jueves, 18 de abril de 2024

La Muerte como consejera

Luis Orellana Díaz


No es que esté pensando en volver a hacerlo, y aunque volviera a hacerlo, estoy seguro que esta vez tampoco entenderías, como no me entendiste en aquella ocasión. Tú me dirás: «¡Estás loco! ¿Cómo se te ocurre repetir esa experiencia? ¿Cómo se te puede, tan solo, pasar por la cabeza después de todo lo que nos obligaste a vivir? No lo digo por mí, sino por tus hijas». No sé si es tozudez o es simplemente el hecho de no vivir como un ratón escondido dentro de una madriguera, sin saber que el gato que me espera es de verdad o un simple Maneki-Neko de porcelana. Recuerdas lo que decía tu padre: «Si te bota el caballo vuelve a montarlo so pena de no montar un caballo en tu vida».

En enero serán cinco años desde aquella experiencia. ¿O no…? Tienes razón: fue un veintidós de febrero, la fecha de tu cumpleaños. Recuerdo que casi logré que tomaras ese San Pedro. Perdóname. «¡Eres la bestia!», siempre me lo repetías. Pero ya ves, tuve mi merecido, no siempre se aprende por las buenas. Mira, Nancy, aunque pienses que soy un inconsciente; aún ahora, después de todos los estragos, la sigo valorando como una experiencia trascendental. Hofmann —el padre del LSD— no se equivocó cuando dijo que todos deberíamos experimentar con los enteógenos; pensaba que el único requisito era: «Un hígado sano y un ánimo sereno» —quizá lo que yo carecía en aquella ocasión—. La psicosis en la que me sumergí, mi enfermedad ficticia, y luego, ese diálogo constante con la muerte hasta llegar a aceptarla, dejó en mí una enseñanza rotunda: Lo que no te mata te hace más fuerte. Ya sé que es una frase trillada, lo que no es trillado, es vivirlo en carne propia.

Sí, sí, lo sé: volver en compañía de Xavier, no significa que —como tú de seguro estarás pensando— vaya a tomar de nuevo aquel brebaje. Aún me revuelve el estómago de solo imaginarlo, acaso se deba a que no estoy listo. Tal vez nunca esté listo, entonces: ¿Por qué no solo hacerlo y ya?, y qué pase lo que pase. No quiero seguir contemplando el borde del abismo. Si junté el coraje para buscarte después de tanto tiempo, creo que ya puedo encontrar el coraje para otra toma. No tienes que estar de acuerdo, pero para mí es importante. No, no es una cuestión de orgullo… Por supuesto que ya no creo en brujos —en eso ahora coincidimos—; es algo que me impele a liberarme de antiguas ataduras, no sé cómo explicarte.

¿Qué si recuerdo lo mucho que nos afectó?, seguro que sí, ¡fue tan real! Sé que en el fondo aún piensas que fui el culpable de la muerte del pobre Samuel. Sé cuánto lo querías, también yo lo amaba, pero estaba muy asustado por mí, por mis hijas, por ti; era preferible que haya sido él. «Por suerte que fue él». No te enojes, regresa, te lo repito: sé cuánto lo querías… termina tu café.

Lo raro, todo iba bien hasta una semana después de la «bendita toma», nuestra vida seguía normal: la casa, el trabajo, el supermercado, la rutina con el colegio de las niñas, hasta parecía que en la cama nos iba mejor… ¿no lo crees?; bueno, pensé que estábamos mejor en ese sentido. Aquella noche, la del sueño que marcó el inicio de mi «enfermedad», veías las noticias en la televisión y me dijiste: «Hay una epidemia de rabia en la ciudad, tienes que vacunar al Samuel». Samuel estaba vacunado, no había por qué preocuparse. Recuerdo que cuando me fijé en la pantalla de la Sony Trinitron mostraban a una niña que convulsionaba en la cama de un hospital, había máquinas y sueros a su alrededor —escenas a las que estoy acostumbrado dada mi profesión—. Para ti no será lo mismo un niño con rabia que un perro con rabia, pero a mí me daba igual. Fíjate que no resultó así, uno nunca debería dar por sentado las cosas; algo diferente debió habérseme grabado en el inconsciente, de qué otra manera explicar los sucesos que se desataron en los días siguientes.

