miércoles, 11 de septiembre de 2019

El romano

Javier Oyarzun


Ya sé lo que nos espera afuera, el ruido ensordecedor de la multitud se cuela entre las paredes como un anuncio de nuestro final. No tengo miedo, pero estoy cansado. Sentado en la arena solo aguardo que vengan a buscarnos. Los rezos de nuestros hermanos me tranquilizan, debo ser fuerte.

La tenue luz que entra a la celda me permite ver mis enrojecidas muñecas, que no dejan de dolerme debido al daño causado por los grilletes. El olor a orín y excremento se impregna en mis fosas nasales. El sollozo de una niña pequeña ahogado por el abrazo consolador de su madre me desgarra el alma.

El tintineo de las llaves y el posterior chasquido de la cerradura me alertan de que ya vienen por nosotros. La gente se alborota, algunos lloran y otros rezan. El ruido de las sandalias en el piso y el polvo que levantan se aproximan hasta acá. 

Una docena de guardias armados nos quitan los grilletes y nos obligan a pararnos y avanzar por un corredor que va iluminándose a cada paso. Una canción de alabanza a nuestro señor sale de la boca de uno de nuestros hermanos, y su voz se convierte en un coro a los pocos segundos.

Cuando llegamos al final del túnel una pesada puerta de barrotes de hierro se levanta y somos empujados a un espacio abierto, nos reciben con insultos y vegetales en descomposición lanzados desde las gradas atiborradas de gente. Me quedé esperando a los más lentos a la salida del túnel, un soldado vestido a la usanza de un legionario me empuja y escupe, tratándome de traidor.

El sol abrasador golpea mi cara, como aquel día en la lejana Armenia, nuestros escudos levantados en formación de tortuga resistían las embestidas de los jinetes en  camellos del ejército parto. A la orden de nuestro líder, coordinados, atacábamos con nuestras lanzas arrojadizas, causándoles muy poco daño, para volver a agruparnos y defendernos.

El cansancio mellaba nuestras fuerzas, el escudo se hacía cada vez más pesado, empezaba a perder las esperanzas, cuando la caballería llegó en nuestra ayuda. Las tropas del enemigo retrocedieron, y al final de la jornada la victoria era nuestra.

Esa noche tuvimos doble ración y se nos permitió beber vino para celebrar, reímos de buena gana, recordamos a los caídos, y cada uno de nosotros confesó qué pretendía hacer cuando regresáramos a Roma. Tiempo después supimos que nuestra victoria permitió la firma de un tratado de paz entre Roma y Partia. 

El camino de regreso fue largo. Lo primero que hice al volver fue gastar parte de mi paga en una crespa y voluptuosa mujer del mejor burdel de la ciudad. Para terminar emborrachándome con mis compañeros de armas en un tugurio de mala muerte.

Anduve un tiempo de ocioso, pero los denarios se fueron acabando, no sabía hacer nada más que ser militar, por lo que me empleé como cobrador de uno de los tantos prestamistas de la capital. Casi nunca llegué a ocupar la violencia con alguien, nuestra sola presencia, y la destrucción de alguna que otra tienda de un desafortunado deudor, nos hicieron la fama suficiente para realizar de muy buena forma el trabajo.

En una de esas andanzas llegué a una tienda de telas de un tal Amancio que tenía una deuda con mi jefe. Al acercarme vi a la mujer más hermosa del mundo que atendía en el lugar. Me quedé atontado mirándola tanto tiempo que la hice sentir incómoda, provocando que sus blancas mellizas enrojecieran de rubor.

Me hizo pasar a la tienda para esperar ahí a su padre, que era el deudor que yo buscaba. Salió de la sala donde me encontraba moviendo una cortina. Pasaron varios minutos y no venía nadie, me empecé a poner nervioso. Escuché un sollozo proveniente de la habitación contigua, la curiosidad me hizo acercarme y notar que la chica lloraba desconsoladamente.

―¿Qué te pasa? ―pregunté.

―Nada.

―¿Cómo nada?, debías traer a Amancio y estás acá llorando.

―¿Vas a matarlo?

―¿Por qué habría de matarlo?, solo vengo a cobrar lo que debe.

―No tenemos dinero para pagarte ―respondió con la voz entrecortada y mirándome con los ojos llorosos.

―Olvídate de la deuda  ―aseguré―, la pagaré yo.

La chica se abalanzó sobre mí, y me abrazó fuerte, poniendo su cara sobre mi pecho, donde siguió llorando un momento. Me dio las gracias muchas veces, tomó mi mano derecha con las suyas y la besó un par de oportunidades. Me retire del lugar sintiéndome un imbécil, acababa de regalar gran parte de mis ahorros a personas que no conocía.

