viernes, 6 de septiembre de 2019

Secretos de sangre

Constanza Aimola


Confesar libera, hablar desahoga un espíritu pecador. Contar algo que nos asfixia podría salvarnos aunque esto suponga acabar con la vida perfecta que con mentiras alcanzaste. Así que revelaré uno de mis grandes secretos.

Nací rebelde, en exceso, y créanme, domar los demonios que provienen de esta necesidad de tener siempre la razón no es sencillo. 

Cuando estuve en la cima del éxito laboral, terminé claudicando, por mi incapacidad de negociar y más que esto, por no poder soportar que alguien me diga qué hacer, me llame la atención o me obligue a pensar diferente.

Que alguien no haga lo que yo quiero me descompone, eso sí, mientras soy la dueña del juego es diferente, que me sigan la cuerda hace que todo fluya, cuando ocurre lo contrario se desata el infierno.

Pensando en esto, estoy convencida de que lo hago porque me siguen el juego, pocas veces he sentido que no logro lo que me propongo, o que alguien no apoya lo que digo o pienso. A medida que pasa el tiempo es aún más sencillo, las personas ganan confianza en mí, me siguen y con esto, sin saberlo fortalecen mi defecto.

Hace ya algunos años, bueno, más de veinte, mientras le hacíamos visita a mi tía Leonor, yo tenía actitudes desafiantes e irrespetuosas. Mi tía me miró aterrada como si en mi cara se le reflejara un fantasma, por esta razón decidió contarme una historia familiar de la que se había enterado hace muchos años, según ella, así se explicaría la razón de mi actitud que era por esa época inmanejable. Su hipótesis, fue que por mis venas corre sangre rebelde.

Lucía se debatía entre la vida y la muerte igual que su primera hija, a quien aún llevaba en el vientre. El escándalo que suele provocar la sangre, que estaba por toda su ropa, además del líquido amniótico que bajaba por sus piernas, se veía apocado, por el que fue considerado un caso clínicamente de mayor importancia. 

La fecha, 9 de abril de 1948, era casi imposible llegar hasta la Clínica Central, en Bogotá, en donde Lucía daría a luz a Ana. Era la 1:30 de la tarde y hacía casi una hora, habían hecho un atentado en contra de Jorge Eliécer Gaitán, candidato liberal a la presidencia de Colombia. 

Todo se había convertido en un absoluto caos, lo describo como lo imaginé mientras mi tía lo narraba, una foto en blanco y negro. Entonces en Bogotá las temperaturas eran muy bajas, las personas vestían elegantes, las mujeres con falda, tacones y medias veladas, los hombres de traje, corbata, sombrero y abrigo.

Un hombre abordó a Gaitán saliendo del edificio en el que se ubicaba su oficina y le propinó tres disparos mortales, en la cabeza y el tórax. Ya sin sentido, lo llevaron en un taxi a la clínica más cercana en donde no duró vivo más de cuarenta minutos, tiempo que la vida, le estaba cobrando a Lucía y su hija.

Los dolores empezaron cuando participaba en la mañana, en una marcha por los derechos de las mujeres en Colombia. Aunque en ese momento, en el país ni siquiera había una ley que permitiera votar a las mujeres, iban por un buen camino, Lucía participaba en diferentes movimientos y sin aspirar a ganar ni un centavo, tenía entre los objetivos primordiales de su vida, hacer que las mujeres ocuparan un lugar importante en la sociedad colombiana. 

Faltaban dos meses aún para dar a luz, sin embargo, la larga caminata y lo efusivo de estos encuentros hicieron que tuviera contracciones, para posteriormente romper fuente.

La atacaba el miedo ya que había tenido anemia desde que quedó en embarazo, además de otros malestares de salud que la aquejaban. 

La mayor parte de la vida de Lucía había estado rodeada de tragedia, sus padres murieron en un accidente cuando aún era muy niña, vivió en varios hogares adoptivos, hasta que cumplió la mayoría de edad, cuando la dejaron en la calle y tuvo que hacerse camino y ganarse la vida con labores domésticas en casas ajenas, vendiendo en las tiendas del sur de la ciudad y recogiendo las sobras de los puestos de verduras en la plaza de mercado para poder comer. 

Un día que no consiguió el dinero suficiente para quedarse en una pensión, se encontraba deambulando por las calles y un grupo de hombres la tomaron como su juego. La pasaban de mano en mano con risas estruendosas y la empujaban hasta hacerla meter en los charcos de un oscuro callejón. Moría de frío y estaba flaca como una garra, su cabello estaba sucio y el flequillo le tapaba los ojos, impidiéndole ver. Las cosas empezaron a ponerse difíciles, aquellos hombres estaban eufóricos, producto de varias botellas de alcohol, que reposaban en el piso a su lado. Uno de ellos la tomó por su huesudo brazo y oliéndola detrás de la oreja y en el cabello, la arrinconó a la pared y empezó a hacer gestos de placer con su cuerpo. 