¿Y el sueño… qué significó?:

Tú y yo dormidos en la segunda planta de la antigua casa de Sayausí, había un pequeño balconcito en nuestro dormitorio, recuerdas: ¿no…? Ese no, el que daba hacia el patio posterior donde solía hacer las ceremonias. Cuando desperté, en el sueño, escuchaba voces de gente que llegaba a la casa. Parecía una multitud por todo el ruido que se armaba en el patio. En medio del barullo reconocí la voz de Renato. Pensé: «Es mi compadre que viene a la ceremonia del achuma».

Los escuché subir las escaleras, intenté levantarme de la cama para salir a su encuentro; de pronto estaban dentro del cuarto rodeando nuestro lecho. No era Renato, era mi archi enemigo —no diré su nombre por obvias razones—, venía con una banda de músicos. Cuando quise interpelarlo me faltó la voz. En vano hacía esfuerzos guturales para pedir que se marcharan. No podía despegar la cabeza de la almohada. Quería decirles que no estaban invitados, que nunca haría una ceremonia de San Pedro con ellos. ¡Qué se marchen de nuestra casa! Abrí la boca de forma descomunal para pronunciar un anatema; no tenía aire. Mi enemigo X dijo: uno, dos, tres con un tenedor en la mano a modo de batuta.

Una música estridente nos envolvió, las notas que flotaban visuales en colores neón comenzaron a aletear como una miríada de polillas —de esas nocturnas, aquellas que temes más que a las arañas— y se lanzaron sobre nosotros. Sentí como se colaban por mi boca y se apretujaban en la garganta. Desperté con el corazón hecho un puño. Tú te desperezaste a mi lado, estuviste a punto de despertar. Algo dijiste, algo sobre las flores de los cactus y continuaste durmiendo.

¿Por qué te lo cuento ahora después de tantos años? ¿Por qué no te lo conté al día siguiente? Sabía que me lo reprocharías, que me saldrías con el típico: «Yo te dije. Te dije que dejaras de andar con esas “dichosas” ceremonias, que nada bueno van a traerte». Lo que pasó esa misma noche, más bien esa madrugada después de ese sueño tan raro, terminaría por darte la razón definitivamente.  Tardé más de una hora en volver a dormir y cuando al fin lo logré: atravesó por mi brazo una descarga eléctrica que me llegó hasta la cabeza despertándome en el acto.

¿Recuerdas esa mordedura que tenía en la palma de la mano izquierda…? No la recuerdas, de seguro. ¿Por qué habrías de recordar esa específicamente? Me la hizo un samoyedo cuando le administraba unas pastillas; el paciente venía deprimido, como la mayoría de los perros que llegan enfermos. Era una de tantas heridas que he recibido, dada mi profesión, por ello no me preocupé hasta esa madrugada. Cuando desperté sobresaltado estaba seguro de que la descarga se originó en aquella lesión; segundos antes la sentí cruzar como una ráfaga, como un par de rayos que recorrieron el radio y el cúbito antes de juntarse para ascender por mi húmero. Desde esa noche, la sensación iba a regresar en los momentos más inoportunos a instalarse sobre mi hombro izquierdo como una fatídica presencia. No soy aprensivo, tú bien lo sabes, pero allí mismo comencé a naufragar en la sospecha de que podrían ser síntomas de la rabia.

Me incorporé en el lecho hasta quedar sentado de espaldas a la cabecera. La atmósfera del cuarto, sumergida en un verdor, el verdor del cactus, me traía de regreso las alucinaciones de la última toma. Era el verdor del achuma que impregnaba como una lama las paredes; ciertos destellos de luz dorada en forma de escamas se deslizaban por las cortinas. La sensación de que algún reptil descomunal había pernoctado con nosotros esa noche se me revolvió como una larva dentro del pecho, el olor del San Pedro lo impregnaba todo. Me quedé en silencio, respirando profundo para evitar la náusea que me provocaba. ¡Cómo se agigantan los problemas en la soledad de la madrugada! Todo parece trascendente. Tuve, como nunca antes, la certeza de que mi muerte era inminente.

Tú respirabas tranquila, semejabas una nave amarrada a la seguridad de un muelle. Cuando levanté las mantas para abandonar el lecho contemplé por un instante tu cuerpo desnudo; refulgía coruscante, con esa fosforescencia con que la naturaleza viste a ciertas criaturas marinas. Nunca sentí más pena como aquella noche, viéndote así: perfecta, con ese infinito poder que ejerces sobre mí y, aun así, indefensa frente a la muerte. Lloré despacio para que no despertaras y seguí así un rato hasta que el nudo de mi garganta se disolvió.

