Rita Mabel Figueredo
Alquiló el departamento amueblado porque
no pensaba quedarse mucho tiempo. Después de todo, venían prometiéndole el
ascenso desde hacía dos años y ese pueblo del interior era el escalón previo e
ineludible. Pero ni bien abrió la puerta, se dio cuenta de que había sido un
error.
Carolina había hecho el trato a través de
una inmobiliaria. Con los detalles mínimos indispensables, referencias, garantías.
Sabía que la propietaria de la casa era una mujer septuagenaria y supuso que tendría
que soportar un estilo pasado de moda, pero nada la había preparado para el tufo
a humedad y decrepitud que se respiraba en la casa.
Era uno de esos barrios de casas adosadas,
construcciones baratas e iguales, que comparten una de las paredes medianeras,
como si necesitaran sostenerse mutuamente para no sucumbir. Estaba amueblado
con pésimo gusto. Colores oscuros, marrones, verdes, azules. Estampados
indefinidos, alfombras, lámparas y ¡oh, por Dios! cuadros. Decenas de ellos. Eran
tantos, que casi no quedaba ningún espacio libre en la pared. Las
representaciones eran variadas. Paisajes sombríos, animales mitológicos, representaciones
de batallas. Todos siniestros. Todos enormes. No se había salvado de la furia
decorativa ni siquiera el cuarto de baño. Se destacaba como el más horroroso, una
imagen de dimensiones desproporcionadas, que mostraba una enorme serpiente
enroscada sobre su cola, lista para atacar. Abarcaba buena parte de la pared
medianera del dormitorio, y Carolina se preguntó cómo habían podido conciliar
el sueño los ocupantes anteriores. Pero una de las cláusulas del contrato,
establecía claramente que no debía moverse ningún cuadro. Ella no había puesto
objeciones porque jamás se había imaginado semejante cantidad de
"arte".
Carolina decidió que podía sobrevivir en
el sucucho los pocos meses que pensaba permanecer en ese destino. El precio le
permitía ahorrar y además tenía muy pocas horas libres.
Se apegaba a sus rutinas como un náufrago
al último madero. En el trabajo, su temperamento metódico le había ganado un
lugar privilegiado en el competitivo mundo de las finanzas, a pesar de sus
escasos treinta años. En casa le servía para pasar por alto las múltiples
mudanzas y mantener la sensación de hogar.
Estaba muy lejos de su ciudad natal,
aunque eso no le pesaba. Prefería la soledad. Varios intentos fallidos de establecer
relaciones de pareja, la habían dejado exhausta y sin ánimo de reincidir.
Volvía hecha polvo del banco todas las
tardes, añorando un baño caliente y un poco de paz. Amaba salir de la ducha a
penas secas las primeras gotas y liberada por fin de la pollera tubo, los sacos
entallados y los tacones, disfrutar de su soledad sin lo limitante de la ropa.
Entre el mobiliario de la dueña de casa,
había una vieja radio en la que solía escuchar canciones pasadas de moda que
poco a poco iban devolviéndole la tranquilidad.
Una de las noches, en las que replicaba el
ritual diario, se había preparado para disfrutar de una copa de vino, recostada
en la cama vestida solo con ropa interior, cuando le pareció sentir que alguien
la observaba.
Apagó la radio, buscó algo para taparse,
tomó el atizador de la chimenea, y comenzó a recorrer la casa a conciencia. Solo
encontró una ventana abierta en la cocina, pero nadie mirando. Después de haber
revisado todos los rincones, llegó a la conclusión de que los nervios le habían
jugado una mala pasada.
Las semanas se sucedían engullidas por el
cansancio de la jornada laboral, la expectativa de su inminente ascenso y la desilusión
de las inexistentes relaciones sociales en su nuevo destino. Sus compañeros de
trabajo eran todos hombres y mujeres maduros, que dedicaban los fines de semana
a reuniones familiares, bautismos y cumpleaños y eventualmente algún juego de
canasta. Si bien la habían invitado a participar, ella no se sentía a gusto compartiendo
bocadillos con las personas a su cargo, menos considerando que habían dejado en
claro desde el primer día que su designación había sido un error o, peor aún,
alguna clase de acomodo inmerecido.
Tampoco sus vecinos parecían demasiado
interesantes. Dos amas de casa de la cuadra habían pasado a saludarla y a dejarle
tarta de manzana recién horneada, pero la conversación languideció por falta de
temas en común y no volvieron a intentarlo. La casa contigua estaba
constantemente cerrada.
Por lo tanto, sus fines de semana, los
pasaba echada en el sofá mirando películas viejas y comiendo dulces que luego bajaba trotando a
paso vivo por el barrio.
