Amanda Castillo
La sala de urgencias del hospital estaba abarrotada como siempre. El
bullicio era insoportable y ese día, en especial, había un halo de pestilencia
en el ambiente.
A pesar del día tan trajinado, llamaron al doctor Meléndez, jefe de urgencias,
para que compareciera en la oficina del director del hospital. Cuando tuvo un
breve descanso, acudió al llamado de su jefe.
—Buenas tardes, doctor —lo saludó el director—. Siéntese, por favor. Lo
mandé a llamar porque necesito comunicarle una situación.
Meléndez lo miró con expresión curiosa.
—¿De qué se trata, doctor? —dijo pausadamente mientras tomaba asiento.
—He recibido órdenes del
ministerio frente al personal de salud. Una de esas tiene que ver con usted. Me
han exigido que le pida su renuncia, doctor. Lo siento mucho —añadió
apesadumbrado.
Meléndez sintió un vacío en la boca del estómago. Preguntó muy
intrigado:
—No entiendo, doctor, ¿por qué tendría que renunciar?
—Ya sabe cómo son las cosas en este país. El régimen no tolera que la
oposición tenga cargos que les permita influir en el pueblo.
—Influir, pero ¿cómo puedo hacerlo? ¡Si solo me dedico a salvarle la
vida a mis pacientes!
—Es por su familiaridad con Rodolfo Hernández. La última marcha que
organizó en contra del gobierno los tiene muy enojados. La orden es arrinconar
a todo aquel que tenga alguna relación con él.
—Yo no tengo nada que ver con eso, es solo mi primo y casi no hablamos.
Es el colmo que sucedan estas cosas. Ya no solo persiguen a los políticos,
¿ahora nos toca a los médicos?
Miró a su colega esperando una respuesta sensata. Sin embargo, este no
se inmutó. Permanecía sentado con actitud cabizbaja.
—¡Usted no puede permitir esto, doctor! ¡Es un atropello!
—No puedo hacer nada, Meléndez, la orden vino directamente del
ministerio.
El médico permaneció sentado sin pronunciar palabra. Su mente era un
torbellino de pensamientos. Sentía una rabia incontrolable. Salió de la oficina
sin cerrar la puerta. Se tomó unos minutos para calmarse antes de regresar a la
sala de urgencias. Le dolían las injusticias de la vida, él no tenía nada que
ver con el movimiento opositor a Nicolás Maduro. Si bien pertenecía a una
familia de políticos, él no hacía parte de esa élite.
«Justo ahora, cuando mi hija está a punto de hacer su viaje de
intercambio. Con la crisis en que estamos me costará conseguir un trabajo bien
pagado».
El doctor Meléndez era padre de familia, su esposa había fallecido cinco
años atrás. Como era hijo único y sus padres también murieron hacía mucho
tiempo, su red de apoyo era reducida, solo unos cuantos amigos y familiares. La
familia de su esposa vivía en el extranjero, no podía contar con ellos de
manera inmediata. Su situación económica era estable pero no pudiente. Cuando
su esposa enfermó, invirtió los ahorros de toda una vida en un innovador
tratamiento para curar el cáncer.
Ya en casa, esperó la hora de la cena y les comunicó a sus tres hijos
las últimas noticias. Mario y Sebastián guardaron silencio mientras su padre
les explicaba las consecuencias de lo sucedido.
Sin embargo, su hija mayor, Antonella, reaccionó airadamente.
—Yo no sé, papá, pero a mí me cumples con lo planeado. Yo me voy de
intercambio a Estados Unidos.
—Eso no será posible, hija. Necesitamos guardar ese dinero porque no
tengo la certeza de que encontraré trabajo pronto.
—Pero ¿cómo, papá? ¡No puedes tirar la toalla! Tú sabes que yo quiero
irme, todos los chamos de mi cole se irán al extranjero para aprender inglés.
—No estoy diciendo que no irás, solo que no puede ser ahora, hay que
esperar.