Salí al balconcito y encendí un cigarrillo. Sí, un cigarrillo. Para ti había dejado de fumar hace algún tiempo. ¿Por qué tenía que andar ocultándote cosas? La noche todavía deambulaba por esos rumbos, la línea del horizonte no se pintaba aún con ese rosa violáceo con el que solíamos amanecer en aquella casa. Las luces de la ciudad iluminaban el firmamento allá a lo lejos. A mi derecha, la negra mole del Cabogana daba la impresión de evaporarse con el humo del cigarrillo. Contemplé el patio, Samuel estaba allí mirándome fijamente, agitando su cola. Era el único ser que velaba conmigo, en el cuarto adyacente nuestras hijas navegaban en un sueño sin oleajes.

Me fijé en la herida de la mano, estaba seca, aunque la sentía inflamada. Pensé en la niña de las noticias mientras hacía memoria de mis últimas inmunizaciones. Ese año no me había vacunado aún. «Ni modo, razoné, venía vacunándome varios años de forma consecutiva —era la regla en mi región» así que me tranquilicé. Terminé el cigarrillo y me fijé en el perro. Estaba parado en el centro de un rectángulo de luz que se marcaba sobre el césped, pero su cuerpo no proyectaba sombra. Miré hacia arriba para identificar la fuente de luz y no logré localizarla. ¿Seguía alucinando? Bajé a la primera planta me lavé manos y boca para no dejar rastros de cigarrillo.

Cuando salí al patio, Samuel estaba esperándome en la puerta, me dirigí al rectángulo de luz ignorando sus atenciones. La fuente no se divisaba por ningún lado. «¡Qué “alucine”!», me dije y sonreí relajado, nunca me había pasado y no sabía de nadie a quién el «vuelo» del San Pedro le regresara a la semana de haberlo tomado. Incluso reí danzando como un chalado para exorcizar el miedo y devolverme la compostura. El perro se contagió de mi energía y comenzó a retozar invitándome al juego. Siempre tuvo la energía de un cachorro, ¿lo recuerdas? Lo agarré por su melena de león y rodamos sobre el pasto humedecido por la brisa de la madrugada. Luego nos sentamos en la banquita de troncos a esperar al lucero del amanecer. Samuel apoyó en mis muslos su morro gordo de peluche y sus ojos de cocuyos fluorescentes se fueron apagando hasta volverse opacos como el vidrio esmerilado, su mirada verdecida se iba tornando hueca.    

Estos eventos los habría olvidado si a la mañana siguiente no hubiesen llegado a la clínica con aquel samoyedo: tenía fiebre alta y estaba convulsionando. ¡Eran demasiadas coincidencias! Cuando lo vi en la puerta de la consulta volví a sentir ese tirón eléctrico en el brazo izquierdo, pero esta vez estaba completamente despierto. Era como si la palabra HIDROFÓBIA se me dibujara en la frente. Ese mismo día lo pusimos a dormir. En cuestión de horas su cabeza cercenada reposaba en un laboratorio de salud pública a la espera de una confirmación por rabia. Dio positivo. Así comenzó mi viacrucis.

Al regresar a casa después de mi jornada me recibiste con la noticia: «¡Algo le pasa al Samuel!, esta mañana no ha probado bocado y está escondido en un rincón».  Ese tirón en el brazo volvió a paralizarme, me contuve para evitar que te alarmaras. Me relajé, no quería perder la objetividad, lo busqué en su casita de madera. Estaba triste, me saludó apenas, movía levemente la cola. Lo examiné meticulosamente, no había signos de alarma por el momento. Lo mantuve hidratado, lo manejé como un simple empacho; es frecuente que los perros coman basura o animales muertos, nada que un poco de ayuno no solucione.

Al día siguiente Samuel amaneció más deprimido, lo llevé a la clínica y lo interné. Me apoyé en imágenes y laboratorio, pero no descubrí algo que explicara su condición. Tú me insistías, me presionabas por un diagnóstico, sobre todo por un pronóstico. Apoyado en mi perspectiva científica te aseguraba que todo iba a estar bien. Los días fueron pasando y la salud de nuestro perro se iba deteriorando inexorablemente al igual que mi estado mental.