Después del encuentro mi vida transcurrió sin grandes sobresaltos, cobrar, amenazar y llenar los bolsillos de mi jefe, se convirtieron en una rutina. Paseaba por la calles de Roma cumpliendo mis deberes como cualquier día y casi sin pensarlo me traslade al negocio de Amancio, parapetado a unos metros me quede observando, como un mozalbete, a la linda mujer que hace unas semanas lloró en mi pecho.

La rutina siguió su curso, trabajar e ir a mirar a la bella muchacha, no podía sacarla de mi mente, pero, no me atrevía a hablar con ella, no por el temor al rechazo, sino, porque temía asustarla. Un día cuando la observaba a escondidas, un hombre que se había acercado a la tienda, la gritaba infiriéndole todo tipo de insultos. Corrí al lugar para increparlo, este, sorprendido por mi súbita llegada, se alejó de inmediato sin hacer más problemas.

Su mirada profunda y un casi imperceptible «gracias», terminaron por derrumbar todos mis temores, y aquella muchacha se quedó impregnada a mi alma. No podía hacer otra cosa que pensar en ella. Todos los días después del trabajo, pasaba a visitarla. Traté de conquistarla, le llevé regalos, pero siempre se resistía a que lo nuestro se convirtiera en un romance.

Después de un par de meses aburrido de la situación decidí confrontarla:

―¿Por qué me rechazas?

―No lo hago.

―Quiero ser tu esposo.

―No puedes.

―¿Por qué? ―insistí.

―Somos diferentes.

―¿Me quieres?

―Sí.

―Entonces, ¿por qué? ―pregunté nuevamente elevando el tono de mi voz.

―Soy cristiana ―respondió con voz entrecortada.

―Lo solucionaremos ―le dije, abrazándola lo más fuerte que pude.

Renuncié al trabajo, no podía seguir en una labor que ofendiera a sus creencias, desde ese momento los ayude en la tienda. Su padre me introdujo en el nuevo culto, nos casamos en una vieja catacumba, escondidos de posibles curiosos o delatores. Es así como un antiguo guerrero se transformó en un pacífico comerciante y fiel marido.

Fue un tiempo maravilloso que vivimos juntos, pero como todo sueño bonito que uno quiere continuar cuando despierta, se acabó, una maldita fiebre terminó con su vida. Renegué del nuevo Dios. Aquel que prometía bondad a sus fieles era igual de cruel que los dioses romanos. Volví a beber y buscar pleitos, vague por las calles de Roma sin rumbo, dormía donde me pillara la noche.

Dejándome morir en un callejón oscuro, con el cuerpo empapado por la lluvia y temblando de frío, se me acercaron dos hombres, que en un principio no reconocí. Me levantaron y cargaron pasando mis brazos sobres sus hombros. No opuse resistencia, estaba demasiado borracho. Desperté en una habitación que distinguí como propia, tres hombres me miraban de pie con atención, dos de ellos fueron los que me cargaron, el tercero era mi suegro.

No pude evitar llorar, sentí mucha vergüenza ante la figura de ese viejo que permanecía de pie estoico frente a mí. Me levante para acercarme a él, al llegar a su lado me arrodille y lo abracé cruzando mis brazos a su cintura, y con la cabeza gacha para demostrar mi arrepentimiento.

―Perdón, padre ―le dije con voz trémula.

―No hay nada que perdonar. Levántate, hijo mío.

Vivir en comunidad dio un nuevo sentido a mi vida, ayudé a Amancio con la tienda, participé de los ritos cristianos, si bien, el dolor se fue aplacando en mi alma, nunca deje de pensar en mi esposa, cada celebración o fecha especial me traía su recuerdo.

Todo continuo apacible hasta aquel día que compartíamos un rito y fuimos capturados por una cuadrilla del ejército romano. Avancé hasta el capitán y le exigí que me expusiera el porqué de la aprensión, recibí como respuesta un golpe que me botó al suelo.

Mi suegro guío al grupo hasta el centro del coliseo, donde formaron un círculo y comenzaron a rezar. Yo no pensaba rendirme tan fácil, si salía algún gladiador trataría de quitarle su arma y defender a mis hermanos, había sido un soldado y estaba preparado para luchar.

Se abrieron todas las puertas y los vítores de los espectadores se confundieron con el rugido de las bestias que eran azuzadas por sus cuidadores. Mis hermanos se arrodillaron y comenzaron a cantar alabanzas a nuestro Señor. En ese momento me di cuenta que no podía hacer nada. Me hinqué y esperé el desenlace. El público se quedó en silencio al observar como este grupo de hombres y mujeres, viejos y niños aceptaban su muerte.

Una bestia se abalanzo sobre mí. Mis últimos pensamientos fueron para ella: «Amor espérame, ya voy al encuentro de nuestro Señor, para estar contigo eternamente». 

No hay comentarios:

Publicar un comentario