Sus compinches se reían a carcajadas y empezaron a hacer lo mismo, Lucía lloraba, muriendo de miedo. Les suplicaba que por favor no le hicieran daño, que se alejaran, pero no se detuvieron, la echaron al piso y encima del pavimento mojado la violaron todos, una y otra vez, hasta dejarla malherida, sin conocimiento y tirada en el inmundo callejón. Solo dos días después un perro que andaba olfateando el lugar, llamó la atención de unos policías, quienes encontraron a Lucía casi muerta. La llevaron al hospital con bajos signos vitales y estuvo inconsciente dos días más. Despertó sola y algo desorientada, sin embargo, recordó los hechos de esa noche. 

Allí comió, atendieron sus problemas de salud, hicieron que aumentara algunos kilos y la hidrataron con suero directo por su vena, Lucía no lograba superar la anemia, aunque se mantenía estable. En total pasaron treinta y siete días desde aquel, sobre el que Lucía se negaba a hablar. Estaba próxima a salir cuando un guiso de pollo la hizo vomitar profusamente, sudaba frío y se sentía débil, aunque para los médicos era un síntoma de la fuerte anemia que padecía, una enfermera con la que había iniciado una linda relación de amistad, le practicó una prueba de embarazo que salió positiva.

Este nuevo hecho dejaba a Lucía con muchos sentimientos cruzados, no sabía lo que iba a hacer, sin casa ni alimentos y en la más cruel soledad. 

Finalmente salió de la Clínica Central con la ropa de una paciente que falleció, se la habían regalado las enfermeras, cuando vieron que iba a salir casi desnuda, pues lo que llevaba puesto cuando llegó al hospital estaba destrozado.

De vez en cuando tocaba su vientre, mientras caminaba por las calles de una ciudad en la que parecía pasar desapercibida, golpeaba puertas, entraba a restaurantes pidiendo las sobras o una taza de café, algo de sopa caliente, sin una moneda en el bolsillo. 

Justo cuando había perdido las esperanzas, se sentó en el muro del jardín de una casa, Aurora, una mujer de unos cuarenta años, salió para preguntarle si estaba bien. Aunque no quería molestar, esta vez aceptó que tenía frío y hambre, estaba enferma y en embarazo. Esta mujer no se sintió capaz de dejarla allí afuera y la invitó a seguir, la dejó acostar en el cuarto de la empleada que hacía unos días estaba desocupado y al día siguiente después de haber hablado con su marido y aún más, de ver cuando se levantó que la cocina estaba impecable y el desayuno hecho, le quiso dar la oportunidad de que trabajara para ella. 

Lucía no sabía cuánto cobrar, estaba realmente conforme con tener un techo en donde protegerse del frío y un plato de comida caliente. 

Allí permaneció haciendo las labores del hogar durante su embarazo. Salía los viernes al mediodía y regresaba el domingo en la noche. Entre semana, al principio iba a la clínica Central, en donde como voluntaria, conversaba y escuchaba a algunas pacientes víctimas de violencia como ella. Allí fue que conoció un grupo que se reunía para hablar temas de mujeres y sus derechos en un mundo que todas concluían que era diseñado y gobernado por hombres, desde su creación.

Ya regresaba a la casa, cuando la atacó un fuerte dolor en el vientre, se sintió mareada y cayó de rodillas. Arrastrándose logró llegar a un restaurante en el que la ayudaron a incorporarse y le brindaron un vaso con agua. Cuando intentó ponerse de pie al sentirse levemente mejor, por sus piernas empezó a bajar una gran cantidad de líquido mezclado con sangre, había llegado el momento de que naciera su hija.

Repetía que tenía que llegar al hospital, una persona que estaba en el restaurante se ofreció a acompañarla, sin embargo, de forma paralela, a unas cuantas cuadras de allí se estaba gestando una revuelta por el atentado hecho a Gaitán. Sin saberlo intentaban encontrar un taxi o el carro de algún voluntario, pero pasaba el tiempo y no lo lograban, finalmente un taxista se apiadó de ella y emprendió camino entre la multitud y las barricadas, sin dejar de tocar el pito del carro y gritar por la ventana que era una emergencia y debían abrirle paso. 

Parecía que ya iba a nacer su hija, Lucía no se cansaba de gritarle por su nombre, Ana, mientras le pedía llorando que aguantara un poco más. 

Lucía se mantuvo despierta todo el trayecto, pero se desmayó como rindiéndose, cuando pudo ver a pocas cuadras el edificio de la Clínica Central.

