se le acercaron y para el asombro de todos dijeron:
—Hola, abuela, por
fin viniste, te extrañábamos, ¿vamos a jugar?, ¿nos contarás cuentos?,
¿inventaremos canciones?
En el jardín, se
hizo un profundo silencio. Sus padres se acercaron a los niños y les
preguntaron:
—¿Está aquí?
—Por supuesto —respondieron—, dijo que iba a jugar con nosotros en la sala, así ella podía
sentarse sobre el sillón.
Los que allí
estaban sintieron un nudo en la garganta, entonces Alex, el hijo mayor miró a Joaquín,
sonrió y dijo feliz y emocionado:
—No hay nadie a
quien llorar, ella tenía razón, siempre va a estar presente, las formas nunca
la condicionaron.
Pasada la primera
impresión que los sacudió, solo celebraron como ella habría querido y pedido,
honrando su existencia y esa presencia incondicional que no se alejaría, porque
así lo había prometido. Lo que empezó como un murmullo terminó en algarabía.
Mientras tanto en
el living, Julia, visiblemente
emocionada, miraba jugar a sus nietos a sus pies con lágrimas de emoción
rodando por sus arrugadas mejillas y aprovechaba para relatar esos cuentos e
inventar canciones que la inocencia infantil solicitaba entre sus juegos.
Llegado este punto
la familia no pudo apreciar la escena, porque para eso se necesita tener ojos
de niño y es que la imagen que formaban abuela con su eterna sonrisa y sus nietos
era como una añeja estampa sagrada con la frase: “El Reino de los Cielos pertenece a los que son como los niños” y
Julia siempre honró y mantuvo viva a su niña interior.
Julia había aprendido que el cielo o el infierno viven dentro de cada ser y su paraíso estaba justo allí, donde se hallaran sus hijos y nietos, por lo que sin lugar a dudas hacía tiempo había llegado.
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