—¡No quiero esperar, yo no voy a esperar! —dijo molesta y se levantó de
la mesa sin terminar su comida.
Antonella era una bella adolescente de dieciséis años, inquieta,
orgullosa y demandante. La noticia que le dio su padre le causó una gran
angustia. Para ella era inconcebible la idea de no viajar al extranjero como el
resto de sus amigos. Lloró de rabia y de frustración: «Qué oso, qué vergüenza,
seré la única pobretona que se queda aquí en este piche país».
Al día siguiente se levantó temprano y llamó a su amiga Valentina. Esta
le había hablado sobre una agencia de modelaje que estaba buscando jovencitas
para que modelaran ropa interior. Como sabía que su padre no la autorizaría,
estaba decidida a hacerlo a escondidas con tal de ganar dinero para su viaje.
Cuando obtuvo el contacto de la persona indicada, la llamó y agendó una
cita a la cual iría ese mismo día. Le dijeron que se estaban cerrando los
cupos. Antonella vio que esta era la gran oportunidad y se fue al encuentro.
El lugar donde funcionaba la agencia estaba ubicado en una zona lujosa
de Caracas. Antonella llegó puntual, le dijeron que esperara para una
entrevista. Al poco tiempo la hicieron pasar a un salón cuya decoración era
exclusivamente de color rojo, grandes espejos y varias cámaras de video. Un
fuerte olor a sándalo inundaba el recinto. La música, proveniente de un pequeño
equipo de sonido, resonaba apagada, como un lamento constante. Conversaciones
susurradas y risas nerviosas flotaban en el aire, mezclándose con la melodía
que intentaba en vano tapar la realidad cruda que se vivía allí.
La mujer que la recibió era de piel oscura, cabello negro, una larga
cabellera negra resaltaba su mirada penetrante. Tenía alrededor de cuarenta
años, vestía con elegancia y llevaba puestas joyas costosas en apariencia. Sus
movimientos eran lentos y pausados.
—Hola, Antonella. Soy la dueña de la agencia. Un gusto conocerte. Qué
bueno que hayas venido. Te va a ir súper con nosotros.
Antonella sonrió emocionada mientras preguntaba:
—¿Cuándo puedo empezar a modelar?
—Ahora mismo, pero antes debemos hacerte una pequeña prueba. Es algo
sencillo, no te preocupes. ¡Aah!, se me olvidó preguntarte: ¿tus padres saben
que estás acá?
—No, no, señora.
—Necesito preguntarte otra cosa, debes decirme la verdad, será nuestro
secreto —le dijo guiñando un ojo en señal de complicidad.
—Bueno —murmuró la chica, un poco intimidada.
—¿Todavía eres virgen?
La pregunta desconcertó a la muchacha, pero movió la cabeza en señal de
afirmación.
—Muy bien. Desnúdate, bebé.
Antonella abrió los ojos sorprendida. Al notarlo, la mujer la
tranquilizó.
—No te achantes, niña, que quiero ver cómo es tu cuerpo para poder
decidir qué ropa usarás.
—Pero… yo…
Antonella sintió miedo, pensó en huir. No era tonta y sabía que esa
petición no era lo indicado.
—¿Quieres ser modelo, sí o no? ¡No estoy pa’ perder el tiempo!
La muchacha no respondió, se quedó inmóvil sin saber qué hacer. La mujer
se levantó y le trajo un vaso con agua.
—Tómalo, eso te va a calmar.
La chica accedió temblorosa y lo bebió todo.
Era el último día de Meléndez en el hospital y sus compañeros habían
organizado una cena de despedida, motivo por el cual llegó tarde a su casa.
Como era costumbre, entró a la habitación de los chicos, para darles las buenas
noches. Cuando fue el turno de saludar a Antonella, llamó a la puerta despacio
y al no obtener respuesta asumió que ya estaba dormida. Entonces decidió no
despertarla, necesitaba hablar con ella para tranquilizarla y convencerla de la
necesidad de posponer su viaje. «Mañana lo haré temprano», pensó.