Hablaba a menudo con su hermana que vivía
a dos mil quilómetros de distancia. La parte más emocionante de su semana era
escuchar a la menor de la familia relatar sus aventuras amorosas, sus enredos y
angustias y criticar a su madre que vagaba por el mundo con el amor de su vida
de turno.
Un domingo en la mañana en que el calor
bochornoso de enero le había impedido seguir durmiendo, se sacó la ropa para
darse una ducha y cuando iba camino al cuarto de baño, la sensación de ser
observada la embargó, erizándole la piel.
Corrió hasta ocultarse detrás de la
mampara, cerrándola tras de sí, agitada. Se fregó con fuerza con la esponja y
dejó que las gotas arrastraran la desagradable impresión de no estar sola.
Mientras el agua resbalaba por su cuerpo
desnudo rememoró varios momentos en los que había tenido la impresión de que
había alguien más en la alcoba.
Al día siguiente llamó a un cerrajero e
hizo colocar trabas internas en puertas y ventanas. Abandonó la costumbre de
vagar sin ropa por la casa, comenzó a dormir tapada a pesar del calor sofocante
y revisaba más de una vez que todo estuviera herméticamente cerrado antes de
acostarse. Aun así, muchas noches despertaba con la certeza de que había
alguien acechando en la oscuridad.
Una madrugada especialmente calurosa,
resignó sus precauciones y se acostó sin piyama, con el único amparo de la fina
tela de la sábana. El aire acondicionado y el ventilador estaban encendidos,
por lo que sintió con claridad como bajaba la tensión y solo unos segundos más
tarde, la energía eléctrica se cortaba, sumiendo al barrio entero en un pesado
silencio. Fue entonces que escuchó lo que le pareció el ruido metálico de una
cerradura. Aguzó el oído. ¿De dónde había venido? Se quedó tendida en la cama,
esperando, no oyó nada más. Pero estaba casi segura de que había sido en la
pared medianera.
Durante varios días, estuvo atenta hasta
al más leve chasquido, pero el sonido no se repitió.
El sábado siguiente se llevó a cabo la
fiesta de fin de año del banco. Eligió un vestido rojo con breteles finos,
ajustado, con un escote revelador. Había decidido quedarse lo mínimo que fuera
decoroso, pero el calor la llevó a beber champaña fría en grandes cantidades y
terminó disfrutando de la velada. Regresó a casa bastante achispada, atinó a la
cerradura al tercer intento, y ni bien entró fue regando en su camino hacia el
dormitorio todas las prendas. Ya casi había llegado a la cama cuando se sintió
mareada, el temor a caer hizo que se sostuviera del cuadro de la serpiente. Con
gran estrépito, el marco cedió, dejando a la vista la pared medianera y dos
agujeros pequeños que abrían una ventana hacia el departamento de al lado.
La rabia de saberse espiada hizo que se
esfumara cualquier rastro de la modorra del alcohol. Frenética recorrió la casa
arrancando de todas las paredes los horribles cuadros, solo para descubrir
detrás de cada uno, una abertura similar. Asqueada, se puso un pantalón
holgado, una remera de algodón y zapatillas, cargó a toda velocidad en un bolso
grande lo que consideró imprescindible, llamó un taxi y huyó hacia el
aeropuerto. Quería volver a casa o a cualquier lugar que no fuera ese pueblo
perdido donde le habían arrebatado la dignidad a través de una mirilla en la
pared.
La investigación policial iniciada a
partir de su denuncia, no pudo determinar ningún responsable. En la casa
contigua no se encontraron más que algunos paquetes de caramelos vacíos y
huellas de pisadas sin marcas distintivas. Pertenecía a una anciana que vivía
en el extranjero y a la que interrogaron por teléfono. No tenía parientes y
declaró no haber entregado la llave. La inmobiliaria tapió los agujeros de la
medianera y le reintegró a la agraviada el valor completo del alquiler abonado,
adjuntando una disculpa escrita.
Los primeros meses Carolina siguió
pendiente del teléfono y del correo electrónico a la espera de que determinaran
quién había sido el depravado, pero al pasar el tiempo, volvió a sumergirse en
su rutina y el episodio quedó atrás.
El pueblo retornó a su parsimonia, a sus
domingos silenciosos y costumbres repetidas. En breve el recuerdo de la joven
gerente se había desvanecido.
Cuando la inmobiliaria pintó la casa, despejó
las malas hierbas del jardín y colocó un nuevo cartel de «SE ALQUILA», a nadie le
llamó la atención que volvieran a colgar todos los cuadros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario