Paulina Pérez
Eli era una
adolescente de cabellos ondulados, algo rojizos, delgada y de mirada
melancólica, cuyo mundo se puso de cabeza de un momento a otro.
Las elecciones
dieron como ganador a la presidencia del país a un representante de la
ultraderecha cuya oferta de campaña de «Pan, Techo y Empleo» había generado
grandes expectativas en los sectores populares, los enérgicos discursos llenos
de promesas de mejores días para los pobres de la Patria, del candidato de la zona costera del país calaron en aquellos
que se habían resignado a la miseria confiando, muchos de ellos, de que el
paraíso les aguardaba después de aquella vida de sufrimiento. El plan económico
del gobierno encendió las alarmas en sindicatos, movimientos sociales y
partidos de izquierda. Recortes en presupuestos de salud y educación provocaron
protestas que desde un inicio fueron reprimidas con mucha dureza por los
organismos de seguridad del Estado y como consecuencia de aquello, las
manifestaciones fueron subiendo de tono. De pronto el país amaneció con la
noticia del secuestro momentáneo de un canal de televisión desde donde un grupo
armado, desconocido hasta ese momento, lanzaba una proclama en la que advertía
al régimen que enfrentaría el autoritaritarismo y las medidas económicas que
según ellos llevarían al pueblo a la miseria. El nuevo gobernante ordenó de
inmediato, buscar a todos los miembros de aquella organización a la que tildó
de terrorista y creo una policía especial para ello.
Los padres de Eli
habían militado en la izquierda y eran conocidos en algunos sectores
universitarios y fabriles. Como tantos otros pasaron a formar parte de una
lista de sospechosos de complicidad o encubrimiento de terroristas, elaborada
por la nueva oficina de seguridad.
El papá de Eli,
Alberto, había sido detenido y torturado durante una semana. Luego de ser
liberado fue acosado y amenazado; junto a Beatriz, la madre de Eli, buscó un
abogado para presentar una denuncia a la Comisión de Derechos Humanos, la única
institución respetada por el gobierno, al menos en la formalidad por tener el
respaldo de la ONU; porque lo contrario habría sido confirmar que el país vivía
en dictadura y ellos insistían en que era una democracia que se defendía del
terrorismo y la subversión.
Eli asistía a una
secundaria vespertina y aquella tarde había ganado el primer lugar en un
intercolegial de oratoria. Le extrañó que sus padres no hubieran asistido a su
presentación, pero al salir del colegio y ver a su tío Rafael esperándola en la
puerta intuyó, que algo malo había pasado.
Llegaron a casa de
la abuela quien salió a recibirla entre sollozos y abrazos y con quien viviría
por un tiempo, hasta que los padres de Eli, que habían decidido abandonar el
país para no ser apresados por una acusación contra ellos de asociación ilícita
y subversión, pudieran llevarla con ellos.
En la habitación
que la abuelita le había preparado, encontró algunas de sus cosas dentro de una
funda de almohada, imaginó que sus padres no tuvieron tiempo ni de buscar una
maleta, y entre ellas una carta que estos le habían dejado. En ella le decían
que no saliera sola, que si preguntaban por ellos, debía decir que a su padre
le ofrecieron un trabajo en el extranjero y para ver si era una buena idea
trasladarse con toda la familia la mamá había ido con él. Tampoco era
recomendable visitar a sus amigos del barrio, sobre todo por ellos, para que la
policía no los acosara luego con preguntas o amenazas. Bastaba con que fuera
amigo o conocido de alguien de aquella lista para que sean allanadas viviendas,
centros de estudios y hasta casas parroquiales. Su rutina sería del colegio a
la casa de la abuela. La policía no podía intentar algo contra ella al ser
menor de edad pero no había cómo confiar en aquello puesto que su padre estaba
siendo acusado sin ninguna prueba.
Eli lloraba cada noche
por la falta que le hacían Alberto y Beatriz, durante el día trataba de
disimular su angustia al no tener noticias de la suerte de sus progenitores y
así evitarle preocupaciones a su anciana abuela que no lograba comprender por
qué acusaban a su hija y su yerno de cosas que ella ni siquiera entendía.
Los noticieros
nocturnos informaban de cuerpos encontrados en quebradas con signos de tortura;
rostros destruidos y sin ninguna identificación; madres llorando en las puertas
de las centrales de policía o en las iglesias porque sus hijos estaban
desaparecidos; los centros de medicina legal fuertemente resguardados y todo
hospital público vigilado puesto que quienes habían sobrevivido a las torturas
eran ingresados en muy mal estado, y los medios de comunicación estaban
prohibidos de entrevistarlos. Solo había una versión oficial permitida: la
democracia estaba más viva que nunca y el país estaba en orden y en paz.