Poco a poco se fueron apoderando de mí las supersticiones. Esas descargas eléctricas en mi mano izquierda se volvieron frecuentes: dormido o despierto, leyendo o manejando, en la cama o en la mesa; llegaban de súbito y se quedaban por más tiempo. Comencé a sentirlas como una presencia constante sobre mi hombro izquierdo. Era la personificación de la angustia, la psicosis de la muerte o la muerte misma que comenzaba a hablarme al oído. Cambié los libros de medicina por los de esoterismo. Mi escritorio se fue poblando otra vez con los textos de Carlos Castaneda: Las Enseñanzas de don Juan. Relatos de Poder, Una Realidad Aparte, Viaje a Ixtlán entre muchos otros.

Un viernes por la noche, cuando llegué al cambio de turno, te encontré allí recostada al lado de tu querido chow chow. No avisaste que lo visitarías, ¡me miraste de una manera!, pocas veces vi en tus ojos tanto reproche. «¡Se muere —me dijiste—, el Samuel se muere!». ¿Qué podía decirte? Yo mismo tenía a la muerte instalada sobre el hombro susurrándome. Me sentí derrotado, ya no encontraba argumentos que pudiera esgrimir para calmarte. Tampoco yo hallaba explicación a todo lo que estaba viviendo en esa última semana. Estuve a punto de contártelo todo, habría podido refugiarme en ti…, pero le temía más a la forma en que podías reaccionar; y estaban las niñas, dependíamos de tu cordura.

¿Cómo podía decirte: estoy en la segunda etapa de la rabia? Me recosté a tu lado en medio de los sueros y los tubos de oxígeno, lloramos abrazados a nuestro viejo amigo. Tú llorabas por Samuel y yo: lo hacía por ti, por las niñas, por mí mismo. Esa noche, cuando todos se marcharon, salí en busca de rudas y de guantos para limpiarlo de las «malas vibras». Tal era mi locura. Murió en la madrugada acurrucado en mis brazos, no supimos que lo mató, de seguro no era rabia.

El lunes a primera hora visitaba el consultorio de nuestro médico. Le confesé todo a René: la toma del San Pedro, mis extraños sueños, esos síntomas en mi brazo y el temor de estar sufriendo de rabia. Era un manojo de nervios. Cuando le relaté lo sucedido con el perro, lloraba y me responsabilizaba por su muerte: «Descargué toda mi mala energía sobre el perro cuando lo miré fijamente a los ojos, ¡ahora estoy aterrado de ver los ojos de mis hijas!», le dije. El viejo médico me miró sonriendo y me tranquilizó, luego de auscultarme concienzudamente recomendó unas tabletas. Explicó que todo se debía a alteraciones en mis neuro trasmisores: «Los alucinógenos pueden provocar esos desfases. Está viviendo un proceso de psicosis». Le pregunté cómo explicar lo sucedido con el perro. «Posiblemente es una nefasta coincidencia. Si usted no lo sabe como veterinario. ¿Qué podría decirle yo?»; sonrió. Luego añadió: «Tómese unas vacaciones, vaya a la playa o a la montaña, haga lo que más le guste, ¡pero por Dios, deje de leer esos libros!».

Salí de la consulta, me sentía más vivo que nunca; esa crisis reprogramó mi cabeza, entendí que era vulnerable, que no era eterno y supe en carne propia cuán frágiles son los seres que amaba. Estaba decidido a liberarme de esa angustia que me inmovilizaba, que crecía dentro de mí como una nube cargada de tormentas. Hice una llamada y me cité con Xavier en el bar El Dorado. Un poco antes del mediodía nos despedimos, no sin antes ponerle al tanto de los pormenores de la consulta con el médico. Evité a conciencia entrar en divagaciones sobre plantas sagradas o filosofías de la New Edge. De vuelta en la clínica me integré a mis labores en el turno de la tarde. El personal me reiteraba las condolencias por la muerte de mi perro. No me presté a comentarios, quería abandonar cuanto antes esos tópicos escabrosos. Esa tarde salí temprano, antes que las niñas regresen del instituto. Cavé una tumba para Samuel en el mismo sitio donde vi reflejado aquel rectángulo de luz.

Esa noche reunidos en casa estaba exultante, había recuperado mi vida. Me enfrasqué en los teoremas matemáticos que Dianita había traído de tarea, luego jugué con Sofía a la rayuela, la que yo mismo dibujé con una tiza en el patio trasero, y a la que me había resistido durante los días de mi psicosis. Caída la noche me metí en tu cama, seguro que ya no lo recuerdas. No sé si dormías o fingías dormir. Evité rozarte con las manos o con las palabras. Estaba feliz de escuchar tu respiración, de flotar contigo sobre esa serena nave de nuestro lecho, amarrada por fin al muelle de las certezas. Esa semana transcurrió sin sobresaltos: las tabletas a sus horas, los turnos de la clínica, los viajes diarios a las academias de las niñas inclusive el cine del viernes por la noche.