La ausencia de Antonella se hizo evidente la mañana siguiente. Su padre,
muy enojado, la llamó infinidad de ocasiones, pero el celular estaba apagado.
También llamó a casa de sus amigos. Nadie sabía dónde estaba. Decidió
tranquilizarse pensando que era una pataleta de su hija a causa de la noticia.
Anocheció y a pesar de las múltiples llamadas, nadie sabía nada.
Meléndez pasó la noche en vela, esperando que el celular por fin sonara.
Muy preocupado, llamó a un conocido suyo que tenía contacto con la
Policía Nacional Bolivariana. Después de las averiguaciones respectivas, su
amigo le informó que no se había reportado ningún accidente o situación
relacionada con una menor de edad el día anterior. Si la chica no aparecía
podía poner una denuncia, no obstante, tendría que esperar a que se cumplieran setenta
y dos horas de su desaparición.
Pasó el fin de semana y Antonella no apareció. Nadie la había visto, ni
sabía nada. Recibió muchas llamadas de personas cercanas preocupadas por
Antonella. Pero hubo una que lo alteró.
Se trataba de una amiga de su hija llamada Valentina. La chica le contó
que Antonella acudió a una entrevista en una agencia de modelaje el viernes en
la tarde y le dio la dirección. Con esta información, Meléndez se apresuró
hacia el lugar señalado. Encontró el sitio y timbró varias veces. Nadie
atendió. De inmediato, el médico se dirigió a la Policía e informó sobre lo
acontecido. Se ordenó una pesquisa en la zona y se interrogaron a las personas
de los locales vecinos.
Meléndez se caracterizaba por ser una persona calmada y extremadamente
racional, sin embargo, ante los últimos acontecimientos su mente empezó a
divagar y no pudo evitar sentir una gran angustia ante la posibilidad de no
volver a ver a su hija. Lo invadía una tristeza inmensa. Le había prometido a
su esposa en el lecho de muerte que cuidaría de sus hijos como el tesoro más
valioso. Con lo que estaba sucediendo, creía que le estaba fallando a sus
hijos, a la memoria de su esposa y a él mismo.
«¿Qué significa esto?», preguntó mirando al cielo. «Por favor, cuida a
nuestra hija».
Se fue a su casa con una sensación de vacío y soledad. Les contó a sus
hijos menores lo sucedido y los tres lloraron abrazados.
Al día siguiente llamó a la Policía en búsqueda de información, pero aún
no había avances. Meléndez sentía que se encontraba en un laberinto sin salida.
La espera lo desesperaba. Así que decidió presentarse nuevamente en la
comandancia de la Policía para presionar que se agilizaran las investigaciones.
Tenía claro que cada día transcurrido era tal vez uno menos para que su hija
regresara a casa. Al verlo, el jefe de investigaciones lo invitó a seguir y le
dijo:
—Le tengo noticias, doctor. Las indagaciones ya dieron los primeros
resultados.
—Por favor, dígame qué le pasó a mi hija, ¿ya saben dónde está?
—Todo indica que ha sido captada por una red de trata de personas. Se
han denunciado desapariciones de varias mujeres jóvenes. En un registro de las
cámaras de seguridad del sector se observa que una persona con la descripción
de su hija llegó al lugar un poco antes de las tres de la tarde.
—¿Y a qué hora salió?
—Las cámaras no registran la salida de la muchacha, pero sí grabaron a
varios vehículos que partieron ese mismo día. Hay un retrato hablado de las
personas que frecuentaban el lugar: una mujer y dos hombres. A ella la hemos
identificado como alias la Gata. Una colombiana con un amplio historial
delictivo. Tenemos serios indicios de que probablemente hace parte de la banda
El Tren de Aragua, quizás como proxeneta. Lo más preocupante de esto es que,
por lo general, las personas que caen en esta red son trasladadas a otros
países de manera clandestina y con documentación falsa.