Eli tenía una tía
a la que quería mucho, durante las vacaciones escolares siempre pasaba al menos
un mes de los dos que duraban, en casa de ella. Carmita era muy jovial y
divertida. Le gustaba armar juegos, preparar recetas, diseñar ropa y disfraces
e inventar pasos de baile para las canciones de moda. Como no tenía hijos y sí
varios hermanos menores, planificaba con ellos y con los primos una especie de
vacacional familiar para que los días de descanso no fueran tediosos.
Eli estaba próxima
a cumplir quince años al igual que sus compañeras de aula. El único tema de
conversación entre ellas, en los momentos de descanso, recreos o durante el
recorrido del bus escolar y que ya tenía harta a Eli eran los preparativos de
las fiestas rosadas de cada una de ellas, una celebración hasta cierto punto
obligatoria, puesto que en aquella época, si alguna familia no ofrecía una
recepción por la nueva quinceañera, con misa incluida, pasaba a ser tema de
conversación en toda reunión social en la cual las murmuraciones y
especulaciones no eran nada agradables. Eli no quería fiesta, ni ella ni sus
padres veían alguna diferencia entre cumplir catorce, quince y dieciséis años.
Pensar que una niña se transformaba automáticamente en mujer al cumplir una
década y media de vida les parecía totalmente ridículo. Junto a sus padres
habían planificado hacer un viaje pero no por el número de años cumplidos sino
porque podrían aprovechar más del mismo.
Eli no estaba para
pensar en fiestas de cumpleaños ni mucho menos, lo único que quería era recibir
una llamada de sus padres y tener la tranquilidad de que estaban a salvo. El
recuerdo de su padre llegando a casa en la madrugada, después de aquella semana
infernal en que su madre y sus tíos los buscaron por todos los hospitales y
clínicas, cuarteles, retenes y morgues sin obtener respuesta alguna, con la
mirada crispada, los ojos enrojecidos rodeados por unas grandes y profundas
ojeras y casi sin poder hablar, estaba intacto. La imagen de su cuerpo lleno de
hematomas, pequeñas quemaduras, las uñas de pies y manos amoratadas, los
tobillos y las muñecas edematizados y lastimados por haber estado atados tanto
tiempo y por ultimo su padre despertando aterrado le ayudaban a convencerse de
que era mejor que estén lejos de aquel horror.
Las invitaciones a
celebrar las quince primaveras de sus compañeras llegaban cada semana y Eli,
que ahora dependía de su abuela, no tenía dinero para comprar los obsequios ni
los vestidos que además siempre debían ser de estreno.
La querida tía
Carmita fue a visitar a Eli y encontró en la mesita de noche de su sobrina las
invitaciones de sus amigas en sobres de colores, con lazos, algunas habían
llegado con algún detalle como recuerdo de la fecha. Ella estaba al tanto del
viaje que Eli haría con sus padres y sabía que en las actuales circunstancias
eso ya no era posible.
Las semanas
pasaban y Eli seguía a la espera de un
telefonema de sus padres. Sus tíos le habían dicho que ellos estaban bien y que
si no llamaban era porque no era seguro, pero ella solo lo creería cuando lo
escuchara de ellos.
Los días en que la
policía desde una especie de campamento motorizado permanente frente a la
residencia de su abuela acosaba a la familia con luces intensas, llamadas en
altas horas de la noche o en las primeras de la mañana con amenazas y las advertencias al rector del colegio en el
que Eli estudiaba para que la expulsara si los padres terroristas no se
entregaban, quedaron atrás.
Un lunes en la
tarde llamaron sus padres, estaban bien y por el momento era mejor no mencionar
en dónde; para Eli fue suficiente saber y sentirlos tranquilos y seguros. El
jueves de esa misma semana ella cumpliría década y media de vida.
Carmita, con la
complicidad de otros miembros de la familia y amigos de los padres de Eli,
organizó una pequeña celebración. No sería una fiesta con damas de amor ni caballeros
como escoltas, pero sí con pastel y velitas que apagar. Carmita le había
confeccionado un lindo vestido color rosa que la joven estrenó aquella noche
con mucha gratitud y emoción. De algún modo sus padres estaban ahí, ella lo
sentía así. Muchas veces su padre le había leído testimonios de las madres de
muchos jóvenes desparecidos durante las dictaduras en la Argentina, Chile y en
Centroamérica; las Abuelas de plaza de Mayo; los exiliados que desde otros
países denunciaban los crímenes de las dictaduras como la tortura, la
desaparición forzada, y siempre le pareció muy lejano todo eso, jamás imaginó
que algún día ella también daría testimonio sobre aquello, pero también sabía
que era de las afortunadas, sus padres estaban lejos pero vivos y quizás el
reencuentro tomaría algún tiempo pero ese día llegaría tarde o temprano.
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