viernes, 11 de junio de 2021

El sueño de Julia

Laura Sobrera


Julia despertó sobresaltada. Sintió una especie de corriente eléctrica entumecer su cuerpo. No era la primera vez que un sueño la estremecía. Aturdida, igual que cuando dormitaba recostada en el sillón después del almuerzo en alguna posición forzada, notó la consciencia todavía perdida en el mundo onírico.

Se incorporó poco a poco y con pereza. El cuerpo le pesaba. Manos y pies le hormigueaban, sin embargo, pudo superar ese abandono físico para moverse.

Tenía sed. Se dirigió hacia la cocina para saciarla con agua fresca. De pantuflas y bata, como le gustaba estar en casa y viendo que el líquido bebido no era suficiente, se preparó una infusión, segura de que eso calmaría la sequedad de su boca.

No necesitaba despabilarse mucho, por lo que todo aquello podía hacerlo en piloto automático. Como otras veces después de dormir con profundidad por un tiempo que pareció extenso, las imágenes vividas en el sueño aparecían en su mente sucediéndose a gran velocidad.

Apretó sus sienes en un loco afán de detenerlas. El pitido de la caldera la hizo volver a la realidad. Preparó el té y se sentó en la sala de estar a degustarlo.

Se dio cuenta que la televisión había quedado encendida, pero en silencio. La dejó así, no quería que nada alterara ese lapso de paz mientras saboreaba la infusión frutal.

Entre tanto, a su mente que divagaba acudieron algunas palabras importantes para ella: rituales y pertenencia.

Sonrió para sí mientras bebía a sorbos el té caliente que calmaba la sed. El pensamiento fue hacia esos conceptos en los que se vio envuelta, sobre todo por su ausencia, o por estar convencida que faltaron en los momentos más importantes.

Se detuvo por un instante en los ritos, esos considerados tan necesarios y que nada tenían que ver con religiones. Había estructurado su vida de una manera rígida, siguiendo códigos que ella creó a partir de su mundo interior y la educación recibida.

Su mente siempre iba al ejemplo que parecía explicar esta idea a la perfección. Para una relación hay determinados pasos que son imprescindibles: conocerse, ennoviarse, comprometerse, casarse y formar una familia. Julia consideraba esto como una fórmula de exactitud matemática. Lo mismo sucede con la pertenencia, se cumplían ciertos ritos y de inmediato la persona pasaba a formar parte de algo o alguien.

Escuchó su propia carcajada. Le había llevado años comprender que nada es así. Por fin se sentía completa sin tanta precisión.

El ruido de su propia risa la devolvió a su sueño. Que ella estuviera presente era normal, después de todo era su subconsciente, pero nunca había estado en una situación onírica semejante. Estaba en el cine y la película que pasaban la tenía como protagonista. Las escenas se sucedían de acuerdo a sus deseos más íntimos alejados de la cruda realidad.

A pesar de esto, lo que estaba viendo le daba nostalgia y hasta lo veía como algo con cierto refinado humor. Solía reírse de ella misma y eso mismo apreciaba en el sueño.

De vuelta a la realidad, habiendo terminado el té, fue hasta el baño y se duchó. El agua caliente alivió su cuerpo todavía entumecido. Tenía ropa que aún no había estrenado y decidió que era hora de usarla.

Se vistió, maquilló, arregló con un dejo de coquetería su cabello y usó su perfume favorito, bueno, era el único que tenía, pero importado, uno de sus pocos vicios. Lo hacía cuando la melancolía o los sueños la invadían.

El espejo le devolvió una imagen interesante, entre casual y sofisticada. Decidió salir a caminar para despejarse de esas sensaciones. Un abrigo liviano, por si refrescaba a la vuelta. Estaba pronta para salir cuando una llamada perdida le dio ganas de ver a sus hijos, ya que no había remedio mejor para la apatía que la visitaba.

Entró sin más pues la puerta estaba abierta, como de costumbre cada que había invitados.

Aunque la pandemia había terminado, estaban acostumbrados a no besarse, por lo que no era extraño que nadie lo hiciera.

En la casa estaban sus hijos, nietos, nueras, y algunos amigos de los primeros. Sorprendida al verlos reunidos pues no recordaba haber sido invitada, pero tampoco era extraño. La charla era amena, pero no tan ruidosa como la acostumbrada. Las risas comenzaban estruendosas, pero inmediatamente bajaban de volumen.

Se había acostumbrado a escuchar más de lo que hablaba. Ya no necesitaba mostrar orgullo por la familia, era obvio que así se sentía, se le veía en la cara y las actitudes.

Decidió ir a servirse un refresco, pasó al lado de su hijo y lo escuchó decir:

—Todavía me parece sentir su perfume preferido.

—Me sucede lo mismo —contestó Sofía, su cuñada.

Julia se sintió extraña, ella estaba allí, ¿por qué hablaban como si no estuviera?

—Mamá no querría vernos tristes, siempre decía que ni lágrimas ni sufrimiento, por eso estamos todos aquí hoy, para celebrarla viva —musitó Joaquín, el menor.

Llegado este momento, Julia estaba confundida: sintieron el aroma de su perfume, pero nadie la miraba a los ojos. Había venido de su casa, tomó un té, se duchó, vistió y usó su loción preferida, pero ¿qué estaba pasando? Todos actuaban como si hubiera muerto y eso no era posible, se sentía muy viva.

De repente sus nietos se le acercaron y para el asombro de todos dijeron:

—Hola, abuela, por fin viniste, te extrañábamos, ¿vamos a jugar?, ¿nos contarás cuentos?, ¿inventaremos canciones?

En el jardín, se hizo un profundo silencio. Sus padres se acercaron a los niños y les preguntaron:

—¿Está aquí?

—Por supuesto —respondieron—, dijo que iba a jugar con nosotros en la sala, así ella podía sentarse sobre el sillón.

Los que allí estaban sintieron un nudo en la garganta, entonces Alex, el hijo mayor miró a Joaquín, sonrió y dijo feliz y emocionado:

—No hay nadie a quien llorar, ella tenía razón, siempre va a estar presente, las formas nunca la condicionaron.

Pasada la primera impresión que los sacudió, solo celebraron como ella habría querido y pedido, honrando su existencia y esa presencia incondicional que no se alejaría, porque así lo había prometido. Lo que empezó como un murmullo terminó en algarabía.

Mientras tanto en el living, Julia, visiblemente emocionada, miraba jugar a sus nietos a sus pies con lágrimas de emoción rodando por sus arrugadas mejillas y aprovechaba para relatar esos cuentos e inventar canciones que la inocencia infantil solicitaba entre sus juegos.

Llegado este punto la familia no pudo apreciar la escena, porque para eso se necesita tener ojos de niño y es que la imagen que formaban abuela con su eterna sonrisa y sus nietos era como una añeja estampa sagrada con la frase: “El Reino de los Cielos pertenece a los que son como los niños” y Julia siempre honró y mantuvo viva a su niña interior.

Julia había aprendido que el cielo o el infierno viven dentro de cada ser y su paraíso estaba justo allí, donde se hallaran sus hijos y nietos, por lo que sin lugar a dudas hacía tiempo había llegado.       

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