Meléndez estaba consternado. No pensaba con claridad. No podía creer que
su pequeña Antonella hubiera caído en esta desgracia y ahora mismo estuviera
siendo víctima de los más temibles vejámenes en manos de criminales. Estaba
abatido y desorientado, como pocas veces en su vida. Por fin atinó a decir:
—¿Hay algo que yo pueda hacer por mi hija?
—No, señor, nada, deje todo en nuestras manos.
Meléndez salió de la comandancia. No sabía a dónde ir ni qué hacer.
Decidió caminar sin rumbo fijo, necesitaba ordenar sus ideas. Se detuvo un
momento en una farmacia para comprar un analgésico y aliviar el intenso dolor
de cabeza que le aquejaba.
Llevaba caminando más de una hora, inmerso en sus pensamientos. De
repente se paró y tuvo una epifanía.
«Claro, eso es lo que debo hacer. Yo mismo voy a ir a buscar a mi hija».
Necesitaba volver a la comandancia. El teniente Mayolo se sorprendió al
verlo de nuevo.
—Por favor, teniente. Necesito que me ayude con más información.
—Hay un soplón que nos está ayudando con el caso. Se presume que su hija
fue sacada por una de las trochas que comunican a Venezuela con el norte de
Colombia. Además, tenemos un agente infiltrado en uno de los burdeles de
Cúcuta. Estamos esperando que nos confirmen si han visto a alguien como su hija
entre las muchachas nuevas. Denos tiempo para confirmar.
Transcurrieron varios días y Meléndez llamó en búsqueda de más
información. Le confirmaron que efectivamente, una chica con las
características de Antonella había sido vista en unos de los burdeles.
—¿Y por qué no hacen nada?
—Estamos en eso, pero en Colombia la prostitución no es delito. Hacer
los trámites con las autoridades de otro país, toma tiempo. Nosotros no podemos
allanar un lugar fuera de Venezuela. Compréndanos, doctor.
Al día siguiente, el médico se presentó en la comandancia. No soportada
quedarse en casa solo esperando.
—¿En qué puedo servirle doctor?
—Ayúdeme, por favor, teniente. Deme más detalles sobre lo que han
investigado hasta ahora.
—No puedo hacerlo, es confidencial.
—¿Es en serio? ¡Confidencial! ¿Creen que de esa manera están ayudando a
mi hija? —gritó exasperado.
—Cálmese hombre. Lo entiendo. Yo también tengo una hija adolescente. —Sé quedó pensativo por un momento, luego añadió—: Mire, lo voy a ayudar. Pero me promete que no le dirá a nadie.
Meléndez miró fijamente al policía.
—Le doy mi palabra de que así será.
El teniente le entregó un
papel donde se leía una dirección. No
sabía por qué, pero confiaba en aquel hombre.
—Dígame, doctor, ¿qué piensa hacer?
Meléndez permanecía en silencio y antes que pudiera responder, el
policía le advirtió:
—Tenga mucho cuidado, recuerde que no se trata de principiantes. Esta es
una banda de malandros muy poderosa que ha trascendido las fronteras de
Suramérica. Son peligrosos y sanguinarios.
—Gracias, teniente —dijo—. No pienso hacer nada, ¿qué puedo hacer yo
solo? Estaré atento a sus noticias.
Ir en búsqueda de su hija significaba un desajuste en la vida familiar,
pero estaba decidido. Hizo los arreglos necesarios para que una persona de
confianza cuidara a sus hijos y se quedara a cargo del hogar mientras él se
marchaba hacia Colombia. Indagó todo lo que pudo sobre el negocio de la
prostitución en Colombia. Se enteró de que, en ese país, las autoridades de
salud exigían a los establecimientos un certificado de salubridad, el cual
debían actualizar con cierta periodicidad.
