viernes, 21 de julio de 2017

Los ojos de la serpiente

Rita Mabel Figueredo


Alquiló el departamento amueblado porque no pensaba quedarse mucho tiempo. Después de todo, venían prometiéndole el ascenso desde hacía dos años y ese pueblo del interior era el escalón previo e ineludible. Pero ni bien abrió la puerta, se dio cuenta de que había sido un error.

Carolina había hecho el trato a través de una inmobiliaria. Con los detalles mínimos indispensables, referencias, garantías. Sabía que la propietaria de la casa era una mujer septuagenaria y supuso que tendría que soportar un estilo pasado de moda, pero nada la había preparado para el tufo a humedad y decrepitud que se respiraba en la casa.

Era uno de esos barrios de casas adosadas, construcciones baratas e iguales, que comparten una de las paredes medianeras, como si necesitaran sostenerse mutuamente para no sucumbir. Estaba amueblado con pésimo gusto. Colores oscuros, marrones, verdes, azules. Estampados indefinidos, alfombras, lámparas y ¡oh, por Dios! cuadros. Decenas de ellos. Eran tantos, que casi no quedaba ningún espacio libre en la pared. Las representaciones eran variadas. Paisajes sombríos, animales mitológicos, representaciones de batallas. Todos siniestros. Todos enormes. No se había salvado de la furia decorativa ni siquiera el cuarto de baño. Se destacaba como el más horroroso, una imagen de dimensiones desproporcionadas, que mostraba una enorme serpiente enroscada sobre su cola, lista para atacar. Abarcaba buena parte de la pared medianera del dormitorio, y Carolina se preguntó cómo habían podido conciliar el sueño los ocupantes anteriores. Pero una de las cláusulas del contrato, establecía claramente que no debía moverse ningún cuadro. Ella no había puesto objeciones porque jamás se había imaginado semejante cantidad de "arte".

Carolina decidió que podía sobrevivir en el sucucho los pocos meses que pensaba permanecer en ese destino. El precio le permitía ahorrar y además tenía muy pocas horas libres.

Se apegaba a sus rutinas como un náufrago al último madero. En el trabajo, su temperamento metódico le había ganado un lugar privilegiado en el competitivo mundo de las finanzas, a pesar de sus escasos treinta años. En casa le servía para pasar por alto las múltiples mudanzas y mantener la sensación de hogar.

Estaba muy lejos de su ciudad natal, aunque eso no le pesaba. Prefería la soledad. Varios intentos fallidos de establecer relaciones de pareja, la habían dejado exhausta y sin ánimo de reincidir.

Volvía hecha polvo del banco todas las tardes, añorando un baño caliente y un poco de paz. Amaba salir de la ducha a penas secas las primeras gotas y liberada por fin de la pollera tubo, los sacos entallados y los tacones, disfrutar de su soledad sin lo limitante de la ropa.

Entre el mobiliario de la dueña de casa, había una vieja radio en la que solía escuchar canciones pasadas de moda que poco a poco iban devolviéndole la tranquilidad.

Una de las noches, en las que replicaba el ritual diario, se había preparado para disfrutar de una copa de vino, recostada en la cama vestida solo con ropa interior, cuando le pareció sentir que alguien la observaba.

Apagó la radio, buscó algo para taparse, tomó el atizador de la chimenea, y comenzó a recorrer la casa a conciencia. Solo encontró una ventana abierta en la cocina, pero nadie mirando. Después de haber revisado todos los rincones, llegó a la conclusión de que los nervios le habían jugado una mala pasada.

Las semanas se sucedían engullidas por el cansancio de la jornada laboral, la expectativa de su inminente ascenso y la desilusión de las inexistentes relaciones sociales en su nuevo destino. Sus compañeros de trabajo eran todos hombres y mujeres maduros, que dedicaban los fines de semana a reuniones familiares, bautismos y cumpleaños y eventualmente algún juego de canasta. Si bien la habían invitado a participar, ella no se sentía a gusto compartiendo bocadillos con las personas a su cargo, menos considerando que habían dejado en claro desde el primer día que su designación había sido un error o, peor aún, alguna clase de acomodo inmerecido.

Tampoco sus vecinos parecían demasiado interesantes. Dos amas de casa de la cuadra habían pasado a saludarla y a dejarle tarta de manzana recién horneada, pero la conversación languideció por falta de temas en común y no volvieron a intentarlo. La casa contigua estaba constantemente cerrada.