Para ese momento, no se explicaban lo que sucedía, las personas corrían y gritaban arengas, se encontraban con calles tapadas con neumáticos de carros en llamas, el centro de la ciudad se llenó de humo, sangre y los revoltosos aprovecharon la oportunidad para destruir buena parte del patrimonio de la ciudad.

Al mismo tiempo que llegaba Lucía en brazos de su acompañante, desmayada y desangrándose, se encontraba en el quirófano Gaitán, a quien los médicos y enfermeras disponibles en el turno, intentaban salvar a toda costa. En la recepción y los pasillos no había nadie disponible, pacientes con situaciones de urgencia se agolparon en la puerta de vidrio, que aunque era de seguridad, alcanzó a verse gravemente afectada, terminando por romperse, dejando entrar a la multitud histérica. 

Todo era caótico y nadie atendía a Lucía, quien yacía, tirada sola en una esquina al lado del quirófano en el que estaba siendo atendido el candidato a la presidencia. En este momento se desató el peor caos de la historia en Bogotá, cuando dos médicos anunciaron que Gaitán había muerto. 

Afuera, un grupo de ciudadanos, encontraron al hombre que lo mató, lo torturaron y cuando se enteraron de la muerte de su líder, sin piedad lo mataron a pedradas, le propinaron la cantidad de puños y patadas que miles de personas quisieron darle y para terminar lo exhibieron crucificado en la plaza de Bolívar, hasta donde lo llevaron arrastrando.

Todo el país estaba consternado y atento a la noticia, se desató el movimiento llamado El Bogotazo, en donde murieron varias decenas de personas y otro tanto resultaron heridos. El tranvía quedó inservible, las fachadas de los edificios, las ventanas y las calles arruinadas. 

A esa hora Lucía en la clínica, cansada de pedir ayuda y a punto de morir, entró a rastras al quirófano aún con lo que habían utilizado para intentar salvarle la vida a Gaitán, se recostó contra la camilla, abrió sus piernas y pudo ver la cabeza de su hija, daba alaridos de dolor, mordió un trapo, con dificultad se puso en cuclillas y así dio a luz a su hija. 

Perdió el conocimiento por unos minutos y cuando despertó una enfermera le estaba dando los primeros auxilios. Su tez se tornó blanca como un papel, había una bolsa de sangre, le preguntó qué tipo era y ella le contestó, se percató de una unidad a su lado y al verificar que era la misma suya, sin tiempo de hacerle una mayor prueba la conecto al catéter, había perdido una gran cantidad y se encontraba muy débil.

Médicos y otras enfermeras se presentaron allí para ayudarla, Lucía perdía y recobraba el conocimiento, cuando abría los ojos, podía ver el cuerpo sin vida de Gaitán, a quien uno de los médicos extrajo sangre y se la puso a ella, no había más disponible en el momento y como había crisis por la cantidad de heridos que estaban acudiendo a la clínica, no tuvieron otra alternativa.

Al mismo tiempo que la atendían a ella, le daban los primeros auxilios a Ana, que se demoró en llorar y tenía un color morado intenso, aunque lograron mantener estables sus signos vitales. 

No podía hablar, pero dejó de escuchar el llanto de Ana y la inundó la angustia, jadeaba y emitía sonidos llenos de dolor por la preocupación del estado de salud de su hija. Una enfermera se la mostró, envuelta en una sábana blanca, con sus lindos y grandes ojos negros muy abiertos, en ese instante Lucía cerró sus ojos y no los volvió a abrir sino pasadas ocho horas, cuando ya estaba un poco más recuperada, en una camilla al lado de varias mujeres más en situación crítica.

Tuvo algunos problemas de salud, altibajos de ánimo, estrés por el bienestar de su pequeña Ana, pero finalmente lograron salir del hospital. Ana creció al lado de su madre, conoció y aprendió de su lucha, la acompañó en sus ideales y se impregnó de todo lo que necesitaba para ser parte del equipo de mujeres que empezaron a figurar en la política y que junto con el Senado y el Congreso lograron la aceptación de las leyes y los beneficios que hoy nos acogen a las mujeres en este país. 

Gracias a ellas y a cientos de personas con su energía y fe en lo que es capaz de lograr y transformar una mujer, se ha gestado desde entonces un movimiento imparable, enmarcado en el respeto y la unidad. Mujeres como estas y su espíritu impetuoso, han logrado impulsar  varias historias de vida, que me hacen pensar en un feminismo que más que dominar el mundo, lo doblega con amor.  

Resulta que esto pasó hace setenta y un años en mi familia, podría ser verdad, que todavía corre por mis venas sangre rebelde, pero al mismo tiempo, valiente y fuerte, luchadora y el combustible que hace que las mujeres de este país seamos capaces casi de cualquier cosa que nos proponemos. Esa mujer puedo ser yo, también puedes ser tú.

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