Para ello, debían efectuar evaluaciones médicas frecuentes a sus
trabajadoras.
A los pocos días salió de viaje y se las ingenió para contactar con la
administradora del burdel, ofreciendo sus servicios como médico a muy bajo
costo para examinar a las trabajadoras sexuales del lugar. Dada la situación
económica de Venezuela, esto era muy normal. Nadie sospechaba de un médico
desempleado que migraba a Colombia a trabajar por un pago mejor.
A pesar del ambiente lúgubre y sombrío de aquel lugar, cada día se
presentaba a la hora acordada con la esperanza de encontrar en una de sus
pacientes a su desventurada hija. Sin embargo, no la halló. Indagó con sutileza
sobre los últimos ingresos. Se enteró de que un día antes de su llegada se
había realizado un «despacho» de mujeres hacia el Ecuador. Esta noticia lo dejó
desolado por varias horas, sin embargo, recuperó la determinación y le comunicó
a la administradora que en realidad viajaba hasta el Perú. Si ella lo
consideraba prudente, podría atender a las chicas de la sede de Ecuador durante
su estancia, antes de llegar a su destino final. La mujer, evidentemente
encantada con el atractivo médico, accedió. Le entregó las indicaciones y el
contacto para llegar al lugar.
El trayecto desde Cúcuta hasta Ipiales duró cerca de cuarenta horas. Fue
una travesía agotadora, pero por fin había llegado a la oficina de inmigración
ubicada al otro lado del puente Rumichaca, frontera con Ecuador. Esa noche
durmió en un pequeño hotel y al día siguiente tomaría otro bus para llegar a
Quito. Ahora solo le esperaban seis horas de viaje.
El doctor Meléndez se había documentado muy bien sobre el delito de la
trata de personas. Conoció de organizaciones internacionales que tenían
programas de atención a las víctimas y sus familiares. Se contactó con los
responsables, a quienes reportaba su derrotero y la información que iba
obteniendo. De igual manera, contrató a un abogado especialista en derechos
humanos para que lo asesorara sobre el procedimiento.
En Quito se instaló en un pequeño hostal y se dirigió a la dirección
indicada por Soraya, la administradora del burdel en Colombia. Al día siguiente
inició con las consultas médicas. A medida que pasaban los días, tenía la
esperanza de que quien tocaba la puerta del improvisado consultorio fuera su
amada Antonella. Pero esto tampoco sucedió.
De nuevo se sintió derrotado, pero al poco tiempo retomó su valor y de
una manera muy sutil indagó sobre las muchachas que habían llegado desde
Colombia. Se enteró de que varias fueron enviadas días antes a Perú. Era una
estrategia para evitar que las chicas organizaran planes para escapar.
Usó el mismo ardid de la vez anterior y le pidió a la administradora que
lo referenciara con la sede del burdel en Lima. Esta vez esperaba contar con
mayor suerte y quizá encontrara a Antonella en aquel lugar.
Tendría que viajar otras cuarenta horas para llegar a su destino, pero
esto no le importaba. El ferviente deseo de encontrar su hija lo impulsaba a
afrontar cualquier desafío.
Llevaba varios días atendiendo a hombres y mujeres trabajadores del
burdel. Antonella tampoco aparecía. En aquel lugar el ambiente era más tenso,
hombres armados lo vigilaban constantemente. Razón por la que se abstuvo de
preguntar más allá de lo necesario.
Recostado en la cama del hostal, trataba de comprender la dinámica de
los delincuentes que tenían a su hija. En medio de sus reflexiones, escuchó la
notificación de un mensaje por WhatsApp de un número desconocido. Desprevenido,
lo abrió y la sorpresa hizo que se sentara de golpe.
Era un video de Antonella dirigido a él en el cual le decía:
«Hola, papá. No te preocupes por mí. Estoy chévere. Yo decidí irme de
viaje con unos amigos para conocer otro país. Quédate tranquilo y saluda a mi
mamá y mis hermanas».