Por lo tanto, sus fines de semana, los pasaba echada en el sofá mirando películas viejas y  comiendo dulces que luego bajaba trotando a paso vivo por el barrio.

Hablaba a menudo con su hermana que vivía a dos mil quilómetros de distancia. La parte más emocionante de su semana era escuchar a la menor de la familia relatar sus aventuras amorosas, sus enredos y angustias y criticar a su madre que vagaba por el mundo con el amor de su vida de turno.

Un domingo en la mañana en que el calor bochornoso de enero le había impedido seguir durmiendo, se sacó la ropa para darse una ducha y cuando iba camino al cuarto de baño, la sensación de ser observada la embargó, erizándole la piel.  

Corrió hasta ocultarse detrás de la mampara, cerrándola tras de sí, agitada. Se fregó con fuerza con la esponja y dejó que las gotas arrastraran la desagradable impresión de no estar sola.

Mientras el agua resbalaba por su cuerpo desnudo rememoró varios momentos en los que había tenido la impresión de que había alguien más en la alcoba.

Al día siguiente llamó a un cerrajero e hizo colocar trabas internas en puertas y ventanas. Abandonó la costumbre de vagar sin ropa por la casa, comenzó a dormir tapada a pesar del calor sofocante y revisaba más de una vez que todo estuviera herméticamente cerrado antes de acostarse. Aun así, muchas noches despertaba con la certeza de que había alguien acechando en la oscuridad.

Una madrugada especialmente calurosa, resignó sus precauciones y se acostó sin piyama, con el único amparo de la fina tela de la sábana. El aire acondicionado y el ventilador estaban encendidos, por lo que sintió con claridad como bajaba la tensión y solo unos segundos más tarde, la energía eléctrica se cortaba, sumiendo al barrio entero en un pesado silencio. Fue entonces que escuchó lo que le pareció el ruido metálico de una cerradura. Aguzó el oído. ¿De dónde había venido? Se quedó tendida en la cama, esperando, no oyó nada más. Pero estaba casi segura de que había sido en la pared medianera.

Durante varios días, estuvo atenta hasta al más leve chasquido, pero el sonido no se repitió.

El sábado siguiente se llevó a cabo la fiesta de fin de año del banco. Eligió un vestido rojo con breteles finos, ajustado, con un escote revelador. Había decidido quedarse lo mínimo que fuera decoroso, pero el calor la llevó a beber champaña fría en grandes cantidades y terminó disfrutando de la velada. Regresó a casa bastante achispada, atinó a la cerradura al tercer intento, y ni bien entró fue regando en su camino hacia el dormitorio todas las prendas. Ya casi había llegado a la cama cuando se sintió mareada, el temor a caer hizo que se sostuviera del cuadro de la serpiente. Con gran estrépito, el marco cedió, dejando a la vista la pared medianera y dos agujeros pequeños que abrían una ventana hacia el departamento de al lado.

La rabia de saberse espiada hizo que se esfumara cualquier rastro de la modorra del alcohol. Frenética recorrió la casa arrancando de todas las paredes los horribles cuadros, solo para descubrir detrás de cada uno, una abertura similar. Asqueada, se puso un pantalón holgado, una remera de algodón y zapatillas, cargó a toda velocidad en un bolso grande lo que consideró imprescindible, llamó un taxi y huyó hacia el aeropuerto. Quería volver a casa o a cualquier lugar que no fuera ese pueblo perdido donde le habían arrebatado la dignidad a través de una mirilla en la pared.

La investigación policial iniciada a partir de su denuncia, no pudo determinar ningún responsable. En la casa contigua no se encontraron más que algunos paquetes de caramelos vacíos y huellas de pisadas sin marcas distintivas. Pertenecía a una anciana que vivía en el extranjero y a la que interrogaron por teléfono. No tenía parientes y declaró no haber entregado la llave. La inmobiliaria tapió los agujeros de la medianera y le reintegró a la agraviada el valor completo del alquiler abonado, adjuntando una disculpa escrita.

Los primeros meses Carolina siguió pendiente del teléfono y del correo electrónico a la espera de que determinaran quién había sido el depravado, pero al pasar el tiempo, volvió a sumergirse en su rutina y el episodio quedó atrás.

El pueblo retornó a su parsimonia, a sus domingos silenciosos y costumbres repetidas. En breve el recuerdo de la joven gerente se había desvanecido.


Cuando la inmobiliaria pintó la casa, despejó las malas hierbas del jardín y colocó un nuevo cartel de «SE ALQUILA», a nadie le llamó la atención que volvieran a colgar todos los cuadros.

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