Ese fin de semana, domingo, fuimos a la montaña, ¿recuerdas? El Cabogana lucía despejado desde el amanecer, la claridad se escurría por el mínimo resquicio de puertas y ventanas como apurándonos para la aventura. Las niñas estaban listas desde las seis.  Xavier con sus hijos, Juan Pablo y Ricardo, llegaron temprano. Renato y Hernán ya nos esperaban en la base de la montaña; la meta era alcanzar la laguna Estrella que nos había sido esquiva en los ascensos anteriores.

El viejo Trooper traqueteaba por las laderas entre cantos de niños, adivinanzas y bromas. Tú ibas a mi lado, un tanto reservada, demasiado ensimismada para una ocasión como esta. Miré el retrovisor: la cajuela estaba huérfana, faltaba Samuel. Quizá extrañabas a tu viejo compañero de caminatas sin siquiera darte cuenta. Xavier comentaba sobre Las Huaringas: «¡Tenemos que ir! ¡Allí están los brujos más poderosos del mundo!» Lo tenía todo planeado, incluso había sacado cuentas y aseguraba que la aventura nos saldría barata, por aquello del cambio en dólares. Mientras conducía por esos caminos serpenteantes y polvorientos iba meditando en lo valiosos que eran los seres que poblaban mi vida y cómo esta crisis me hizo reparar en ello, sobre todo valorar el milagro de tenerte a mi lado.

¿Recuerdas que al mediodía nos detuvimos a almorzar y luego hicimos dos grupos de avanzada, que Hernán y Renato tomaron una dirección y yo una alternativa? Sí, los niños se quedaron jugando en el río a tu cuidado y al de Xavier. ¿Recuerdas que el plan era seguir una hora más en diferentes direcciones para ver si divisábamos la laguna y luego retornaríamos donde ustedes?  Ya sabes que todo fue en vano. Cumplida la infructuosa hora de avanzada, regresaba siguiendo la cañada del río y algo extraño me sucedió: llevaba el torso desnudo y una rama de mora se me prendió en el pecho, cuando me la quité, unas espinas se me incrustaron bajo la piel. Las arranqué de prisa entre dolor y sangre y las arrojé al aire, las espinas se alejaron volando como unas extrañas moscas verdes. Me acerqué al río para enjuagarme y al mirarme en el agua transparente, descubrí que alguien más miraba a través de mis ojos, yo le atribuí al cansancio, pero dentro de mí sabía que algo andaba mal.

Cuando los divisé, los niños comenzaron a gritar agitando los brazos: «¡Luis, Luis, papá, papá!». Los alcancé y les di la noticia de que no había laguna, se desilusionaron; pero enseguida reclamaron: «déjanos ver, déjanos ver». ¿A qué se refieren? les pregunté. «ese animalito que brillaba en tu hombro» dijo Sofía. «¡Deja de asustar a los niños!» Me recriminaste. No sabía a lo que se referían, quizá no era el único que alucinaba en esa montaña. Esa noche de vuelta en casa las visiones regresaron; ya no fueron suficientes las tabletas ni mi actitud serena y positiva para detener esa avalancha de sensaciones. Volví a caer en la ansiedad de la muerte. Ya no era el temor a la rabia, era algo más profundo, una presencia ominosa, un parásito metafísico que me poseía.

¿Nunca te conté lo del psicólogo? Sí, fui a dar en el diván de un psicólogo, aunque siempre hablé pestes del psicoanálisis. Luego fui a mayores y pasé por las manos de los psiquiatras. Nada que haya inventado la ciencia hasta ese momento surtiría efecto. Fue la época en que abandoné la casa y me negué rotundamente a visitar a las niñas, temía que si las miraba a los ojos sufrirían el mismo destino de Samuel. Me encerraba en el cuarto de pensión y me negaba a recibir a los amigos. Dejé de ir al cine, mi pasión de toda la vida, y encargué la dirección de la clínica. Regresé a los libros de esoterismo andino en los momentos en los que la ansiedad me daba tregua, que era casi siempre en las mañanas.