Meléndez se quebró. Lloró como un niño al que le quitan su juguete más
preciado. No eran las palabras de su hija lo que le causaba el llanto. Fue la
expresión de sus ojos lo que le desgarró el alma. Esa mirada apagada, sin
esperanzas, sin brillo, con la ilusión perdida. Poco quedaba de aquella
muchacha vivaz, alegre y altiva que semanas atrás había dejado el hogar.
Cuando por fin se recuperó del impacto, empezó a procesar el mensaje de
su hija. Reaccionó y envió un mensaje de voz:
«Hola, mi amor, me alegra saber de ti. Debes ser fuerte. Recuerda que te
amamos y cuando estés triste, piensa en el ángel que te cuida desde el cielo».
Fingió una voz tranquila. No quería alarmar a los delincuentes que
tenían a su hija. El mensaje se fue y se registró como leído. Guardó el número
y envió el video a su abogado. Al menos sabía que ella estaba viva y eso
alivianaba un poco su dolor.
A la mañana siguiente, Meléndez se vio enfrentado a un nuevo dilema al
recibir una llamada de María, la persona que había contratado para que cuidara
de sus dos hijos. Ella le contó que el chico se estaba comportando de una
manera extraña. En ocasiones no llegaba a la casa, y otras no iba a estudiar,
no comía y se encerraba todo el día en su habitación. No contaba con este
inconveniente, estaba decidido a seguir buscando a su hija. Sin embargo, le
preocupaba mucho la salud de su hijo menor. Decidió volver a su país «Ya perdí
una hija, no puedo perder a otro». Le dolía profundamente abandonar la búsqueda
de Antonella, sabía que el tiempo era su peor enemigo.
Ya en Venezuela, descubrió que la situación de su hijo era mucho peor de
lo que imaginó. Padecía de un trastorno depresivo grado tres, lo cual
significaba cuidados muy avanzados desde el punto de la salud mental. Ante esta
situación, tomó la decisión de quedarse y empezar a buscar trabajo. El temor a que una nueva crisis impulsara a
su hijo a atentar contra su vida impidió viajar de nuevo en búsqueda de
Antonella.
El médico permanecía en contacto con las organizaciones humanitarias que
le ofrecieron ayuda. Compartió toda la información que tenía sobre la red de
trata de personas y proporcionó detalles cruciales para las investigaciones.
Trabajó incansablemente para desmantelar la organización que tenía a su hija y
a otras jóvenes bajo su control. Hubo operativos encubiertos y se realizó una
labor colaborativa entre diferentes países para combatir esta red de crimen
organizado.
Con el tiempo, las acciones dieron frutos y se logró liberar a varias
jóvenes que estaban bajo el control de la banda. Sin embargo, la ubicación de
Antonella seguía siendo esquiva. La zozobra del doctor Meléndez aumentaba día a
día, pero mantenía la esperanza de que, con cada golpe a la organización, se
acercaba un poco más a su hija.
Cinco años después, alguien llamó a la puerta de la casa de los
Meléndez. Una mujer apareció en el umbral. Era alta y esbelta. Llevaba el pelo
corto y rubio, intenso. Vestía camiseta blanca y pantalones de mezclilla,
desgarrados a la altura de las rodillas.
—Hola, papá, soy yo.
Meléndez se quedó paralizado al escuchar aquella voz, tardando en reaccionar. La miró fijamente y notó que estaba muy cambiada, pero no había dudas: era su niña, su amada Antonella, por quien había derramado tantas lágrimas. Finalmente, después de tantas luchas, de incontables plegarias y el desgarrador dolor de su ausencia, ella estaba ahí, frente a él. Incapaz de articular palabra, simplemente abrió los brazos y la envolvió en un abrazo, apoyando con ternura su cabeza contra su pecho. Lágrimas brotaban sin cesar, mojando la rubia cabellera de la muchacha, mientras ella se estremecía aferrada a él.
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