Lo más terrible: el insomnio. Pasaba noches enteras contemplando la danza de serpientes fractales que se escurrían por las paredes entre caimanes, lagartos, y toda una fauna de reptiles; me bullían en la mente, aun cuando cerraba los ojos no dejaba de verlos. Lo dantesco era la sensación que venía con ellos: el vértigo de caer al vacío. Llegaban a cualquier hora, aunque en las noches era su horario habitual; llegaban es un decir, podría entenderse mejor si digo que se despertaban, que se agitaban dentro de mi ser en cualquier momento y que se esparcían como una tinta verde y lamosa en la transparencia de mi mente. Fueron meses así. Un buen día, Xavier me comentó que estabas preparando los papeles del divorcio, que si me importaba mi familia tenía que sacudirme. Aún recuerdo sus palabras: «Tienes que pararte fuerte —me dijo—, si sigues así, de aquí sales en “estuche de peluche”». ¿A qué se refería?, obvio: a un ataúd.

Me armé de valor y al día siguiente fui a esperar en tu consulta, quería contártelo todo. Tenías a un paciente en el sillón, recostado con la boca abierta; el ruido de las turbinas me ponía los pelos de punta, esperé estoicamente a que lo atendieras. Yo sé que me viste sentado en la sala de espera. Me clavaste una mirada que por poco triza el cristal de la ventana. Me imaginé lo que te preguntabas: «¿Con qué cara viene a aparecerse aquí después de tanto tiempo!, ¡qué “conchudo”!» era como oír tus palabras zumbando en mi cabeza, sin embargo, esperé. Te quitaste el mandil y apagaste el equipo. El pecho se me desbordaba ideando la manera de explicar mis razones. Un largo rato después, tu asistente me dijo que te fuiste. Saliste por la puerta de servicio.

Nunca encontré el valor para volver a buscarte, estaba al garete; el compadre Xavier se hizo cargo de mis huesos. Leímos todo lo que había, consultamos con los tomadores de San Pedro, probamos con diferentes brebajes; la terapia del Amaroli, ayuno… Una noche, habría transcurrido algo más de medio año desde mi declive; me encontraba leyendo un viejo manual, de un tal Tuno que mi compadre compró en un puesto de libros usados. El ejemplar estaba en su mayor parte intonso, me tocó desbarbarlo. Se mostraba plagado de dibujos a plumilla y sobre ellos caligrafiadas: recetas de brebajes, pociones mágicas que más bien sonaban a poemas o mantras. Nada en ello parecía coherente, no obstante, la labor de hojearlo me distrajo de problemas. Me entretuve en los dibujos de flores y columnas de cactus que ilustraban la mayoría de sus páginas, no sé el momento que caí rendido de cansancio, llevaba muchas horas sin dormir. Tuve un sueño salvífico.

Clavado en la cama de una pensión, inmóvil, entre despierto y dormido como un cataléptico; soportaba las visiones de reptiles en procesión caleidoscópica, las mismas sensaciones de ansiedad y ese sufrir por todo y por nada. De pronto las imágenes se iban precipitando como una cascada que horadaba la tierra; esta la absorbía y absorbía mientras emanaba un vapor amarillento, tibio y luminoso que se trasmutaba en pájaros y flores conforme ascendía. Me concentré en él, me «subí» en él y comencé a flotar. Desde esa posición observaba las estrellas, las veía estallar y caer en una lluvia de vilanos, luego descendía suavemente hasta sumergirme en la arena. El secreto estaba en la tierra. Esa secuencia se repetía una y otra vez como un juego de vaivén. El bienestar era total. Desperté aliviado. Fue una revelación, no para mi mente, sino para mi cuerpo. Entonces recordé a los guerreros que se enterraban después de volver de las batallas en los Relatos de Poder.

Un sábado temprano ascendimos al Cabogana armados de pico y pala. Seguimos la cañada del río hasta esa poza grande donde solíamos bañarnos. ¿La recuerdas? En ese arenal contiguo me enterré de pie con la cabeza fuera. Xavier me cubrió con hojas grandes para protegerme del sol y vigiló mientras duró el proceso. Sí, como lo oyes: me enterré…, pero esa es otra historia. Solo te diré que fue el inicio de una larga recuperación, si prometes que nos volveremos a ver podría contártela con lujo de detalle. Por ahora pienso acompañar a Xavier en esta ceremonia. Rogó que me hiciera cargo del fuego. ¿Si voy a tomar el brebaje? Tal vez, ya te dije que no quiero vivir con miedos. Quizá lo tome, eso lo decidiré esta noche frente a la fogata.

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